18

Eran las siete de la tarde, y el calor disminuía lentamente. Agarrada al volante del 508, Camille no apartaba los ojos de la carretera. Todavía había espacio para cruzarse con un vehículo sin demasiada dificultad, pero las curvas incesantes y difíciles le dejaban los brazos hechos polvo. Es que no se trataba de ir a lo aproximativo.

La pendiente era dura. Camille ya no hablaba, y Soliman y el Veloso se habían callado a su vez, con la mirada clavada en la montaña. Habían abandonado los tranquilizadores follajes de los avellanos y los robles. Oscuros pinos silvestres se arracimaban hasta perderse de vista por las laderas rocosas. Camille los encontraba siniestros, tan inquietantes como ríos de soldados en uniformes negros. A lo lejos se perfilaba la zona de los alerces, un poco más clara aunque igual de regular y marcial, luego el verde grisáceo de los pastos del Mercantour y, más arriba aún, los desnudos picos rocosos. Iban hacia la austeridad. Se sintió algo aliviada al bajar hacia Saint-Étienne, el último pueblo antes de salir del valle y de iniciar el ascenso del macizo. Último lugar habitado, donde mejor harían incrustándose, pensó Camille. Subir dos mil metros en ganadera a veinticinco por hora no iba a ser un plato de gusto.

Camille se detuvo a la salida de Saint-Étienne, cogió la botella de agua, bebió lentamente y dejó los brazos colgando para descansarlos. No estaba segura de poder con el camión en semejantes condiciones. No le gustaban mucho los precipicios, y se sentía al límite de sus capacidades físicas.

Ni Soliman ni el Veloso hablaban. Espiaban la montaña, y Camille no sabía si buscaban al hombre lobo o si les preocupaba que se despeñara la ganadera. Parecían más bien confiados, de modo que dedujo que vigilaban por si pasaba Massart.

Echó una mirada a Soliman, que le sonrió.

—Obstinación —dijo—: «Acción de empeñarse con tenacidad en algo. Terquedad».

Camille arrancó, y la ganadera abandonó el pueblo. Un letrero les indicó que entraban en la carretera más elevada de Europa, otro recomendaba prudencia. Camille respiró profundamente. Allí dentro apestaba a perro, a mugre de lana y a sudor, pero la repugnante mezcla doméstica la reconfortó.

Dos kilómetros más allá, el camión se adentraba en el Mercantour. La carretera era más o menos como temía Camille, estrecha y serpenteante, un delgado surco hendido en el flanco de la montaña, como una ligera cicatriz. La ganadera se deslizaba lentamente por la cuesta, en medio de un estrépito de chatarra, resoplando al acelerar en las curvas cerradas como horquillas. Camille rozaba con la aleta derecha la pared rocosa, casi vertical, y con la otra dominaba el abismo. Apartaba la mirada del vacío, atisbando los mojones de altitud en el arcén. A dos mil metros, los árboles empezaron a ralear, y el motor a calentarse, por falta de oxígeno. Camille, con las mandíbulas tensas del esfuerzo, vigilaba el indicador de temperatura. No era seguro que el camión fuera a aguantar. Resistente, había asegurado Buteil, que paseaba sin problemas la ganadera de dehesa en dehesa. No le habría venido mal que le echara una mano para acabar la subida del puerto.

Dos mil doscientos metros, extinción de los últimos alerces raquíticos, inicio de los pastos tendidos como alfombras sobre las pendientes grises. Áspera belleza, desde luego, pero mundo desértico de gigantes y de silencio en el que el hombre, más aún que su cordero, parecía fuera de proporción. De tanto en tanto aparecían viejos apriscos con tejados de uralita, aislados en los flancos de los herbazales. Camille echó una ojeada al Veloso. Estaba casi somnoliento, a la sombra de su sombrero claro, tan tranquilo como un marino en el puente de un barco. Lo admiró. Le maravillaba que hubiera podido pasarse la vida en esos parajes inmensamente vacíos, durante cincuenta años, tan diminuto como un piojo que corriera sobre el lomo de un mamut, sin la menor preocupación. Siempre se decía en tono malévolo que Massart no había tenido mujer, pero tampoco el Veloso la había tenido y nadie hablaba de ello. Siempre solo en las montañas. Dos mil seiscientos veintidós metros. Camille adelantó suavemente a dos ciclistas casi agotados, nadie los obliga, y metió primera para una última serie de curvas que ascendían hacia el puerto. Los músculos le ardían en el pecho.

—Cima —anunció Soliman rompiendo el silencio—. «Lo más alto, la parte más elevada. Grado supremo, perfección, punto culminante.» Aparca en la cima, Camille. Hay un parking.

Camille asintió.

Llevó el camión hasta la sombra, apagó el motor, dejó caer los brazos, cerró los ojos.

—Descanso —dijo Soliman al Veloso—. «Interrupción de un trabajo, un ejercicio. Reposo, intermitencia. Suspensión momentánea de las representaciones.» Baja, vamos a hacer la cena mientras respira un poco.

No era tan fácil salir del camión, y Soliman echó una mano al pastor, llevándolo casi a cuestas para que bajara los dos peldaños.

—No me trates como a un viejo fuera de servicio —dijo el Veloso con sequedad.

—No estás fuera de servicio. Eres un tipo muy viejo, muy poco ágil y bastante cascado, y si no te ayudo te vas a romper la crisma. Y luego te tendremos que cargar el resto del viaje.

—No me hinches las narices, Sol. Ahora déjame.

Al cabo de una hora, Camille se reunió con los dos hombres, que cenaban fuera, sentados en taburetes plegables, cada uno a un lado de la caja de madera. El cielo empezaba a oscurecer. Camille recorrió el entorno con la mirada, cimas y pinos hasta el confín de los puntos de fuga. Ni una aldea, ni una barraca, ni un hombre moviéndose en ese territorio de lobos. Los dos ciclistas pasaron en ese instante por la carretera del puerto.

—Ya está —dijo—. Nos hemos quedado solos.

—Somos tres —dijo Soliman tendiéndole un plato.

—Más Ingerbold —añadió Camille.

—Interlock —corrigió Soliman—. Máquina para hacer tejido de punto.

—Sí —dijo Camille—. Lo siento.

—Somos cuatro —rectificó el Veloso.

Sentado muy recto en su taburete, alargó un brazo hacia los pastos.

—Nosotros y él —dijo—. Está por aquí. Se agazapa, espera. Dentro de una hora, cuando haya oscurecido, se pondrá en marcha con sus animales. Buscará carne, para ellos y para él.

—¿Crees que se come también la carne de las ovejas muertas? —preguntó Soliman.

—A buen seguro que al menos se bebe la sangre —afirmó el Veloso—. Hemos olvidado sacar el vino —añadió inmediatamente—. Ve a buscarlo, Sol. He traído toda una caja. Detrás de la cortina del váter.

Soliman volvió con una botella de blanco sin etiqueta. El Veloso la presentó ante los ojos de Camille.

—El vino del pueblo —explicó extrayéndose un sacacorchos del bolsillo—. El blanco de Saint-Victor. Intransportable. Lo mantiene a uno vivo, como un milagro: ágil, cojonudo y con vista de águila. Qué más queremos.

El Veloso se llevó la botella a los labios.

—Aquí ya no eres un viejo pastor solitario —dijo Sol agarrándole el brazo—. Tienes compañía. No bebas como un cerdo. A partir de ahora, beberemos en vaso.

—Pero si iba a compartir —dijo el Veloso.

—No se trata de eso —dijo Soliman—. Se bebe en vaso.

El joven dio uno a Camille, que se lo pasó al Veloso.

—Ojo —dijo el Veloso sirviendo el vino—, que engaña.

Era un vino con sabor raro, dulce, con aguja, que se había recalentado a base de bien en el camión. Camille no logró decidir si los tonificaría a lo largo del trayecto o los mataría en tres días. Tendió el vaso para que le sirvieran otro.

—Engaña —repitió el Veloso levantando un dedo.

—Nos pondremos aquí por turnos —dijo Soliman señalando un pico rocoso a su derecha—. Se ve toda la montaña. Camille hace la primera guardia hasta las doce y media. Luego yo. Y te despierto a las cinco menos cuarto.

—La chica debería dormir —dijo el Veloso—. Mañana tiene que bajar toda la montaña.

—Es verdad —dijo Soliman.

—Está bien —dijo Camille.

—No tenemos el fusil —dijo el Veloso lanzando una mirada rencorosa a Camille—. ¿Qué hacemos si lo vemos?

—No pasará por la carretera del puerto —dijo Soliman—, pasará por un sendero apartado. Lo único que podemos esperar es verlo u oírlo. Así sabremos, con un margen de una hora, cuándo esperarlo en Loubas.

El Veloso se levantó apoyándose en el cayado, plegó el taburete de lona, se lo puso debajo del brazo.

—Le dejo el perro, jovencita —dijo a Camille—. Interlock defiende a las mujeres.

Le estrechó la mano, muy recto, como un compañero de equipo al finalizar un partido, y subió al camión. Soliman le echó una mirada suspicaz y lo siguió.

—Eh —dijo subiendo tras él—. No duermas en pelotas. ¿Has pensado en eso? No duermas en pelotas.

—En mi cama hago lo que me da la gana, Sol. Joder.

—No estarás en tu cama, sino sobre tu cama, del bochorno que hay en esta puta ganadera.

—¿Y qué?

—Luego cruzará el camión para ir a dormir. No está obligada a verte en pelotas.

—¿Y tú? —preguntó el Veloso desconfiado.

—Yo igual —dijo Soliman altivo—. Me pondré algo.

El Veloso suspiró, se sentó en la cama.

—Si te hace ilusión —dijo—. Eres un tipo muy complicado, Sol. Me pregunto de dónde habrás sacado esos modales.

—Civilización —dijo Sol.

El Veloso lo interrumpió con un gesto.

—Para un poco con el puto diccionario.

Soliman bajó del camión. A unos metros, Camille, de pie, escrutaba el horizonte que iba oscureciéndose. Estaba de perfil, con las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. Línea del rostro límpida, barbilla nítida, cuello despejado, cabellos oscuros hasta la nuca. Siempre había encontrado a Camille delicada, pura, casi perfecta. La idea de dormir tan cerca de ella lo turbaba. No había pensado en ello antes de salir. Camille sería el chofer, y a Soliman no se le había pasado por la cabeza acostarse con el chofer. Pero una vez parado el camión, Camille dejaba de ser el chofer para ser sólo una mujer que se queda dormida sobre la sábana a dos metros de él, separada por una simple lona, y una lona no es mucho. Así que una mujer como Camille en una cama a dos metros era algo inmenso.

Camille se volvió.

—¿Sabes si hay agua o algo parecido por aquí? —preguntó.

—Tanta como quieras —dijo Soliman—. A cincuenta metros hacia la izquierda tienes una fuente con un dique. Allí nos hemos lavado mientras dormías. Ve antes de que llegue el frío de verdad.

La idea súbita de que Camille pudiera quitarse esa chaqueta, ese pantalón y esas botas le encogió el vientre. La imaginó lavándose en ese río, a cincuenta metros de allí, pálida en la oscuridad, fragilizada por la desnudez. Sin botas, sin chaqueta, sin camiseta y sin camión, Camille le parecía tan vulnerable como si una roca que la protegiera se desplazara bruscamente. Inerme, luego accesible. No es mucho, cincuenta metros.

Casi accesible. Todo estriba siempre en ese «casi». Si uno recorriera los cincuenta metros que lo separan de una chica desnuda junto a un río sin preocuparse de nada, y si la chica desnuda se alegrara de verlo a uno, muchos problemas del planeta quedarían simplificados. Pero así no es como funciona. Nunca. Los cincuenta últimos metros son de una complicación inconcebible, a la salida, a la llegada, en medio. Nada funciona.

Camille pasó delante de él, con una toalla sobre los hombros. Soliman, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, estrechó sus rodillas con los brazos.

Casi inaccesible. Los cincuenta metros más complicados del mundo.