En octubre, Jerry empezó a mencionar la posibilidad de mudarnos a San Francisco. Al principio pensé que era hablar por hablar, pero un día llegó a casa con un horario de la compañía de autobuses Greyhound y se pasó la velada estudiándolo, para ver qué otras ciudades visitaríamos por el camino. Recuerdo que en la lista estaban Buffalo, Chicago y Billings. De manera que cogí el Ascensor, me bajé a la librería y me leí todo lo que pude encontrar sobre San Francisco, que no fue mucho, en realidad. Jerry era muy optimista con respecto a Frisco. De hecho, aquella vez fue la primera en que lo vi consistentemente optimista con respecto a algo, porque era un hombre que llevaba la tristeza en el corazón.
Teníamos que marcharnos pronto, y yo lo sabía. Los trayectos en el Ascensor se hacían más difíciles cada día, y me di cuenta de que ahora pensaba mucho en la muerte. Me preguntaba qué ocurriría si Jerry volvía a casa una tarde y me encontraba muerto, con el pobre cuerpecillo yerto y frío. Creo que tendría la boca ligeramente abierta, mostrando los dientes amarillos. (Normalmente, pongo especial cuidado en tapármelos con el labio superior.) ¿Qué haría en tal caso? ¿Me agarraría por la cola y me tiraría a la basura? ¿Y qué otra cosa podía hacer? ¿Enterrarme en el Jardín Público?
—¿Qué hace usted ahí, amigo?
—Ya lo ve, agente, enterrando una rata.
—Enterrando ¿qué?
Odiaba la idea de que me agarrasen por la cola y me tirasen a la basura.
Pero, a pesar de la melancolía subyacente, fueron buenos momentos, aquéllos, en su conjunto, y ahora me complace recordarlos, y a veces juego con ellos, tratando de quitarles la tristeza, la vejez y la soledad. Hago que Jerry recupere su juventud, el pelo oscuro rizado y la sonrisa de dientes blancos que luce en la foto. Y nos saco de la casa de Cornhill y nos hago sobrevolar Boston, muy arriba, y luego cruzamos el río Mississippi y las Montañas Rocosas y nos instalamos en algún bar o cafetería de San Francisco —vemos la bahía destellar al fondo—, y a veces invito a otras personas a que nos acompañen, alguno de los Grandes, como Jack London o Stevenson, y entonces era cuando de verdad nos lo pasábamos pipa.
Siempre creo que todo va a durar para siempre, pero nada dura para siempre. De hecho, nada existe más allá de un instante, salvo las cosas que retenemos en la memoria. Yo siempre intento retenerlo todo —prefiero la muerte al olvido—, pero, al mismo tiempo, tenía muchas ganas de que nos fuéramos a San Francisco, dejándolo todo atrás. Y así es la vida: no hay modo de encontrarle sentido. Llevaba seis meses y siete días con Jerry. Los árboles del parque Common empezaban a perder las hojas, un desorden amarillo y rojizo sobre la hierba, triste y crujiente, y cada vez morían más tiendas en la plaza, más puertas y escaparates quedaban tapados por placas de contrachapado. Había basura por todas partes, en el suelo, en la calzada o primero recogida en montones y luego aventada, como las hojas de los árboles, por algún camión al pasar. Las noches eran más tranquilas que antes, y siempre identificaba los pasos de Jerry cuando subía dando zapatazos por la escalera. Sus pisadas eran más lentas y más pesadas y sonaban más a cansancio que las pisadas de los demás inquilinos, incluidas las de Cyril, que era gordo y padecía de asma y también tardaba muchísimo en subir.
Estaba yo despierto en mi caja, una noche, departiendo conmigo mismo, pero también pendiente de la llegada de Jerry, como solía, cuando oí el ruido del portal abriéndose y cerrándose, y luego las lentas pisadas, tan familiares, subiendo el primer tramo de la escalera, hasta llegar al primer rellano y pararse a descansar, como siempre. Pensé que pronto abriría la puerta y, si no venía demasiado tocado, encendería la luz y se quedaría en calzoncillos y se sentaría en el borde de la cama y me hablaría un rato. Estaba ya llegando cuando oí el ruido. Nunca había oído el ruido que hace una persona al caerse por las escaleras, pero supe, cuando aún no había cesado, lo que significaba esa prolongada sucesión de golpes. Luego no hubo ningún sonido más, sólo el silencio, tendiéndose como una manta.
Esperé que todas las puertas de la casa se abriesen a la vez, esperé oír el ruido confuso de los gritos y las carreras. Pero no ocurrió. El ruido que hizo Jerry al caer sacudió los edificios de Revere y Belmont, pero nadie lo oyó. Y yo no tenía modo de llegar al pasillo. Aun sabiendo que no era posible, hice frenéticos intentos por escurrirme por la rendija inferior de la puerta, arañando ruidosamente el suelo con las patas. Luego me obligué a permanecer quieto, respirar hondo y pensar. Tenía que hallar el modo de llegar hasta Jerry, aunque no tuviera ni idea de qué podría hacer por él una vez a su lado. De manera que bajé en el Ascensor hasta la consulta del dentista y la recorrí a toda velocidad, buscando algún modo de llegar a la escalera desde allí. Sabía que algo espantoso había ocurrido. Toda la vida he llevado encima, como una losa que me inutilizaba para casi todo, una monstruosa imaginación; y mientras corría de un lado para otro veía una y otra vez a Jerry, caído en una postura grotesca, muriéndose. Finalmente, a la desesperada, me lancé por el Ascensor hasta el sótano, salí al callejón por debajo de la puerta y doblé la esquina a todo correr, en dirección al portal donde decía HABITACIONES, sin importarme nada que pudieran verme. Tampoco por ahí podía entrar. Ante la puerta que decía DENTISTA SIN DOLOR, en algún lugar localizado al otro lado de estas palabras, yacía Jerry, agonizante o muerto.
De manera que bajé de nuevo a la librería y, con gran dificultad —tenía el cuerpo lleno de contusiones—, me aupé al Globo y allí me quedé, esperando. Apenas había amanecido cuando oí gritos en la calle y luego una sirena. Llegó, la sirena, y al cabo de muy poco rato volvió a marcharse, asustada y quejumbrosa, a morir en algún otro sitio de la ciudad, al oeste de la plaza.
Cuando Shine abrió la tienda, a las nueve, todos se precipitaron al interior, y las cabezas se agitaban y se bamboleaban alrededor de la mesa, como manzanas en un tambor de agua que alguien está sacudiendo. Hablaron un poco del accidente, pero todas las bocas se movían al mismo tiempo, y lo único que pude sacar en claro fue que Jerry Magoon se había caído por las escaleras y que lo habían llevado inconsciente al Hospital General de Massachusetts. Luego pasaron a ocuparse de otros temas, como por ejemplo de la madre de Alvin, que se había roto una cadera, y también de los Red Sox.
Volví a la habitación. Estaba ya como si Jerry llevara varios años ausente. No pude abrir el bote de Skippy. Había una pieza entera de pan Sunshine encima de la mesa, así que roí el plástico y comí un poco. Me pasé la noche entera en el sillón. Para no pensar en Jerry, estuve un rato en París, buscando la casa donde vivió Joyce, pero se habían derretido los rótulos de las calles, y no logré encontrarla.
Al día siguiente, a la hora de apertura ya estaba yo en el Globo. Iban entrando cabezas, bamboleándose. Shine ya había ido al hospital a preguntar por Jerry. Le dijeron que no se había roto nada, pero que había sufrido un ataque al corazón, que estaba inconsciente, intubado, y que no esperaban que se recuperase. Lo mismo podía morirse al día siguiente que dentro de un año.
—Bueno —dijo George—, al menos estará dormido cuando le toque irse. Ésa es la esperanza que yo tengo, quedarme tieso mientras duermo, en mitad de un bonito sueño.
Iba a contar un sueño que había tenido, pero Alvin lo interrumpió.
—Ya. ¿Y si es en mitad de una pesadilla horrible?
—Bueno, pues así, al menos, terminará la pesadilla —dijo Shine, y soltó una extraña risita.
—Déjate de chorradas —dijo Alvin.
No quise seguir escuchando esos lamentables chistes sobre la muerte, de manera que volví a coger el Ascensor, me subí a casa, comí otra media rebanada de pan Sunshine y me encaramé al sillón. Me puse a soñar que Jerry se recuperaba.
Estaba seguro de que nunca regresaría a casa, así que di por supuesto que ahora ya no importaba que hurgase en sus cosas. Tratándose de personas fallecidas, o poco menos, hurgar en sus cosas deja de ser cotilleo para convertirse en investigación. Tenía muchísimas ganas de encontrar el relato de la rata. Desde el momento mismo en que Jerry me habló de él, supe que en esa historia tenía que haber respuestas que me valiesen. ¿Respuestas a qué? Bueno, sé que va a sonar estúpido decirlo, pero creo que aún andaba en busca del significado de mi ridícula vida, y pensé que tal vez Jerry lo hubiera descubierto, o al menos estuviera en la pista, y que por eso estaba escribiendo un libro sobre una rata. De manera que al segundo día de su ausencia me encaramé a la mesa y abrí el cuaderno titulado La última gran oportunidad, en el que Jerry había estado escribiendo durante todo el tiempo que duró nuestra convivencia; y de ahí salté a la librería y me dediqué a tirar al suelo, uno por uno, todos los cuadernos. Cada uno llevaba su fecha y su título enmarcados en el rectángulo blanco de la tapa —el más antiguo era de 1952—: «La paloma fénix», «Proyecto Continuum», «La estrella del can naciente»… Así hasta veintidós, y todos iguales: ideas para posibles novelas, argumentos parcialmente desarrollados, el esbozo de un personaje, páginas y páginas de notas ambientales, y, aquí y allá, algún párrafo inicial, tan elaborado, que había casos en que la corrección de una sola palabra suponía una página entera de texto nuevo. Muchas de las novelas proyectadas parecían terminar con la destrucción del planeta. Me pasé una semana entera leyendo, todo el día. Tenía que dejarlo por las noches, porque no alcanzaba el interruptor de la luz que había en la pared. Los cuadernos estaban repletos de ideas maravillosas, algunas de las cuales llevé a la práctica en sueños, durante las largas noches de oscuridad. Pero no había ningún relato en que participara una rata. De hecho, la palabra rata no aparecía ni una sola vez.
Ahí me quedé, comiendo Sunshine y tocando el piano. Mientras tocaba, pensaba en mamá, que se había esfumado, y en Norman, cuya existencia fue un conato, y siempre en Jerry, cuya existencia había cesado, y, claro está, en mí mismo, que no estaba muy seguro de desear la existencia. Me daba cuenta de que hasta entonces no había sabido lo que era estar solo.
Dos semanas más tarde llegaron los padres de Jerry —tuve el tiempo justo para esconderme debajo del fregadero, antes de que entraran—. No se me había pasado por la cabeza que un señor tan mayor como Jerry pudiera tener padres. Eran increíblemente viejos, ambos con el pelo blanco, y encorvados y cargados de años, con la piel gris y arrugada, como gnomos. Tenían cara de buenas personas, sobre todo la madre, que debió de haber sido una mujer alta, pero que ahora estaba completamente encorvada. Parecían recién salidos de un cuento de hadas, y permití que la madre se instalara en mis sueños con el nombre de la Anciana. Venía con ellos un hombre de pelo oscuro, que tenía muchos menos años, pero que no era joven en realidad, y supuse que se trataría del hermano de Jerry, a juzgar por la cabeza tan gorda que tenía, y lo bauticé Hermano Menor. El padre tenía un aspecto muy digno, iba de traje oscuro y corbata y tenía una boca grande, de labios finos, que no abría mucho, ni muy a menudo, y, además, cada vez que la abría era para volverla a cerrar enseguida, como una trampa, mordiendo las sílabas de la última frase como si fueran la cola de un animal en fuga. Le puse el Rey. Permanecí debajo del fregadero, mirándolos mientras lo empaquetaban todo, y metían en cajas las cosas que no estaban en cajas y sacaban las cosas que ya estaban dentro de sus cajas, para ver qué eran, y las volvían a guardar. Les llevó el día entero. No fueron muy reverentes con los cuadernos de Jerry. Hojearon alguno, muy por encima, y los arrojaron todos a una caja.
Lo único que pareció interesarles fue una caja de zapatos llena de cartas. Se sentaron los tres en la cama, un hombre a cada lado y la madre en medio, con la caja en el regazo; fue ella quien fue sacando las cartas de sus sobres, una por una, y leyéndolas en voz alta, mientras los varones asentían con la cabeza, como reconociendo los textos. Me llevó un rato comprender que estaban leyendo sus propias palabras, que esas cartas eran las que ellos le habían enviado a Jerry: parlanchinas y difusas, llenas de cotilleos locales (quién se había casado, quién había muerto, qué hija se había fugado y qué hijo había destrozado el Oldsmobile nuevecito), y perdigadas de preguntitas redundantes («Y ¿quién crees tú que se casó la semana pasada?») y punteadas de signos de exclamación, que la madre leía como si fueran palabras («Y a Carl, el marido de Sissy, lo pararon por exceso de velocidad, y adivina quién iba en el coche, era signo de exclamación signo de exclamación Ellen Brunson signo de exclamación signo de exclamación»). Y a no mucho tardar estaban los tres llorando, Rey incluido, con un puchero en la anchurosa boca. Parecía un payaso triste. Y la madre no dejaba de leer, por mucho que llorase, lo cual no contribuía sino a empeorar las cosas. Ninguna de las pertenencias de Jerry los había hecho llorar, ni siquiera su andrajosa ropa interior y, desde luego, tampoco sus patéticos cuadernos vacíos. Supongo que en realidad lloraban por ellos mismos y por su propio pasado perdido. No logro imaginarme a mi familia llorando por nada. En cierto modo, los humanos no son muy afortunados. Espiándolos desde debajo del fregadero, a los tres, ahí sentados en la cama, llorando, madre, padre e hijo, los rebauticé la Sagrada Familia.
Aquella misma tarde vinieron dos hombres y se llevaron todo: los libros, los cuadernos, los muebles, hasta los cacharros de cocina; todo, menos el cubo de la basura y el piano. Supondrían, imagino, que nadie iba a querer aquel cubo de la basura todo oxidado, ni aquel piano roto, de juguete. El cubo no me interesó, porque yo no tenía nada que tirar, pero me alegró que dejaran el piano.