22

Para llegar a Sautrey, Camille tuvo que llevar la ganadera a otro puerto. Pero la carretera era menos ardua, más ancha, más recta, las curvas más abiertas. La montaña había perdido sus últimos retazos de Provenza y, diez kilómetros antes del puerto de la Croix-Haute, habían entrado en una zona de niebla fría y algodonosa. Soliman y el Veloso penetraban en tierra extraña y la examinaban con interés y hostilidad. La visibilidad era reducida, el camión progresaba lentamente. El Veloso lanzaba altivas miradas a las casas bajas y alargadas, aplastadas sobre las sombrías vertientes. Camille cruzó el puerto a las cuatro, y llegó a Sautrey media hora después.

—Montones de madera, montones de madera —masculló el Veloso—. ¿Qué coño hacen con toda esa madera?

—Encienden la calefacción casi todo el año —dijo Camille.

El Veloso sacudió la cabeza, con piedad e incomprensión.

Un poco antes de las ocho de la tarde, el dueño del café de Sautrey dio una vuelta de llave a su puerta. Un gran perro de pelo corto le corría entre las piernas. Se iban a cenar.

—¿Ves, perro? —dijo el dueño del café—. No es normal que una chica así conduzca un camión. Y eso no puede traer nada bueno. ¿Y los dos mantas que van con ella?, no me digas que no podrían conducir ellos. Si es que da pena ver estas cosas, ¿eh, perro? Vaya ganadera de mierda, es inimaginable. Y la mujer durmiendo ahí dentro, con un negrata y un viejo.

El dueño del café suspiró, colgó el trapo en el aparador.

—¿Eh, perro? —repitió—. ¿Con cuál de los dos crees que se acuesta? Porque no me dirás que no se acuesta con ninguno, no te creería. Con el negrata posiblemente. Vaya estómago. El negrata la mira como a una diosa. ¿Qué coño hacen los tres jodiendo a todo el mundo todo el santo día con sus preguntas? ¿Qué les importará el señor Sernot? ¿Lo sabes tú? Pues yo tampoco.

Apagó la luz y salió abrochándose la chaqueta. La temperatura había caído por debajo de los diez grados.

—¿Eh, perro? No es normal, esa gente haciendo tantas preguntas sobre un muerto.

Debido al frío y al viento, Soliman había puesto la mesa en el camión, en la caja colocada entre dos camas. Camille dejaba a Soliman encargarse de la cocina. Él se ocupaba del ciclomotor, del suministro, del agua. Tendió su plato.

—Carne, tomates, cebolla —anunció Soliman.

El Veloso descorchó una botella de blanco.

—Antes —inició Soliman—, al principio del mundo, los hombres no cocinaban.

—Ah, joder —dijo el Veloso.

—Y lo mismo sucedía con todos los animales de la tierra.

—Ya —interrumpió el Veloso sirviéndose vino—. Adán y Eva se acostaron juntos, y luego tuvieron que currar y hacerse de comer toda la vida.

—En absoluto —dijo Soliman—. La historia no es así.

—Te las inventas, esas historias.

—¿Y qué? ¿Se te ocurre algo mejor?

Camille se estremeció, fue a buscar un jersey al fondo del camión. Ya no llovía, pero la niebla pringaba el cuerpo como ropa mojada.

—Tenían comida al alcance de la mano, por todas partes —proseguía Soliman—. Pero el hombre lo acaparaba todo, y los cocodrilos se quejaban de su egoísmo voraz. Para estar seguro, el dios del pantano apestoso tomó forma de cocodrilo y se fue a controlar la situación en persona. Después de haber pasado hambre durante tres días, el dios del pantano convocó al hombre y le dijo: «De ahora en adelante, hombre, sabrás compartir». «Y un cuerno», le dijo el hombre. «Los demás me la sudan.» Entonces, el dios del pantano se puso hecho una furia y arrebató al hombre la afición a la sangre, a la carne fresca y cruda. A partir de ese día, el hombre tuvo que cocinar todo lo que se llevaba a la boca. Eso le llevó mucho tiempo, y los cocodrilos permanecieron en su reino de carne cruda.

—Por qué no —dijo Camille.

—Entonces, el hombre, humillado por haberse convertido en la única criatura que tenía que comer cosas cocidas, pasó todo el curro a la mujer. Menos yo, Soliman Melchior, porque sigo siendo bueno, porque sigo siendo negro, y también porque no tengo mujer.

—Es un punto de vista —dijo Camille.

Soliman se sumió de nuevo en el silencio, vació su plato.

—No es muy parlanchina, la gente de aquí —observó. Tendió su vaso al Veloso.

—Es porque están mojados —dijo el Veloso sirviéndole de beber.

—No han soltado palabra.

—Es porque no tienen nada que decir —dijo Camille—. No saben más que nosotros. Han escuchado la radio, nada más. Si supieran algo, lo dirían. ¿Sabes de algún ser humano que sepa algo y no lo diga? ¿Sólo uno?

—No.

—¿Lo ves? Todo lo que saben ya lo han dicho. Que el hombre fue profesor en Grenoble, que llevaba tres años jubilado viviendo aquí.

—Jubilado viviendo aquí —repitió el Veloso pensativo.

—Es el pueblo de su mujer.

—No es una excusa.

—Nos hemos quedado atascados —dijo Soliman—. Nos pudrimos aquí como un higo caído del árbol. ¿No es así?

—No vamos a quedarnos colgados en este montón de madera —dijo el Veloso—. Seguimos con el roudmubi. Vamos a por él, pegados a su culo.

—¡No digas tantas gilipolleces! —gritó Soliman—. ¡Ni siquiera sabemos dónde está el culo de Massart, joder! ¡Si está aquí, si está delante, si está detrás o en la iglesia!

—No te sulfures, chaval.

—¡Pero entiéndelo al menos! ¿No ves que estamos perdiendo el hilo? ¿Que ni siquiera tenemos ovillo? ¿Que ni siquiera podemos saber si fue Massart, sí, o los cojones, quien degolló a Sernot? ¡Lo mismo la pasma ya sabe quién es! ¡Igual es su hijo, igual es su mujer! ¿Y qué coño hacemos nosotros en este camión?

—Comemos y bebemos —dijo Camille.

El Veloso le llenó el vaso.

—Cuidado —dijo—, que engaña.

—¡Ignoramos! —dijo Soliman calentándose—. Ignoramos con paciencia y perseverancia. Pasamos montones de horas ignorando. Y toda la noche que se avecina será una larga noche de ignorancia.

—Cálmate —dijo el Veloso.

Soliman vaciló antes de dejar caer los brazos sobre las rodillas.

—Ignorancia —dijo con voz más pausada—. «Defecto general de conocimientos, falta de saber.»

—Eso es —dijo Camille.

El Veloso acometió la empresa de liar, lamer y pegar tres cigarrillos.

—Hay que levantar el campo —dijo—. Podemos ir a ver a los policías que se ocupan de ese Sernot. ¿Dónde están?

—En Villard-de-Lans.

Soliman se encogió de hombros.

—Igual te imaginas que la pasma se morirá de ganas de pasarnos el expediente. Que se morirá de ganas de contarnos lo que dice el médico. A mí. A ti. A ella.

—No —dijo el Veloso torciendo el gesto—. Pienso que se morirá de ganas de pedirnos los papeles y que nos echarán.

Ofreció un cigarrillo a Camille, uno a Soliman.

—Y no podemos decirles, así sin más, que vamos a por Massart, ¿verdad? —prosiguió Soliman—. ¿Qué crees que hace la pasma con un negro, un viejo y una camionera que persiguen a un inocente para cantarle las cuarenta?

—Los encierran.

—Exactamente.

Soliman se quedó de nuevo callado, aspirando el humo.

—Tres ignorantes —dijo sacudiendo la cabeza tras unos minutos—. Los tres ignorantes de la fábula.

—¿Qué fábula? —preguntó Camille.

—Una que me voy a inventar y que se llamaría «Los tres ignorantes».

—Ah, ya.

Soliman se levantó y echó a andar por el camión con las manos a la espalda.

—Lo que necesitaríamos, en el fondo —prosiguió—, es un madero especial. Un madero especialísimo. Un madero que nos pase toda la información sin jodernos y sin impedirnos perseguir al vampiro.

—No sueñes despierto —dijo el Veloso.

—Quimera —dijo Soliman—. «Idea falsa. Imaginación vana.»

—Sí.

—Pero sin la quimera estamos jodidos. Sin la quimera somos unos inútiles.

El joven fue a abrir la puerta del camión, tiró la colilla fuera. Camille recogió la suya y la lanzó por el respiradero.

—Conozco una quimera —dijo.

Camille había hablado en voz casi baja. Soliman se volvió, la miró. Inclinada, con los codos sobre las rodillas, hacía girar el vaso entre los dedos.

—No —dijo—. Yo hablaba de un madero.

—Yo también.

—De un madero especial. De conocer a un madero especial.

—Conozco a un madero especial.

—¿No es broma?

—No es broma en absoluto.

Soliman volvió hacia la caja que servía de mesa, la despejó, levantó la tapa. De rodillas, rebuscó dentro y sacó un paquete de velas.

—Ya no se ve nada en este camión —dijo.

Fundió cera en un plato y plantó en él tres velas. Camille seguía haciendo girar el vino en el vaso.

La luz de las velas favorecía a Camille. Su perfil se recortaba en sombra sobre la lona gris, en la cabecera de la cama de Soliman. Al aproximarse la noche, y con la perspectiva de nuevas horas tumbados a cada lado de la separación de tela, Soliman vacilaba un poco. Se sentó enfrente de ella, junto al Veloso.

—¿Lo conoces desde hace mucho?

Camille alzó los ojos hacia el joven.

—Diez años quizá.

—¿Enemigo o amigo?

—Amigo, supongo. No lo sé. Llevo años sin verlo.

—¿Cómo de especial?

Camille se encogió de hombros.

—Diferente —dijo.

—¿No como los demás maderos?

—Peor. No como los demás tipos.

—Ah, bueno —dijo Soliman un tanto desconcertado—. Entonces ¿cómo es en plan madero? ¿Sin escrúpulos?

—Muchos escrúpulos y pocos principios.

—¿Quieres decir que está podrido?

—No, en absoluto podrido.

—¿Entonces qué?

—Entonces especial, te digo.

—No hagas repetir —dijo el Veloso.

—¿Y se quedan a tipos así en la pasma?

—Tiene talento.

—¿Cómo se llama?

—Jean-Baptiste Adamsberg.

—¿Viejo?

—Eso no viene a cuento —interrumpió el Veloso.

Camille reflexionó, contó vagamente con los dedos.

—Unos cuarenta y cinco.

—¿Dónde está ese madero especial?

—En la comisaría del distrito 5, en París.

—¿Inspector?

—Comisario.

—¿Directamente?

—Directamente.

—Ese tipo, Adamsberg, ¿podría sacarnos del atolladero? ¿Tiene poder?

—Tiene talento, ya lo he dicho.

—¿Podrías llamarlo? ¿Sabes cómo contactar con él?

—No tengo intención de contactar con él.

Soliman miró a Camille sorprendido.

—Entonces ¿para qué me hablas de ese madero?

—Porque me haces preguntas.

—¿Y por qué no quieres contactar con él?

—Porque no tengo ganas de oírlo.

—¿Ah, no? ¿Y por qué? ¿Es un cabrón?

—No.

—¿Un capullo?

Camille volvió a encogerse de hombros. Pasaba una otra vez el dedo a través de las llamas de las velas.

—¿Y bien? —dijo Soliman—. ¿Por qué no quieres oírlo?

—Ya te lo he dicho. Porque es especial.

—No hagas repetir —dijo el Veloso.

Soliman se levantó exasperado.

—Ella decide —recordó el Veloso tocando el hombro de Soliman con la punta del cayado—. Si no quiere ver al hombre no quiere ver al hombre, y punto.

—¡Joder! —gritó Soliman—. ¡Me la suda que sea especial! ¿Y el alma de Suzanne, Camille? —dijo volviéndose hacia ella—. Metida toda la eternidad en el puto remanso apestoso de los cocodrilos. ¿No crees que la situación de Suzanne es especial?

—Lo del remanso no es nada seguro —observó el Veloso—. No voy a decírtelo cien veces.

—¿No crees que Suzanne cuenta con nosotros? —prosiguió Soliman—. ¿Que a estas horas debe de estar preguntándose qué coño hacemos? ¿Si la hemos olvidado o qué? ¿Si no estaremos poniéndonos de vino hasta las cejas y pasando de todo?

—No, Sol, no lo creo.

—¿No, Camille? Entonces ¿por qué estás aquí?

—¿No lo recuerdas? Para conducir.

Soliman se irguió, se enjugó la frente. Se irritaba. Se irritaba mucho con ella. Quizá porque la deseaba y no veía cómo recorrer esos putos cincuenta últimos metros que lo separaban de ella. A menos que Camille hiciera un gesto. Pero no hacía ninguno. Camille tenía casi todos los poderes en ese camión, y eso resultaba agotador. El poder de seducir, el poder de conducir y el poder de seguir adelante si aceptaba llamar a ese tipo especial.

Un poco derrotado, Soliman volvió a sentarse.

—No es verdad que estés aquí para conducir.

—No.

—Estás aquí por Suzanne, estás aquí por Lawrence, estás aquí por Massart, para echarle el guante antes de que se cargue a otras.

—Puede —dijo Camille vaciando el vaso.

—Es posible que ya se haya cargado a otra —dijo Soliman con insistencia—. Pero eso no podemos saberlo siquiera. No podemos ni conseguir una sola información sobre un vampiro que sólo conocemos nosotros. Que somos los únicos en poder bloquear.

Camille se levantó.

—Salvo si llamas a ese madero, claro.

—Voy a dormir —dijo—. Dame tu móvil.

—¿Vas a llamarlo? —preguntó el joven dándose luz.

—No, quería hablar con Lawrence.

—¿A quién le importa el trampero?

—A mí.

—Piensa un poco, Camille. La duda es el lujo de los sabios. ¿Quieres que te cuente la historia del hombre que no quiso dudar?

—No —dijo el Veloso.

—No —dijo Camille—. La sabiduría me aburre.

—Entonces no pienses. Actúa. La audacia es el lujo de la gente con carácter.

Camille salió, dio un beso a Soliman. Vaciló ante el Veloso, le estrechó la mano y desapareció tras la lona.

—Me cago en la hostia —gruñó Soliman.

—Dura de pelar —comentó el Veloso.