A la mañana siguiente, a las siete y media, Lawrence arrancó la moto. Camille, apenas despierta, se sentó detrás, y recorrieron a poca velocidad los dos kilómetros que los separaban de Les Écarts. Camille se agarraba con una mano a la cintura de Lawrence y sujetaba con la otra el frasco de uvas vacío. Suzanne Rosselin no abastecía de uvas si no se le llevaba el frasco vacío, era la ley.
Lawrence giró a la izquierda, enfiló el camino pedregoso que conducía a la casa.
—La policía —gritó Camille sacudiendo el hombro a Lawrence.
Éste le indicó que los había visto, apagó el motor y se bajó. Ambos se quitaron los cascos y observaron el break azul estacionado delante del aprisco, como el otro día, y los mismos gendarmes, el bajito y el mediano, que iban y venían del coche al edificio.
—God —dijo Lawrence.
—Mierda —dijo Camille—. Otro ataque.
—Bullshit. Eso no va a tranquilizar a la gorda.
—Suzanne.
—Suzanne.
—Habría valido más que sucediera en otro sitio.
—El que elige es el lobo —dijo Lawrence—. No el azar.
—¿Elige?
—Seguro. Al principio tantea, y luego encuentra. Acceso fácil, aprisco aislado, perros atados. Entonces vuelve. Y volverá. Si adopta costumbres, será más fácil pillarlo.
Lawrence dejó el casco y los guantes sobre la moto.
—Vamos —dijo—. Comprobar las heridas. Si son las mismas.
Lawrence sacudió la larga cabellera rubia, como un animal que se despereza, cosa que solía hacer en caso de dificultad. Camille hundió los puños en los bolsillos del pantalón. El camino olía a tomillo y a albahaca y, pensaba Camille, a sangre. Lawrence consideraba que olía sobre todo y siempre a grasa de carnero y a pis fermentado.
Estrecharon la mano del gendarme mediano, que parecía azorado y sobrepasado.
—¿Puedo ver las heridas? —preguntó Lawrence.
El gendarme se encogió de hombros.
—No hay que tocar nada —dijo con voz mecánica—. No hay que tocar nada.
Al mismo tiempo, les indicó con una mano cansina que podían pasar.
—Les advierto que no es agradable —les dijo—. No es agradable.
—Claro que no es agradable —dijo Lawrence.
—¿Venían por las uvas? —preguntó mirando el frasco vacío colgando de la mano de Camille.
—En parte —dijo Camille.
—Pues no es el día. No es el día.
Camille se preguntó por qué el gendarme repetía todo dos veces. Debía de llevar mucho tiempo decirlo todo doble, a lo tonto, la mitad de la jornada. En cambio, Lawrence, que no pronunciaba más que un tercio de las frases, ahorraba muchísimo tiempo. A menos que lo perdiera, también era un punto de vista defendible. La madre de Camille decía que el tiempo perdido era tiempo ganado.
Volvió la mirada hacia el aprisco, pero esa mañana ni Soliman ni el Veloso estaban junto a la puerta. Lawrence la había precedido cuando entró en el aprisco. Se volvió hacia ella, blanco como una sábana en la sombra, tendiendo los dos brazos para impedirle seguir avanzando.
—No sigas, Camille —susurró—. No es una oveja, Jesus Christ.
Pero Camille había visto. Suzanne estaba tendida en la paja sucia, boca arriba, con los brazos abiertos, el camisón subido hasta las rodillas. En la garganta, una horrible herida había dejado escapar un mar de sangre. Camille cerró los ojos y salió corriendo. Chocó contra el gendarme mediano, que la retuvo entre sus brazos.
—¿Qué ha pasado? —chilló.
—El lobo —dijo el gendarme—. El lobo.
Sujetándola por el brazo, la llevó hasta el coche de policía y la instaló en el asiento delantero.
—A mí también me da pena —dijo el gendarme—. Pero no lo diga. No es reglamentario.
—¡A Suzanne se la suda el reglamento! —gritó Camille.
—Lo sé, pequeña, lo sé.
Sacó una botella de la guantera del coche y se la ofreció torpemente.
—No quiero aguardiente —dijo Camille sollozando—. Quiero uvas. Había venido por las uvas.
—Vamos, no sea niña, no sea niña.
—Suzanne —gimió Camille—, mi gorda Suzanne.
—Seguramente oyó a la bestia —dijo el gendarme—. Habrá subido a ver qué pasaba en el aprisco. El fusil está a su lado. Lo habrá acorralado, y el animal se le echó encima. Era muy valiente, la Suzanne.
—¿Y el Veloso? —rugió Camille—. ¿Qué demonios hacía el Veloso?
—No sea niña —repitió el gendarme—. El Veloso había salido. Faltaba un cordero, un lechal. Lo buscó durante parte de la noche, y cuando estuvo demasiado lejos para volver, durmió en un pasto. Volvió a las siete y nos llamó. Cuidado, pequeña.
—¿Cuidado qué? —dijo Camille alzando el rostro.
—No hay que insultar al Veloso en su dolor. No hay que decir «¿Y el Veloso? ¿Y el Veloso? ¿Qué hacía el Veloso?» o tonterías de ese tipo. No es usted de por aquí, así que no diga nada, no diga nada sin pensar mucho antes. Suzanne era la Madona del Veloso, ni más ni menos. Así que nada de tonterías. Sobre todo, nada de tonterías.
Impresionada, Camille asintió, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. El gendarme mediano le tendió un pañuelo de papel.
—¿Dónde está? —preguntó.
—En un rincón del aprisco. Vigila.
—¿Y Soliman?
El gendarme sacudió la cabeza en ademán de impotencia.
—Se ha encerrado en el baño. En el baño. Dice que reventará allí. Nos van a enviar a un colega de la psicología. Viene bien, en estos casos especiales.
—¿Tiene un arma?
—No, no tiene.
—Arreglé la fuga el miércoles pasado —dijo Camille con voz átona.
—Sí. La fuga. ¿Sabe cómo adoptó la Suzanne al pequeño Soliman Melchior?
—Sí. Ya me contaron la historia.
El gendarme sacudió la cabeza con aire de entendido.
—El niño no quiso a otra más que a Suzanne. Puso la cabeza allí y dejó de berrear. Es lo que cuentan. Yo no estaba allí. No soy de aquí. A nosotros, los gendarmes, nunca nos dejan ser de aquí, para no apegarnos.
—Lo sé —dijo Camille.
—Pero uno se apega igualmente. A la Suzanne, nadie la…
El gendarme se interrumpió al ver a Lawrence volver sombrío, cabizbajo.
—No habrá tocado nada, ¿verdad? —preguntó.
—Su colega no me ha dejado ni un momento.
—¿Y bien?
—Quizá el mismo animal. Imposible estar seguro.
—¿El gran lobo? —preguntó el gendarme frunciendo los ojos, a la defensiva.
Lawrence torció el gesto. Alzó la mano abriendo el pulgar y el meñique.
—Grande. Al menos esto entre el carnasial y el canino. No se ve bien. Un mordisco en el hombro y otro en la garganta. No habrá tenido tiempo de disparar.
Dos coches remontaban traqueteando el camino transitable.
—Ahí viene el laboratorio —dijo el gendarme—. Y el médico detrás.
—Ven —dijo Lawrence poniendo una mano en el hombro de Camille y sacudiéndola suavemente—. No nos quedemos aquí.
—Quisiera hablar con Soliman —dijo Camille—. Está encerrado en el baño.
—Cuando uno está encerrado en el baño, no se puede sacar nada de él.
—Voy igualmente. Está solo.
—Te espero en la moto.
Camille entró en la casa sombría y silenciosa, subió al primer piso, se detuvo ante la puerta cerrada.
—Sol —dijo llamando con los nudillos.
—¡Váyanse a la mierda, capullos! —aulló el joven.
Camille bajó la cabeza.
Soliman tomaría el relevo.
—Sol, no estoy tratando de hacerte salir.
—¡Que te largues!
—Yo también estoy triste.
—¡Tu tristeza no vale nada! No vale nada, ¿me oyes? ¡Ni siquiera tienes derecho a estar aquí! ¡No eras su hija! ¡Lárgate! ¡Joder, lárgate!
—Está claro que no vale nada. A Suzanne la quería sólo así, porque sí.
—¡Ah, lo ves! —aulló Soliman.
—Le arreglaba las tuberías y, a cambio, me llevaba sus verduras y su aguardiente. Y tú, me importa una mierda que no salgas del váter. Te pasarán jamón por debajo de la puerta.
—¡Eso! —gritó el joven.
—La situación es la siguiente, Sol. Tú no sales del váter. El Veloso no sale del aprisco, y Buteil no sale de su cabaña. Nadie sale de ninguna parte. Las ovejas morirán todas.
—¡Me importan un carajo esas putas bolas de lana! ¡Son subnormales!
—Pero el Veloso es viejo. No sólo ya no sale sino que ni se mueve ni habla. Está tieso como un palo. No lo dejes, o tendremos que llevarlo al asilo de los viejos.
—¡Me la suda!
—El Veloso está así porque cuando el lobo atacó él estaba fuera, no pudo ayudar.
—¡Y yo dormía! ¡Dormía!
Camille oyó a Soliman estallar en sollozos.
—Suzanne siempre quiso que durmieras mucho. Le obedeciste. No es culpa tuya.
—¿Por qué no me despertó?
—Porque no quería que te pasara nada malo. Eras su príncipe.
Camille apoyó su mano en la puerta.
—Es lo que ella decía —añadió.
Camille regresó hacia el aprisco, y el gendarme mediano la retuvo.
—¿Qué hace Soliman? —preguntó.
—Llora —dijo en tono cansino—. No es fácil hablar cuando el otro está encerrado en el baño.
—Sí —asintió el gendarme como si hubiera charlado mucho con tipos encerrados en el baño—. La psicología no llega —dijo consultando el reloj—. No sé qué coño hacen.
—¿Y el médico? ¿Qué dice?
—Como el trampero. Que ha sido degollada. Degollada. Entre las tres y las cuatro de la madrugada. Todavía no se ve bien la marca de los dientes. Habrá que limpiar. Pero dice que es impreciso, que no es como si se hundieran en la arcilla, ¿eh?
Camille asintió.
—¿El Veloso sigue ahí dentro?
—Sí. Temo que se momifique.
—Puede decir a los de psicología que vayan a verlo.
El gendarme sacudió francamente la cabeza.
—No vale la pena —afirmó—. El Veloso es duro como un saco de nueces. La psicología, en él, sería como mear bajo un árbol.
—Ah —dijo Camille—. ¿Le importaría decirme su nombre?
—Lemirail. Justin Lemirail.
—Gracias —dijo Camille, que reanudó su camino, con los brazos colgando.
Se reunió con Lawrence en la moto, se puso el casco en silencio.
—No sé dónde he dejado el frasco —murmuró.
—Creo que no importa mucho —dijo Lawrence.
Camille asintió, se montó en la moto y se agarró a la cintura del canadiense.