Jerry y yo pasamos muchos y muy buenos momentos juntos. Me encantaban sobre todo los desayunos, el platito de café con leche, y leer juntos el periódico. Un día, durante el desayuno, leímos en el Globe un extenso artículo sobre Adolf Eichmann. Venía con fotos de trenes atestados de gente muriéndose de hambre, personas que asomaban los flacos brazos por las rendijas de los vagones de ganado, y verdaderos montones de cadáveres demacrados —tenían cara de rata—; y Jerry dijo que se avergonzaba de su condición humana. Era una idea nueva para mí.
Me llegó a gustar de veras el café, y el vino también, aunque no por la mañana, éste, ni tampoco a primera hora de la tarde, a no ser que lloviera. Cuando se acercaba la hora de la cena, Jerry solía recurrir a las latas. Nuestro plato favorito era el estofado de ternera Dinty Moore. A veces preparaba arroz para acompañar, y otras veces, cuando andábamos cortitos de efectivo, la comida completa era un poco de arroz con salsa de soja. Jerry tenía un bigote muy poblado, que atraía los granos de arroz como un imán, al comer: era como si le llegasen volando. Pasado el tiempo, cuando me sentí más seguro en nuestra relación, le escarbaba los granos con las patas y me los comía. Era algo que siempre lo hacía reír. Y viéndolo reír era fácil creerse que estaba uno ante el hombre más feliz de la tierra, no sólo el más listo.
No siempre salía de noche, y a veces —con mayor frecuencia según transcurrían las semanas y el tiempo se hacía más frío— pasábamos la velada repantigados en el viejo sillón de cuero, escuchando música: muchos discos de Charlie Parker y Billie Holliday. Jerry tenía un equipo de auténtica alta fidelidad, con altavoces a ambos lados, y bebíamos vino tinto que compraba por frascas en Dawson's Beer and Ale, de la calle Cambridge. Yo, como no tenía mi propia copa, bebía de la suya. Normalmente me sentaba en el brazo del sillón, pero a veces me caía, de puro borracho, e iba a parar a su regazo. Él se reía, y yo no podía reírme, pero me encontraba muy a gusto, y era igual que si me riera. Siempre me había gustado el jazz, gracias a Fred Astaire, y ahora empecé a aficionarme también al más moderno. Poníamos una y otra vez un LP titulado No Sun in Venice, tan sereno, tan triste, con Milt Jackson al vibráfono. El vibráfono evocaba en mí la imagen de una rata solitaria caminando por las calles vacías de una ciudad hecha de cristal, haciendo sonar campanillas con las patas, un sonido alto y claro y solo, que los edificios devolvían.
A veces, ya de noche, muy tarde, acostado a oscuras en mi caja, sobre la toalla del hotel Roosevelt (invisible ahora bajo la borra que le había arrancado al sillón Stanley), seguía oyendo la música en la cabeza. La dejaba sonar. Abría los ojos en la oscuridad y pensaba en las Beldades. Frotaba mis pensamientos contra el terciopelo de su piel, echaba raíces en la oscura calidez de sus hendiduras. Era un anhelo intensísimo, un calor que me recorría el cuerpo de arriba abajo. Nunca logré comprender cómo Jerry era capaz de ir por el mundo así, tan solo, sin mujeres, diciéndose cosas entre dientes, balanceando la cabezota. Si yo hubiera sido humano, me habría bajado a la calle, habría abordado a la primera joven atractiva que me tropezase y, con los ojos negros centelleándome sobre una sonrisa sin barbilla, la habría seducido, la habría comprado, la habría violado. Pero Jerry lo único que hacía era andar por ahí arrastrando los pies, en una soledad ártica, tan grande que lo llevaba a departir con una rata.
Aun así, en los buenos tiempos, desayunando con el periódico o escuchando música en el gran sillón de cuero, por la noche, a veces sentía una clase nueva de felicidad. No era igual que la esplendorosa alegría de los viejos tiempos, en la librería. Era más suave y más cálida y casi marrón.
A veces nos dejábamos llevar y poníamos Bird al máximo, con Jerry haciendo la percusión en los brazos de la butaca y yo aporreando el piano, y todas las cosas, a nuestro alrededor, como quien dice, dando brincos. Hacíamos tantísimo ruido, que el señor de al lado —se llamaba Cyril y le asomaba el pelo por los caños de la nariz y había noches en que oíamos sus sollozos— vino dos veces a golpear nuestra puerta con la palma de la mano, pidiéndonos a gritos que bajáramos la música. Y aquellas dos veces, más la visita del jefe de bomberos, fueron las tres únicas en que alguien llamó a nuestra puerta.
Jerry me enseñó mucho sobre jazz, sobre improvisación y variantes y cosas así, y luego yo lo metí todo en mi música. A veces, Jerry hablaba y yo tocaba. Llevaba una camisa blanca de rayas azules y una banda elástica en la manga, como la del tal Hoagy Carmichael en Tener y no tener, y ejecutaba una especie de suave garabateo musical de fondo, como hace él en la película, mientras Jerry daba sorbitos a su copa de vino y hablaba de su niñez, que tan lejos quedaba ahora, en Wilson, Carolina del Norte, y sobre su paso por el ejército. Se había alistado al principio mismo de la Segunda Guerra Mundial. Cuando vieron que era de campo, lo destinaron al Cuerpo de Remonta y lo mandaron a adiestrar mulas en Texas, donde un día una acémila enorme, llamada Peter, le pegó una coz en la cabeza. El golpe le dejó un ojo a la remanguillé, y así quedó. Además de la visión doble y de unos dolores de cabeza recurrentes, el golpe trajo consigo un pequeño cheque mensual. «Ya ves, Ernie, la jodida mula me hizo un favor.» Una de las virtudes de Jerry era que siempre veía las cosas desde todos los puntos de vista.
Y me habló de cuando vivía en Los Ángeles, antes de la guerra, y le dieron un papelito en una película titulada Canyon Riders. También hablaba mucho de libros y del mundillo literario. Según él, nadie había escrito nunca mejor que Hemingway, salvo Fitzgerald, y solamente una vez. Y me contaba las cosas tan emocionantes que ocurrían en la costa —quería decir la costa oeste— y decía que Boston era una ciudad moribunda.
También me encantaba que me hablase de la revolución, de Joe Hill, de Piotr Kropotkin y de la huelga de Paterson[8]. Una de sus frases favoritas era «después de la revolución». Cuando le compraban un libro siempre pedía perdón por el dinero que recibía y a continuación explicaba que los libros serían gratuitos después de la revolución, que serían un servicio público, como las farolas de las calles. También decía que Jesucristo era comunista, lo cual daba lugar a algún que otro enfado por parte de la gente.
Jerry hablaba y yo escuchaba. Poco a poco fui sabiendo más cosas de su vida, en tanto que él —podemos afirmar sin temor a equivocarnos— cada vez sabía menos de la mía. Mi natural reticencia le daba carta blanca en lo tocante a mi personalidad. Podía con toda tranquilidad convertirme en lo que quisiera, y pronto quedó dolorosamente claro que en mí veía un animalito simpático, algo payaso y un poco idiota, algo así como un perro muy pequeño con dientes de conejo. No tenía ni la menor idea de cuál podía ser mi verdadero carácter, ni se le pasaba por la cabeza la verdad, es decir, que yo era más bien cínico, moderadamente vicioso y un genio de la melancolía, o que había leído más libros que él. Quería mucho a Jerry, pero también me temía que no era a mí a quien él devolvía su amor, sino a un invento de su imaginación. Y ya me sabía yo de memoria en qué consistía lo de amar a inventos de la imaginación. Y en el fondo de mi corazón, aunque pretendiera creer otra cosa, me constaba que durante las veladas que pasábamos juntos, bebiendo y charlando, lo único que hacía Jerry era hablar consigo mismo.
¿Es eso una risita? Cree usted que me he puesto en evidencia, supongo. Ya sé, ya sé lo que dije antes, ya sé que he confesado, atestiguado y, a mi perversa manera, incluso he alardeado de mi amor a las rendijas, de mi necesidad casi patológica de esconderme, de cuánto me gustan las máscaras. De manera que sí, que le gustaría a usted saber por qué me quejo ahora, cuando se me presenta una nueva oportunidad de ocultación, una oportunidad de oro para agazaparme sin que nadie me vea tras el impenetrable disfraz de mascota tierna y acariciable. Bien, pues voy a decírselo: la diferencia entre ponerse una máscara, que siempre es ocasión de libertad, y que le obliguen a uno a ponérsela, es la misma que hay entre refugio y cárcel. Me habría encantado renquear por la vida envuelto en la peluda armadura de mi disfraz de mascota, si hubiera tenido la seguridad de poder quitármelo cuando quisiera, de poder arrancarme esa carita tan adorable para presentarme ante los demás como la criatura que me consta ser. ¡Hola, Jerry, éste soy yo! Nunca lo habría hecho, claro, pero me complacía la idea de poder hacerlo.
Llevaba el disfraz con mucho valor, pero siempre me exasperaba, y a veces no podía evitar la tentación de roerlo un poco por los bordes. En ese estado de ánimo, solía darme por defecar en los sitios más delicados, como el plato o la almohada de Jerry. A él no le importaba nada, pero seguía sin enterarse: en lugar de una fiera antipática, lo que veía en mí era al bueno de Firmin, ensuciándolo todo. Y una vez me estaba rascando entre las orejas y le pegué un mordisco con auténtico ensañamiento. En el cuarto dedo. Ahora lo lamento. Un peregrino en el jardín del arrepentimiento.
Cuando salíamos de casa, no siempre era para vender libros en el parque Common. Una vez fuimos al cine. Fue a principios de septiembre, una tarde pesada, olorosa, anubarrada. Jerry había estado a punto de marcharse, incluso había llegado a abrir la puerta. Yo estaba en la mesa, terminándome su almuerzo y leyendo el Globe del día anterior. Él vaciló un momento, dio media vuelta y me lanzó una mirada que en aquel instante quería decir: «Pobre Ernie, lo solito que se queda». Reconsiderándolo ahora, sin embargo, tuvo que ser algo más irónico, de manera que quizá fuera otra cosa lo que quería decir la mirada: «Y ¿quién es este animal, a fin de cuentas?». Me gusta más así. Pero da igual cómo lo veamos: el caso fue que volvió a entrar en casa y me recogió. Me metió en el bolsillo de su chaqueta y nos fuimos al cine.
El trayecto hasta el Rialto fue interesantísimo, y también muy deprimente. Nunca lo había hecho durante el día; y ahora, mirando desde el bolsillo de Jerry, cuya solapa ocultaba mi presencia, me sorprendieron los estragos que causa la luz del día, sobre todo cuando es mortecina y gris y no muy distinta de la luz que entraba por los ventanucos en el sótano de la librería. Y no era sólo la luz. El mundo al que creía estar habituado —oscuro, misterioso, entrelazado con la sombra, incluso romántico, aunque plagado de riesgos— había menguado de un modo horrible. Una espesa neblina lo había desprovisto de color. Las distancias habían perdido profundidad, hasta reducirse a una serie de planos grises y marrones. Edificios desatendidos, ventanas clausuradas, basura atascando las bocas del alcantarillado, rostros cansados y grises. Todo se veía mustio, triste y feo. Pero yo no podía tolerar que este hecho me afectara: tenía que ser feliz, cabalgando por las calles de Boston en el bolsillo de uno de los mejores escritores del mundo. Claro está que no iba a lomos de ningún caballo, era más bien que me llevaban como dentro de un saco, pero he dicho «cabalgando» porque la palabra expresa muy bien lo que yo sentía en aquella circunstancia.
Yo me había visto todas las películas que tenían en el Rialto, algunas de ellas varias veces, pero siempre estaba dispuesto a repetir. Cuando llegamos a la taquilla Jerry me hundió más en su bolsillo, de manera que no pude ver los carteles y no me enteré de lo que ponían. Permanecí encogido en mi escondite mientras él compraba una Coca-Cola y una bolsa de palomitas, y luego recorrimos toda la sala para situarnos en la primera fila. Había muy pocas personas, aparte de nosotros, en el local. La película empezó casi enseguida y, cosas de la mala suerte, resultó ser la única que yo odiaba, a pesar de estar rodada en Technicolor, detalle que siempre consideré positivo. Se llamaba El despertar, y era una larga epopeya sentimental protagonizada por un pobre chico y su amado cervatillo. No me gustan nada, por lo general, los relatos de animales. A Jerry, sin embargo, estaba clarísimo que ésta le encantaba, y comprendí que me había traído pensando que a mí también me encantaría, y la idea me entristeció tanto como me hizo sentirme solo; no obstante, puse la mejor cara posible. Aparte del cervatillo y de un montón de perros, en la película aparece también un oso grande llamado Old Slewfoot [Viejo Patatuerta]. Cada vez que aparecía en escena, Jerry agachaba la cabeza para mirarme, a ver cómo reaccionaba. Y yo sobreactuaba sin el menor pudor, abriendo mucho la boca, agitando en el aire las patas delanteras y dejándome caer de espaldas. Le encantaba. La película sigue y sigue y sigue, una desgracia detrás de la otra, hasta que un día, cuando el ciervo se ha comido por tercera vez todo el maíz de aquella familia tan pobre, la madre agarra la escopeta de la casa y le pega un tiro al bicho. Yo me alegré un montón, pero vi que a Jerry se le caían las lágrimas.
Nos quedamos a ver el resto de la programación. Vimos La ruta de san Antón y El monstruo siniestro, y se iba acercando la medianoche. Tuve la esperanza de que acabaran con Ginger Rogers, para que Jerry viera la secuencia de la muerte y transfiguración, pero fue Charlie Chan. A las doce en punto, cuando al chino le quitaron la palabra de la boca en mitad de una frase, hubo movimientos de pies en la oscuridad y las habituales toses. Enseguida, el proyector reanudó su matraqueo y se inició la asunción angélica. Esta vez era Locas por los hombres, una de mis preferidas. Dos Beldades vestidas de gatitas, con unos bigotitos y unas orejitas adorables, daban caza a un hombre vestido de rata, o tal vez de ratón. Lo perseguían por toda la casa, que era enorme —una mansión, cabría decir—, pero el hombre era demasiado rápido para ellas, saltando por encima de los muebles, subiéndose por las cortinas, balanceándose colgado de una araña. Pasado un tiempo, las gatitas intentaban una nueva estrategia. Hacían como que abandonaban la persecución. Bostezaban, se desperezaban y fingían irse a la cama. Entonces empezaban a quitarse los trajes de gatita, primero los hombros, luego un pecho encantador. Qué bellas eran en aquel momento. Ni que decir tiene que la rata grande, al verlas, es incapaz de resistirse cuando las ve desnudas y se les acerca y copula con ambas, una detrás de la otra, y luego juntas. Normalmente, estoy muy poco predispuesto a la contemplación de una Beldad dejándose montar por algo tan grosero como un macho humano, y aparto la vista en tales momentos, pero esta película era una excepción, por diversas razones. No estaba muy seguro de que a Jerry fuera a gustarle, sin embargo. De manera que cuando empezaron a desprenderse de los trajes de gatita levanté la cabeza para espiar su reacción. Estaba profundamente dormido, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta. Eché una mirada en derredor y vi a otros varios individuos de cierta edad en la misma actitud, y me vino la idea de que había que fijarse mucho para no confundir a Jerry con cualquier otro borrachuzo en su largo descenso hacia ninguna parte.