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Harto ya de tanto comer Sunshine, volví a mis merodeos por el Rialto. Seguían poniendo las mismas películas, pero había menos espectadores, si es así como podía llamárseles, y, por consiguiente, menos cosas de comer en el suelo. La verdad es que tampoco tenía mucha hambre de palomitas, ni de Snickers, ni de nada, en realidad. Y ya no pasaba mucho tiempo en la librería. El local me deprimía, y Shine me disgustaba. Lo único que hacía era arrastrarme por ahí, sin propósito alguno, abrumado por el dolor. No era un dolor de esos que lo hacen a uno aullar y tirarse de los pelos. Era más bien un tedio que todo lo abarcaba. Me pesaba como una losa el aburrimiento. La vida me aburría, la literatura me aburría, la propia muerte me aburría. Lo único que no me aburría era mi pianito y según iban pasando las semanas y la venta de libros se hacía cada vez más lenta y más triste, aumentaba el tiempo que dedicaba a aporrear las teclas y cantar. A veces me olvidaba de comer, o sí me acordaba, pero me suponía demasiada molestia coger el Ascensor hasta abajo del todo y vagabundear por las calles llenas de humo, hasta llegar al Rialto. Me pasaba las manos por los costados y me notaba las costillas sobresaliendo como las teclas negras del piano. A Pembroke cada vez acudía menos gente; estaba fallando hasta la venta de pornografía literaria; y Shine, finalmente, había dejado de comprar: se habían acabado para él las almonedas y para su ranchera los rasponazos del parachoques en el bordillo. La caja registradora, con toda su antigüedad y todo su ornato, se la quedó un comerciante de Back Bay. Ahora guardaba el dinero en un cofre metálico de color gris. Y cada vez había menos libros en las estanterías, cada vez quedaban más huecos en las estanterías. Nada de Dostoyevski en la D, nada de Balzac en la B. Uno tras otro, los Grandes fueron cogiendo sus últimos trenes. Shine seguía poniendo su mejor cara a aquel tiempo malo, pero yo, que recordaba los viejos tiempos, sabía que estaba cumpliendo con su deber, y eso era todo.

Los avisos de desahucio llegaban en grandes paquetes, y tras ellos venían las placas de contrachapado en los escaparates, los camiones de mudanzas aparcados delante de las puertas, y nuevos incendios de edificios, nuevas ruinas ardiendo, mientras las fogatas hechas de basura danzaban en los solares vacíos. Ponían carteles amarillos en los edificios sellados: PROHIBIDO EL PASO, PROPIEDAD DE LA CIUDAD DE BOSTON, LOS INFRACTORES SERÁN SANCIONADOS. Al oeste de la propia plaza ya faltaban manzanas enteras, quedaba una gran cantidad de cielo a la vista y de noche lagrimeaban las estrellas. Los tenderos —Alvin y George y otros varios cuyo nombre yo no conocía— revoloteaban en torno a la mesa de Shine, bebiéndosele el café y encogiéndose de hombros y lloriqueando. Alvin dijo: «Esto es como vivir en la puta Rusia», y todo el mundo manifestó su acuerdo, y hubo nuevos revoloteos; y entonces alguien dijo: «No te puedes enfrentar al ayuntamiento», y todos asintieron con la cabeza. George dijo que era una tontería angustiarse de tal modo ante cosas que de todas formas no tenían solución, y también a este respecto hubo aquiescencia general. Luego se pusieron a hablar del ataque al corazón que había sufrido Bernie Ackerman, y estaban entrando en el tema de las úlceras de estómago cuando Shine, que llevaba un rato sin hablar, dijo algo en un tono de voz tan bajo que obligó a los otros a prestarle atención.

—Pues yo voy a hacer algo, eso podéis darlo por seguro —dijo—. No voy a quedarme con los brazos cruzados mientras me ponen de patitas en la calle, con muebles y todo.

Los demás, por supuesto, quisieron saber qué era lo que pensaba hacer, pero Shine se negó a explicarse. Sólo dijo: «Algo». Y luego añadió: «Ya veréis».

El caso era que yo conocía al dedillo esas protuberancias de destructividad y secretismo que Shine ocultaba en los aladares, y hacía ya mucho tiempo que había dejado atrás mi fase burguesa, de manera que, a pesar de la aversión que el personaje había llegado a provocarme, sus palabras me enardecieron. De algo estaba seguro, y era de que Norman Shine no le tenía miedo a nadie. Pensé en barricadas, en coches panza arriba ardiendo en las callejuelas, cócteles Molotov. O quizá una gran batalla moral como la que presentaban los negros en el sur de Estados Unidos, según contaban en el Globe, una sentada no violenta ante la fachada de la tienda: Shine, Sweat, Vahradyan, en mitad de la acera, con las stripteaseras en falda escocesa y jerseicito, trayéndoles bocadillos, con muchos periodistas, vehementes expresiones de apoyo por parte del público, el alcalde con la cara escarlata. Nuevo error por mi parte.

Unos días después de haber proclamado que iba a hacer algo, Shine colocó un gran cartel escrito a mano en el escaparate principal:

De manera que eso era «hacer algo», para él. Regalar todos los libros, así, era un acto de tamaña generosidad y revelaba una desesperación tan exquisita, que estuve a punto de volverme a enamorar de él. Libros gratis, como después de la revolución. Ojalá hubiera estado ahí Jerry para verlo. El cartel tuvo un efecto inmediato —cómo se moviliza la gente en cuanto hay algo gratis— y los cinco días siguientes fueron un caos. Cuando el Globe sacó un reportaje sobre el tema, se presentó tanta gente a los saqueos libreros de cinco minutos, que hubo que llamar a la policía montada para que metiese en vereda a la muchedumbre, que se extendía por toda la calle Cornhill y daba la vuelta a la esquina. Todos venían equipados de bolsas, mochilas, cajas de cartón, incluso maletas, y las llenaban. Hubo quienes se propasaron bastante y se llevaron cosas que en realidad no querían, y por la noche, tras el cierre del establecimiento, la calle quedó cubierta de libros desechados. Shine salió con una bolsa de papel y los fue recogiendo, y los que no estaban demasiado estropeados volvió a ponerlos en sus estanterías, para la estampida del día siguiente; y los demás los tiró. Al principio resultaba emocionante, pero al final daba pena. Daba tanta pena recorrer de noche el establecimiento, el sitio en que había transcurrido mi vida entera, mi único hogar, y ver tantísimos estantes vacíos. Fue especialmente triste aquel domingo en que llovió. Bajé y me senté en el almohadón rojo de la silla y miré la calle por el escaparate y vi los regueros terrosos que el agua de la lluvia trazaba en el cristal polvoriento. Apoyé la garra en la mejilla y pensé en aquel poeta francés, Paul Verlaine, que escribió un famoso poema sobre la lluvia en la ciudad. Cuando llueve, dice el poema, llora el corazón. Entonces comprendí lo que significaban tales palabras, aunque él se refiriera a París, Francia, y esto fuera la plaza Scollay de la ciudad de Boston, en Estados Unidos. Y fue entonces cuando más habría necesitado a Norman. Echaba de menos nuestras conversaciones de cuando tomábamos café, yo encima de su mesa, con las zapatillas de borlas, bien abrigados ambos, en la luminosa librería, mientras fuera caía la lluvia. A veces volvía a visitarlo, y hablábamos de Shine, de sus triunfos y de sus fracasos, pero ya no era lo mismo que cuando yo lo creía real.

Di en pasar la mayor parte de los días con las cuatro patas al aire, de espaldas, con mis ensoñaciones y mis recuerdos, o, si no, sentado al piano, con mis ensoñaciones y mis recuerdos. Me resultaba evidente que mis sueños estaban cambiando. Se estaban volviendo blandos y nostálgicos, con una especie de resplandor crepuscular en los bordes, y ya no vivía las emocionantes aventuras de antaño. Echaba terriblemente de menos el pasado, incluidos los momentos más horrorosos. Nunca olvido nada que me haya ocurrido, y apenas olvido nada que haya leído, de manera que en aquel entonces ya tenía almacenada una enorme cantidad de recuerdos. Mi mente era como un gigantesco depósito: podía uno extraviarse ahí dentro, perder la noción del tiempo, registrando cajas y cajones, hundido hasta las rodillas en el polvo, pasarse días sin encontrar la salida. En un momento determinado, poco después de instalarme con Jerry, empecé a jugar con el pasado, aplicándole ligeros retoques, para convertirlo en un verdadero relato, y también empecé a mezclar los recuerdos con los sueños. Esto último fue seguramente un error, porque cuanto más jugaba con los recuerdos más iban pareciéndose unos a otros, y cada vez me resultaba más difícil distinguir entre lo que de veras recordaba y lo que me había inventado. Así, por ejemplo, ahora no sabía muy bien cuál de estas dos figuras era mi verdadera madre: la gorda tragona o la flaca, cansada y dulce; y tampoco sabía si se llamaba Flo o Deedee o Gwendolyn. Los archivos sólo existían en mi mente. No había posibilidad de consulta externa, ningún diario, ningún amigo de la familia. ¿Cómo iba a verificar nada? Lo único que estaba a mi alcance era comparar una imagen mental con otra imagen mental, tan sospechosa como la primera, y al final todas acababan mezclándoseme. Mi mente era un laberinto, seductor o terrorífico, según el estado de ánimo en que me encontrase. Estaba perdiendo el sentido de la realidad, y lo curioso era que no me importaba.

Las cosas llegaban rápidamente a su fin. El barco se hundía y, una semana después de que Shine empezara a arrojar libros por la borda, ardió el Old Howard, un teatro que en sus tiempos había sido famoso en toda Norteamérica. Yo solía recorrer cansinamente su casco abandonado cuando iba camino del Rialto. Fachada de piedra gris, enormes ventanales góticos, se habría dicho una iglesia, si no hubiera sido por la enorme marquesina —hasta media calle—, donde se leía, escrito con bombillas, el nombre del local: THE OLD HOWARD. Siempre tuve la esperanza de que alguna vez encendieran la luz, pero no ocurrió. Y la razón de que pareciese una iglesia era que, al principio, eso había sido: un templo de los milleritas, secta religiosa cuyos fanáticos creían firmemente en el fin del mundo. Y con razón, claro. Pero es que ellos utilizaron la Biblia, y toda una serie de cálculos matemáticos muy dudosos, para fijar la fecha exacta: el 22 de octubre de 1844. En preparación del evento, miles de creyentes vendieron todo lo que tenían y construyeron una grandísima iglesia fortaleza, para disponer de un sitio seguro a que acogerse mientras todo ocurría. Me encantaba leer cosas sobre los milleritas. Eran iguales que yo, todo el rato con ese tremendo sentido de la catástrofe a cuestas. El 23 de octubre, cuando, como de costumbre, salió el mismo sol de todos los días, quedaron muy decepcionados. Vendieron la iglesia fortaleza y no sé qué pudo ser de ellos más adelante. Supongo que la vida les resultaría aburridísima después de aquello. La iglesia se convirtió en teatro —en su escenario actuó Edwin Booth—, luego en sede de revista de varietés y finalmente en local de striptease. En 1952, mucho antes de mi época, el ayuntamiento lo cerró de una vez por todas, alegando que sus espectáculos eran disolutos e inmorales. La que peor les parecía era Sally Keith, que llevaba sendas borlitas en las tetas y las hacía girar como aspas, en direcciones opuestas. Me gustaría haberlo visto. A continuación, el Howard quedó para las ratas. Allí residía la mitad de las ratas de la plaza.

Y ahora, por fin, el mundo estaba acabándose de veras, y con él caía el Howard. Estaba yo en el Globo cuando se quemó. Toda la gente que había en las tiendas acudió corriendo a ver el incendio. Hasta el propio Shine abandonó su librería: se puso en pie y echó a correr, cerrando la puerta con llave al salir. Fue en pleno horario comercial, y ni siquiera puso el cartelito de «Vuelvo enseguida». Si no lo hubiera sabido antes, con eso me habría bastado para comprender que ya no esperaba nada de la venta de libros. Ninguno de los dos esperábamos ya nada. Toda la tarde estuvieron sonando las sirenas, y cuando yo me acerqué, ya de noche, sólo quedaban en pie las paredes exteriores: aquello era una ruina humeante y la calle seguía cubierta de un lodo ceniciento. Unas cuantas personas se paseaban por ese lodo llevando unos carteles que decían SALVEMOS EL OLD HOWARD y CONSERVEMOS NUESTRO LEGADO. A mí aquel caserón nunca me había parecido nada especialmente digno de preservarse, y nunca tuve en la menor consideración a las ratas de ínfima categoría que en él moraban. No hay mal que por bien no venga, pensé. La ruina seguía humeante, al amanecer, cuando trajeron la gigantesca grúa. Tenía una enorme bola de hierro colgando de un cable de acero, y cuando la máquina empezó a mover el brazo la bola daba grandes bandazos, de recorrido cada vez más amplio, hasta, por fin, chocar violentamente con un costado del Old Howard. Las paredes eran, sin duda, muy resistentes, porque no consiguieron derribarlas con la grúa. Y entonces trajeron zapadores, que pusieron dinamita bajo los muros y la explosionaron. Tres veces lo hicieron, y en cada una de ellas se vino abajo un lienzo de las paredes y una pletórica ola de ceniza se extendió a lo largo y ancho de varias manzanas, ensuciando un poco más los ya sucios edificios.

A la mañana siguiente, el general Logue dio la señal, y una vasta extensión de maquinaria pesada emprendió el asalto definitivo de la plaza, comiéndosela por los bordes, a edificio por asalto. Utilizaron grúas con bolas de derrumbe y también unos enormes buldóceres acorazados, cuyos conductores llevaban casco y gafas protectoras e iban metidos en cabinas de acero. Cada vez que se venía abajo un edificio, los trabajadores lanzaban gritos de alegría y a continuación cargaban los cascotes en gigantescos camiones de volquete, que se los llevaban. Así transcurrieron varias semanas. Las calles estaban llenas de humo y polvo y estrépito de máquinas, y de vez en cuando un enorme bang hacía temblar los escaparates de las tiendas, y era la dinamita.

A las ratas les viene a dar lo mismo la paz que la guerra, de manera que casi todas ellas siguieron adelante con sus vidas, como mejor pudieron. La rata media no ve mucha diferencia entre un edificio en pie y un montón de cascotes, salvo el detalle de que los cascotes son mucho mejores para esconderse. Cuando caía un edificio, las ratas se retiraban a las ruinas del sótano, metiéndose en los drenajes rotos y en las grietas de los escombros. El Globe publicó un reportaje sobre las ratas en las ruinas, lo que dio lugar a que Logue enviara un equipo de personas vestidas de blanco para acabar con ellas utilizando gas venenoso, que bombeaban al interior de los escombros mediante mangueras. Ahí fue cuando de veras empezó el éxodo. Todas las noches me cruzaba con largas hileras de ratas, familias enteras, en algunas ocasiones. El reportaje del Globe se titulaba LA DEMOLICIÓN DEJA AL DESCUBIERTO UN PAÍS ENTERO DE RATAS. En él se decía que todo el barrio era «una porquería y estaba infestado de ratas».

Infestar es una palabra interesante. La gente normal no infesta, por más que se empeñe. Nadie infesta nada, sólo las pulgas, las ratas y los judíos. Cuando te pones a infestar, estás buscándote un lío. En cierta ocasión, un hombre con quien estaba de charleta en un bar me preguntó que a qué me dedicaba. Yo le contesté: «A infestar». Me pareció una respuesta de lo más irónico, pero el tipo no lo cazó. Creyó que le había dicho «A invertir», y a continuación empezó a pedirme pistas sobre dónde colocar su dinero. Le sugerí, por consiguiente, que invirtiera en la construcción. El muy comemierda.

Y luego cerró el Rialto. Fui una noche y lo encontré todo apagado. No más Beldades, no más palomitas. Ahora tenía que andar escarbando por las calles y las ruinas, como los demás, y empecé a ver ratas muertas, a veces en plena acera. La comida empezaba a escasear, no había prácticamente más que las sobras de los obreros, y entonces fue cuando se desencadenó el horror. Algunas ratas hambrientas se comían los cadáveres de sus semejantes, como chacales. Me avergoncé de ellas y, al mismo tiempo, me avergonzó avergonzarme. Ni siquiera en mis mejores momentos me había distinguido por mi rapidez ni por mi fortaleza. Ahora, encima, era cojo y había dejado de ser joven. Estaba todo el tiempo muerto de hambre. ¿Cuándo me pondría a comer cadáveres? ¿O me lo impedirían mis escrúpulos demasiado humanos, monstruo hasta el fin de mis días? Por la noche, las cunetas se llenaban de ratas en fuga. Creí ver a dos de mis hermanos, pero no estuve seguro de ello. Había pasado mucho tiempo, y las ratas se parecen todas muchísimo. A veces, en mis vagabundeos, pasaba junto a edificios enteros que permanecían en pie, pero con la fachada arrancada, con todas las habitaciones al aire, algunas todavía amuebladas y empapeladas y con los cuartos de baño completos, con lavabo y taza del váter. Parecían enormes casas de muñecas.

Una mañana, Shine se presentó en la librería con dos hombres en mono de trabajo. Agarraron la silla, la mesa y todas las estanterías que no estaban fijas a las paredes, las cargaron en un camión grande llamado Mayflower y se marcharon. Tras ello, Shine anduvo por la tienda un rato. Esta vez no lloró. Aún quedaban unos cuantos libros desperdigados por el suelo, y estuvo dándoles patadas. Luego salió y cerró la puerta. Lo vi meterse la llave en el bolsillo de la chaqueta y doblar la esquina. Nunca volví a verlo.