Los dos últimos días de la semana —antes de la paz dominical— estuvieron marcados por las mismas salidas, las mismas tensiones y el mismo silencio pesando sobre el pueblo. Durante la tarde del sábado, Camille huyó y se fue a pie por la montaña hasta la piedra Saint Marc, que tenía fama de curar la impotencia, la esterilidad y los fracasos amorosos, por poco que uno supiera sentarse encima correctamente. Sobre este punto, aparentemente delicado, Camille nunca había conseguido una aclaración seria. En fin, si esa piedra podía arreglar todo eso, sabría al menos aliviar el mal humor, la duda, el aburrimiento y la falta de inspiración musical, que no eran sino formas secundarias de impotencia.
Camille cogió un bastón ferrado y el Catálogo de herramientas profesionales. Era el tipo de cosa que le gustaba hojear sobre todo en los momentos privilegiados, en el desayuno, a la hora del café, o en cualquier otro instante en que su ánimo vacilara. Aparte de eso, las lecturas de Camille eran más o menos normales.
Esa inclinación por los materiales y las técnicas indisponía a Lawrence, que había tirado porque sí el Catálogo a la basura, entre otros folletos publicitarios. Tenía suficiente con que Camille fuera fontanera, no necesitaba que además codiciara el equipamiento de todos los demás gremios. Camille lo había recuperado, un poco manchado, sin montar ningún número. La esperanza excesiva que Lawrence ponía en todas las mujeres lo llevaba paradójicamente al conformismo: las colocaba en un nivel superior de la creación, atribuyéndoles la capacidad de dominar la realidad instintiva, confiándoles la tarea de sacar a los hombres de la burda materia. Las quería sublimes y no comunes, las esperaba casi inmateriales y no pragmáticas. Una idealización completamente incompatible con el Catálogo de herramientas profesionales. Camille reconocía a Lawrence su derecho legítimo de soñar, pero se consideraba igualmente habilitada para amar las herramientas, como cualquier capullo, habría dicho Suzanne.
Metió el catálogo en una bolsa, con agua y pan, y salió del pueblo por una escalinata que ascendía en cuesta pronunciada hacia el oeste. Tuvo que caminar casi tres horas para alcanzar la piedra. Y es que la fecundidad no se gana con dos chasquidos de dedos. Una piedra así no se encuentra nunca en el jardín del vecino, eso sería trampa. Siempre está escondida en lugares imposibles. Al llegar a lo alto del monte en el que se erguía la piedra desgastada, Camille se encontró frente a un cartel reciente que ponía delicadamente en guardia a los paseantes respecto a los nuevos perros guardianes adoptados por los pastores. El texto concluía con esta nota esperanzadora: «No grite, no lance piedras. Tras un tiempo de observación, en general, se irán solos». Y en particular se me abalanzarán encima, completó Camille. Instintivamente, agarró con firmeza el bastón ferrado y lanzó una mirada a su alrededor. Entre los lobos y los perros vagabundos, la montaña volvía a ser un combate.
Se subió a la piedra, que dominaba todo el valle. Abajo, la cohorte de coches de los hombres de la batida dibujaba una línea blanca. Le llegaban voces. En el fondo no se sentía tan tranquila, allá arriba, sola. En el fondo tenía algo de miedo.
Sacó el agua, el pan, el catálogo. Era un catálogo muy completo, con apartados sobre el aire comprimido, la soldadura, los andamiajes, las elevaciones y montones de prometedoras secciones de este tipo. Camille lo leía todo, incluidas las descripciones más detalladas, como desbrozadora térmica 1,1 cv Barra antirretroceso Transmisión rígida antivibración con desplazamiento Encendido electrónico Peso 5,6 kg. Este tipo de nota, que abundaba en los catálogos, le proporcionaba un alto grado de contentamiento intelectual —comprender el objeto, su composición, su eficacia— al mismo tiempo que una intensa satisfacción lírica. A ello había que añadir el sueño subyacente de resolver todos los problemas planetarios con el Torno combinado fresadora o la Llave mandril universal. El catálogo era la esperanza de contrarrestar mediante la fuerza y la astucia todas las jodiendas de la existencia. Esperanza falaz, cierto, pero esperanza al fin y al cabo. Camille extraía, pues, su energía vital de dos fuentes: la composición musical y el Catálogo de herramientas profesionales. Diez años antes también contaba con el amor, pero desde entonces se había desengañado mucho respecto a ese rollo tan mentado del amor. El amor te daba alas para luego estrellarte contra el suelo, así que no valía la pena. Mucho menos que un Gato hidráulico 10 toneladas, por ejemplo. En resumidas cuentas, en el amor, si no querías al otro, se quedaba, y si lo querías, se largaba. Un sistema sencillo, sin sorpresa, que generaba ineludiblemente un gran aburrimiento o una catástrofe. Y todo por veinte días de éxtasis, no, no valía la pena. El amor que dura, el amor que funda, el amor que fortalece, ennoblece, santifica, depura y repara, en fin, todo lo que uno se imagina sobre el amor antes de haber intentado realmente utilizar ese chisme, era una chorrada. Ésa era la conclusión a la que había llegado Camille tras largos años de pruebas, tras bastantes sinsabores y un duro desamparo. Una chorrada, un engañabobos, una ocurrencia para narcisistas. Es decir que Camille se había convertido, en lo que al amor respectaba, en una semidura de pelar, y no sentía por ello ni pena ni satisfacción. Haber aguantado el tipo no le impedía querer sinceramente a Lawrence, según le parecía a ella. Apreciarlo, incluso admirarlo, calentarse junto a él. En modo alguno esperar nada. Camille sólo había conservado del amor los deseos inmediatos y los sentimientos de corto alcance, emparedando cualquier ideal, cualquier esperanza, cualquier grandeza. No esperaba casi nada de nadie. Ya sólo sabía amar así, con un ánimo aprovechado y benévolo rayano en la indiferencia.
Camille se instaló más a la sombra, se quitó la chaqueta y se sumió durante dos horas largas en el examen atento de la Muela de agua con disco de asentado, Bomba hidráulica de evacuación doble aislamiento y otros ingenios tan reconfortantes como edificantes. Pero su mirada se despegaba constantemente del catálogo, escrutaba los alrededores. No estaba a gusto, su mano aferraba el bastón. De repente percibió el ruido de un roce, y un estrépito de arbustos pisoteados. Como un rayo, se puso en pie sobre la piedra, bastón en ristre, el corazón azorado. Un jabalí desembocó a diez metros y, al verla, se escabulló en la maleza. Camille lanzó un suspiro de alivio, cerró la bolsa y bajó por el sendero hacia Saint-Victor. La montaña no era buena en esos momentos.
Al caer la noche se instaló con las piernas cruzadas en el borde del lavadero, colocó el pan y el queso sobre la piedra, esperó el regreso de los cazadores, escuchó los pesados sonidos del fracaso sufrido. Desde allí arriba vio a Lawrence montarse en su moto. En lugar de dejarla aparcada en la plaza, como solía hacer, prefirió adelantar a los hombres cansados y subir la cuesta que llevaba a la casa.
Lo encontró sentado en el alto escalón del umbral, pensativo, lejano, con el casco todavía en la mano. Se sentó a su lado, y Lawrence le puso el brazo en el hombro.
—¿Alguna novedad? Lawrence sacudió la cabeza.
—¿Problemas? Mismo gesto.
—¿Sibellius?
—Localizado. Con su hermano Porcus. Territorio completamente al sudeste. Más malos que la quina. Malos pero tranquilos. Los chicos van a intentar dormirlos.
—¿Para qué?
—Huellas de las mandíbulas.
Camille indicó que entendía, con un gesto.
—¿Crassus? —preguntó.
Lawrence meneó de nuevo la cabeza.
—Ni rastro —dijo.
Camille terminó en silencio su trozo de queso. A veces resultaba cansado extirpar retazo a retazo las palabras del canadiense.
—Nadie encuentra a la bestia —concluyó—. Ni ellos ni vosotros.
—Ilocalizable —confirmó Lawrence—. Debe de hacerse notar, los perros deberían olería.
—¿Y?
—Es un duro. Tough guy.
Camille torció el gesto. Le extrañaba. Y eso que a la bestia de Guévaudan habían tardado mucho tiempo en atraparla. Suponiendo que fuera ésa, cosa que nunca se había podido demostrar. Lo cual hacía que la sombra de la Bestia siguiera en danza dos siglos después.
—De todos modos —murmuró con la barbilla apoyada en las rodillas—, me extraña.
Lawrence le acarició un buen rato el pelo.
—Aquí hay alguien —dijo— a quien no le extraña en absoluto.
Camille se volvió hacia Lawrence. Ya era de noche, le veía mal la cara. Esperó. De noche Lawrence se veía obligado a hablar más, puesto que no se distinguían sus gestos. Incluso cobraba en la oscuridad cierta fluidez.
—Alguien que no cree —dijo.
—¿En la caza?
—En la bestia.
Pasó un nuevo silencio.
—No entiendo —dijo Camille, que, por mimetismo involuntario, se ponía a veces a ahorrar en frases recortándolas.
—Que cree que no hay bestia —explicó Lawrence con esfuerzo—. Ninguna bestia. Me lo ha dicho confidencialmente.
—Ah —dijo Camille—. ¿En qué cree entonces? ¿En un sueño?
—No.
—¿Una alucinación? ¿Una psicosis colectiva?
—No. Cree que no hay bestia.
—¿Tampoco cree en las ovejas muertas?
—Sí, claro que sí. Pero no en la bestia.
Camille se encogió de hombros, descorazonada.
—¿En qué cree entonces?
—Cree en un hombre.
Camille se enderezó, sacudió la cabeza.
—¿En un hombre? ¿Que devora las ovejas? ¿Y los mordiscos?
Lawrence hizo una mueca en la oscuridad.
—Cree en un hombre lobo.
Se hizo de nuevo el silencio, y Camille puso la mano en el brazo del canadiense.
—¿Un hombre lobo? —repitió bajando la voz instintivamente, como si hubiera que evitar a toda costa gritar la palabra maléfica a los cuatro vientos—. ¿Un hombre lobo? ¿Quieres decir un pirado?
—No, un hombre lobo. Cree en un hombre lobo de verdad.
Camille escrutó en la oscuridad el rostro de Lawrence para ver si le estaba tomando el pelo o qué. Pero el semblante del canadiense permanecía impasible.
—¿Te refieres a ese tipo que se transforma por la noche, y le salen garras, le brotan colmillos, le crece el pelo? ¿A ese tipo que luego sale a comerse a todo el mundo por el campo y que al amanecer guarda los pelos bajo la chaqueta para ir al curro?
—Eso es —confirmó Lawrence en tono grave—. De un hombre lobo, vamos.
—¿Y habría uno por la zona?
—Sí.
—¿Y él es el que habría matado todos esos corderos desde el invierno?
—O los veinte últimos.
—¿Y tú? —dudó Camille—, ¿lo crees también?
Lawrence se encogió de hombros, con una vaga sonrisa.
—God —dijo—. No.
Camille se levantó, sonrió, sacudió los brazos como para ahuyentar las sombras.
—¿Quién es el tarado que te ha dicho eso?
—Suzanne Rosselin.
Estupefacta, Camille miró fijamente al canadiense, que seguía sentado en el escalón, con el casco en la mano, tan impertérrito como siempre.
—¿Es verdad, Lawrence?
—Verdad. La otra noche, mientras arreglabas la fuga. Dice que es un puto hombre lobo de mierda lo que está sangrando toda la región. Que por eso sus dientes no son normales.
—¿Suzanne? ¿Me estás hablando de Suzanne?
—Sí. La gorda.
Aterrada, Camille permanecía inmóvil, con los brazos colgando.
—Dice —prosiguió Lawrence— que a ese puto hombre lobo de mierda lo… —Lawrence buscó la palabra— lo despertó el regreso de los lobos, y que ahora aprovecha los ataques de éstos para disimular sus crímenes.
—Suzanne no está loca —murmuró Camille.
—Sabes muy bien que está completamente pirada.
Camille no contestó.
—En el fondo, lo sabes —prosiguió Lawrence—. Y no te he dicho lo peor —añadió.
—¿No quieres entrar? —preguntó Camille—. Tengo frío, mucho frío.
Lawrence alzó la cabeza y se levantó de un salto, como si acabara de percatarse de hasta qué punto había consternado a Camille. Camille quería a la gorda. La abrazó, le frotó la espalda. Él había oído tanto cuento chino acerca de viejas convertidas en oso pardo, tanto oso pardo transmutado en perdiz nival y tantas perdices en almas errabundas que esos bestiarios demenciales habían dejado de inquietarlo desde hacía tiempo. El hombre y lo salvaje nunca formaron una pareja serena. Pero allí, en la pequeña Francia, habían perdido la costumbre. Y sobre todo, Camille quería a la gorda.
—Vamos a casa —le susurró con los labios sobre su cabello.
Camille no encendió la luz, para no tener que arrancar a Lawrence las palabras. Estaba saliendo la luna, se veía suficientemente bien. Se sentó en un viejo sillón de paja, dobló las rodillas hacia la barbilla, cruzó los brazos. Lawrence abrió un frasco de uvas en aguardiente, puso una decena en una taza y se la ofreció. Se sirvió un vasito de alcohol puro.
—Siempre podemos emborracharnos —propuso.
—No lo conseguiremos nunca con este fondo de frasco.
Camille se tomó las uvas, dejó las pepitas en el fondo de la taza. Le habría gustado escupirlas en la chimenea, pero Lawrence se oponía a que una mujer escupiera en la chimenea cuando lo que tenía que hacer era elevarse más allá de la brutalidad de los machos y de sus incesantes escupitajos.
—Lo siento por lo de Suzanne —dijo.
—Será que ha leído demasiados cuentos africanos, al fin y al cabo —sugirió Camille en tono hastiado.
—Será.
—¿Hay hombres lobo en África?
Lawrence separó las manos.
—Tiene que haber. A lo mejor son hombres hiena, hombres chacal.
—Suelta el resto —dijo Camille.
—Sabe quién es.
—¿El hombre lobo?
—Sí.
—Di.
—Massart, el del matadero.
—¿Massart? —exclamó Camille casi a gritos—. Pero ¿por qué Massart, por el amor de Dios?
Lawrence se frotó la mejilla incómodo.
—Di —repitió Camille.
—Porque Massart no tiene vello.
Camille tendió la taza, con el brazo tieso, y Lawrence le sirvió otra cucharada de uvas.
—¿Cómo que no tiene vello?
—¿Has visto al tipo?
—Una vez.
—No tiene vello.
—No entiendo —dijo Camille, cerrada—. Tiene pelo, como tú y como yo. Tiene un flequillo negro hasta los ojos.
—He dicho vello. No pelo, Camille.
—¿Quieres decir en los brazos, las piernas, el pecho?
—Sí, que el tipo es lampiño como un crío, vamos. No lo he visto de cerca. Al parecer ni siquiera se afeita.
Camille entornó los ojos para recordar la imagen de Massart, la otra mañana, delante de la furgoneta. Volvió a ver la piel blanca, en los brazos y las mejillas, tan extraña al lado de la tez morena de los demás. Sí, no tenía vello, posiblemente.
—¿Y qué? —dijo—. ¿Eso qué coño importa?
—No sabes mucho de hombres lobo, ¿eh?
—No mucho, no.
—No reconocerías a uno en pleno día.
—No. ¿Cómo podría reconocerlo, al pobre?
—Por eso. El hombre lobo no tiene vello. ¿Y sabes por qué? Porque lo lleva por dentro.
—¿Es broma?
—Lee los viejos libros de tu viejo país pirado. Ya verás. Está escrito. Y hay un montón de gente que lo sabe en el campo. Y la gorda también.
—Suzanne.
—Suzanne.
—¿Todos saben la cosa del vello?
—No es una cosa. Es la seña del hombre lobo. No hay otra. Tiene el vello por dentro porque es un hombre del revés. Por la noche se invierte, y su piel velluda reaparece.
—¿O sea que Massart no es más que un abrigo de pieles al que han dado la vuelta?
—En cierto modo.
—¿Y los dientes? ¿Son reversibles? ¿Dónde los guarda de día?
Lawrence dejó el vaso sobre la mesa y se volvió hacia Camille.
—No sirve de nada que te irrites, Camille. Bullshit, no soy yo quien lo dice. Lo dice la gorda.
—Suzanne.
—Suzanne.
—Sí —dijo Camille—. Perdóname.
Camille se levantó, cogió el frasco de uvas, lo vació en la taza. Grano a grano, acababa por desentumecer los músculos. Era Suzanne quien había preparado las uvas. La dueña de Les Écarts destilaba en su recocina una cantidad de orujo —de «agua ardiente», como decía ella— que superaba ampliamente el techo legal concedido a los propietarios de viñas. «Me la suda, el techo legal», decía. A Suzanne le importaban un rábano todos los techos y los suelos legales del mundo, los impuestos, el permiso, las cuotas, los seguros, las normas francesas de seguridad, las fechas de caducidad y el mantenimiento de las medianerías. Eran Buteil, su intendente, quien cuidaba de que la explotación no cayera del todo fuera de la ciudadanía mínima, y el Veloso quien se encargaba de los controles sanitarios. Camille se preguntaba cómo una mujer que se cargaba el orden común como quien derriba una simple puerta de granero podía adherirse a un rumor tan peligrosamente consensual como el de un hombre lobo. Volvió a enroscar la tapa y dio unos pasos, con la mano cerrada sobre la taza. Salvo que Suzanne, a fuerza de hostilidad respecto a las leyes colectivas, se hubiera creado un orden propio. Su orden, sus leyes, sus explicaciones del mundo. Mientras todos corrían en masa al servicio de una misma idea, Suzanne Rosselin, enemiga de todo pensamiento unánime, campaba sola. Desafiaba el consenso, inventaba otra lógica, cualquiera que fuera mientras no fuese la de los demás.
—Está grillada —resumió Lawrence, como si hubiera seguido los pensamientos de Camille—. Vive fuera del mundo.
—Tú también. Vives en la nieve, con los osos.
—Pero no estoy grillado. Sin duda es un milagro, pero no estoy grillado. Ésa es la diferencia entre la gorda y yo. Le importa todo un rábano. Le importa un rábano apestar a grasa de carnero.
—Deja ese tema, Lawrence.
—No dejo nada. Es peligrosa. Piensa en Massart.
Camille se pasó la mano por la cara. Lawrence tenía razón. Que a Suzanne se le fuera la olla con el hombre lobo, pase. A uno se le va la olla con lo que le da la gana. Pero acusar a un hombre era otra cosa.
—¿Por qué Massart?
—Porque no tiene vello —repitió pacientemente Lawrence.
—No —dijo Camille un tanto extenuada—. Aparte del vello. Olvida el puto vello. ¿Por qué crees que la ha tomado con él? Es un tipo un poco como ella, excluido, solitario, no querido. Debería defenderlo.
—Precisamente. Es demasiado como ella. Cazan en las mismas tierras, tiene que eliminarlo.
—Piensas demasiado en los osos pardos.
—Así es como funcionan las cosas. Son dos competidores feroces.
Camille sacudió la cabeza.
—¿Qué te dijo de él? Aparte de lo del vello.
—Nada. Vino Soliman y ella se calló. No sé nada más.
—No está mal.
—Es demasiado.
—¿Qué podemos hacer?
Lawrence se aproximó a Camille, le puso las manos sobre los hombros.
—Voy a decirte lo que me repetía mi padre.
—Bueno —dijo Camille.
—Si quieres ser libre, cierra el pico.
—Ya. ¿Y además?
—No decimos una palabra. Si por desgracia la acusación de la gorda atravesara la frontera de Les Écarts, habría que temer por Massart. ¿Sabes lo que se les hacía, hace apenas doscientos años, en tu país, a los sospechosos?
—Dilo. Ya qué más da.
—Se les abría la panza desde la garganta hasta las pelotas para ver si el pelo estaba dentro. Luego era demasiado tarde para lamentar el error.
Lawrence apretó los hombros de Camille.
—No tiene que salir de su puta granja —articuló.
—No creo que esa gente esté tan tarada como te imaginas. No se abalanzarían sobre Massart. La gente sabe que el que mata es un lobo.
—Tienes razón. En circunstancias normales, incluso tendrías toda la razón. Pero olvidas esto: ese lobo no es como los demás. Vi la huella de sus dientes. Y puedes creerme, Camille, si te digo que es una bestia poderosa, un animal como creo no haber visto nunca.
—Te creo —dijo Camille en voz baja.
—Y pronto no seré el único en saberlo. Esos tíos no están ciegos, incluso son competentes, por mucho que diga la gorda. Pronto lo sabrán. Sabrán que están ante una cosa fuera de lo común, algo que nunca han visto. ¿Entiendes, Camille? ¿Comprendes el peligro? Algo anormal. Entonces tendrán miedo. Entonces estarán perdidos. Entonces abrazarán a los ídolos y quemarán a los marginados. Y si la gorda Suzanne lanza el rumor, se lanzarán sobre Massart y le abrirán la panza desde la garganta hasta las pelotas.
Camille sacudió la cabeza, tensa. Lawrence nunca había hablado tanto de una sola vez. No la soltaba, como para protegerla. Camille sentía las manos ardientes sobre su espalda.
—Por eso hay que encontrar como sea a ese animal, vivo o muerto. Muerto si lo encuentran ellos, vivo si lo encuentro yo. Hasta entonces, ni mu.
—¿Y Suzanne?
—Iremos a verla mañana, a ordenarle que no hable.
—No le gustan las órdenes.
—Pero le caigo bien.
—Puede habérselo dicho a otro.
—No lo creo. De verdad que no.
—¿Por qué?
—Porque considera que todos los de Saint-Victor son unos capullos de mierda. Salvo yo, porque soy extranjero. También habló conmigo porque conozco los lobos.
—¿Por qué no me dijiste nada el miércoles por la noche, al volver de Les Écarts?
—Pensé que atraparían al animal en la batida y que se olvidaría todo. No quería cargarme a la gorda por nada.
Camille sacudió la cabeza.
—Está pirada, tu Suzanne —murmuró Lawrence.
—Le tengo cariño igualmente.
—Ya lo sé.