Ya al alba, pequeños grupos apiñados se habían formado en la plaza de Saint-Victor. La noche anterior, Lawrence había vuelto a toda prisa al macizo del Mercantour. Echar una mano, completar el control de la manada, vigilar todos los accesos, defenderlos contra toda veleidad de incursión. En principio, la batida debía afectar sólo a los alrededores de Saint-Victor. En principio, los cazadores no se aventurarían en el Mercantour. En principio, se contaba con un animal perdido de vista desde el invierno anterior o recién llegado de los Abruzos. En principio, los lobos de las manadas del parque se salvarían. De momento. Pero la expresión de los rostros, los ojos entornados, la espera silenciosa no dejaban lugar a dudas: era la guerra. Con los fusiles echados sobre el antebrazo o colgados al hombro, los hombres daban vueltas con aire resuelto alrededor de la fuente. Esperaban las consignas de agrupamiento, varias salidas tendrían lugar simultáneamente desde Saint-Martin, Puygiron, Thorailles, Beauval y Pierrefort. Los hombres de Saint-Victor, según las últimas noticias, debían reunirse con los de Saint-Martin.
Era la guerra.
Nueve millones y medio de cabezas de ovinos. Cuarenta lobos.
Camille, aparte en una mesa del café, observaba a través del cristal los preparativos marciales, las jetas decididas, los signos de connivencia viril, los ladridos de los perros. No habían acudido ni el Veloso ni Soliman. El único majestuoso pastor del pueblo no se unía, por tanto, a la caza, por orden de Suzanne Rosselin o por decisión personal. No le extrañaba. El Veloso era hombre de saldar las cuentas solo. El carnicero, en cambio, iba de grupo en grupo, incapaz de quedarse quieto. La carne, siempre la carne. Allí estaban Germain, Tourneur, Frosset, Lefèbvre y otros que Camille no lograba identificar bien.
Lucie, desde la barra, vigilaba la concentración.
—Ese —dijo entre dientes—, menudo morro tiene.
—¿Quién? —preguntó Camille yendo a colocarse cerca de ella.
Lucie le dibujó una silueta agitando el trapo de secar los vasos.
—Massart, el del matadero.
—¿El gordo con chaqueta azul?
—Detrás. El que tiene las piernas tan arqueadas que parece que lo han secado encima de un tonel.
Camille nunca había visto a Massart, que según decían jamás bajaba de su zona. Trabajaba en el matadero de Digne y vivía aislado en una casucha en lo alto del monte Vence, llevándose la comida de la ciudad. De modo que se lo veía poco y se lo buscaba poco. Decían que era un hombre extraño, Camille pensaba que era sólo solitario, lo cual, en un pueblo, viene a ser prácticamente lo mismo. Pero era efectivamente un poco extraño, mal hecho, sencillamente. Macizo, montado sobre unas piernas torcidas, el busto corto y ancho, los brazos colgantes, la gorra calada como una cápsula en la cabeza, la frente cubierta por un flequillo bajo. Allí todo el mundo tenía la piel morena, pero Massart era lechoso como un cura que no sale de su iglesia. Con el fusil bajo, esperaba apartado, apoyado sin gracia en una furgoneta blanca. Sujetaba con correa un gran perro moteado.
—¿No sale nunca? —preguntó Camille.
—Sólo para ir al matadero. El resto del tiempo se encierra allá arriba para hacer Dios sabe qué.
—¿Qué?
—Dios sabe qué. No tiene mujer. Nunca ha tenido mujer.
Lucie limpió el cristal con el trapo, como para darse tiempo de formular su frase.
—Igual no lo consiguió —dijo bajando el tono de voz—. Igual no podía.
Camille no contestó.
—Hay quien dice otra cosa —añadió Lucie.
—¿Por ejemplo?
—Otra cosa —repitió Lucie encogiéndose de hombros—. En todo caso —prosiguió tras un silencio—, desde que están los lobos, nunca ha firmado en contra. Y eso que se han hecho peticiones, concentraciones. Pero él hasta parecía que estaba a favor de los lobos. Claro, de tanto vivir como un salvaje allá arriba, sin mujer ni nada… Los críos tienen prohibido subir.
—No parece un salvaje —dijo Camille observando la camiseta planchada, la chaqueta limpia, la barbilla afeitada.
—Y resulta que hoy —continuó Lucie sin escuchar a Camille— se planta aquí con el fusil y el perro. Menudo morro tiene Massart.
—¿Nadie le habla? —preguntó Camille.
—No sirve para nada. No le gusta la gente.
De repente, a una señal del alcalde, apagaron las colillas, pusieron en marcha los motores, se amontonaron vientre con vientre en los coches, no más de dos detrás, con los perros. Las portezuelas se cerraron, arrancaron por todas partes. Durante un momento, la plaza apestó a diesel, luego se disipó.
—¿Lo cogerán siquiera? —suspiró Lucie dubitativa, cruzándose de brazos sobre la barra.
Camille se abstuvo de contestar. No lograba elegir su bando de un modo tan claro como Lawrence. De lejos, habría defendido los lobos, a todos los lobos. De cerca la cosa le parecía menos sencilla. Los pastores ya no se atrevían a separarse de los rebaños en trashumancia, las ovejas se resistían a criar, los ataques se multiplicaban, los perros de defensa pululaban, los niños ya no se paseaban por el monte. Pero no le gustaban las guerras, los exterminios, y esa batida era el primer paso. Su pensamiento fue hacia el lobo, como para avisarlo del peligro, corre, lárgate, vive tu vida, compañero. Si al menos esos lobos gandules se hubieran conformado con rebecos del parque… Pero no, iban a lo más fácil, y ése era el drama. Más valía volver a casa, cerrar las puertas, pensar en el trabajo. Y eso que hoy lo de componer no le apetecía nada.
O sea fontanería. Ésa era la salvación.
Tenía ante sí varios encargos: un circulador que cambiar en casa del estanquero, un calentador a gas que estaba a punto de estallar con cada encendido —allí era lo que más se daba—, y un desagüe atascado allí mismo, en el café.
—Voy a arreglar ese desagüe —dijo Camille—. Ahora traigo las herramientas.
Hacia las ocho de la tarde nadie había vuelto aún de la batida, por lo que cabía pensar que el animal daría guerra. Camille acababa su último trabajo, fijaba la calandria de la vieja caldera, ajustaba la presión. Ya sólo quedaba esperar dos horas. Entonces caería la noche y habría que abandonar la búsqueda hasta el día siguiente.
Desde el lavadero que dominaba el pueblo, Camille esperó el regreso. Había puesto un pan y queso en el borde de piedra todavía caliente, e iba comiendo poco a poco, para no perder la paciencia. Algo antes de las diez, los coches invadieron la plaza, las portezuelas se abrieron, los tipos se bajaron con esfuerzo de sus asientos, menos flamantes. Por sus andares arrastrados, sus voces opacas, los quejidos de los perros extenuados, Camille comprendió que la batida había acabado en agua de borrajas. El animal era listo. Mentalmente, Camille le dirigió un telegrama de felicitación. Vive tu vida, compañero.
Sólo entonces se decidió a volver a casa. Antes de enchufar el sintetizador, llamó a Lawrence. No había habido incursiones de cazadores, Sibellius no había sido localizado, ni Crassus el Pelado. En ese primer día de guerra, los combatientes habían respetado las marcas.
Pero nada era seguro. La batida se reanudaría al alba. Y a los dos días, el sábado, habría cinco veces más hombres disponibles. Lawrence se quedaba en el sitio, allí arriba.