12

Camille oyó arrancar la moto al alba. Ni siquiera había oído a Lawrence levantarse. El canadiense era un tipo silencioso y tenía cuidado con el sueño de Camille. A él le daba más o menos lo mismo dormir o no; en cambio, para Camille era un valor crucial de la existencia. Oyó el ruido del motor alejarse, echó una ojeada al despertador, se preguntó la razón de tanta prisa.

Ah, sí, Massart. Lawrence trataba de sorprenderlo antes de que saliera hacia el matadero de Digne. Se dio la vuelta y se durmió instantáneamente.

A las nueve, Lawrence volvía y le sacudía el hombro.

—Massart no ha dormido en su casa. Su coche sigue allí. No ha ido a trabajar.

Camille se sentó, se frotó el pelo.

—Vamos a avisar a la policía.

—¿Qué les vamos a decir?

—Que Massart ha desaparecido. Que hay que buscar en el monte.

—¿No hablarás de Suzanne?

Lawrence sacudió la cabeza.

—Antes vamos a registrar su barraca —dijo.

—¿Registrar su casa? ¿Estás loco?

—Tenemos que encontrarlo.

—¿De qué servirá registrar su cuarto?

—Nos puede decir adonde ha ido.

—¿Qué crees que vas a encontrar, su piel de hombre lobo doblada en un armario?

Lawrence se encogió de hombros.

—God, Camille. Para de hablar. Ven.

Al cabo de tres cuartos de hora entraban en la casita, mitad ladrillo de hormigón, mitad madera, de Massart. La puerta no estaba cerrada con llave.

—Menos mal —dijo Camille.

La barraca se componía de dos habitaciones, una salita bastante oscura, apenas amueblada, un dormitorio y un cuarto de baño. En una esquina de la sala, un gran congelador constituía la única nota llamativa de modernidad.

—Guarrindongo —murmuró Lawrence inspeccionando el lugar—. Los franceses son guarrindongos. Hay que abrir el congelador.

—Hazlo tú —dijo Camille circunspecta.

Lawrence despejó la parte superior del aparato —gorra, linterna, periódico, mapa de carreteras, cebollas—, lo puso todo sobre la mesa y levantó la tapa.

—¿Y bien? —preguntó Camille, pegada a la pared de enfrente.

—Carne, carne y carne —comentó Lawrence.

Con una mano, hurgó en el contenido hasta el fondo.

—Liebres, conejos, buey, un cuarto de rebeco. Massart hace caza furtiva. Para él, para su perro, o para los dos.

—¿Trozos de cordero?

—No.

Lawrence dejó caer la tapa. Ya más tranquila, Camille se sentó a la mesa y desplegó el mapa de carreteras.

—Igual señala los caminos de montaña por los que pasa —dijo.

Sin una palabra, Lawrence se dirigió a la habitación, levantó el somier, el colchón, abrió los cajones de la mesilla de noche, de la cómoda, inspeccionó el pequeño armario de madera. Guarrindongo.

Volvió a la sala frotándose las manos en el pantalón.

—No es un mapa de la zona —dijo Camille—. Es un mapa de Francia.

—¿Algo marcado?

—No sé. Aquí no se ve ni torta.

Lawrence encogió los hombros, abrió el cajón de la mesa, vació el contenido en el hule.

—Llena los cajones de un montón de viejas mierdas —dijo—. Bullshit.

Camille se aproximó a la puerta, que se había quedado abierta, y colocó el mapa a la luz.

—Tiene marcado todo un itinerario con lápiz rojo —dijo—. Desde Saint-Victor hasta…

Lawrence examinó rápidamente los objetos esparcidos, lo metió todo de nuevo en el cajón, sopló el polvo que había vuelto a posarse sobre la mesa. Camille desplegó la otra mitad del mapa.

—… Calais —acabó—. Luego cruza la Mancha y aterriza en Inglaterra.

—Viaje —comentó Lawrence—. Ningún interés.

—Por carreteras pequeñas. Tardará días.

—Le gustan las carreteras pequeñas.

—Y no le gusta la gente. ¿Qué pensará hacer en Inglaterra?

—Olvida —dijo Lawrence—. Nada que ver. Igual es antiguo.

Camille volvió a doblar la mitad del mapa, a examinar la zona del Mercantour.

—Ven a ver esto —dijo.

Lawrence alzó la barbilla.

—Ven a ver —repitió ella—. Tres cruces a lápiz.

Lawrence se inclinó sobre el mapa.

—No veo.

—Aquí —dijo Camille poniendo el dedo—. Apenas se distinguen.

Lawrence cogió el mapa, salió y examinó las marcas rojas a plena luz, con el ceño fruncido.

—Las tres granjas ovinas —dijo entre dientes—. Saint-Victor, Ventebrune, Pierrefort.

—No es seguro. La escala es demasiado grande.

—Lo es —dijo Lawrence sacudiendo el pelo—. Apriscos.

—¿Y qué? Eso demuestra que Massart se interesa por los ataques, como tú, como todos los demás. Quiere ver cómo se mueve el lobo. Vosotros también, en el Mercantour, habéis ido marcando el mapa.

—En ese caso habría señalado los otros ataques, los del año pasado, y los del año anterior.

—¿Y si sólo le interesa el lobo grande?

Lawrence dobló rápidamente el mapa, lo metió en su chaqueta, cerró la puerta.

—Nos vamos —dijo.

—¿El mapa? ¿No lo dejas donde estaba?

—Lo llevamos. Mirarlo mejor.

—¿Y la policía? ¿Si se enteran?

—A la policía el mapa se la suda.

—Hablas como Suzanne.

—Te lo dije. Me calentó la cabeza.

—Te calentó demasiado la cabeza. Devuelve el mapa.

—Eres tú, Camille, la que protege a Massart. Mejor para él que escamoteemos el mapa.

En casa, Camille abrió del todo las contraventanas, y Lawrence extendió el mapa de Francia sobre la mesa de madera.

—Apesta, este mapa —dijo.

—No apesta —dijo Camille.

—Apesta a grasa. No sé qué tenéis en las narices, vosotros los franceses, para que nunca os molesten los olores.

—En las narices tenemos dos mil años de historia llena de olores de grasa. Vosotros los canadienses sois demasiado jóvenes para entenderlo.

—Será eso —dijo Lawrence—. Por eso las naciones viejas apestan siempre. Toma —añadió dándole una lupa—, examina esto de cerca. Bajo adonde la pasma.

Camille se inclinó sobre el mapa, con la mirada pegada a las carreteras, y pasó la lupa por todo el sector del Mercantour.

Lawrence no volvió hasta el cabo de una hora.

—Sí que te han entretenido —dijo Camille.

—Sí. Se preguntaban por qué me preocupaba por Massart. Cómo sabía que había desaparecido. A nadie le importa en la zona. No podía hablarles del hombre lobo.

—¿Qué has dicho?

—Que Massart me había citado el domingo para enseñarme una huella grande de pata que había localizado cerca del monte Vence.

—No está mal.

—Que no había nadie por la mañana ni por la noche. Que me había preocupado, que he vuelto a pasar esta mañana.

—Tiene su lógica.

—Se han preocupado también, al final. Han llamado al matadero de Digne, nadie lo ha visto. Acaban de enviar la brigada de Puygiron, órdenes de desplegarse alrededor de la barraca. Si no lo han encontrado a las dos, envían la brigada de Entrevaux de refuerzo. Quisiera comer, Camille. Me muero de hambre. Pliega el mapa. ¿Has encontrado algo más?

—Otras cuatro cruces, muy leves. Siempre entre la Nacional 202 y el Mercantour.

Lawrence alzó la barbilla, interrogante.

—Debe de ser por Andelle y Anélias, al este de Saint-Victor; por Guillos, a diez kilómetros al norte; y La Castille, casi al límite del parque.

—No cuadra —dijo Lawrence—. Nunca ha habido ataques en esas granjas. ¿Estás segura de los sitios?

—Más o menos.

—No cuadra. Debe de significar otra cosa. Lawrence reflexionó.

—Igual es donde pone las trampas —propuso.

—¿Por qué señalarlas en el mapa?

—Inscribe sus capturas. Indica los sitios buenos.

Camille asintió, plegó el mapa.

—Vamos a comer al café de la plaza —dijo—. Aquí no queda nada.

Lawrence torció el gesto, comprobó el contenido de la nevera.

—¿Lo ves? —dijo Camille.

Lawrence era un hombre de soledad, no le gustaba sumergirse en lugares públicos, y menos aún almorzar en los cafés, oír el estrépito de los cubiertos y de las masticaciones, y comer delante de los demás. A Camille le gustaba el ruido y, en cuanto podía, arrastraba a Lawrence al café de la plaza, adonde iba casi cada día cuando el canadiense desaparecía en el Mercantour.

Se aproximó a él, depositó un beso en sus labios.

—Ven —dijo.

Lawrence la estrechó entre sus brazos. Camille se le escaparía si la aislaba del resto del mundo. Pero le costaba.

Larquet, el hermano del peón caminero, entró en el café al final de la comida, congestionado y jadeante. Las conversaciones se interrumpieron. Larquet no ponía nunca los pies en el café, se llevaba una fiambrera y comía en el camino.

—¿Qué te pasa, hombre? —preguntó el dueño—. ¿Has visto a la Virgen?

—No he visto a la Virgen, capullo. He visto a la mujer del veterinario que subía de Saint-André.

—Todo lo contrario, desde luego.

La mujer del veterinario era enfermera y pinchaba las nalgas de todos los alrededores de Saint-Victor. Estaba muy solicitada, porque era tan suave que pinchaba sin que uno se diera cuenta. Otros decían que era porque se acostaba con todos los tipos aceptables cuyas nalgas pinchaba. Otros, más caritativos, decían que no era culpa suya si pinchaba nalgas, que no era un trabajo tan divertido, que se pusieran en su lugar por un instante.

—¿Y? —preguntó el patrón—. ¿Te ha violado en la cuneta?

—Eres un pobre tarado —dijo Larquet con un bufido despectivo—. ¿Sabes una cosa, Albert?

—Dime a ver.

—Que se niega a pincharte el culo, y eso es lo que no soportas. Por eso lo ensucias todo, porque no sabes hacer nada más.

—¿Has acabado tu sermón? —preguntó el dueño con un fulgor de rabia en los ojos.

Albert tenía unos ojos azules muy pequeños, perdidos en un ancho rostro de ladrillo. No era especialmente atractivo.

—He acabado, sí, sólo porque respeto a tu mujer.

—Ya basta —dijo Lucie poniendo la mano sobre el brazo de su marido—. ¿Qué pasa, Larquet?

—La mujer del veterinario, volvía de Guillos. Se han cargado a otras tres ovejas.

—¿Guillos? ¿Estás seguro? Está muy lejos.

—Ya, pues no me invento nada. Ha sido en Guillos. Eso quiere decir que la bestia ataca por todas partes. Mañana igual en Terres-Rouges y pasado en Voudailles. Si quiere, como quiere.

—¿De quién eran las ovejas?

—De Grémont. Está hecho polvo.

—¡Si sólo son ovejas! —aulló una voz—. ¿Vais a llorar por eso?

Todo el mundo se volvió para ver el rostro descompuesto de Buteil, el intendente de Les Écarts. Suzanne, maldita sea.

—¡Y nadie ha soltado una lágrima por Suzanne, que ni siquiera está enterrada! ¡Y lloriqueáis por unas borregas! ¡Sois todos unos maricones!

—No lloriqueamos, Buteil —dijo Larquet alargando el brazo—. Es posible que seamos todos unos maricones, sobre todo Albert, pero nadie olvida a Suzanne. Lo que pasa es que es esa bestia de los cojones la que la mató, y hay que encontrarla, maldita sea.

—Sí —dijo una voz.

—Sí. Y si los de Guillos la encuentran antes, quedaremos como el culo.

—La encontraremos antes. Los de Guillos están amariconados desde que viven de la lavanda.

—Parad de soñar —dijo el de correos, un tipo bastante neurasténico—. Estamos igual de pasados de fecha que los de Guillos o los de cualquier otro sitio. Ya no tenemos olfato, no olemos el rastro. Ese animal lo pillaremos el día en que se presente aquí mismo a tomar algo en el bar. Y aún, habrá que esperar a que esté moña para poder con él, diez contra uno. Y de aquí a entonces se habrá zampado a todo el país.

—Joder, da gusto oírte.

—Vaya gilipollez, lo del lobo que viene a tomar algo.

—Hay que pedir un helicóptero —propuso una voz.

—¿Un helicóptero? ¿Para ver en el monte? ¿Estás tonto o qué?

—Al parecer, encima, Massart está desaparecido —dijo otra voz—. Los gendarmes lo buscan en el Vence.

—Bueno, no es lo que yo llamo una pérdida —dijo Albert.

—Capullo —dijo Larquet.

—Ya basta —dijo Lucie.

—¿Quién te dice que a Massart no se lo ha llevado la bestia? Con esa manía de salir siempre de noche…

—Sí, lo encontraremos hecho trizas, al Massart. Os lo digo yo.

Lawrence cogió a Camille por la muñeca.

—Vámonos —dijo—. Me ponen a cien.

Una vez en la plaza, Lawrence recobró el resuello, como si acabara de salir de una nube tóxica.

—Hatajo de tarados —gruñó.

—No son un hatajo —dijo Camille—. Son hombres que tienen miedo, que tienen pena, que ya están borrachos. De acuerdo, Albert es un tarado.

Desanduvieron las calles ardientes hasta la casa.

—¿Qué opinas? —preguntó Camille.

—¿Qué? ¿Que estaban borrachos?

—No, del pueblo donde se produjo el ataque. Guillos. Es uno de los lugares señalados en el mapa.

Lawrence se detuvo, miró a Camille.

—¿Cómo iba a saberlo Massart? —murmuró ella—. ¿Cómo iba a saberlo antes?

Se oyeron series de ladridos a lo lejos. Lawrence se tensó.

—Los gendarmes que lo buscan —dijo riendo despectivo—. Ya pueden buscar, no lo encontrarán. Esta noche estaba en Guillos, mañana estará en La Castille. Él es el que mata. Él el que mata, Camille, con Crassus.

Camille hizo un movimiento para hablar y renunció. Ya no sabía qué decir para apoyar a Massart.

—Con Crassus —repitió Lawrence—. Huidos. Degollará ovejas, mujeres, niños.

—Pero ¿por qué, maldita sea? —murmuró ella.

—Porque no tiene vello.

Camille le lanzó una mirada incrédula.

—Y eso lo ha vuelto loco —completó Lawrence—. Vamos a la pasma.

—Espera —dijo Camille reteniéndolo por el brazo.

—¿Qué? ¿Quieres que ataque a otras Suzannes?

—Esperemos hasta mañana. A ver si lo encuentran. Te lo suplico.

Lawrence asintió y recorrió la calle en silencio.

—Augustus no ha comido nada desde el viernes —dijo—. Subo al monte. Vuelvo mañana a mediodía.

Al mediodía siguiente, no habían encontrado a Massart. En los noticiarios de la una, anunciaron la muerte de dos ovejas en La Castille. El lobo se desplazaba hacia el norte.

En París, Jean-Baptiste Adamsberg anotó la información. Se había hecho con un mapa topográfico del Mercantour, que había metido en el último cajón de su mesa de trabajo, un cajón dedicado a las cuestiones confusas y a las maniobras aleatorias. Subrayó en rojo el nombre de La Castille. El día anterior, había subrayado Guillos. Contempló un buen rato el mapa, con la mejilla apoyada en la mano, meditativo.

Su adjunto Danglard lo miraba, un tanto desolado. No comprendía que Adamsberg se interesara hasta ese punto por esa historia de lobos cuando un complejo caso de homicidio en la calle Gay-Lussac estaba en curso —una legítima defensa demasiado ideal para ser cierta— y una asesina loca de atar había jurado meterle un balazo en la tripa. Pero siempre había sido así: Danglard nunca había podido captar la lógica singular que guiaba las elecciones de Adamsberg. Para él, de hecho no se trataba en ningún caso de lógica, sino de una anarquía perpetua tejida de sueños e instintos que llevaba, por vías inexplicadas, a resultados innegables. Sin embargo, seguir a Adamsberg por los derroteros de sus pensamientos estaba más allá de su capacidad nerviosa. Pues no sólo esos pensamientos eran de naturaleza incierta, a medio camino entre el estado gaseoso, líquido y sólido, sino que se aglomeraban sin cesar en otros pensamientos sin que ninguna relación razonable presidiera esas uniones. Y mientras Danglard, con su mente afilada, clasificaba, seriaba y extraía soluciones metódicas, Adamsberg mezclaba los niveles de análisis, invertía las etapas, dispersaba las coherencias, jugaba con el viento. Y a fin de cuentas, con su formidable lentitud, extirpaba alguna verdad del caos. Danglard suponía, por tanto, que el comisario poseía —como se dice de los desgraciados o de las mentes privilegiada— una «lógica propia». Se esforzaba desde hacía años en conformarse, desgarrado entre la admiración y la exasperación.

Porque Danglard era un hombre desgarrado, mientras que Adamsberg había sido fundido de una sola vez, sin duda un tanto apresuradamente, pero de una única materia, autónoma y movediza, que sólo ofrecía a la realidad asideros provisionales. Curiosamente, era un tipo sin complicaciones. Salvo, claro está, para quienes habían querido atraparlo. Siempre hay alguien que quiere atraparlo a uno.

El comisario midió con los dedos la distancia entre Guillos y La Castille, y la trasladó a partir de La Castille, tratando de encontrar el siguiente punto de impacto de ese lobo sanguinario que erraba en busca de nuevas tierras. Danglard lo observó durante unos minutos. Adamsberg era capaz, en el seno mismo del mundo vaporoso y a veces visionario de sus pensamientos, de un desconcertante rigor técnico.

—¿Algo no encaja en lo de esos lobos? —tanteó Danglard.

—Ese lobo —rectificó Adamsberg—. Va solo pero vale por diez. Un devorador de hombres inalcanzable.

—¿Y nos incumbe? ¿De alguna manera?

—No, Danglard. ¿Cómo quiere que nos incumba?

Danglard se levantó, examinó el mapa por encima del hombro del comisario.

—Sin embargo —añadió Adamsberg a media voz—, alguien tendrá que ocuparse del caso tarde o temprano.

—La chica —interrumpió Danglard—, Sabrina Monge, ha localizado la salida por los sótanos. Estamos jodidos.

—Ya lo sé.

—Hay que bloquearla antes de que se lo cargue.

—No podemos detenerla. Hay que dejar que me dispare, que falle, atraparla. Después de eso, podremos trabajar. ¿Hay noticias del crío?

—Una pista en Polonia. La cosa puede alargarse. La chica nos está poniendo en un aprieto.

—No. Me voy a ir, Danglard. Eso nos dará tiempo para encontrar al niño sin que ella me meta un balazo en la tripa.

—¿Adónde?

—Pronto lo sabremos. Dígame dónde vive el que encargó el asesinato de la calle Gay-Lussac, si es lo que creemos.

—En Aviñón.

—Entonces allá es adonde voy. Me voy a Aviñón. Nadie debe saberlo, aparte de usted. La policía judicial me ha dado luz verde. Tengo que poder actuar tranquilo sin Sabrina en la chepa.

—Entendido —dijo Danglard.

—Cuidado, Danglard. Cuando se dé cuenta de que he desaparecido, tenderá trampas. Y es una chica lista. Ni una palabra a nadie, ni siquiera si le llama mi madre gimiendo. Sepa que mi madre nunca gime, ni ninguna de mis cinco hermanas. Sólo usted, Danglard, tendrá mi número.

—Durante su ausencia, ¿debo marcar el mapa? —preguntó Danglard señalando la mesa.

—¡No, hombre, no! Me importa un carajo ese lobo.