Camille no había encendido la luz. En la semioscuridad, Lawrence cenaba algo antes de regresar al Mercantour. Mercier lo esperaba; Augustus, Electre, todo el mundo lo esperaba. Quería cazar conejos para el viejo y ver los demás al amanecer. Luego bajaría para ir al entierro de la gorda, es lo que había dicho. Comía en silencio, ulcerado y sombrío.
—Ese subteniente de mierda está podrido de soberbia —masculló—. No ha tolerado que alguien sepa más que él. No ha soportado que un canadiense ignorante, porque los canadienses son ignorantes y se untan el cuerpo con grasa de oso, tuviera algo que descubrirle sobre un tipo de la zona. Y apesta a sobaco.
—Igual la cosa se calma —aventuró Camille.
—Nada se va a calmar. Cuando Massart haya lanzado su lobo contra una buena docena de mujeres a falta de poder echárseles encima en persona, se decidirán por fin a mover el culo.
—Yo creo que se limitará a los corderos —dijo Camille—. Mató a Suzanne para protegerse. Puede que huya a Manchester y pare. Es este pueblo lo que lo volvía loco.
Lawrence la miró, le acarició el pelo.
—Es desconcertante —dijo—, no ves el mal en ninguna parte. Me temo que estés muy lejos de la verdad.
—Es posible —dijo Camille encogiéndose de hombros un poco ofendida.
—En el fondo, ¿no lo has entendido? ¿No lo has entendido de verdad?
—He entendido tanto como tú.
—Nada de eso, Camille. No lo has entendido. No has entendido que Massart sólo ha matado ovejas. No corderos, ni lechales, ni viejos carneros irascibles y chulos. Ovejas, Camille. Pero no te has fijado en eso en absoluto.
—Es posible —repitió Camille, dándose cuenta de que, efectivamente, no se había fijado en eso.
—Porque no eres un hombre, por eso. No detectas a la hembra en la oveja. No detectas la agresión sexual en su degollamiento. Crees que Massart se va a detener. Mi niña Camille. Pero Massart no puede detenerse. ¿No entiendes que ese puto degollador es ante todo un violador?
Camille asintió. Empezaba a verlo.
—Ahora que ha pasado de la oveja a la mujer, ¿tú te crees que se va a ir sin más a calmarse a Manchester? God. No se va a calmar en absoluto. No se plantea la calma ni un segundo. Está desatado. Puede que no tenga ni vello ni cuchillo, pero su lobo tiene todo lo que a él le falta, multiplicado por cien. Lanzará al animal sobre esas mujeres y mirará a su lobo consumirlas en su lugar.
Lawrence se levantó, sacudió bruscamente el pelo, como para expulsar toda esa violencia, sonrió y abrazó a Camille.
—Así son las cosas —dijo en voz baja—, es la vida de los animales.
Después de que Lawrence desapareciera en la carretera, Camille se quedó unos quince minutos sentada, en un silencio plúmbeo, acosada por imágenes difícilmente soportables.
Música, pues. Enchufó el sintetizador, se puso los auriculares. Quedaban dos temas por componer antes de acabar el octavo episodio del culebrón sentimental.
No le quedaba más remedio, para crear esa música de encargo, que sumergirse en el universo afectivo de los personajes de la serie, y sus líos la reventaban tanto que el trabajo se le hacía muy cuesta arriba. Todo el argumento del culebrón se basaba en el choque frontal de dos dilemas: por un lado, el de un hombre maduro, militar retirado pero barón, que había jurado no volverse a casar jamás, tras un drama inexplicado; por otro, el de una mujer todavía joven, profesora de griego, que había jurado no volver a amar, tras una tragedia igualmente inexplicada. El barón se había dedicado a sus dos hijos, a los que hacía educar tras los muros de su castillo de Anjou —no se sabía por qué los niños no iban al colegio—. De ahí el encuentro con esa maestra. Bien. Intervenía entonces, inesperado, primero sordo y luego imperioso, un fulgurante deseo carnal entre el barón y la profesora de griego, que ponía duramente a prueba los juramentos morales que ataban a ambos protagonistas a sus pasados inexplicados.
Camille se había quedado allí y, a menudo, se le hacía cuesta arriba. El barón y la helenista, que se pasaban los días andando de aquí para allá, uno delante de la chimenea, la otra delante de la pizarra, con los puños apretados de deseo comprimido, habían conseguido asquearla. Los odiaba. El mejor truco que se le había ocurrido para conseguir componer buena música olvidándolos consistía en sustituir al barón y a la maestra por un papá ratón y una mamá ratona, como en sus libros de niña, cuando aún creía en el amor. Cerraba los ojos, llamaba a la imagen del papá ratón, fuerte y orgulloso con su peto de campesino, con sus dos ratoncillos que aprendían griego entre brincos, mirando mimosos a la mamá ratona con blusa roja. Y de ese modo funcionaba mucho mejor. Suspense, tensión, desapariciones inexplicadas de los ratones, emociones de los reencuentros. De momento, los productores se habían mostrado muy satisfechos de las bandas sonoras que les había entregado. Iban al tema que ni pintado, habían dicho.
Desde la muerte de Suzanne, se había convertido en un auténtico martirio ocuparse de esa familia de ratones que no paraba de amargarle la existencia por chorradas.
Camille se interrumpía a menudo, con los dedos en reposo sobre el teclado. Lo que, según ella, tanto chocaba a Lawrence en el caso de Massart, más allá de los ataques espantosos, era que utilizara un lobo: Massart mancillaba los lobos, los difamaba, los degradaba. Les había hecho más daño en ocho días que todas las peticiones de los pastores en seis años. Y eso Lawrence no se lo perdonaba a Massart.
Pero, pasara lo que pasara en ese momento, lo que sentía era impotencia. Massart estaba fugado, los gendarmes buscaban sus restos en el monte Vence, Lawrence había vuelto al Mercantour, y ella, Camille, a su cara a cara con el cuarteto de ratones emotivos.
Sólo era la una de la madrugada, pero se quitó los cascos, cerró la partitura, se echó en la cama de matrimonio y abrió el Catálogo en la página de las Afiladoras 125 mm 850 W Mango bilateral Apagado automático en caso de desgaste de las escobillas. Esto sí que habría resuelto muchos quebraderos de cabeza a la profesora de griego si al menos se hubiera molestado en interesarse por ello.
Llamaron suavemente a la puerta, dos golpes. Camille se sobresaltó y se sentó en la cama. No se movió y esperó. Dos golpes de nuevo, y roces detrás de la hoja de madera. Sin voz, sin llamada. De nuevo una breve espera, y otros dos golpes. Camille vio la manecilla de la puerta bajar, volver a subir. Saltó de la cama, con el corazón latiéndole fuerte. Había cerrado con una vuelta de llave, pero quien quisiera podría entrar por la ventana de un golpe de hombro. ¿Massart? Massart podría haberlos visto entrar en la barraca. En la gendarmería incluso. ¿Quién decía que Massart no había esperado a que se fuera el canadiense para venir a explicarse de noche, de hombre a mujer? Con el lobo…
Se forzó a respirar hondo y se aproximó sin ruido a la bolsa de herramientas, llena de martillos, pinzas multi-agarre y una aceitera metálica llena de aceite de motor. Cogió la aceitera con la mano izquierda, la almádena con la derecha, y se dirigió lentamente hacia el teléfono. Imaginaba al hombre lampiño tras la puerta, buscando sin hacer ruido un acceso.
—¿Camille? —llamó de repente la voz de Soliman—. ¿Eres tú?
Camille dejó caer los brazos y fue a abrir. En la oscuridad, distinguió la silueta del joven y su rostro asombrado.
—¿Estabas arreglando algo? —preguntó—. ¿A estas horas?
—¿Por qué no has dicho que eras tú?
—No sabía si estabas durmiendo. ¿Por qué no contestabas?
Sol miró la aceitera, la almádena.
—Te he asustado, ¿verdad?
—Es posible —dijo Camille—. Ahora entra.
—No estoy solo —dijo Sol vacilante—. Viene conmigo el Veloso.
Camille alzó la mirada por detrás del joven y atisbo, cuatro pasos más allá, la silueta erguida del arcaico pastor. Que el Veloso estuviera en el pueblo, fuera de la granja, anunciaba que un acontecimiento excepcional estaba en curso.
—¿Qué ha pasado, joder? —murmuró Camille.
—Todavía nada. Queremos verte.
Camille se apartó para dejar pasar a Sol y al Veloso, que entró todo tieso y saludó con un breve movimiento de cabeza. Ella dejó la aceitera y la almádena, con las manos aún trémulas, y les indicó que se sentaran. La mirada del viejo, puesta en ella, la incomodaba. Sacó tres vasos que llenó hasta el borde de aguardiente sin uvas. Ya no había uvas desde la muerte de Suzanne.
—¿De qué tenías miedo?
Camille se encogió de hombros.
—Nada. Me he asustado, eso es todo.
—Pues no eres muy cagueta.
—A veces sí.
—¿De qué tenías miedo? —insistió Soliman.
—De los lobos. Tenía miedo de los lobos. ¿Estás satisfecho?
—¿Lobos que llaman a la puerta con dos golpes de nudillos?
—Bueno, Sol. ¿Qué coño te importa exactamente?
—Tenías miedo de Massart.
—¿Massart? ¿El tipo del monte Vence?
—Eso es.
—¿Por qué voy a tener miedo de ese tipo? Creo que se ha partido la crisma en el monte y que lo busca la pasma.
—Tenías miedo de Massart y punto.
Soliman sorbió un lingotazo de alcohol, y Camille arrugó los ojos.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó.
—No se habla más que de él esta noche, en la plaza —contestó Sol con voz tensa—. Dicen que fuiste con el trampero a Puygiron para contar a la pasma que Massart era un hombre lobo, que había matado las ovejas, que había degollado a mi madre y que estaba fugado.
Camille se quedó callada. Ella y Lawrence se habían adelantado a la gente de la zona y habían acusado a uno de ellos. Se había sabido, claro. Pagarían por ello. Tomó un sorbo de aguardiente y alzó los ojos hacia Soliman.
—Se suponía que no iba a haber fuga de información.
—Pues la ha habido. Un tipo de fuga que no sabes reparar.
—Pues qué se le va a hacer, Soliman —dijo ella levantándose—. Es la verdad. Massart es un degollador. Él atrajo a Suzanne a la trampa. Me importa una mierda lo que opines. Es la verdad.
—Sí —dijo súbitamente el Veloso—. Es la verdad.
Tenía una voz sorda, zumbona.
—Es la verdad —repitió Soliman, inclinándose hacia Camille, que se sentó, desconcertada—. El trampero tenía razón —añadió con voz rápida—. Conoce a los animales y conoce a los hombres. El lobo no habría atacado a mi madre, mi madre no habría acorralado al lobo, y el dogo de Massart habría vuelto del monte. Massart se ha ido con su perro porque Massart ha matado a mi madre, porque ella sabía quién era él.
—Un hombre lobo —dijo el Veloso dando un golpe en la mesa con la palma de la mano.
—Y dicen —prosiguió Soliman agitándose— que la pasma no va a investigar, que no se ha creído una palabra de lo que ha dicho el trampero. ¿Es verdad, Camille?
Camille asintió.
—¿Es seguro? ¿No harán nada de nada?
—Nada —confirmó Camille—. Buscan su cuerpo, muerto o herido, en el monte Vence. Y si no lo encuentran de aquí a unos días, abandonarán.
—¿Y sabes lo que va a hacer ahora, Camille?
—Supongo que matará unas cuantas ovejas por el camino y que huirá a Inglaterra.
—Pues yo supongo que va a matar algo más que ovejas.
—Ah. ¿Tú también?
—¿Quién más?
—Lawrence lo supone.
—Lawrence tiene razón.
—Porque Massart es un hombre lobo —decretó el Veloso dando otro manotazo en la mesa.
Soliman vació el vaso.
—Camille —dijo—, ¿crees que tengo pinta de dejar que huya a Inglaterra el asesino de mi madre?
Camille examinó a Soliman, sus ojos castaños y brillantes, sus labios ligeramente trémulos.
—No del todo —reconoció.
—¿Sabes lo que pasa a los pobres asesinados que nadie ha vengado?
—No, Sol, ¿cómo quieres que lo sepa?
—Se pudren en el remanso apestoso de los cocodrilos, y su espíritu nunca más logra desprenderse del cieno.
El Veloso le puso una mano en el hombro.
—De eso no estamos seguros —observó en voz baja.
—De acuerdo —concedió Soliman—. Ni siquiera estoy seguro de que sea en un remanso.
—No te inventes historias africanas, Sol —dijo el Veloso con el mismo tono—. Vas a liar a la joven.
La mirada de Soliman volvió a Camille.
—Entonces, ¿sabes qué vamos a hacer el Veloso y yo? —prosiguió.
Camille levantó las cejas, esperó la continuación. No estaba exactamente tranquila con el comportamiento febril de Soliman. Habitualmente, Sol era un chico bastante apacible. El domingo anterior lo había dejado encerrado en el baño, y esa noche lo encontraba libre, pero casi fuera de sí. La muerte de Suzanne había desquiciado al muchacho y conmocionado al viejo.
—Vamos a ir tras él —anunció Soliman—. Ya que la pasma no quiere hacerlo, lo haremos nosotros.
—Le pisaremos los talones —confirmó el Veloso.
—Y le echaremos el guante.
—¿Y luego? —preguntó Camille desconfiada—. ¿Lo entregaréis a la policía?
—Y una polla —dijo Soliman, digno heredero del indómito lenguaje de Suzanne—. Si lo entregamos a la pasma lo devolverán al monte y habrá que volver a empezar. El Veloso y yo no queremos pasarnos la vida persiguiendo al vampiro. Lo único que queremos es vengar a mi madre. Así que le echaremos el guante y, cuando lo tengamos, lo eliminaremos.
—¿Eliminarlo? —repitió Camille.
—Vamos, que nos lo cargaremos.
—Y cuando esté muerto y bien muerto, le abriremos la tripa desde la garganta hasta las pelotas para ver si el pelo lo lleva dentro. Y suerte que tiene de que no se lo hagamos vivo.
—Es el progreso —murmuró Camille.
Su mirada se topó con la del Veloso, bellos ojos con tintes de whisky.
—¿Se cree usted esa historia del vello? —preguntó—. ¿De verdad se la cree?
—¿Esa historia de vello? —repitió el Veloso con voz sorda.
Hizo una especie de mohín y no contestó.
—Massart es un hombre lobo —gruñó al cabo de un instante—. Su trampero también lo dijo.
—Lawrence nunca dijo eso. Lawrence dijo que los que creían en el hombre lobo eran unos mariconazos retrasados. Lawrence dijo que los que hablaran de abrir a un tipo desde la garganta hasta las pelotas lo encontrarían en su camino con un fusil de los de cazar osos. Por último, Lawrence dijo que Massart mataba con un dogo, o con un lobo grande, Crassus el Pelado, perdido de vista desde hace dos años. Son los dientes de ese lobo, no los de Massart.
El Veloso arrugó los labios y enderezó la espalda, sin añadir una sola palabra.
—De todos modos —interrumpió Soliman—, es el asesino de mi madre. Así que el Veloso y yo vamos por él.
—Vamos a perseguirlo.
—Y cuando lo tengamos, lo mataremos.
—No —dijo Camille.
—¿Y por qué no? —dijo Soliman poniéndose rígido.
—Porque después no valdréis mucho más que él. De todos modos, a nadie le importará una mierda porque estaréis en chirona el resto de vuestras vidas de tarados. Igual Suzanne sale del remanso apestoso, es posible, y Massart tendrá su merecido, con o sin la tripa abierta, con o sin pelo dentro, pero vosotros, vosotros tendréis que pasar vuestras putas vidas de asesinos en el talego, contando ovejas por la noche.
—No nos cogerán —dijo Soliman alzando la barbilla con gesto orgulloso.
—Sí que os cogerán. Pero no es asunto mío —dijo de repente Camille, mirando primero a uno y luego al otro—. No sé por qué habéis venido a contármelo, pero yo no quería saberlo, y yo no hablo con vengadores, asesinos ni abretripas.
Fue hasta la puerta y la abrió.
—Hasta otra —dijo.
—No has entendido —dijo Soliman con voz de nuevo vacilante—. Nos hemos entendido mal.
—Me la suda.
—Estamos tristes.
—Lo sé.
—Puede matar a más gente.
—Es asunto de la pasma.
—La pasma no hace nada.
—Lo sé, todo eso ya lo hemos dicho.
—Así que el Veloso y yo…
—Vais a ir por él. Lo he captado, Sol. He captado toda la operación.
—Toda no, Camille.
—¿Falta algo?
—Faltas tú. No te hemos dicho que formabas parte de la operación. Te vienes con nosotros.
—Bueno… —añadió educadamente el Veloso—, si quiere.
—¿Es una broma? —dijo Camille.
—Explícaselo —ordenó el Veloso a Soliman.
—Camille —dijo Soliman—, ¿quieres soltar esa puta puerta y venir a sentarte? ¿A sentarte con nosotros, como amigos?
—No somos amigos. Somos asesinos y fontanera.
—Pero ¿quieres venir a sentarte? Como asesinos y fontanera.
—Visto así, sí —dijo Camille.
Cerró la puerta y se sentó en un taburete, frente a los dos hombres, con los codos en la mesa.
—La cosa es así —dijo Soliman—. El Veloso y yo vamos a ir por él.
—Bueno —dijo Camille.
—Pero para eso deberíamos empezar por poder avanzar. Y no vamos a ir a pie, ¿verdad?
—Id como os parezca. A pie, en esquí, a lomos de cordero, ¿a mí qué coño quieres que me importe?
—Massart debe de haberse ido en coche.
—No en el suyo, en todo caso —dijo Camille—. La furgoneta se ha quedado allá arriba.
—No es tonto, el vampiro. Habrá cogido otro coche.
—Muy bien. Habrá cogido otro coche.
—Así que lo seguimos en coche, ¿lo captas?
—Lo capto. Vas a por él.
—Pero no tenemos coche.
—No —dijo el Veloso—. No tenemos.
—Pues coged uno. El de Massart, por ejemplo.
—Pero si no tenemos carnet.
—No —dijo el Veloso—, no tenemos.
—¿Adónde quieres ir a parar, Sol? Tampoco yo tengo coche. Y Lawrence sólo tiene una moto.
—Pero tenemos un camión —dijo Soliman.
—¿Te refieres a la ganadera?
—Sí. Igual no te lo parece, pero es un camión.
—Pues perfecto, Sol —dijo Camille con un suspiro—. Coge la ganadera, sal a por él y lárgate.
—Pero es lo que te decía, Camille, que no tenemos carnet.
—No —dijo el Veloso.
—En cambio, tú sí que lo tienes. Y ya has conducido vehículos pesados.
Camille los miró uno tras otro, incrédula.
—Has tardado en entenderme —dijo Soliman.
—No tengo ganas de entender.
—Pues te lo explico más a fondo.
—Deja el fondo en paz. No quiero oír nada más.
—Escucha esto, escucha por lo menos esto: conducirías el camión y no tendrías que ocuparte de nada más, ¿entiendes? Sólo conducir el camión. El Veloso y yo nos encargaríamos de todo lo demás. Conducir, Camille, sólo te pedimos eso, conducir. Estarías sorda y ciega.
—Y agilipollada.
—También.
—Si he captado bien la idea general —recapituló Camille—, ¿yo conduciría el camión, tú y el Veloso iríais sentados a mi lado para darme ánimos, alcanzaríamos a Massart, yo lo atropellaría por descuido, el Veloso le abriría el vientre desde la garganta hasta las pelotas, para despejar cualquier duda, dejaríamos los restos en una gendarmería y volveríamos juntitos a reponernos con un buen cuenco de sopa de panceta?
Soliman se agitó.
—No es exactamente así, Camille…
—Pero digamos que algo de eso hay —concluyó el Veloso.
—Buscad a alguien que os conduzca la ganadera —dijo Camille—. ¿Quién la lleva normalmente?
—Buteil. Pero Buteil se quedará en Les Écarts para ocuparse de los animales. Y Buteil tiene mujer y dos hijos.
—En cambio, yo no tengo nada.
—Es una manera de verlo.
—Búscate a otro para tu road-movie de mierda.
—¿Tu qué? —dijo el Veloso.
—Tu roudmubi —explicó Soliman—. Es inglés. Significa una especie de desplazamiento por carretera.
—Bien —dijo el Veloso perplejo—. Me gusta entender las cosas.
—Nadie en el pueblo querrá echarnos una mano, Camille —prosiguió Soliman—. Suzanne se la suda a todo el mundo. Pero tú le tenías cariño. El gendarme Lemirail también, pero eso no podemos pedírselo a Lemirail, ¿verdad?
—No podemos —dijo el Veloso.
—No juegues con los sentimientos, Sol —dijo Camille.
—¿Con qué quieres que juegue? Te soy sincero, Camille: juego con tus sentimientos y juego con tu permiso B. Si no nos ayudas, el alma de Suzanne se quedará atrapada en el puto remanso apestoso.
—No me des más la tabarra con ese remanso, Sol. Sirve aguardiente y déjame pensar.
Camille se levantó y fue a apostarse delante de la chimenea apagada, dando la espalda a los hombres. El alma de Suzanne en el remanso, Massart en ruta con su locura lampiña, la pasma inmóvil. Traer a Massart, quitarle los colmillos. Sí, ¿por qué no? Conducir el camión, unos cuarenta metros cúbicos, por las carreteras llenas de curvas. Era posible.
—¿Qué camión es? —preguntó volviéndose hacia Soliman.
—Un 508 D —dijo Sol—, menos de tres toneladas y media. No necesitas el permiso para vehículos pesados.
Camille volvió a posar su mirada en la chimenea, volvió a instalarse el silencio. O sea conducir el camión. Sacar a Soliman y al Veloso de la tormenta, apaciguar a Lawrence y sus lobos. Llevar el camión hasta pisar los talones al degollador. Ridículo. Ninguna posibilidad, una auténtica tontería. ¿Entonces, qué? Quedarse allí, esperar noticias, comer, beber, ocuparse de los dramas inexplicados de los ratones de campo, esperar a Lawrence. Esperar, esperar. Aburrirse. Temer, cerrar con llave por la noche por miedo a ver aparecer a Massart. Esperar.
Camille volvió a la mesa, cogió el vaso, se mojó los labios.
—El camión me interesa —dijo—. Suzanne me interesa, Massart me interesa, pero no su cadáver. O lo traigo enterito o no lo traigo. Vosotros veréis. Si cojo el camión, Massart vuelve intacto, suponiendo que tengamos la menor posibilidad de encontrarlo. Si no, lo traéis hecho papilla de pelos, si eso os relaja, pero sin mí.
—¿Quieres decir que lo entregamos a la pasma como niños buenos? —dijo Soliman con semblante entristecido.
—Sería lo legal. Partir a un tipo en dos sobrepasa el umbral de violencia consentida entre vecinos.
—A nosotros nos la suda el techo legal —dijo el joven.
—Ya estoy al corriente. No se trata de la ley. Se trata de la vida de Massart.
—Viene a ser lo mismo.
—En parte.
—A nosotros nos la suda la vida de Massart.
—A mí no.
—Pides demasiado.
—Cuestión de gustos. Massart al completo conmigo, o Massart hecho papilla sin mí. No me va la papilla.
—Ya nos lo había parecido —dijo Soliman.
—Claro —dijo Camille—. Os dejo que os lo penséis.
Camille se sentó delante del sintetizador y se puso los cascos. Tecleó por hacer algo, con la mente recalentada, a mil leguas de los ratones con blusa. ¿Ir a por Massart? ¿Los tres solos como tres enajenados? ¿Acaso eran otra cosa que tres enajenados?
Soliman hizo una seña con la mano, Camille se quitó los cascos, volvió a la mesa. El Veloso tomó la palabra.
—Jovencita —dijo—, ¿ha aplastado arañas alguna vez?
Camille apretó el puño y lo puso sobre la mesa, entre Soliman y el Veloso.
—He aplastado vagones enteros de arañas —dijo—, me he cargado centenares de nidos de avispas y he aniquilado hormigueros enteros echándolos al río con cinco kilos de cemento instantáneo en los pies. Aun así no hablo de pena de muerte con dos tarados como vosotros. No, y será siempre no, mil años después de vuestra muerte.
—¿Dos tarados, dices? —dijo Soliman.
—Es lo que dice —dijo el Veloso—. No hagas repetir.
—Repite, Camille.
—Dos gilipollas, dos tarados.
Sol iba a levantarse cuando el Veloso le puso la mano en el brazo.
—Respeto, Sol. Esta mujer no anda desencaminada. Piensa que no anda desencaminada. De acuerdo —dijo volviéndose hacia Camille y tendiéndole la mano.
—¿Nada de papilla? —preguntó Camille desconfiada, sin tender la mano.
—Nada de papilla —contestó el Veloso con su voz sorda, bajando la mano.
—Nada de papilla —repitió Soliman de mala gana.
Camille asintió.
—¿Cuándo salimos?
—Mañana entierran a mi madre. Salimos por la tarde. Buteil habrá preparado el camión. Ven mañana por la mañana.
Los dos hombres se levantaron. Soliman con agilidad, el Veloso con rigidez.
—Una cosa —dijo Camille—. Un detalle del contrato. Nada nos asegura que encontraremos a ese hombre. Si en diez días, treinta días, no hemos conseguido nada, ¿qué hacemos? No vamos a perseguirlo toda la vida, ¿o sí?
—Toda la vida, joven —dijo el Veloso.
—Ah, bien —dijo Camille.