Era una hermosa mañana de septiembre cuando Jerry me llevó al parque Common por primera vez. Recién concluido nuestro desayuno habitual de tostadas y café cargado, Jerry se levantó a recoger la carriola roja de lo alto del montículo de cajas. Supuse que la cargaría con la sandwichera para gofres y tostadas que llevaba semanas en el armario, pero lo que hizo fue bajar la caja más alta del montón, colocarla en el suelo y empezar a sacar libros de ella para apilarlos encima de la carriola. Pude ver la cubierta roja y amarilla de El nido, con los colmillos de la rata gigante chorreando sangre; pero también había muchos ejemplares de otro libro, éste de cubierta lisa, de cartoné, y con las páginas a punto de desprenderse. Cargó un montón de cada y a continuación levantó del suelo la carriola, con los libros encima —era muy fuerte— y oí sus pasos resonar en la escalera. Estaba yo a punto de coger el Ascensor y bajarme a ver qué había de nuevo en Libros Pembroke, cuando oí las pisadas de Jerry, que volvía a subir por la escalera: «Vente conmigo, Ernie», dijo. Se agachó y me puso en la palma de su mano. Luego me subió al hombro; y, ahí colgado, como en una percha, agarrándome con una mano de un rizo suelto, me encontré en la acera, en lo alto de Jerry.
Ya me había llevado otras veces en el hombro, por la casa, y me encantaba. Él hacía de camello y yo de Lawrence de Arabia. La primera vez que me puso ahí, naturalmente, aproveché la ocasión para investigar sus aladares. Tras aquella mala experiencia con Norman Shine, prefería no dar nada por seguro. Pero toqueteando por debajo del pelo no encontré arrugas en forma de media luna, sino una tranquilizadora superficie plana algo escamosa, por la caspa, de modo que junto al retrato de Jerry añadí las anotaciones honrado y bondadoso.
Puesto de rodillas junto a la carriola, Jerry fue apilando los libros con los títulos hacia arriba. Yo me subí al montón más alto y él tiró de la carriola, de los libros y de mí, a la cálida luz del sol, por toda la calle Tremont, hasta llegar al parque Common; y así fue como volví a establecer contacto, dentro del sector editorial, con la venta de libros.
Antes, sólo una vez había visto el mundo humano a la luz del día, a pleno sol: los altos edificios y los frondosos árboles y las flores abigarradas y la gente pasando; y estuve a punto de perder la razón, de puro miedo. Esta vez, montado en la carriola de Jerry, no sentía miedo alguno y hasta era capaz de mirar a la gente a la cara, o de contemplar los árboles, o de experimentar ese sentimiento que denominan, creo, alegría. Formulé «un hermoso mundo» y lo dejé elevarse en flotación hacia el cielo azul, ondeando como una oriflama. Ni que decir tiene que en todo ello también había envidia: un sabor en la boca, amargo como la bilis —no era mi mundo, a fin de cuentas—, pero me lo tragué. La gente se nos quedaba mirando al pasar, sobre todo a mí, y yo les devolvía la mirada con mis negros ojos, que no pestañean.
Nos instalamos cerca de la estación de metro de la calle Park. Jerry colocó contra la carriola un cartón con un rótulo escrito a mano: VENTA DE LIBROS NUEVOS FIRMADOS POR EL AUTOR. Yo, claro, tenía considerable experiencia en este tipo de promoción y, si alguien me hubiera pedido consejo (¡ojalá hubiera ello entrado dentro de lo posible!), habría sugerido —con mucho tacto y sin querer hacerme el enteradillo— que nos pusiéramos en movimiento y abordáramos a la gente. Habría dicho: «Chico, Jerry, hay que plantarles la mercancía delante de las napias, hay que conseguir que suelten la pasta nada más que por quitársete de encima». Habría sido como un abuelo de película, aconsejando a un chico que da sus primeros pasos por este mundo (desde aquí lo veo, al abuelete, con su mandíbula escasa y su pelo liso peinado hacia atrás). Pero Jerry no era de los que poseen mucha iniciativa. Como hombre de negocios era un verdadero espanto. Lo único que hizo fue estar ahí sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la estación, fumándose un cigarrillo detrás de otro y esperando que la gente acudiera a él. No conseguimos muchos clientes, así.
Por la tarde, a la salida de los colegios, pasaron unos cuantos chicos mayores por la acera de enfrente de la calle Park, y la banda entera se puso a cantarnos: «Magoona, Magoona, el hombre de la luna», una y otra vez. Jerry poseía una gran capacidad de control de sí mismo: ni una sola vez miró a los chicos, ni dio la impresión de haberlos oído. También pasaron por nuestro lado varios chicos más pequeños. Se acercaron por mí, se arrodillaron junto a la carriola y me hablaron como a un bebé, tratando de que les hiciera alguna monería. Un pequeño cretino me enseñó un lápiz y me dijo: «Muerde, rata, muerde». Eso, un chico que seguramente no sabía hacer la o con un canuto. De lo más humillante.
Allí nos tiramos la mayor parte del día, dejando atrás la hora de mayor tráfico, y así pude asistir al espectáculo de la luz cambiante en los árboles, y hubo personas que hasta compraron libros, aunque las más de las veces sólo se paraban a charlar un rato. Casi todos los conversadores eran parecidos a Jerry, gente obviamente sin dinero para comprar libros. Parloteaban, cotilleaban de conocidos comunes, y hacían chistes sobre andar por ahí sin una monedita en el bolsillo. Se llamaban «tío», unos a otros. Todos manifestaban un gran interés en mí, y dos de ellos le preguntaron a Jerry si yo estaba amaestrado, y él les contestó, a ambos: «No, tío, no está amaestrado; esta civilizado». Y luego uno de ellos —Gregory se llamaba— me miró al marcharse y me dijo, en un tono muy informal, como si tal cosa: «Hasta luego, tío». Me dejó anonadado.
Casi nunca llamaba nadie a la puerta de Jerry, pero el caso era que conocía a bastante gente amistosa, que lo saludaba al pasar —«¿Cómo va todo, Jerry?», «¿Qué, Jerry, dando una vueltecita?»—, incluidos algunos policías. Cuando se está solo, no viene mal un poco de chifladura, sin pasarse. En todo caso, a esa norma me atengo yo. Y, al final, Jerry vendió unos cuantos ejemplares de El nido. Creo que a la gente le gustaba el colorido de la rata gigante. Cada vez que alguien adquiría el libro, Jerry, además de firmarlo, le entregaba al comprador, de propina, un ejemplar del otro libro, con una tarjeta suya. La tarjeta decía:
Y así firmaba también los libros. Extraordinario Artista Extraterrestre. A la gente parecía encantarle. No a todo el mundo, claro, no a los verdaderos burgueses. Entre éstos, los de traje y maletín, los había que se quedaban mirando a Jerry de soslayo y sonreían burlonamente. Comentaban cosas entre ellos y se reían. Tenían buenos dientes. Pero cada vez que los ojos de alguno de ellos se posaban en los míos, yo les devolvía una mirada de acero, tan llena de desprecio, que no la soportaban. Así les borraba la sonrisita de la lampiña cara.
De vez en cuando había alguien que se paraba a discutir con Jerry, tratando de demostrarle que era tonto. No soportaban la idea de que aquel tío desgreñado, con su carriola, fuera el hombre más listo del mundo. De manera que le decían: «Siendo el hombre más listo del mundo, ¿cómo es que estás en la calle vendiendo libros?», y otras idioteces burguesas de la misma índole. Jerry, sin embargo, nunca se enfadaba. Con gran paciencia, les explicaba que él en realidad era rico, porque era libre, porque no era un esclavo del salario y no se rompía el culo ocho horas al día en algún trabajo carente de todo significado. Nunca levantaba la voz, prestaba atención cuando el otro le hablaba, y a veces, al cabo de un rato, ambos acababan teniendo una conversación seria sobre algo interesante, y se notaba que Jerry empezaba a caerle bien a su oponente. Algunos llegaban a contarle lo desdichados que eran, con sus trabajos estúpidos y sus matrimonios desgraciados; y no pocas veces acababan comprándole un libro. Con la esperanza, supongo, de que su lectura les alegrase un poco la vida.
La otra novela de Jerry no tenía una cubierta de colores. En realidad, no era más que un taco de páginas sueltas que él mismo había mandado imprimir en un pequeño establecimiento de la plaza. Para convertir las páginas sueltas en libro, las había metido entre dos hojas de cartulina marrón, les había hecho unos cuantos agujeros y las había cosido con bramante. A mí me pareció una chapuza de mucho cuidado. Pero, claro, qué me iba a parecer a mí, que era de la profesión. Utilizando un lápiz azul, había escrito el título en cada ejemplar, en grandes letras mayúsculas: PROYECTO RESCATE.
El relato se inicia en el planeta Tierra, unos cien años después de que una guerra nuclear generalizada entre los dos «últimos imperios», Estados Unidos y la URSS, hubieran destruido por completo la civilización. Además de aniquilar todas las ciudades, incluidos los pueblos más pequeños, la guerra había dado lugar a que los sobrevivientes —asentados en el campo— sintieran una aversión visceral por todas las modalidades de la tecnología, que, para ellos, era culpable de todos sus males. No había gobiernos dignos de tal nombre, sólo bandas itinerantes de señores de la guerra y pequeñas comunidades de campesinos poco estructuradas. Estos campesinos labraban la tierra con arados de madera tirados por mulas, y cuando trabajaban por la noche sus arados iban dejando una estela de brillo radiactivo, como de fósforo, en el suelo. En todo el planeta la gente padecía enfermedades inimaginables, incluidas varias que no existían antes del holocausto, y muchas de ellas eran cutáneas, de manera que casi todo el mundo tenía la piel cubierta de dolorosas ampollas. Dado que la radiación impregnaba todos los rincones del planeta, la mitad de los niños nacían con taras: impedidos, ciegos, imbéciles. Las antiguas religiones e ideologías, que habían desempeñado papeles muy determinantes en el desencadenamiento de la guerra final, cuyo recuerdo había quedado en el inconsciente colectivo como una especie de pesadilla recurrente, habían quedado totalmente desprestigiadas. Pero como todo el mundo vivía en la más completa ignorancia y tenía el cerebro más o menos dañado, las nuevas religiones crecían como hongos. Casi ninguna de ellas, sin embargo, alcanzaba una gran difusión, ni se prolongaba en el tiempo. Hasta que llegaron los Náufragos.
Esta nueva secta fue fundada por un señor de la guerra especialmente sanguinario, cuyo nombre era John Hunter. Estaba en pleno saqueo de un pueblecito, arrasándolo, cuando una rama de árbol lo hizo caer del caballo. No sufrió ninguna herida visible, pero a los pocos días empezó a recibir mensajes del espacio exterior, y por ellos supo que los seres humanos no eran, en absoluto, originarios de la Tierra, ni habían evolucionado con las demás especies, sino que eran náufragos de una nave espacial averiada. Las enseñanzas de esta nueva religión armonizaban perfectamente con la idea generalizada entonces de que el hombre no estaba en su sitio en este planeta. No era nada fácil encontrarse en su sitio en el planeta Tierra. John Hunter comunicó a todos que lo que les hacía falta era que los rescatasen, y a tal efecto era imprescindible disponer de algún medio que señalase su presencia a las naves espaciales que pasaran cerca. Ni que decir tiene que sólo disponían de los conocimientos técnicos más elementales —ni radio ni nada parecido—, de modo que lo de lanzar señales a las naves espaciales no se les presentaba muy fácil. Pero John Hunter poseía la respuesta. Dijo que tenían que levantar una pirámide tan grande que resultara visible desde el espacio. Invirtió dos años señalizando el terreno con estacas, mientras iba creciendo cada vez más deprisa el número de sus seguidores. La base de la pirámide que las estacas marcaban al final cubría por completo los antiguos estados de Nebraska y Kansas, además de gran parte de Missouri, Iowa y Dakota del Sur.
Enfervorizadas, las masas se pusieron a la tarea de extraer piedra y transportarla. Pronto había millones de seres humanos trabajando, en estado de trance. Con el tiempo, mejoraron las técnicas de construcción y se desarrolló la burocracia. Ante la necesidad de dar de comer a millones de trabajadores, la agricultura se extendió y se intensificó. Se introdujeron el arado de hierro, el disco, la rastra, e incluso alguna trilladora elemental. Se edificaron cuatro enormes templos, uno en cada esquina de la pirámide, para John Hunter y sus sacerdotes. Muerto John, lo sucedió su hijo Kevin, tan inteligente como despiadado, y tras éste vino el débil y disoluto Wilson, y así sucesivamente, hasta el último líder, el llamado Bob Hunter, que estaba completamente loco. En aquel momento, las obras duraban ya ciento diez años y la pirámide había devorado casi todos los escasos recursos del planeta, mientras la población se veía cada vez más afectada por las mutaciones y las enfermedades. Los últimos representantes de la raza humana desaparecieron, por fin, durante una tormenta de nieve, mientras trataban de acarrear un enorme bloque de granito de Michigan. Siglos más adelante, una especie que viajaba por el espacio sí que aterrizó en la Tierra. Los recién llegados se quedaron muy sorprendidos ante la enorme pirámide inacabada e instalaron un gran centro de investigación in situ, sólo para estudiar aquella edificación; pero jamás lograron averiguar cuál podía ser su propósito.
Este relato no me gustó tanto como El nido, quizá porque no salían ratas. Me gustó la saga generacional, sin embargo, y el modo en que los Hunter, con el cerebro corrompido por el poder y la radiación, se fueron haciendo cada vez más débiles y más dementes, según transcurría el tiempo. Me gustó el mensaje. Jerry dice que los editores no le publican el libro porque les asusta el mensaje. Pero me parece que, a fin de cuentas, es así como yo veo la vida: cada día que transcurre estamos más débiles y más locos.