Lawrence siguió la pista de Sibellius durante dos días sin lograr localizar al animal, deteniéndose en la sombra de un aprisco sólo cuando ese maldito sol pegaba demasiado. Al mismo tiempo, controló veintidós kilómetros cuadrados de territorio, en una azarosa búsqueda de corderos triturados. Nunca Lawrence habría sido infiel a su pasión por los grandes osos canadienses, pero tenía que admitir que, en seis meses, ese hatajo de famélicos lobos europeos había surcado en él sendas bastante profundas.
Pasando cauteloso por un camino estrecho que bordeaba una escarpa, localizó a Electre, herida al fondo del barranco. Lawrence evaluó las posibilidades de alcanzar el pie de la cuesta cubierta de maleza donde había resbalado la loba y consideró que podría arreglárselas solo. Todos los guardias del Mercantour recorrían el territorio, y la ayuda de un colega tardaría demasiado en llegar. Le costó una hora alcanzar al animal, asegurando cada punto de agarre bajo un sol de justicia. La loba estaba tan débil que ni siquiera tuvo que sujetarle las fauces para palparla. Una pata rota, varios días sin comer. La tendió en una lona que se ató al hombro.
Incluso flaco, el animal pesaba treinta kilos, una pluma para un lobo, un fardo para un hombre que remonta una cuesta. Al llegar al camino, Lawrence se concedió media hora de descanso, tumbado a la sombra, boca arriba, con una mano sobre el pelaje de la hembra para hacerle entender que no moriría allí sola como en los inicios del mundo.
A las ocho de la tarde, llevaba la loba al campamento de cuidados.
—¿Hay jaleo abajo? —preguntó el veterinario mientras transportaba a Electre hasta una mesa.
—¿En relación?
—En relación con las ovejas degolladas. Lawrence asintió.
—Tenemos que encontrarlo antes de que suban hasta aquí. Lo saquearían todo.
—¿Te vas? —inquirió el veterinario viendo a Lawrence embolsar pan, salchicha y botella.
—Tengo que hacer.
Sí, cazar para el viejo. Eso podía llevarle tiempo. A veces fallaba, como el veterano.
Dejó una nota para Jean Mercier. Esa noche no se cruzarían, dormiría en el aprisco.
Fue Camille quien lo avisó por teléfono, poco antes de las diez, cuando proseguía su inspección hacia el norte. Por su voz rápida, Lawrence comprendió que el jaleo se aceleraba.
—Ha vuelto a ocurrir —dijo Camille—. Una matanza en Les Écarts, donde Suzanne Rosselin.
—¿En Saint-Victor? —dijo Lawrence casi a gritos.
—Donde Suzanne Rosselin —repitió Camille—, en el pueblo. El lobo mató cinco e hirió tres.
—¿Las devoró allí mismo?
—No. Arrancó trozos, como en los demás casos. No parece que ataque para alimentarse. ¿Has visto a Sibellius?
—No hay rastro.
—Deberías bajar. Han venido dos gendarmes, pero Gerrot dice que no son capaces de examinar los animales correctamente. Y el veterinario está atendiendo un parto de yegua a kilómetros de aquí. Todo el mundo grita, todo el mundo protesta. Joder, baja, Lawrence.
—Dentro de dos horas en Les Écarts.
Suzanne Rosselin dirigía sola la ganadería de Les Écarts, al oeste del pueblo, con mano de hierro según decían. Los modales rudos, incluso viriles, de esa mujer alta y gruesa habían hecho que se la respetara y temiera en todo el cantón, pero estaba poco solicitada fuera de su sector. Se la consideraba demasiado brutal, demasiado grosera. Y fea. Contaban que un italiano de paso la había seducido treinta años atrás, y que ella quiso irse con él sin el consentimiento de su padre. Seducida por completo, precisaban. Pero la vida no le dio tiempo para ese desafío; el italiano desapareció en su bota natal, y los padres murieron ese año. Decían que luego la traición, la vergüenza y la falta de hombre habían endurecido a Suzanne. Y que había sido el destino, por venganza, lo que la había vuelto tan marimacho. Otros aseguraban que no, que siempre había sido marimacho. Un poco por todas esas razones, a Camille le caía bien Suzanne, cuyo lenguaje de carretero, llevado hasta la incandescencia, tenía algo de admirable. Camille, por las enseñanzas de su madre, consideraba la grosería un arte de vivir, y la práctica profesional de Suzanne la impresionaba.
Una vez por semana, más o menos, subía a la granja ovina a pagar la caja de comida que le preparaba Suzanne. Y en cuanto uno entraba en las tierras de Les Écarts, se acababan los agrios comentarios y las burlas: los cinco hombres y mujeres que trabajaban allí se habrían dejado hacer picadillo por Suzanne Rosselin.
Camille siguió el camino pedregoso que ascendía entre terrazas hasta la casa, una construcción de piedra, alta y estrecha, con una puerta baja y unos vanos asimétricos y exiguos. Camille pensaba que el tejado desvencijado aguantaba tan sólo por la gracia de una solidaridad secreta entre las tejas, soldadas unas a otras por espíritu corporativo. El lugar estaba desierto, de modo que se dirigió al gran aprisco plantado en la ladera quinientos metros más arriba. Se oía a Suzanne Rosselin dar voces en la lejanía. Camille entornó los ojos al sol para distinguir las camisas azules de dos gendarmes y al carnicero Sylvain moviéndose de un lado para otro. En cuanto había carne de por medio, allí estaba él.
Y también, hierático, recto, de pie contra el muro del aprisco, estaba el Veloso. Camille no había tenido aún ocasión de ver de cerca al viejísimo pastor de Suzanne, siempre oculto en el corazón del rebaño. Decían que dormía en el viejo edificio, en medio de sus animales, pero eso no molestaba a nadie. Lo llamaban el Veloso, es decir el «que vela», el «guardián», así acabó entendiéndolo Camille, que desconocía su verdadero nombre. Enjuto y rígido, de mirada altiva, de pelo blanco algo largo, los puños cerrados sobre el cayado clavado en el suelo, era un majestuoso anciano en el verdadero sentido de la palabra, hasta el punto de que Camille no supo si podía, o no, permitirse el dirigirle la palabra.
Al otro lado de Suzanne, igual de recto que el Veloso, como por mimetismo, estaba plantado el joven Soliman. Habríase dicho, viéndolos escoltar a Suzanne como dos guardias inmóviles, que esperaban una sola señal de ella para dispersar a palos a una cohorte de atacantes imaginarios que subieran al asalto. Nada de eso. El Veloso estaba en su postura natural, y Soliman, en esas circunstancias un tanto dramáticas, se conformaba simplemente a su paso. Suzanne parlamentaba con los gendarmes, redactaban los partes. Las ovejas degolladas habían sido transportadas al fresco, a la oscuridad del aprisco.
Al ver a Camille, Suzanne le puso una manaza en el hombro y la sacudió.
—Ahora vendría bien que estuviera aquí tu trampero —dijo—. Que dijera él, que seguro que se las apaña mejor que este par de soplapollas que no tienen ni puta idea.
El carnicero Sylvain aventuró un gesto.
—Cierra el pico, Sylvain —interrumpió Suzanne—. Eres igual de cretino que ellos. No es culpa tuya, tienes excusa: no es tu trabajo.
Nadie se ofendía, y los dos gendarmes, como de vuelta de todo, rellenaban penosamente los formularios.
—Está avisado. Ya baja.
—Luego, si tienes un momento, hay una fuga en las letrinas, tendrías que arreglarla.
—No tengo las herramientas, Suzanne. Más tarde.
—Entretanto, ve a ver lo de ahí dentro —dijo Suzanne señalando el aprisco con el grueso pulgar—. Un auténtico sacrificio de salvaje.
Antes de cruzar la puerta baja, intimidada, Camille saludó respetuosamente al Veloso y estrechó la mano a Soliman. En cambio, conocía bien a Soliman, que seguía a Suzanne como una sombra y la secundaba en todos sus trabajos, y también conocía su historia.
Era incluso la primera historia que le habían contado al llegar, como si fuera urgente: un negro en el pueblo era algo de lo que apenas se habían recuperado veintitrés años después. El joven africano había sido, como en los cuentos, abandonado de bebé ante la puerta de la iglesia, en una cesta para higos. Nadie había visto nunca un negro en Saint-Victor ni en los alrededores, y se suponía que el bebé había sido hecho en la ciudad, quizá en Niza, donde todo es posible, incluidos los bebés negros. Pero era en el porche de Nuestra Señora de Saint-Victor donde berreaba como el perdido que era. Al alba de ese día, la mitad del pueblo se arremolinaba enloquecida alrededor de la cesta y del niño totalmente negro. Luego, unos brazos de mujer, inicialmente reticentes, se tendieron para levantarlo y acunarlo, tratar de calmarlo. Lucie, la dueña del café de la plaza, había sido la primera en atreverse a depositar un beso en la mejilla embadurnada de mocos. Pero nada calmaba al pequeño, que se ahogaba en el llanto. «Tiene hambre el negrito», decía una vieja, «Se ha cagado», decía otra. Entonces se acercó la maciza Suzanne con paso de atleta, rompió las filas, cogió al niño y lo sostuvo en sus brazos. El crío paró instantáneamente de llorar y dejó caer la cabeza sobre el grueso pecho. A partir de ese momento, como en un cuento en que las princesas fueran gordas Suzannes, todo el mundo reconoció como evidencia que el negrito pertenecía a la dueña de Les Écarts. Suzanne hundió el índice en la boca ávida y rugió —Lucie lo recordaría toda la vida:
—¡Mirad en la cesta, panda de capullos! ¡Tiene que haber una nota!
Había una nota. Fue el cura quien, subiéndose a la escalera de entrada de la iglesia, tendió gravemente un brazo para imponer silencio y emprendió la lectura en voz alta:
—Pofabó, cuidar dl…
—¡Articula, capullo! —reclamó Suzanne sacudiendo al bebé—. ¡Que no se entiende nada!
Lucie lo recordaría toda su vida. Suzanne Rosselin no respetaba nada.
—Pofabó —repitió el cura, obediente—, ocupe dl, cuidar dl. Se yama Soliman Melchior Samba DIAWARA, deci ke su madre buena y su padre cruel como inferno de pantano. Cuidar dl amar dl, pofabó.
Suzanne se había pegado al cura para leer por encima del hombro de éste. Cogió el papel meado y se lo metió en un bolsillo del vestido-saco.
—¿Soliman Melchior No-sé-qué-mierda? —dijo Germain, el peón caminero, riéndose—. ¿Y qué más? Pero ¿esto qué es, joder? ¿No puede llamarse Gérard como todo el mundo? ¿De dónde se cree que lo ha sacado la madre? ¿Del muslo de Júpiter?
Hubo unas cuantas risas, pero no muchas. Hay que reconocer eso a los habitantes de Saint-Victor, precisaba Lucie, no todos son gilipollas, saben aguantarse cuando realmente es necesario. No como en Pierrefort, donde lo humano no vale gran cosa.
Entretanto, la cabecita negra del bebé seguía apoyada en la axila de la mujerona. ¿Qué tendría? Un mes como mucho. ¿Y a quién quería? A Suzanne. Así es la existencia.
—Bueno —dijo Suzanne mirando al mundo desde lo alto de la escalera—. Si alguien lo reclama, está en Les Écarts.
Y el asunto quedó concluido.
Nadie fue nunca a reclamar al pequeño Soliman Melchior Samba Diawara. Y a veces la gente se preguntaba qué habría pasado en Les Écarts si a la madre natural se le hubiera ocurrido ir a buscarlo. Porque Suzanne Rosselin, a partir de ese momento crucial —conocido en el pueblo como «el momento de la escalera»—, se encariñó salvajemente con el pequeño, y se dudaba que hubiera aceptado devolverlo sin combate. Al cabo de dos años, el notario la convenció de ir a hacer los papeleos para el niño. No para adoptarlo, no, ella no tenía ese derecho, sino para legalizar la tutela.
Así fue como el pequeño Soliman se convirtió en el hijo Rosselin. Suzanne lo crió como a un niño de la zona, pero en secreto como a un rey de África, confusamente convencida como estaba de que su niño era un príncipe bastardo apartado de un poderoso reino. Tan guapo como se había vuelto, como un sol, eso era lo mínimo. Así, con veintitrés años, el joven Soliman Melchior sabía tanto sobre los esquejes de tomateras, la prensa de las aceitunas, el cultivo de garbanzos y el esparcimiento de estiércol como sobre los usos y costumbres del gran continente negro. Todo lo que sabía de corderos se lo había enseñado el Veloso. Y todo lo que sabía de África, de sus alegrías y penas, cuentos y leyendas, lo había sacado de los libros que le había leído escrupulosamente Suzanne, que a su vez se había convertido con el tiempo en una experta africanista.
Incluso ahora, Suzanne seguía mirando por televisión todo documental serio susceptible de informar al chico: reparación de un camión cisterna en una pista de Ghana, monos verdes de Tanzania, poligamia en Mali, dictaduras, guerras civiles, golpes de Estado, orígenes y grandeza del reino de Benin.
—Sol —lo llamaba—, ¡mueve el culo! Están hablando de tu tierra por la tele.
Suzanne nunca había conseguido decidir cuál era el país de origen de Soliman, de modo que creía más sencillo considerar que toda el África negra le pertenecía. Y ni hablar de que Soliman se perdiera uno solo de esos documentales. A los diecisiete años, el joven intentó una única rebelión.
—Me importan una mierda esos tíos —gimió ante un reportaje sobre la caza del facocero.
Y por primera y última vez, Suzanne le arreó un bofetón.
—¡No hables así de tus orígenes! —le ordenó.
Y como Soliman estaba a punto de echarse a llorar, ella trató de explicarse con más ternura, con su gruesa mano en el hombro delicado del muchacho.
—La patria nos la suda, Sol. Uno nace donde nace. Pero intenta no renegar de tus viejos, eso es algo que te hunde en la mierda. Renegar es lo que no está bien. Renegar, denegar, escupir, eso es para los amargados, los duros, los que se creen que se han hecho solos y que nadie antes lo había logrado. Los gilipollas, vamos. Tú tienes Les Écarts y tienes toda África. Quédate con todo, así tienes el doble.
Soliman llevó a Camille al aprisco, le señaló con un gesto los animales ensangrentados, alineados en el suelo. Camille los miró de lejos.
—¿Qué dice Suzanne? —preguntó.
—Suzanne está en contra de los lobos. Dice que de ellos no saldrá nada bueno. Que éste ataca por el gusto de matar.
—¿Está a favor de la batida?
—También está contra las batidas. Dice que no lo cogerán aquí, que está en otro sitio.
—¿Y el Veloso?
—El Veloso está sombrío.
—¿Está a favor de la batida?
—No lo sé. Desde que descubrió las ovejas, no ha abierto la boca.
—¿Y tú, Soliman?
Lawrence entró en ese momento en el aprisco, frotándose los ojos para acostumbrarlos a la súbita oscuridad. El viejo local apestaba intensamente a lana grasienta y pis rancio, los franceses le parecían unos guarrindongos. Podrían limpiar. Lo seguía Suzanne, que también apestaba según Lawrence, y, a distancia prudencial, los dos gendarmes y el carnicero, a quien Suzanne había tratado de alejar sin éxito.
—Yo tengo la cámara frigorífica, yo me llevo las ovejas —había replicado.
—Y una mierda —había contestado Suzanne—. El Veloso las enterrará aquí, en Les Écarts, con todos los honores debidos a los valientes caídos en el campo de batalla.
Eso cerró el pico a Sylvain pero no impidió que los siguiera igualmente. El Veloso se había quedado en la puerta. Vigilaba.
Lawrence saludó a Soliman y se arrodilló junto a los cuerpos destrozados. Los volvió, examinó las heridas, hurgando con los dedos en la lana maculada en busca de la huella más nítida. Atrajo hacia sí una hembra muy joven, inspeccionó la marca de la presa en la garganta.
—Sol, descuelga la lámpara —dijo Suzanne—. Dale luz.
Bajo el haz amarillo, Lawrence se inclinó sobre la herida.
—El carnasial casi no se ha clavado —murmuró—, pero el canino sí.
Recogió una brizna de paja y la hundió en el orificio sanguinolento.
—¿Qué demonios haces? —dijo Camille.
—Sondeo —contestó tranquilamente Lawrence.
El canadiense retiró la paja y marcó con la uña el límite enrojecido. La pasó sin una palabra a Camille antes de recoger otra paja que ajustó entre dos heridas. Se incorporó y salió al aire libre, con la uña del pulgar hundida en la brizna. Necesitaba respirar.
—Las ovejas son tuyas —dijo al pasar ante el Veloso, que asintió—. Sol —prosiguió—, búscame una regla.
Soliman bajó hacia la casa a grandes zancadas y volvió a los cinco minutos con el metro de costura de Suzanne.
—Mide —dijo Lawrence tendiendo las dos pajas bien rectas—. Mide con precisión.
Soliman aplicó el metro a lo largo de la marca de sangre.
—Treinta y cinco milímetros —anunció.
Lawrence torció el gesto. Midió la otra paja y devolvió el metro a Soliman.
—¿Y bien? —preguntó uno de los gendarmes.
—Canino de casi cuatro centímetros.
—¿Y bien? —repitió el gendarme—. ¿Es preocupante?
Se hizo un silencio bastante plúmbeo. Cada cual atisbaba. Cada cual empezaba a comprender.
—Animal grande —concluyó Lawrence, resumiendo el sentimiento general.
Hubo un momento de flotación, el grupo se disolvió.
Los gendarmes saludaron, Sol se fue hacia la casa, el Veloso entró en el aprisco. Lawrence, aparte, se había lavado las manos, se había puesto los guantes y se estaba ajustando el casco de la moto. Camille se aproximó a él.
—Suzanne nos invita a tomar algo para limpiarnos los ojos. Ven.
Lawrence hizo una mueca.
—Apesta —dijo.
Camille se puso rígida.
—No apesta —dijo un tanto áspera, contra toda verdad.
—Apesta —repitió Lawrence.
—No seas cabrón.
Lawrence vio la mirada fruncida de Camille y sonrió bruscamente.
—De acuerdo —dijo quitándose el casco.
La siguió por un camino de hierba seca que llevaba hacia la barraca de piedra. En cambio, no tenía nada en contra de esa costumbre de los franceses de destruirse a aguardentazos a partir del mediodía. Los canadienses lo hacían igual de bien.
—Conste —dijo a Camille poniéndole una mano en el hombro— que apesta.