13

En la gendarmería de Puygiron, Lawrence exigió hablar con la persona de mayor grado de la brigada. El recluta de servicio que estaba en recepción respondía de mala gana.

—¿Su superior qué es? —preguntó Lawrence.

—Uno que lo mandará a paseo en menos que canta un gallo si le trae problemas.

—No, le pregunto su grado, su título, ¿cómo se llama lo que es?

—Se llama subteniente.

—Pues quiero eso, al subteniente.

—¿Y a santo de qué quiere ver al subteniente?

—Porque tengo una historia infernal que contarle. Tan infernal que cuando se la haya contado me enviará a ver a su oficial, y cuando el oficial la haya oído me remitirá al jefe. El jefe considerará que se sale de su competencia y me dirigirá al subteniente. Pero yo tengo trabajo. No voy a contarlo cuatro veces, voy directamente al subteniente.

El recluta frunció el ceño, turbado.

—¿Qué tiene de tan infernal su historia?

—Oye, gendarme —dijo Lawrence—, ¿sabes lo que es un hombre lobo?

El gendarme sonrió.

—Sí —dijo.

—Pues no te rías, porque es una historia de hombre lobo.

—Creo que se sale de mi competencia —dijo por fin el recluta.

—Mucho me temo —dijo Lawrence.

—Ni siquiera sé si entra en la del subteniente.

—Oye, gendarme —repitió Lawrence con paciencia—, ya veremos más tarde lo que entra o no en el subteniente. Pero de momento vamos a intentarlo, ¿de acuerdo?

El recluta desapareció y volvió cinco minutos después.

—El subteniente lo espera —dijo señalando una puerta.

—Ve tú solo —susurró de repente Camille a Lawrence—. No me gusta denunciar. Te espero en el vestíbulo.

—God. Me abandonas en el papel de cabrón, ¿verdad? Más que nada, no quieres compartir.

Camille se encogió de hombros.

—No se trata de denunciar, bullshit —dijo Lawrence—. Se trata de detener a un pirado.

—Lo sé.

—Entonces ven.

—No puedo. No me pidas eso.

—Es como si abandonaras a Suzanne.

—Nada de chantaje, Lawrence. Ve solo. Te espero.

—¿Me desapruebas?

—No.

—Entonces eres cobarde.

—Soy cobarde.

—¿Siempre lo has sabido?

—Maldita sea, claro que sí.

Lawrence sonrió y siguió al recluta. Delante de la puerta del subteniente, lo retuvo por la manga.

—¿En serio? —susurró el joven gendarme—, ¿un hombre lobo de verdad? ¿Uno de esos que cuando lo abres…?

—Todavía no se sabe. Es el tipo de cosa que se comprueba en el último minuto. ¿Entiendes?

—Entiendo cien por cien.

—Mejor.

El subteniente, un hombre bastante elegante de rostro delgado y fláccido, esperaba con sonrisa burlona, arrellanado en su silla de plástico con las manos cruzadas en la barriga. A su lado, sentado delante de una mesita y de una máquina de escribir, Lawrence reconoció a Justin Lemirail, el gendarme mediano, y lo saludó con un gesto.

—Un…, ¿cómo diría? Hombre lobo, ¿eh? —preguntó el subteniente en tono ligero.

—No veo qué gracia tiene eso —dijo Lawrence con brusquedad.

—Vamos a ver —prosiguió el subteniente con esa voz conciliadora que se toma para no disgustar a un pirado—, ¿dónde está ese hombre lobo?

—En Saint-Victor-du-Mont. Cinco ovejas degolladas la semana pasada, en la granja de Suzanne Rosselin. Su colega estaba allí.

El subteniente alargó la mano hacia el canadiense con gesto afectado, más mundano que militar.

—Nombre, apellido, carnet de identidad —pidió sin dejar de sonreír.

—Lawrence Donald Johnstone. Nacionalidad canadiense.

Lawrence se sacó un fajo de papeles de la chaqueta y los puso en la mesa. Pasaporte, visado, permiso de residencia.

—¿Es usted el científico que trabaja en el Mercantour? Lawrence asintió.

—Veo, ¿cómo diría?, solicitudes de prolongación de visado. ¿Algún problema?

—Ninguno. Me retraso. Me incrusto.

—¿Y por qué?

—Los lobos, los insectos, una mujer.

—¿Por qué no? —dijo el subteniente.

—Efectivamente —contestó Lawrence.

El subteniente indicó a Lemirail que podía ponerse a transcribir.

—¿Sabe quién es Suzanne Rosselin? —preguntó Lawrence.

—Por supuesto, señor Johnstone. Es esa pobre mujer degollada, ¿cómo diría?, el domingo pasado.

—¿Sabe quién es Auguste Massart?

—Llevamos desde ayer buscando a ese individuo.

—El miércoles pasado, Suzanne Rosselin acusó a Massart de ser un hombre lobo.

—¿Ante testigos?

—Ante mí.

—¿Solo?

—Solo.

—Lástima. ¿Ve alguna buena razón para que la mujer Rosselin lo tomara a usted por único confidente?

—Dos buenas. Para Suzanne, los habitantes de Saint-Victor eran todos una panda de capullos incultos.

—Lo confirmo —intervino Lemirail.

—Soy extranjero y conozco los lobos —completó Lawrence.

—¿Y en qué se basaba esa, cómo diría, acusación?

—En el hecho de que Massart no tuviera vello.

El subteniente frunció el ceño.

—Suzanne fue degollada en la noche del sábado al domingo —prosiguió Lawrence—. Massart desapareció al día siguiente.

El subteniente sonrió.

—O se perdió en el monte —dijo.

—Si Massart se hubiera perdido, si hubiera caído en una trampa o a saber qué —objetó Lawrence—, el dogo no se habría perdido.

—El dogo debe de haberse quedado junto a él.

—Se oiría. Aullaría.

—¿Insinúa usted que un hombre lobo llamado Massart degolló a la mujer Rosselin y se dio, cómo diría, a la fuga?

—Insinúo que mató a Suzanne, sí.

—¿Sugiere usted que detengamos a ese individuo y que lo abramos desde la garganta…?

—Joder —dijo Lawrence—. Bullshit. Es un asunto serio.

—Muy bien. Presente y argumente su acusación.

—God. Creo que a Suzanne no la mató un lobo porque ella no habría acorralado a un lobo. Creo que Massart no se ha perdido en el monte sino que se ha fugado. Creo que Massart no es un hombre lobo, sino un demente lampiño que mata ovejas con su perro o con Crassus el Pelado.

—¿Quién es Crassus el Pelado?

—Un lobo muy grande que nadie ha visto desde hace dos años. Creo que Massart lo capturó muy joven y lo domesticó. Creo que la locura asesina de Massart se desató con la llegada de los lobos al Mercantour. Creo que domesticó al lobo y que lo adiestró para el ataque. Creo que ahora que le ha hecho degollar a una mujer se han abierto las compuertas. Creo que puede matar a otras personas, sobre todo a mujeres. Creo que el lobo Crassus tiene un tamaño excepcional y que es peligroso. Creo que hay que interrumpir la búsqueda en el monte Vence y dirigirla hacia el norte, a partir de La Castille, donde estuvo anoche.

Lawrence se calló, respiró. Eran muchas frases seguidas. Lemirail tecleaba con rapidez.

—Y yo creo —dijo el subteniente en tono conciliador— que las cosas son más sencillas. Bastante tenemos con los lobos para inventar domadores de lobos. Aquí, señor Johnstone, no nos gustan los lobos. Aquí nadie se carga las ovejas.

—Massart sí, en el matadero.

—Usted confunde cargarse y matar. No cree en la muerte accidental de Suzanne Rosselin, pero yo sí. La mujer Rosselin era de esos individuos capaces de provocar a un lobo sin preocuparse, ¿cómo diría?, de las consecuencias. También era un individuo capaz de apuntarse a cualquier leyenda. Usted no cree que Massart se haya perdido en el monte, y yo digo que usted no conoce la zona. En quince años, tres individuos experimentados perecieron en los alrededores por caída accidental. A uno de ellos no lo encontraron nunca. Se ha procedido al registro del domicilio de Massart: faltan sus botas de montaña, su bastón, su mochila, su fusil, su canana y su, ¿cómo diría?, chaqueta de caza. No se llevó ni muda ni neceser. Eso significa, señor Johnstone, que el individuo Massart no se fugó, como usted sugiere, sino que fue, ¿cómo diría?, de excursión a pasar el domingo fuera. Quizá incluso de caza.

—Un hombre en fuga no siempre lleva encima el cepillo de dientes —interrumpió Lawrence—. No es un viaje de placer. ¿Había dinero en la casa?

—No.

—¿Por qué se habría llevado el dinero para irse de caza?

—Nada dice que tuviera dinero en efectivo en casa. Nada dice que se lo haya llevado.

—¿Y el dogo?

—El dogo seguía a su amo, y habrá caído con él a algún barranco. O el dogo resbaló y el amo trató de salvarlo.

—Bullshit, pongamos que fue así —dijo Lawrence—. ¿Y Crassus? ¿Cómo puede ese lobo haber desaparecido tan joven del Mercantour? No ha sido localizado en ningún sitio.

—Crassus habrá muerto de buena muerte, y su esqueleto estará blanqueándose en los bosques del parque.

—God —dijo Lawrence—. Pongamos que fue así.

—Se ha montado usted esa historia en la cabeza, señor Johnstone. No sé cómo suceden las cosas en su país, pero aquí, sépalo usted, sólo hay cuatro fuentes de violencia criminal que pueden conllevar o no la muerte del individuo: la traición conyugal, el reparto de la herencia, el abuso del alcohol y el proceso de medianería. Pero domadores de lobos, degolladores de mujeres, no, señor Johnstone. ¿A qué se dedica usted exactamente en su país?

—Osos —dijo Lawrence entre dientes—. Estudio los osos.

—¿Quiere decir que vive con los…, cómo diría, osos?

—God, yes.

—Un trabajo en equipo, en resumidas cuentas.

—No. Estoy casi siempre solo.

El subteniente adoptó una expresión que significaba «Ahora entiendo, pobre hombre, cómo puede estar tan pirado». Lawrence, exasperado, se sacó de la chaqueta el mapa de Massart y lo desplegó encima de la mesa.

—Aquí tiene, subteniente —dijo insistiendo en las palabras—, un mapa que cogí en casa de Massart ayer por la mañana.

—¿Se introdujo voluntariamente en el domicilio de Auguste Massart en su ausencia?

—La puerta no estaba cerrada. Yo estaba preocupado. Podía estar muerto en la cama. Ayuda a persona en peligro. Tengo un testigo.

—¿Y sustrajo conscientemente el mapa?

—No. Lo miré y me lo metí en el bolsillo por despiste. Sólo más tarde, ya en casa, vi estas marcas.

El subteniente atrajo el mapa hacia sí y lo examinó con atención. Tras unos minutos, lo deslizó hacia Lawrence sin comentarios.

—Cinco cruces marcan los lugares donde se produjeron las últimas matanzas de ovejas —explicó Lawrence señalándolos con el dedo—. Las cruces que indican Guillos y La Castille fueron trazadas antes de los ataques de ayer y de esta noche.

—Y luego todo un circuito hasta Inglaterra —observó el subteniente.

—Quizá su ruta a seguir para abandonar el país. El itinerario evita los grandes ejes. Ya había pensado en esa posibilidad.

—¡Y tanto! —se burló el subteniente arrellanándose en la silla.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir, señor Johnstone, que Massart tiene una especie de hermano en, ¿cómo diría?, Inglaterra que dirige el mayor matadero de Manchester. Vocación de familia. Massart tenía intención desde hacía tiempo de reunirse con él allí.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque soy el subteniente, señor Johnstone, y porque aquí es de notoriedad pública.

—En ese caso, ¿por qué ir por carreteras pequeñas?

El subteniente sonrió todavía más.

—Es increíble, señor Johnstone, la cantidad de cosas que hay que decirle. En su país, no dudan en recorrer quinientos kilómetros de autopista para ir a tomar una cerveza. Aquí la gente no necesariamente se desplaza como una flecha. Durante veinte años, Massart ha dado vueltas por toda Francia, de sillero ambulante en los mercados, un día aquí, otro día allá. Conoce montones de pueblos y montones de gente. Las carreteras pequeñas son su primera familia.

—¿Por qué la abandonó?

—Quería volver a su tierra. Encontró el trabajo en el matadero y volvió hace seis años. No se puede decir, por cierto, que el pueblo le hiciera fiestas. Aquí el odio por los Massart es tenaz. Debe de remontarse a una vieja y fea historia de su, ¿cómo diría?, padre o abuelo, no sabría decirle.

Lawrence sacudió la cabeza para expresar su impaciencia.

—¿Las cruces? —preguntó.

—Todo este rectángulo —dijo el subteniente sonriendo de nuevo y golpeando el mapa con la punta del dedo—, entre el macizo, la nacional, las gargantas de Daluis y el Tinée, es el sector de recogida de Massart para el matadero de Digne. En Saint-Victor, Pierrefort, Guillos, Ventebrune, La Castille, es donde se encuentran las principales cabañas proveedoras. Eso en lo referente a las «marcas».

Lawrence dobló el mapa sin decir palabra.

—La ignorancia, señor Johnstone, es causa de las ideas más insensatas.

Lawrence se metió el mapa en el bolsillo, recogió sus papeles.

—O sea: ninguna posibilidad de que se investigue el caso —dijo.

El subteniente sacudió la cabeza.

—Ninguna —confirmó—. Seguiremos el procedimiento de rutina: buscar a Massart hasta sobrepasar las probabilidades de supervivencia. Pero me temo que, ¿cómo diría?, la montaña se lo habrá llevado ya definitivamente.

Tendió la mano a Lawrence sin levantarse. El canadiense se la estrechó sin decir palabra y se dirigió hacia la puerta.

—Un momento —dijo el subteniente.

—¿Sí?

—¿Qué quiere decir exactamente bullshit?

—Quiere decir «mierda de toro», «mierda de bisonte» y «váyase al carajo».

—Gracias por la información.

—De nada.

Lawrence abrió la puerta y salió.

—No es muy educado, el tipo —comentó el subteniente.

—Allí son todos así —explicó Lemirail—. Todos así. No son malos tíos, pero son brutos. No tienen refinamiento. No tienen refinamiento.

—Ignorantes, vamos —concluyó el subteniente.