6

Esa misma tarde, la sección de noticias nacionales del informativo se extendió ampliamente acerca de las últimas víctimas de los lobos del Mercantour.

—God —dijo Lawrence—. Podrían dejarnos en paz.

De hecho, ya no se hablaba de lobos, sino del lobo del Mercantour. Le dedicaban al comienzo un reportaje palpitante, más nutrido que los anteriores. Despertaban el espanto, el odio. Mezclaban en un baño insalubre los ingredientes vecinos que son el gozo y el terror. Maldecían las matanzas con voluptuosidad, detallaban la fuerza de la bestia: inasible, feroz y, sobre todo, colosal. Eso era, más que cualquier otra cosa, lo que provocaba el interés apasionado que el país entero sentía por la «Bestia del Mercantour». Su tamaño fuera de lo normal, al alejarlo de lo corriente, al excluirlo de lo común, lo colocaba de lleno en las cohortes del diablo. Habían descubierto un lobo de los infiernos y por nada del mundo renunciarían a ello.

—Me asombra que Suzanne haya dejado entrar a los periodistas —dijo Camille.

—Habrán entrado solos.

—Esta vez habrá batida. No habrá manera de evitarlo.

—No lo encontrarán en el Mercantour.

—¿Crees que tiene el cubil en otro sitio?

—Seguro, se mueve. El hermano quizá.

Camille apagó el televisor, miró a Lawrence.

—¿De quién hablas?

—El hermano de Sibellius. Eran cinco al nacer: dos hembras, Livie y Octavie, y tres machos, Sibellius, Porcus el Cojo, y el último, Crassus el Pelado.

—¿Grande?

—Prometía ser muy cachas. Nunca lo he visto de adulto. Mercier me lo recordó.

—¿Sabe dónde está?

—No lo localiza. Con el celo, muchos territorios han cambiado. Puede hacer treinta kilómetros en una noche. Wait, Mercier me dejó su foto. Pero sale de joven.

Lawrence se levantó, buscó su bolsa.

—Mierda —gruñó—. Bullshit, lo he dejado donde la gorda.

—Suzanne —rectificó Camille.

—La gorda Suzanne.

Camille vaciló, tentada por una breve batalla.

—Si tienes que bajar hasta allí, te acompaño —dijo al final—. Hay una fuga en el baño.

—La porquería —dijo Lawrence—. ¿No te molesta la porquería?

Camille se encogió de hombros, agarró la pesada bolsa de herramientas.

—No —dijo.

En Les Écarts, Camille pidió un cubo y una bayeta y abandonó a Lawrence en las manos de Suzanne y Soliman, que propuso una tisana o un aguardiente.

—Aguardiente —dijo Lawrence.

Camille lo vio maniobrar para sentarse lo más lejos posible de Suzanne, en la otra punta de la mesa.

Mientras aflojaba las tuercas herrumbrosas de las tuberías del baño, Camille se preguntó si sería posible conseguir que Lawrence dijera gracias, por lo menos gracias. No es que fuera descortés, es que era apenas amable. La frecuentación de los osos pardos no lo había acostumbrado a las prácticas cordiales. Y eso incomodaba a Camille, incluso ante una mujer tan ruda como Suzanne. Pero a Camille no le gustaban los sermones. Déjalo, pensaba mientras despegaba la junta podrida con la punta de un destornillador. No hables. No te metas, no es asunto tuyo.

Oyó vagos murmullos que ascendían de la planta baja, luego unos portazos. Soliman corrió por el pasillo, subió al primer piso, se detuvo sin resuello ante la puerta del cuarto de baño. Camille, aún de rodillas, levantó la cabeza.

—Mañana —anunció Soliman—. La batida.

En París, el comisario Adamsberg dejaba, soñador, que desfilaran sin verlas las imágenes del televisor. El enfático reportaje de esa tarde lo había turbado. Si ese cretino de lobo sanguinario no frenaba, no duraría mucho el puñado de carnívoros irresponsables que había, un día de parranda, cruzado poéticamente los Alpes. Esta vez, los periodistas habían trabajado la imagen. Se reconocían las finas líneas pardas que marcaban las patas y el lomo de los lobos de Italia. La cámara se aproximaba a los culpables, el asunto del Mercantour se ponía feo. La tensión iba en aumento, y el animal iba creciendo. En un mes alcanzaría los tres metros. Había oído a bastantes víctimas describir a su agresor: tipos inmensos con cara de brutos y manos como platos. Luego detenían al tipo en cuestión, y sucedía que la víctima se viera decepcionada al encontrar al gigante tan escuchimizado, tan corriente. En cuanto a él, veinticinco años en la policía le habían enseñado a temer a la gente corriente y a tender la mano a los gigantes y a los contrahechos, que desde la infancia han aprendido a quedarse tranquilos para que los demás los dejen en paz. La gente corriente no tiene esa sabiduría, no se queda tranquila.

Adamsberg esperó somnoliento el noticiario de la noche. No para volver a ver las ovejas despedazadas ni para volver a oír las hazañas del lobo colosal, sino para mirar esa imagen de la gente de Saint-Victor que se agitaba en la plaza del pueblo al anochecer. A la derecha, apoyada en el grueso tronco de un plátano, casi de espaldas, había una chica que le interesaba. Larga, delgada, con chaqueta gris, vaqueros y botas, el pelo oscuro y corto sobre los hombros, las manos en los bolsillos. Y eso era todo. Ni siquiera se veía su rostro. No era mucho para recordarle a Camille; sin embargo, en ella había pensado al verla. Camille era el tipo de chica que sigue calzando botas de cow-boy con cordones aun a treinta y cinco grados a la sombra. Pero había millones de chicas capaces de llevar botas en plena canícula, con el pelo negro y una chaqueta gris. Y no había ninguna razón para que Camille estuviera plantada en la plaza de Saint-Victor. O tal vez sí tenía una razón para estar allí, qué sabía él al fin y al cabo, no había vuelto a verla desde hacía años, no le había dado señales de vida, nada. Él tampoco había dado señales de vida, pero él era fácil de encontrar, no se había movido de la comisaría, pegado a los expedientes, asesinato tras asesinato. En cambio, Camille había volado, como siempre, con esa maldita manía de desaparecer sin decir nada, dejando a los demás un poco desamparados. Sin duda era él quien la había dejado, pero podría dar noticias de vez en cuando, ¿no? No. Camille era orgullosa y no daba cuentas a nadie. Había vuelto a verla una vez en un tren, hacía por lo menos cinco años. Se habían amado un par de horas, y luego nada, había desaparecido, vive tu vida, compañero. Muy bien, pues él vivía su vida, compañera, y le importaba un rábano. Sólo que le habría interesado saber si era ella la chica apoyada en el árbol, en Saint-Victor.

A las 23:45 volvieron a emitir el noticiario, las ovejas, el ganadero, las ovejas, y luego la plaza del pueblo. Adamsberg se inclinó hacia la pantalla. Podía ser ella, su Camille, que no le importaba nada y en quien pensaba a menudo. También podía tratarse de millones de chicas. No vio nada más. Salvo, junto a ella, un hombre alto, rubio, de pelo largo, una especie de joven hecho para la aventura, ágil, atractivo, esa clase de tipo que pone la mano en el hombro de las mujeres como si la tierra entera les obedeciera. Y ese tipo, de eso estaba casi seguro, tenía la mano puesta en el hombro de la chica con botas.

Adamsberg se arrellanó en el sillón. Él no era una especie de joven hecho para la aventura. No era alto, no era joven. No era rubio. No creía que la tierra entera le obedeciera. Ese tipo era un montón de cosas que él no era. Su opuesto tal vez. Bueno, ¿y qué más daba? Hacía años que Camille debía de amar a tipos rubios a los que no conocía. Años que por casa de Adamsberg se sucedían mujeres de todos los colores y que, cabía señalarlo, habían tenido todas la ventaja sobre Camille de no llevar esas malditas botas de cuero. Tenían, esas mujeres, zapatos de mujer.

Muy bien, vive tu vida, compañera. Lo que preocupaba a Adamsberg no era el joven, sino el que Camille se hubiera sedentarizado en Saint-Victor. Imaginaba a Camille en perpetuo movimiento, atravesando ciudades, recorriendo caminos, llevando una mochila llena de partituras y llaves inglesas, nunca parada, nunca sentada y, en el fondo, por tanto, nunca conquistada. Verla en ese pueblo lo turbaba. Todo se volvía posible. Por ejemplo que tuviera allí una casa, una silla, un tazón, por qué no un tazón, y un lavabo, y por último una cama, y un tipo dentro, y quizá, con el tipo, un amor estático, firmemente asentado, como una mesa de granja, un amor sano, simple, lavado con agua caliente. Camille inmóvil, clavada al tipo rubio, en paz y consentidora. Lo cual daría no un tazón sino dos. Y ya que estábamos, platos, cubiertos, cacerolas, lámparas y, poniéndonos en lo peor, una alfombra. Dos tazones. Dos grandes tazones sanotes, sencillos, lavados con agua caliente.

Adamsberg sintió que se quedaba dormido. Se levantó, apagó el televisor, la luz, fue a ducharse. Dos tazones llenos de café sano, sencillo, lavado con agua caliente. Sí, pero entonces, si ésa era la situación, no cuadraban las botas. ¿Qué pintaban las botas en la historia si era para ir de la cama a la mesa y de la mesa al piano? ¿Y del piano a la cama? ¿Con el tipo lavado con agua caliente?

Adamsberg cerró el grifo, se secó. Mientras haya botas, habrá esperanza. Se frotó el pelo, se echó una ojeada en el espejo. A veces le pasaba, pensar en esa chica. Le gustaba hacerlo, sin que tuviera mayor importancia. Era como salir, irse, para ver y para saber, para cambiar los pensamientos como se alza un decorado para lo que dura el espectáculo. El espectáculo de «la mujer que camina». Luego regresaba al curso habitual de sus ensoñaciones dejando a Camille en el camino. Esa noche, el espectáculo de «la mujer que se instala en Saint-Victor con una especie de tipo rubio» había sido menos agradable. No podría dormirse imaginando que se acostaba con ella, cosa que sucedía a veces, entre dos relaciones amorosas. Camille le servía de mujer imaginaria cuando la realidad lo dejaba sin aliento. Ahora el tipo rubio estorbaba para el cuerpo a cuerpo.

Adamsberg se tumbó, cerró los ojos. Esa chica con botas no era Camille, que no tenía nada que hacer junto a un árbol de Saint-Victor. Esa chica debía de llamarse Mélanie. Por consiguiente, el tipo hecho para la aventura no tenía derecho alguno de venir a joderle la existencia.