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Mamá nos dejaba solos todas las noches y se iba a ratear un rato por la Plaza —por «ahí arriba», como decíamos nosotros—, en busca de comida. El barrio era un buen sitio para forrajear, en aquellos tiempos. A la salida de los bares y de los locales de estriptís, a casi todo el mundo le encantaba tirar cosas a la acera. Además de bolsas de papel, latas de cerveza aplastadas, paquetes de cigarrillos y mucho vómito, también tiraban gran cantidad de material comestible, hasta raciones enteras sin tocar. Añádase ahora que la ciudad de Boston estaba repleta de indeseables, que en aquellos tiempos constituían prácticamente toda la población del barrio, y el municipio, para castigarlos, había dejado de recoger la basura. Las cunetas rebosaban de provisiones, y la gente tenía que mirar mucho dónde pisaba.

Mamá se pasaba verdaderas eternidades fuera, y nosotros nos dedicábamos a huronear en la oscuridad, aunque se suponía que no debíamos movernos, porque no éramos inquilinos legales. De hecho éramos escuáters, aunque, en vista de que todo aquel tejemaneje —la librería, los locales de estriptís, incluso los cubos de la basura— iba derechito al olvido, con nosotros colgando de un costado, puede que hubiera sido más correcto llamarnos polizones. Pero eso aún no lo sabíamos. Me refiero a lo de ir derechitos al olvido. A esa edad, uno piensa que todo es para siempre.

Tras unas cuantas horas que se nos antojaban eternas, cuando ya estábamos desesperados de hambre, oíamos los ruidos que anunciaban su regreso. Nosotros se suponía que debíamos permanecer en gran silencio; ella, en cambio, llegaba chocando con todo y tropezando por las escaleras.

Más valdrá, tal vez, que llame a las cosas por su nombre y diga desde el principio que mamá se cogía unas zamacucas de mucho cuidado. Eso —y el barrigón— explica sus problemas con las escaleras. En aquellos tiempos resultaba fácil lengüetear bebidas alcohólicas en las aceras de nuestro barrio, y Flo no era de las que ponen trabas a la tentación. Así era ella y así era el barrio. A casa siempre volvía tambaleándose, con unas trompas considerables, lo cual seguramente explica cómo podía dormir con tantísimos empellones y tanto chillido. Se quedaba transpuesta al instante y rompía a roncar. Así era mamá. Hay mucha gente con padres borrachines, no tiene nada de particular, pero ahora, echando la vista atrás, me doy cuenta de que ello, en mi caso, fue una gran suerte y probablemente me salvó la vida. El lado bueno del alcoholismo: Cuento infantil. Cuando regresaba dando bandazos de uno de sus escarceos por ahí arriba, venía casi siempre tan calamocana, que a la primera mamadita de leche le empezaba a uno a dar vueltas la cabeza. No a mí, claro. Yo, como de costumbre, me quedaba a un lado, comiéndome la moral, mientras los demás trasegaban a grandes tragos aquel material tan rico que mamá nos traía a casa y que habría ardido si alguien hubiese provocado una chispa en sus inmediaciones. Al final, el alcohol ejercía en mis hermanos y hermanas el mismo efecto que en mi madre, y todos, uno tras otro, iban quedándose modorros y se les resbalaban los pezones de las rosadas encías. Para entonces, claro, la mayor parte del alcohol había quedado eliminado del sistema de Flo, y la leche comenzaba a manar del todo pura. Así que lo único que yo tenía que hacer era encaramarme sobre las filas de pequeños beodos dormidos e ir de teta en teta, vaciándolas todas hasta la última gota deliciosa. Nunca quedaba suficiente. Pero bastaba para mantenerme vivo, aunque a duras penas.

Ya no tengo que inclinarme sobre el precipicio de mi nacimiento para recordar a mamá. Ahora podría tumbarme boca arriba en el confeti, con los piececitos, tan adorables, recogidos en el aire, y contemplar su corpachón. Y a menudo lo he hecho. Sin embargo, la imagen de mamá que conservo de aquel momento, dejando aparte su enorme masa, es poco más que un borrón carente de rasgos definidos. Me froto los ojos, saco mi telescopio, enfoco, y vuelvo a enfocar… y apenas logro ver nada. Cuando pienso en mamá en ese momento sólo palabras me penetran la mente. Enrosco la concentración hasta el borde del desvanecimiento y sigo sin ver más que una forma borrosa y las palabras escasez de tetas… Eso, y una espesa fragancia de aserrín y cerveza, como la del suelo de un salón del Oeste.

No me ha sido posible desplazarme mucho por el llamado mundo real, pero sí que he hecho un montón de viajes en la cabeza, conduciendo mis pensamientos por este o aquel camino. Cierta vez, durante uno de tales viajes, conocí en un bar a un hombre que me contó una historia de cuando era pequeño, en Berlín, Alemania, justo al final de la guerra. La Segunda Guerra Mundial tuvo que ser. La ciudad entera había quedado reducida a escombros, tras los bombardeos, así que se parecía bastante a lo que será la plaza Scollay, dentro de poco, en este relato, y era invierno y hacía frío y no había nada de comer. Su casa —lo que quedaba de ella— estaba oscura y fría, así que el muchachito se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en el bordillo de la acera al abrigo de una pared soleada, donde hacía un poco más de calor. Se pasaba horas, allí sentado, todos los días, soñando con comida. Delante de su casa, una bomba había abierto un enorme agujero. Lo habían rellenado en parte, pero seguía siendo un agujero, y un día llegó por la calle aquella una camioneta cargada de carbón. El conductor no vio el cráter a tiempo y el vehículo se metió en él, ¡kerbang! Se produjo un tremendo barquinazo y cayó al suelo mucho carbón. Pero la camioneta no se detuvo. Se perdió en la curva siguiente, y por unos instantes no hubo más que una calle vacía donde el sol alumbraba una alfombra de carbón. Un pedacito había llegado rodando hasta quedar cerca del pie del muchacho. Y de pronto, como si alguien hubiera dado la señal, se abrieron las puertas a todo lo largo de la calle y empezaron a salir hombres y mujeres, más bien mujeres, a todo correr. El chico se quedó mirando, asombrado, mientras recogían los trozos de carbón en delantales y cestas, peleándose incluso entre ellas. El chico tapó con el pie el pedacito que yacía en el suelo junto a él y, más adelante, cuando todas habían vuelto a meterse en sus casas, se lo guardó en el bolsillo. Del comportamiento de aquellas mujeres había deducido que se trataba de algo muy valioso, aun sin tener ni idea de qué podía ser. Luego volvió la esquina y se lo sacó del bolsillo e intentó comérselo.

Y en África, en épocas de hambruna, los niños hambrientos comen tierra. A buen hambre no hay pan duro. El mero hecho de masticar y tragar algo, aunque no alimente el cuerpo, nutre los sueños. Y los sueños de comida son como cualquier otro sueño: puedes vivir de ellos, mientras no te mueras.

En el sótano de la librería en que residíamos no había carbón ni tampoco tierra propiamente dicha. Había muchísimo polvo, pero el polvo no puede comerse. Se pega al paladar y no hay quien se lo trague. El papel, por otra parte —no tardé en descubrirlo— posee una magnífica consistencia y, en algunos casos, un sabor agradable. Puedes tirarte horas masticando una bola, si te apetece, como chicle. Apartado por mis fornidos hermanos, aguardando turno mientras intentaba llenar el roído agujero de mis tripas con inmensos banquetes imaginarios, empecé a comerme el confeti que tenía a los pies.

No podía decirse que hubiera dejado atrás la infancia, pero considero acertado afirmar que este momento fue para mí el principio del fin. Como tantas otras cosas que empiezan siendo pequeños placeres ilícitos, masticar papel no tardó en hacerse un hábito con sus imperativos propios, para luego trocarse en adicción, en un hambre mortal cuya satisfacción resultaba tan deliciosa, que a veces quedaba alguna teta libre y a mí me entraban dudas antes de abalanzarme sobre ella. Permanecía ahí quieto, masticando, hasta que la bola que tenía en la boca se convertía en una pasta deliciosamente blanda que podía aplastar contra el paladar con la lengua o moldear en formas interesantes, para luego tragármela sin riesgo alguno. Desgraciadamente, el papel masticado me dejaba una pátina pegajosa en el paladar y la lengua que me duraba horas y que me obligaba a chasquear los labios de un modo verdaderamente desagradable.

Empecé despacio, un mordisquito por aquí, otro por allá, pero casi enseguida estaba lanzado, y en unos cuantos días me las había apañado para zamparme una parte tan considerable del lecho común que ya quedaban a la vista sus buenas extensiones de cemento desnudo. Ello dio lugar a toda clase de problemas entre los demás y yo e incluso llegó a granjearme unos cuantos golpes bien dados, pero ni eso alcanzó a detenerme. Puedo ser muy terco cuando algo se me mete en la cabeza.

Al final, para poner coto a las riñas, mamá tuvo que salir a buscar unas cuantas páginas más del Gran Libro. Como ya nos habíamos puesto bastante grandes, todos participamos en la fiesta del desmenuzamiento. Lanzando chillidos de gusto, rasgamos y arrancamos como por venganza. No hay nada como la destrucción para crear una cálida sensación de camaradería, y durante unos minutos, allí, en mitad de aquella barahúnda, llegamos de hecho a sentirnos una familia numerosa y feliz. Cuando me piden que cuente algo de mi niñez, siempre recurro a esto, para que vean lo normales que éramos.

Ni que decir tiene que la llegada de todo ese papel nuevecito, todavía sin cagar ni mear por nadie, no contribuyó precisamente a moderar mi apetito, y seguro que despaché capítulos enteros antes de alcanzar la edad suficiente para aventurarme fuera de nuestro oscuro rincón sobre cuatro patas temblequeantes, adentrándome en la titilante grandeza del mundo. Estoy convencido de que estas páginas masticadas aportaron la base nutricional de lo que modestamente denominaré mi insólito desarrollo mental, o quizás incluso lo provocaran. Imagínense: la historia del mundo en cuatro partes, fragmentos de filosofía, psicoanálisis, lingüística, astronomía, astrología, cientos de ríos, canciones populares, la Biblia, el Corán, el Bhagavad Gita, el Libro de los muertos, la Revolución francesa, la Revolución rusa, cientos de insectos, rótulos de calles, anuncios, Kant, Hegel, Swedenborg, tiras cómicas, canciones infantiles, Londres y Salónica, Sodoma y Gomorra, la historia de la literatura, la historia de Irlanda, acusaciones de crímenes inenarrables, confesiones, desmentidos, miles de juegos de palabras, decenas de lenguas, recetas, chistes verdes, enfermedades, nacimientos, ejecuciones… Todo eso, y mucho más, me lo metí yo en el cuerpo. Me lo metí, he de reconocerlo, antes de estar preparado. Tengo un recuerdo muy vivo, visceral incluso, de mi yo juvenil acurrucado en un rincón oscuro sobre un lecho de papel triturado (futuros manjares), agarrándome la tripa grotescamente desfigurada y gimiendo de dolor. ¡Ay, qué dolor! Prolongados calambres in crescendo, cavándome las entrañas, retorciéndoseme dentro mientras se abrían cruel camino por las tripas estremecidas. A estas alturas, aún me sorprende que tan repetidos sufrimientos no me quitaran para siempre el vicio de masticar papel. Pero desde luego que no. Sólo tenía que esperar a que se me pasara el dolor y enseguida me ponía de nuevo a ello, y a veces ni siquiera esperaba tanto.

¿Oigo risitas? Supongo que, a ojos de usted, esto es más bien un vulgar caso de adicción, o quizás el cuadro sintomático de un lamentable desorden obsesivo-compulsivo, y sin duda que acierta. Y, sin embargo, el concepto de adicción no es lo suficientemente rico, lo suficientemente profundo, para describir esta hambre. Yo preferiría llamarlo amor. Incipiente quizá, pervertido incluso, sin duda no correspondido, pero, así y todo, amor. Aquí se sitúa el comienzo, crudo y glutinoso, de la pasión que ha dominado mi vida —echándola a perder, dirían algunos, y no necesariamente les llevaría yo la contraria—. Si hubiera sido algo más astuto, habría visto, en el espantoso dolor abdominal que me provocaba el ejercicio de esta pasión en su forma infantil, una advertencia, un augurio de los interminables padecimientos de que el amor, al parecer, viene siempre acompañado.

Consumido a diario —o, en mi caso, prácticamente de continuo, si incluimos los posteriores chupeteos de la capa pegajosa resultante—, hasta el más deleitable de los manjares acaba hartando. Me avergüenza decirlo, pero, con el paso del tiempo, el Gran Libro fue bajando por la escala de los encantos hacia la insipidez, haciéndose cada vez menos sabroso, más aburrido, más o menos como el cartón, realmente. Me hacía falta un cambio de dieta. Y, además, ya estaba harto de vapuleos.

Así que un día decidí dar descanso a mi familia y llevarme mis masticaciones a los estantes. Fue una mañana de domingo cuando me aventuré por primera vez. La tienda de arriba estaba cerrada y en la plaza apenas había tráfico que añadiera su distante armonía a los ronquidos entremezclados de mi idiotizada familia. Deslizándome por el pasadizo que conducía de nuestro hogareño rincón a la titilante habitación grande, con la nariz pegada al suelo, lo primero que me encontré, abierto sobre el cemento, fue el propio Gran Libro, o lo que quedaba de él. Lo reconocí inmediatamente por el olor. Inhalado así, concentrado, multifolio, cientos de páginas densamente juntadas, me dio un poco de náuseas. El impacto del genio. Miré los demás libros que había en el estante inferior del que mamá había extraído éste y descubrí que podía leer los títulos con gran facilidad. Evidentemente, ya a tan temprana edad padecía del catastrófico don de la hipertrofia léxica, que tanto contribuiría luego a deteriorar el suave transcurso de una vida que, por lo demás, habría sido perfectamente normal. En la parte de arriba de este grupo de estanterías había un rótulo escrito a mano con la palabra FICCIÓN y una tosca flecha azul señalando hacia abajo. Según fui explorando el local, en los días y semanas sucesivos, encontré otros rótulos que decían HISTORIA, RELIGIÓN, PSICOLOGÍA, CIENCIA, OPORTUNIDADES y SERVICIOS.

Considero que este período fue el inicio decisivo de mi educación, aun teniendo en cuenta que el ansia que me sacaba de mi acogedor rincón y me hacía lanzarme al ancho mundo no era todavía el afán de conocimiento. Empecé por las estanterías más próximas, las de FICCIÓN, lamiendo, mordisqueando, saboreando y, al final, comiendo, a veces por los bordes, pero más frecuentemente, en cuanto conseguía dejar separadas las tapas, ahondando en línea recta por el centro, como un taladro. Mis preferidas eran las ediciones de la Modern Library, y siempre que me era posible escogía uno de sus libros, quizá por el sello, que era un corredor con una antorcha. A veces he pensado en mí mismo como Corredor con Antorcha. Y, ay, qué libros descubrí durante aquellos primeros días embriagadores. Aún hoy, la mera enumeración de sus títulos me trae lágrimas a los ojos. Recítelos usted, pues, dígalos lentamente, en voz alta, y le irán rompiendo el corazón: Oliver Twist. Huckleberry Finn. El gran Gatsby. Las almas muertas. Middlemarch. Alicia en el país de las maravillas. Padres e hijos. Las uvas de la ira. El camino de la carne. Una tragedia americana. Peter Pan. Rojo y negro. El amante de Lady Chatterley.

Mi devoración, al principio, era tosca, orgiástica, descentrada, cochina —me daba igual emprenderla a mordiscos con Faulkner que con Flaubert—, pero pronto empecé a percibir sutiles diferencias. Me di cuenta, al principio, de que cada libro poseía un sabor distinto —dulce, amargo, agrio, agridulce, rancio, salado, ácido—, y según fue pasando el tiempo y mis sentidos ganaban en agudeza, llegué a captar el sabor de cada página, de cada frase y, finalmente, de cada palabra: todas traían consigo una ordenación de imágenes, representaciones mentales de cosas que yo desconocía por completo, dada mi limitada experiencia del llamado mundo real: rascacielos, puertos, caballos, caníbales, un árbol florecido, una cama sin hacer, una mujer ahogada, un muchacho volador, una cabeza cortada, siervos de la gleba que levantan la cabeza al oír el aullido de un idiota, el silbido de un tren, un río, una balsa, el sol entrando al sesgo en un bosque de abedules, la mano que acaricia un muslo desnudo, una choza en la jungla, un monje que se muere.

Al principio me limitaba a comer, royendo y masticando, tan feliz, siguiendo los dictados de mi gusto. Pero pronto empecé a leer, un poco por aquí, otro poco por allí, en los bordes de mis comidas. Y según transcurría el tiempo fui leyendo más y masticando menos, para terminar pasándome prácticamente todas las horas de vigilia leyendo y comiéndome sólo los márgenes. Y, ay, ¡cuánto lamenté entonces aquellos horribles agujeros! De algunos títulos no había más que un ejemplar, y tuve que esperar años para rellenar los huecos. No me enorgullezco de ello.

Ahora, tras las bofetadas y conmociones de la vida, vuelvo la vista a la niñez con la esperanza de descubrir alguna confirmación de mi propia valía, alguna señal de que estaba destinado, al menos por un tiempo, a ser algo más que diletante y bufón, que me vi superado por las inexorables circunstancias y no por ningún fallo interno. Que se me diga «Mala suerte, Firmin», no «Podríamos habértelo dicho». Me froto los ojos y apunto el telescopio, pero, ay, éste no capta ningún divino aflato, ni siquiera magnifica unas cuantas chispitas de ingenio: sólo descubre un desorden alimenticio. En vez del telescopio, los médicos tirarían de sus estetoscopios, sus electroencefalogramas, sus polígrafos, todo ello en apoyo de un diagnóstico aplastante: caso corriente de bibliobulimia. Y lo peor de todo es que tendrían razón. Y, ante dicho acierto esencial, ante la oprobiosa obviedad de su juicio aplastante —me gusta la palabra aplastante—, sólo me queda gritarme a mí mismo, igual que Ezra Pound en la celda de rata donde lo metieron en Pisa: «Derriba tu vanidad, te digo que la derribes». Pound era uno de los Grandes.

Pero ya basta. La criaturita que yo era en aquel entonces aún no se barruntaba tantísimos sufrimientos. Instalado en el peldaño más bajo de la escalera de la vida, todavía era un niño en una fiesta, rejileto y alegre; y fueron felices aquellos días en la librería. O, mejor dicho, fueron felices aquellas noches y aquellos domingos, porque no me atrevía a adentrarme en aquella titilante extensión durante las horas en que la librería estaba abierta al público. Desde nuestro oscuro escondite del sótano oíamos los murmullos de voces y el crujir de pisadas en el techo. Los oíamos y nos echábamos a temblar. A veces, las pisadas salían del techo y bajaban por los peldaños de madera que conducían al sótano. Por lo general, dichas bajadas venían seguidas de un período de silencio; pero a veces no, a veces venían seguidas de gruñidos y refunfuños, incluso de explosiones inexplicables, y todo ello nos asustaba terriblemente. Después venía el ruido del agua al correr, y luego las pisadas volvían a subir la escalera. Las pisadas de subida nunca eran tan fuertes como las de bajada.