No saltaba a la vista, ni mucho menos, pero Jerry podía ser muy concienzudo y muy parsimonioso, estando sobrio. Le gustaba pescar en la basura cosas viejas y estropeadas para arreglarlas: tostadoras y tocadiscos y cosas por el estilo. Unas veces lo lograba y otras no. Si no lo lograba, el objeto volvía a la basura; si lo lograba, la nueva adquisición se añadía al batiburrillo del armario. Podía pasarse la mitad del día desmontando algún artefacto, con alicates, destornilladores y rollos de cinta adhesiva, y hablando sin parar consigo mismo («Ahora, este cable tiene que ir aquí, esto es el termostato, y esto es el resorte, vale, y está roto por aquí») y volviéndolo a montar luego. Tenía tan mala vista que no le quedaba más remedio que trabajar con la nariz pegada a la mesa, y, por la acción combinada de los malos ojos y los dedos gruesos, solían caérsele piezas pequeñitas al suelo. Me encantaba cuando se ponía a cuatro patas, buscándolas. Me recordaba a un oso. Supongo que podría haberle ayudado a localizarlas, pero nunca lo hice. Y era divertido verlo inclinado sobre su tarea, con ese ojo suyo tan grande y tan exotrópico mirando hacia fuera. Parecía un niño a quien acabaran de pillar haciendo alguna fechoría. Y, luego, cada vez que conseguía devolver la vida a algún cacharro moribundo se ponía tan contento que empezaba a brincar por toda la habitación, carcajeándose o riéndose entre dientes. Reparando el mundo: Una lucha mecánica. Al verlo así me venían ganas de ponerle al lado la palabra esplendor. Despedía fulgores de alegría, que llenaban la habitación entera y que yo también podía respirar a grandes bocanadas. Cuando ya tenía cuatro o cinco de esos objetos arrumbados en el armario y en perfecto estado de funcionamiento, los cargaba en la carriola roja y se los llevaba a algún sitio. Luego supe que se los regalaba a la gente, por la calle.
Un día, cuando llevaba un mes viviendo con él, más o menos, Jerry se presentó en casa con un piano de juguete que había recogido de la basura. Era blanco, tenía tres patitas y venía con banqueta y todo. Era exactamente igual que un piano de verdad, salvo por el menor número de teclas, algunas de las cuales, además, no funcionaban: no emitían ruido alguno, o sólo un apagado toc carente de toda musicalidad. Tras golpear varias de las teclas toc, Jerry se sentó a la mesa llamada Camello y desmontó el pianito pieza por pieza. Estuvo trabajando en él, y charlando consigo conmigo, durante horas, y al final se salió con la suya, porque las teclas volvieron a funcionar, casi todas. A continuación se pasó un par de horas sentado en el sillón con el pequeño instrumento en el regazo, tecleando musiquillas con dos dedos: «Streets of Laredo» y «Swanee River». Luego lo puso en el suelo y me permitió jugar con él. Me encantaba ese piano, y él lo sabía, de manera que nunca lo regaló. Lo que más me gustaba tocar era Cole Porter y Gershwin. Y sentado en la banqueta, balanceándome al compás, era igualito que Fred Astaire, y también cantaba como él. Sí, ya sé que esto último sólo era verdad desde cierto punto de vista, y que lo único que oía Jerry eran chillidos de rata en tono agudo. Pero, a pesar de eso, le gustaba oírme. La primera vez que toqué y canté para él se rió de tal modo que las lágrimas le corrían por las mejillas abajo. Habría preferido algo que no fueran risas, pero tampoco me importó demasiado.
Jerry fue el primer escritor verdadero que conocí, y debo confesar que, a pesar de su bondad, me decepcionó. Como ya he dicho, yo, por aquel entonces, seguía siendo muy burgués, y Jerry no llevaba, de ninguna manera, la vida que según mis normas habría tenido que llevar. Para empezar, todo resultaba más solitario de lo que yo había imaginado nunca. Bueno, no más solitario de lo que yo había imaginado nunca, ni más solitario de lo que yo conocía por experiencia propia, pero sí más solitario de lo que debía ser la vida de un verdadero escritor. Sólo tres veces llamó alguien a nuestra puerta en todos los meses que duró nuestra vida en común. Yo siempre había imaginado que un verdadero escritor —como yo, en mis sueños— dedicaría gran parte de su tiempo a estar instalado en los cafés, sosteniendo ingeniosas charlas con gente chispeante y que de vez en cuando regresaría a casa con una chica de larga cabellera negra, a quien pondría en la puerta a la mañana siguiente, para reanudar su trabajo: «Lo siento, muñeca, tengo un libro que escribir». Lo imaginaba encerrado en su cuarto durante días, bebiendo litros de whisky en un vaso de Woolworth y tecleando en su Underwood hasta altas horas de la madrugada. Nunca iba bien afeitado, pero tampoco pasaba de una barba de dos días. Había cierta amargura escondida en las comisuras de su boca, y sus ojos tristes traicionaban un irónico je ne sais quoi. Jerry sólo se ajustaba a esta descripción —muy remotamente— en lo que se refiere al whisky. Yo ignoraba dónde iba cuando me dejaba solo por las noches, pero nunca se trajo a casa a ninguna persona interesante. Lo único que traía a casa eran carteritas de fósforos del bar Flood, que estaba dos puertas más abajo. Y no parecía tener amigos, ni siquiera de los aburridos. A no ser, claro, que incluyéramos en el cómputo a los meros conocidos, como Shine y la gente que lo tenía calificado de personaje callejero. Todo el barrio conocía a Jerry Magoon en tales términos. En ese sentido, era casi famoso.
Tampoco era que pasase mucho tiempo escribiendo, si por escribir entendemos ir poniendo palabras sobre un papel: una hora diaria, como mucho. Para escribir, en el sentido físico de la palabra, se sentaba a la mesa de tablero esmaltado, la misma que utilizaba para comer y para trabajar en sus reparaciones de objetos diversos. Siempre estaba abarrotada de cosas —papeles, libros, platos sucios, ropa, casi siempre un paraguas, y fragmentos varios de los objetos de cuyo arreglo estuviera ocupándose en aquel momento—, y lo que hacía era apartar unas cuantas para despejar un espacio en que escribir. Escribía a lápiz, en cuadernos escolares de los de tapa jaspeada de blanco y negro y una etiqueta blanca en medio, con dos líneas de puntos suspensivos para poner el Nombre y el Tema. El cuaderno en el que estuvo escribiendo durante toda mi permanencia en aquella casa era La última gran oportunidad. El Tema estaba en blanco.
Jerry hablaba entre dientes y tarareaba mientras escribía. El tarareo era un mero sonsonete agudo y lo que decía entre dientes apenas pasaba de bisbiseo. Sonaba a alguien rezando en una habitación distante: tenía un aura de significado y, sin embargo, era imposible sacar una sola palabra en limpio. Hablaba entre dientes incluso sin estar sentado a la mesa, escribiendo. De hecho, salvo cuando se dirigía verdaderamente a alguien en persona, siempre estaba hablando entre dientes. Pensé que quizá estuviera escribiendo sus libros mentalmente, igual que hacía yo. Esta idea me resultaba estimulante, y fue en aquella época cuando empecé a tomarme en serio mi propia escritura.
Jerry, a veces, se pasaba un pelín bebiendo, y luego, al volver a casa, tropezaba con los muebles y se metía en la cama y se quedaba dormido con la ropa puesta. En algunas ocasiones lo oía levantarse y quitársela. De todas formas, por las noches siempre se levantaba a orinar en el fregadero. Y de Pascuas a Ramos se corría unas juergas de tomo y lomo. Estos casos se daban invariablemente al final de algún período melancólico —períodos que se producían con precisión de mecanismo relojero—, y siempre daba la impresión de que le sentaban estupendamente. No me importaba que bebiese —¿cómo iba a importarme, dados mis antecedentes familiares?—, pero detestaba con todas mis fuerzas los períodos melancólicos. Toda su desesperación soterrada, toda la tristeza y la desesperanza que se encuentran en sus libros, afloraban a la superficie de su vida, burbujeaban ante sus ojos y cubrían su rostro como un velo. Durante aquellos períodos lo único que hacía era permanecer sentado en el gran sillón de cuero, escudriñando la pared, prácticamente catatónico.
Incluso dejaba de comer y, para mi mal, también de ocuparse de mí a ese respecto. Lo cual me inquietaba considerablemente. Y me hacía sentirme un inútil. Como seguramente ya habrá usted adivinado, yo también padezco de un carácter bastante depresivo, y me conozco al dedillo las diecisiete variedades de la depresión, de manera que aunque hubiera sido capaz de hablar no habría podido decirle nada a Jerry que le levantara el ánimo. Cuando alguien está desesperado y te cuenta lo frío y despiadado que es el mundo y el sacrificio que implica seguir adelante con la vida, sabiendo que no tiene sentido, y te dice lo solo que se encuentra, y resulta que tú estás de acuerdo con él en todo, el caso es que la posición en que quedas no es muy airosa. Estos episodios le venían a durar un par de días, y yo nunca renuncié al intento de contribuir a que los superara. Hacía de todo por divertirlo —cantaba, tocaba el boogie-woogie al piano, hacía visajes, montaba el numerito de la rata epiléptica, todo lo que en mejores momentos solía provocarle grandes risotadas—, pero él no parecía enterarse. Luego, con la misma regularidad con que amanece el sol, pasados tres o cuatro días se levantaba de pronto del sillón, se echaba agua fría en la cara, se ponía la corbata y la chaqueta y se iba sin decir una palabra.
Al principio, esas extemporáneas salidas me dejaban aterrorizado. Temía que Jerry fuese en busca de algún edificio alto, o quizá de algún puente sobre aguas gélidas. A veces me ponía en el papel de Ginger y salía en su búsqueda. Siempre lo encontraba antes de que fuera demasiado tarde, las más de las veces en algún cuchitril de la zona portuaria, sentado a solas, mirando cómo se iba derritiendo el hielo de su whisky. Yo, tímidamente, le tiraba de la manga: «Vuelve a casa, Jerry, por favor». Él apartaba el brazo y me daba la espalda, muy enfadado. «Por favor, Jerry, vuelve a casa: te necesito». Y al final siempre lograba convencerlo. Me encantaba el modo en que nos miraban los parroquianos del bar y la pena que les dábamos. En la vida real, claro, yo ahí seguía, en casa, preocupadísimo. Se tiraba una noche fuera, tal vez dos, y luego volvía con una pinta horrible y se derrumbaba en la cama y se pasaba un buen rato durmiendo. Y al despertarse volvía a ser el de siempre. Por decirlo en términos psicológicos, las borracheras son mucho más útiles de lo que la gente piensa.
Una mañana, cuando sólo llevaba dos o tres días allí y seguía confinado en el Hotel, me desperté sobresaltado por un enorme alboroto. Asomé la nariz por encima del borde de la caja y me sorprendió ver a Jerry con los brazos en torno al gran sillón de cuero. Entre gruñidos y jadeos, intentaba encajarlo en el hueco de la ventana. Al principio pensé que estaba tirando al viejo Stanley, y me preparé para oír cómo se estrellaba con estrépito contra el suelo. Pero, de hecho, lo que pretendía era sacarlo a la escalera de incendios, que era metálica, y cuando lo tuvo allí se encaramó en él, con una taza de café en una mano y la revista Life en la otra. En la portada decía «Cómo sobrevivir a una fuga radiactiva». Resultó que a veces, cuando hacía bueno, se sentaba ahí a tomar el fresco, leyendo el periódico o echando una cabezadita. A veces se quitaba la camisa para tomar el sol. Tenía en el pecho una mata de pelo gris y rizado que le bajaba en uve hasta el ombligo, y en el bíceps izquierdo lucía una rosa tatuada, con algo escrito debajo en color azul, pero tan deslavazado, que ya resultaba imposible leerlo. Creo que ponía «Para siempre», pero también podría haber sido «septiembre» o «la sierpe». Cuando instalaba el sillón en la escalera de incendios, ésta se convertía, a su decir, en un balcón, parecido al que yo tenía, sólo que desde el suyo lo único que se veía era la parte trasera de unos cuantos edificios, el callejón de abajo y buena cantidad de cubos de basura muy abollados. Y el cielo, claro. El ayuntamiento había dejado de reponer las bombillas del alumbrado público cuando se fundían, y todas fueron quedando eliminadas, hasta que el barrio se volvió tan oscuro que por las noches, desde el Balcón, veíamos las estrellas del firmamento. Fueron mis primeras estrellas. Decían lo mismo que el brazo de Jerry: «Para siempre».
Lo del sillón en la escalera de incendios fue también causa de la primera llamada a la puerta que nos hicieron. Eran los bomberos, uno pequeñito, de uniforme, y otro grande, con una camisa blanca, despechugado. El grande tenía pelo en el pecho, igual que Jerry, sólo que el suyo era negro. Le dijo a Jerry que el sillón obstaculizaba una salida de emergencia. Era, dicho en sus términos, un peligro para la seguridad. Jerry discutió un poco, diciendo que si había un incendio podía saltar por encima del sillón, ¿quieren ustedes ver cómo lo hago? No quisieron, y les molestó mucho que Jerry porfiara, y le dijeron que hiciera el puñetero favor de quitar de la escalera de incendios el jodido sillón. De manera que Jerry se puso de nuevo a luchar con el mueble y consiguió devolverlo al interior del cuarto, rugiendo y gruñendo como un oso. Tardó dos días en volverlo a sacar. Era lo que él llamaba enfrentarse al sistema.
Cuando por fin se me curó la pierna, me puse a explorar en serio, buscando una salida. Aquella casa era muy agradable, pero no dejaba de ser una cárcel. Y al cabo de unas pocas semanas ya empezaba a echar de menos la librería, el ajetreo de los sábados de mucho público, incluso las espantosas expediciones nocturnas a la plaza; aunque, desde luego, lo que más echaba en falta era el Rialto, con sus Beldades. Jerry tenía un par de ejemplares de una revista llamada Peep Show, y me gustaba mirarlos, con sus coloridas fotos de Beldades casi desnudas, unas veces a cuatro patas, otras no. En muchas ocasiones disponían de pieles en que tenderse, pero no era lo mismo que en las películas.
Al principio pensé que aquel cuarto no tenía salida, que me resultaría imposible evadirme. La rendija inferior de la puerta era demasiado estrecha, y sí, seguramente habría podido huir por la escalera de incendios, pero luego me habría resultado imposible trepar por ella para volver, y no tenía ninguna gana de marcharme del todo. Claro está, habría podido escabullirme aprovechando un momento en que Jerry abriera la puerta —era más rápido que él hasta con una pata estropeada—, pero no era eso lo que quería. No quería portarme mal con Jerry. Lo que quería era saber que podía salir y entrar cuando quisiera, tener una sensación de plena libertad. Y, además, como ya había leído todos los libros de la casa no menos de un par de veces, la cosa se ponía bastante aburrida durante las ausencias de Jerry: un montón de tardes vacías y noches solitarias. De mis lecturas había extraído la conclusión de que estando aburrido puede uno hacer cosas terribles, cosas que siempre cuestan algún grave disgusto. De hecho, si las hace uno es precisamente para eso, para llevarse un disgusto, y dejar así de aburrirse.
Cerca estaba de ello cuando empecé a trabajar en el Agujero Grande. Con el tiempo he llegado a saber mucho de agujeros —su más probable localización: enchufes mal encajados, zócalos sueltos, las cañerías, cuando las han instalado a través de las paredes o del suelo—, y una paciente indagación, palmo a palmo, me había convencido de que en los cuarteles de Jerry no había nada parecido. El único agujero de buena calidad, si calidad es la palabra, era una pequeña grieta que había alrededor del tubo de desagüe del fregadero, suficientemente ancho para un ratón gordo, quizá, si se apretaba un poco, pero no para una rata, por flaca que estuviera. Pero, en mi calidad de heredero y estudioso de quienes excavaron Pembroke, no caí en el desaliento, y un día, hallándose Jerry ausente, me puse a la tarea de convertir la pequeña grieta en una grieta grande. Lo llamé Construcción del Gran Agujero. No fue difícil, en realidad. Años y años de humedad habían esponjado la madera, haciéndola eminentemente roíble, y en dos cortos días tuve el agujero terminado, con los bordes muy bien suavizados y las esquinas redondeadas.
Mientras esperaba el momento de utilizarlo, a duras penas lograba controlar mi excitación. Recorría la habitación como un loco, sacaba libros y los dejaba abiertos en el suelo —no lograba concentrarme en las palabras—, o roía distraídamente, y con ruido, los bordes de mi caja. En un momento determinado, Jerry tiró al suelo el periódico que estaba leyendo y me gritó: «¡Joder, Ernie!, ¿puedes estarte quieto un puñetero minuto?». Afortunadamente para nuestra relación, esa misma tarde, algo después, se levantó, se metió la corbata por la cabeza y se marchó. Tan pronto como oí que el portal se abría y luego se cerraba tras él, me bajé. No me gustaba nada tener que engañarlo así, pero ¿cómo iba a explicárselo? Si hubiera podido escribir, le habría dejado una notita: «Querido Jerry: He abierto un agujero en el suelo, a mordiscos, y he salido a darme un garbeo. Perdóname y no te preocupes. Con cariño, Ernie». O quizá habría firmado: «tu Ernie».
Bajo el suelo me encontré con los habituales cañones polvorientos entre las vigas, pero ninguna señal —ni marcas de dientes, ni túneles— de que mis antepasados se hubieran aventurado tan lejos. Bajé por el tubo de desagüe a través del suelo hasta donde conectaba con una cañería mucho más ancha, que subía por un conducto oscuro, desde muy abajo. Hice caer un trozo suelto de yeso por el orificio y lo oí rebotar en las paredes del conducto, hasta que se hizo el silencio, tras una larga caída. Supuse que serían el mismo conducto y la misma cañería negra que yo había utilizado para salir del sótano, aquel infausto día, poco tiempo antes. Desde entonces había aprendido bastante de fontanería, gracias a todos los libros que había leído de los etiquetados REFORMAS DE LA CASA. Sabía, por ejemplo, que la cañería negra era el conducto principal de desagüe, en el que descargaban todos los lavabos, fregaderos y váteres del edificio (por eso mismo era tan grande), y que estaba conectado por arriba a un pequeño tubo de aireación que había en el tejado, para impedir que se hiciera el vacío en la cañería cuando alguien tiraba de la cadena. Me encantaba saber cosas así, aunque la verdad es que saber cómo funciona un váter no es lo mismo que accionarlo: tirar de la cadena tenía que ser un placer inenarrable. Las secas atarjeas de la mente: Fantasías de un fontanero de sillón.
Bauticé este conducto central con el nombre de Ascensor. Bajé directamente al sótano de Libros Pembroke, con paradas en cada piso. Esta vez, subir y bajar por el conducto me resultó bastante difícil, mucho más que en todas las escaladas anteriores, y no sólo por culpa de la pata lisiada. Ojalá hubiera sido sólo la pata. Tenía que hacer frecuentes pausas para recuperar el aliento y ya no era capaz de colgarme de las patas delanteras igual que antes.
La primera vez que bajé hice alto en el segundo piso, es decir, en la consulta del dentista. Tenía dos espacios, una sala de espera y un cuarto de taladros. Las paredes eran blancas y el suelo de linóleo, suave y aceitoso, olía a periódico mojado. En el centro del cuarto de taladros se alzaba un enorme sillón montado sobre un pedestal de acero, con los instrumentos de perforación al lado, colgando de una percha. No había nada comestible en ninguna de las dos habitaciones, ni nada que leer tampoco, si quitamos un folleto sobre las caries dentales, con ilustraciones a todo color de dientes podridos. Me pasé la lengua por los dientes delanteros: ningún problema. Siglos después de mi muerte, un miembro de un equipo de arqueólogos —¿seguirá habiendo arqueólogos dentro de tanto tiempo?— descubrirá mis dientes amarillos y largos y dirá: «Mira esto, Joe, sin caries». Igual que el muchachito del folleto, que dice, sonriendo de oreja a oreja: «Mira, mamá, sin caries». Mira, mamá, sin caries. Ay, Flo, tan rara como era, Flo, tenía sus cosas, cosas que ahora se le antojan a uno estupendas, ese modo de andar tan peculiar, los magníficos ronquidos, la leche de extraño sabor. No tendré cavidades dentales, pero sí memoria, corroída, cariada. Veo que ya no se ríe usted de mis chistes. ¿Dónde están las risas de antaño?
Tras haberme franqueado el acceso al Ascensor, adquirí el hábito de dejarme caer por la librería cada vez que Jerry se ausentaba. Incluso volvía a frecuentar el Rialto. De hecho, era el único establecimiento del barrio cuya clientela había aumentado. Supongo que con tanto cierre de locales y tantos escaparates clausurados, la gente no tenía muchas opciones, y se metía en el cine. Había veces en que Jerry volvía a casa antes que yo. No le pasaba inadvertido que estaba haciendo viajecitos por mi cuenta, pero estaba claro que no le molestaba. Me trataba como a un igual. Asomaba yo por el agujero y Jerry, sentado a la mesa, giraba el cuerpo y me decía: «Hola, Ernie, ¿qué tal el paseo?». Me rompía el corazón no poder contestarle: «Hola, Jerry, muy bien».
Ahora que tenía de nuevo a mi alcance la librería, a menudo me situaba en mis observatorios de siempre, durante el día, y miraba desde el Globo, o desde el Balcón, siempre con muchísimo tiento, escondido, asomando solamente un ojo y la punta de la nariz, y a veces me pasaba noches enteras en el local, leyendo. La librería ya no era un sitio tan lleno de felicidad como antes me parecía. Se cernía sobre ella un aire de derrota, y también una deprimente capa de polvo real. Shine, evidentemente, no había utilizado mucho su plumero en los últimos tiempos. Ni limpiaba el polvo ni silbaba, y tenía unas enormes bolsas, como moratones, bajo los ojos. Tampoco había, ni de lejos, tantos clientes como antaño. La gente había dejado de venir a esta parte de la ciudad. Supongo que en sus cabezas ya había desaparecido.