PADANG, 1910
Durante el mes que siguió al terremoto, la vida en Padang se fue normalizando poco a poco. El mar volvió a rugir y el viento a silbar, y a la ciudad llegaron de nuevo, desde las montañas, los gritos de los monos. Sus habitantes habían retirado los escombros y enterrado a sus muertos. A algunos no lograron identificarlos, así que los inhumaron bajo una cruz sin lápida con la esperanza de que algún ser querido, o al menos un conocido, los reclamara.
Helen practicaba con tenacidad y no le quitaba el ojo de encima al violín. Incluso a la hora de comer, estudiar o rezar lo llevaba consigo. En cuanto tenía un momento libre, echaba mano del instrumento y tocaba las canciones que miss Hadeland no le dejaba interpretar: melodías simples que a ella le parecían hermosas. A veces notaba que su madre la miraba con preocupación, pero nunca le decía nada al respecto.
Un día, Ivy Carter irrumpió en la sala de música. La acompañaba una señora que a Helen le pareció la persona más vieja que había visto jamás. Llevaba recogido el cabello, blanco como la nieve, en un moño, e iba enfundada en un vestido negro que la hacía parecer aún más delgada de lo que estaba. Su rostro era anguloso, como si la vida hubiera consumido las redondeces de su cara, y la nariz le sobresalía como el pico de un pájaro.
—Helen, te presento a la señora Faraday —dijo su madre—. Ha venido a Padang para oír tocar a las alumnas de mejuffrouw Dalebreek. Le han hablado tanto de ti que se ha acercado a conocerte.
La mujer taladró a Helen con la mirada. Ella no se atrevía a apartar la vista, pero tampoco era capaz de mantenerla, así que se concentró en la gema engastada en oro que la anciana lucía en el cuello de su vestido.
—Señora Faraday, para mí es todo un honor… —empezó a decir miss Hadeland, pero la vieja, que seguía sin quitar ojo de la niña, le mandó callar con un ademán.
La anciana se acercó a Helen, que seguía con la mirada fija en el broche.
—¿Qué edad tienes, niña? —preguntó con una voz cortante que recordaba a un violín desafinado. Su huesuda mano se aproximó a la barbilla de la niña y poco después los fríos dedos tocaron su piel.
—Ocho años, madam —respondió Helen lo más educadamente que sabía, pues no quería desairar a esa vieja con cara de pájaro. Aunque no coincidía con la imagen que tenía de una bruja, pues esa anciana era mucho más pulcra, prefirió ser precavida. Nunca se sabía…
—Ocho años. La edad idónea. Más tarde, los dedos ya están formados y resulta imposible domarlos. —Aunque hablada de los dedos, seguía mirándola fijamente a la cara, lo que resultaba de lo más intimidante. Tras una breve pausa dijo—: Tócanos algo. La pieza más difícil que conozcas.
Helen no necesitó pensárselo mucho. Sacó el violín de su soporte y se lo caló bajo la barbilla. Entonces reparó en que la mirada de la anciana se desplazaba hacia el instrumento. Los ojos le brillaban de una forma extraña, pero la pequeña prefirió concentrarse en su interpretación.
Al rato, la señora Faraday levantó la mano para ordenarle que parara.
—Tocas muy bien, niña. Y tu violín suena fantásticamente. ¿De dónde lo has sacado?
—Se lo regaló una amiga —se apresuró a contestar su madre por ella.
La anciana ni se inmutó.
—Me recuerdas mucho a una niña a la que di clases. Ella también tenía un gran talento, y tocaba muy parecido a ti. Resulta evidente que alguien ha intentado «corregir» tu estilo natural… —dijo lanzándole una mirada asesina a miss Hadeland para luego fijar de nuevo la vista en Helen, esta vez sin reproches, aunque sin mostrar demasiada amabilidad—. Sí, esa niña fue una de mis mejores alumnas. No era demasiado obediente, pero lo tenía todo para llegar a ser una de las más grandes. Por desgracia, su carrera se truncó en cuanto olvidó todo lo que yo le había enseñado. Pero ahora no voy a permitir que un talento así se eche a perder…
Sin saber muy bien por qué, a Helen se le aceleró el corazón al oír sus palabras. ¿Qué habría querido decir con ellas?
—¿Qué te parecería ir a Inglaterra a aprender a tocar el violín como Dios manda? Dirijo una escuela de música en Londres y estaría dispuesta a admitirte en ella. Tocas muy bien, pero estoy segura de que aún tienes mucho en tu interior que ofrecer. No sé cuánto tiempo me queda en este mundo, tal vez este sea mi último viaje. No puedo decirte qué pasará más adelante, pero te aseguro que una oportunidad así no se te volverá a presentar. ¿Qué me dices?
La niña no sabía qué responder. Al ver que se frotaba las manos indecisa, su madre tomó la iniciativa:
—Me temo que Helen no es consciente del inmenso honor que…
—Hable con su hija —le espetó la señora Faraday—. Y si no logra decidirse, hágalo usted por ella. Tenga presente que la niña podría llegar a ser una de las mejores violinistas del mundo… Con la debida instrucción, claro está.
—Hablaré con ella —repuso Ivy Carter mientras su hija miraba a miss Hadeland, que había estado todo el tiempo como abstraída, con la mirada fija en el violín. Solo cuando la señora Faraday se despidió pareció volver a la vida para acompañarla a la puerta junto con Ivy.
Helen prefirió quedarse en la sala de música. Mientras le pasaba un paño al violín y lo guardaba en su estuche se preguntó qué habría querido decir la anciana. ¿Tenía que irse a Inglaterra para aprender a tocar el violín? ¿Acaso allí se tocaba de una manera diferente?
El resto del día fue incapaz de pensar con claridad. Se había quedado subyugada por esa anciana. A falta de algo mejor que hacer, salió a pasear al jardín. Sus pasos la acercaron a la verja, donde deseó con todas sus fuerzas encontrarse con la desconocida. ¡Seguro que ella sabría explicarle el significado de las palabras de la señora Faraday! Estuvo un buen rato apostada allí, y vio pasar a varias mujeres, pero ninguna de ellas era la que esperaba encontrar. Al final, decepcionada y entre suspiros, decidió sentarse a la sombra de un árbol. ¿Qué debía hacer?
Miró hacia la casa, donde su madre seguía hablando con miss Hadeland. ¿Se estaría oponiendo su profesora a que fuera a Inglaterra? Inglaterra… Sonaba tan lejana como fría. Desde luego, Londres no sería tan cálido y soleado como su amada Padang, pero lo cierto era que viajar allí podría ser toda una aventura.
Por la noche, Helen ya casi no podía soportar la incertidumbre. El miedo a que su madre pudiera tomar una decisión por ella no le dejó probar bocado en la cena. Inquieta, se removía en la silla mientras su madre hablaba con su padre como si ella no estuviera allí. Obviamente salió a colación la visita de la señora Faraday, pero Ivy se limitó a decirle a su marido que Helen había tocado muy bien y que quería hablar con él más tarde. Al final la mandaron a su cuarto, lo que para ella fue un alivio. Así podría hablar con su violín, como todas las noches. Tenía que contarle lo del viaje a Londres…
Puso el estuche sobre la cama y abrió la tapa. Un instante después retrocedió espantada.
¡El violín había desaparecido!
Helen lloró durante horas sin que su madre pudiera hacer nada para consolarla. Ajena a todo lo que sucedía a su alrededor, la niña se condolía por su violín como si fuera un ser humano. Ivy Carter, que no soportaba verla sufrir de aquella manera, solo deseaba que James regresara con alguna noticia del instrumento, aunque fuera una simple pista sobre su paradero. Y es que, en cuanto se había enterado de su desaparición, le había pedido a su marido que fuera a la casa de miss Hadeland para ver si ella sabía algo.
En el fondo, Ivy se negaba a creer que la profesora de música hubiera robado el violín. Pero ¿quién, si no, iba a haberlo hecho?, ¿la vieja señora Faraday? No, eso era imposible, apenas había estado un momento en casa.
Las lágrimas de Helen cesaron, pero no porque estuviera menos triste, sino porque sus ojos se habían quedado secos. Al llanto le siguió una extraña rigidez que su madre no pudo mitigar ni siquiera con scones y leche con azúcar. Con los labios azulados y los ojos hinchados, la niña se quedó mirando inexpresivamente al techo de su cuarto hasta que los párpados se le cerraron y se quedó dormida. Pero ni siquiera entonces encontró la tranquilidad, pues empezaron a acecharle terribles sueños. La desconocida se le aparecía con el rostro lívido y negras ojeras para echarle en cara que no hubiera sabido cuidar del violín. Una y otra vez le lanzaba el mismo reproche, mientras su rostro se iba volviendo más y más aterrador.
Al cabo de un rato, se despertó chillando y, tras unos instantes de terror, comprobó aliviada que no había nadie más en su cuarto. La puerta estaba solo entornada y un tenue rayo de luz entraba por la ranura. Abajo se oían voces. Una de ellas era la de su padre, que había vuelto de su infructuosa búsqueda.
—He buscado a la tal Hadeland por toda la ciudad —le dijo a Ivy—. Ha dejado su habitación esta misma tarde y ha desaparecido. He estado hablando con su casera y la mujer no daba crédito.
—¿Le has dicho que ha robado el violín de nuestra hija?
—Le he dicho que al menos todo indica que ha sido ella. Ha quedado en avisarme si la vuelve a ver.
¿Le habría robado el violín la profesora de música? Recordó sus miradas de codicia y Helen sintió una opresión en el pecho. Miss Hadeland se había mostrado muy severa con ella, pero le costaba creer que hubiera sido capaz de arrebatarle lo que más quería en este mundo.
Abatida, volvió a la cama arrastrando los pies. Ahora no solo le ardían los ojos sino todo el cuerpo. ¿Qué pasaría si no recuperaba el violín? ¿Podría volver a tocar? ¿Y quién iba a enseñarle?, ¿la anciana de la mirada gélida? Se deslizó tiritando entre las sábanas e intentó recapacitar sobre lo que había pasado. Yo no tengo la culpa, se dijo. No la vi acercarse al estuche…
Cuando a la mañana siguiente Ivy Carter entró en el cuarto de su hija, la encontró ardiendo de fiebre y casi inconsciente. Asustada por su estado, llamó a su marido.
—Debe de haber sido de tanto llorar. Ha sufrido una crisis nerviosa —dijo antes de salir corriendo en busca del médico.
A este no le contaron la historia completa, se limitaron a decirle que había llorado mucho por haber perdido algo muy personal.
—Puede que sean fiebres nerviosas —constató el médico mientras le tomaba el pulso a Helen—. El corazón le late con fuerza, y no encuentro otro motivo para su enfermedad. Voy a darle unos polvos para la fiebre, y también le recomiendo que le ponga compresas de agua fría. Y si es posible, reemplacen lo que la pequeña ha perdido, pues parece ser muy importante para ella.
Una vez se hubo ido el doctor, James Carter empezó a dar vueltas por el comedor como un león enjaulado. Al fin bajó su esposa.
—¿Cómo está? —preguntó a la abatida madre.
—No mejora. No soy capaz de despertarla para que se tome los polvos. Ni siquiera las compresas de agua fría le hacen abrir los ojos. Luego volveré a intentarlo.
—Maldita mujer —masculló Carter, rojo de ira—. ¡Pero cómo se le ocurre!
—Estoy segura de que la Policía encontrará a miss Hadeland.
—¡No me refiero a ella! —le espetó su marido—. ¡Sabes muy bien de quién hablo! No tenía ningún derecho a ver a la niña. No después de todo lo que pasó. ¡Y luego el violín! ¿Por qué se pondría a buscar a Helen? ¿Y cómo demonios la encontró? ¿Planearía arrebatárnosla, después de todo lo que hemos hecho por ella?
—No creo que pretendiera eso. De ser así habría dado otros pasos. Solo Dios sabe por qué le hizo ese regalo.
—Obligó a Helen a prometer que no diría nada. ¡A saber lo que le habrá contado!
—Dudo mucho que le dijera algo que pudiera cuestionar nuestra autoridad. Tarde o temprano, Helen se habría acabado rebelando.
—¿Y qué me dices de esa fiebre?
—Me cuesta creer que se deba a que la haya visto. Lo que ocurre es que la niña idolatraba a ese violín, lo quería como a una persona.
—¡Eso es una locura! —gruñó Carter rabioso, aunque las lágrimas que hacían brillar sus ojos eran más bien de dolor—. ¡No se debe amar así a un objeto!
—¿Sabes lo que dijo la señora Faraday? —preguntó Ivy sin esperar respuesta alguna—. Que era igual que ella. Que tenía el mismo talento. ¿No crees que sería una lástima que ese talento se echara a perder?
—No estoy seguro, Ivy —dijo James un poco más tranquilo—. Si la apartamos de todo ese circo, si impedimos que su fama crezca, quizá a la larga le ahorremos muchos pesares.
—Pero estaremos privando al mundo de algo grande. Puede que la señora Faraday tenga el corazón de piedra, pero me da la impresión de que sabe lo que se hace.
—Entonces piensas que debemos mandarla a Inglaterra.
A esas alturas, a ninguno de los dos se le escapaba que esa opción llevaba aparejada una consecuencia oculta: mandándola a Inglaterra impedirían que esa mujer volviera a verla.
—En un primer momento podría ir yo con ella —propuso—. Así me aseguraría de que se adapta bien a su nueva vida.
—¿Y cuánto tiempo crees que tardaría en descubrir la verdad? Por lo que dices, la señora Faraday ya estuvo a punto de hacerlo, y no quiero ni pensar lo que pasaría si se lo cuenta todo… La pobre criatura no sabría a qué atenerse.
—No son más que suposiciones —lo tranquilizó Ivy—. Nunca obtendrá pruebas que lo demuestren. Mijnheer Van Swieten nos dio su palabra de honor, y él es todo un caballero.
—Ivy, no quiero perder a mi pequeña —dijo James estrechando en sus brazos a su mujer.
—Eso no va a pasar. Un día nuestra hija será una mujer muy famosa; el mundo entero pondrá sus ojos en ella. No podemos dejar escapar esta oportunidad, con independencia de lo que haya sucedido en el pasado. Además, mandando a Helen a Inglaterra evitaremos que intente volver a verla.
James sopesó todos esos argumentos y acabó asintiendo.
—De acuerdo. Quizá sea lo mejor. Pero antes debería comprarle otro violín. Me temo que a estas alturas la dichosa miss Hadeland ya habrá sacado un buen dinero por el instrumento.
Ivy lo besó en los labios con ternura.
—Estoy segura de que conseguirás un violín fantástico. Puede que así logremos animar un poco a Helen.
Mientras tanto, su hija siguió soñando, y no precisamente con venganzas y acusaciones. Soñó con un jardín cubierto por la niebla. Aquí y allá, el blanco velo se veía manchado por intensas salpicaduras de color procedentes de las flores de los rododendros, los magnolios y los franchipanes, así como de alguna exuberante orquídea.
Por más que miraba a su alrededor, no alcanzaba a ver el principio ni el final del jardín. Era como si la hubieran metido ahí dentro sin darle ninguna indicación de hacia dónde ir. Tímida, dio un paso adelante y, entonces, cayó en la cuenta de que llevaba puesto su vestido blanco de los domingos.
¿Estaría muerta? Nunca había visto a un muerto, pero sabía por sus amigas que cuando alguien fallecía lo vestían con sus mejores galas antes de enterrarlo. Seguramente a los ángeles no les gustaba dejar entrar en el cielo a la gente con mal aspecto. Pero si realmente estaba muerta, ¿por qué no había venido ningún ángel a recibirla?
—Ah, estás aquí —dijo de pronto una suave voz.
Al darse la vuelta, Helen vio a la desconocida. Llevaba el mismo vestido que la primera vez que se encontró con ella. Seguía estando muy guapa, pero ahora se veía mucho más pálida que entonces. La desconocida le tendió la mano y dijo:
—¿Me acompañas?
En un primer momento, Helen se asustó un poco y no supo si echar a correr. Pero ¿hacia dónde? Todo era jardín. Así que agarró la mano de la desconocida y se adentró con ella en la niebla. Enseguida llegaron a un banco de piedra blanca.
—Lo siento mucho —dijo Helen antes de que se sentaran. Aunque la desconocida no parecía enfada, no quería volver a vivir lo que en los anteriores sueños—. No sé quién se llevó el violín. Cuando por la noche fui a abrir el estuche ya no estaba.
—No es culpa tuya —repuso la desconocida a media voz—. La persona que te robó no tardará en ser descubierta y seguro que recibirá su merecido.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque siempre sucede así. Si haces algo malo, has de saber que tarde o temprano saldrá a la luz. Procura no hacer nada malo, Helen.
La niña asintió con vehemencia, sin poder ocultar el gran alivio que sentía al ver que su amiga no le guardaba ningún rencor.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó sin dejar de mirar alrededor. La niebla aún no se había retirado, seguía instalada entre los arbustos como una barrera de algodón.
—Me gustaría que me prometieras algo —dijo la desconocida.
—¿De qué se trata?
—Recuperarás tu violín, pero has de prometerme que harás todo lo que esté en tu mano para llegar a ser una famosa violinista. ¿Me lo prometes?
—¡Claro que sí! —exclamó Helen, presa del júbilo.
—Lo recuperarás, dalo por hecho. Ahora he de irme.
—¿Volveremos a vernos? Mamá está pensando en mandarme a Inglaterra con la señora Faraday…
—No sé si volveremos a vernos. Pero no olvides tu promesa: toca lo mejor que puedas.
—¡Eso haré! —repuso la pequeña antes de que la mujer se levantara y desapareciera lentamente entre la niebla.
—¡Adiós, Helen! —dijo antes de esfumarse del todo.
La niña permaneció un rato más sentada en el banco con la mirada clavada en el lugar donde la mujer había desaparecido. Aún no podía creerse la paz que había reinado entre ellas. ¿De verdad iba a recuperar su violín? Antes de que pudiera levantarse para intentar salir del jardín, la oscuridad la envolvió y siguió durmiendo sin soñar.
Tres días después, unos leñadores encontraron a Imela Hadeland en un terraplén, medio sepultada bajo un caballo. Ni el animal ni ella habían sobrevivido a la caída.
Movida por el deseo de abandonar la ciudad cuanto antes, se había adentrado en la jungla por un camino que ni siquiera los nativos osaban transitar. Que hubiera optado por un caballo ya resultaba bastante chocante, pues nunca había destacado por ser una buena amazona. Podría haber intentado huir en barco o en diligencia, quizá así lo hubiera logrado. Pero el miedo a que dieran con ella y la detuvieran por ladrona pudo más que el sentido común.
El motivo del robo había sido la codicia, de eso estaban seguros los padres de Helen. Al parecer, Imela Hadeland pasaba por graves dificultades económicas, que pretendía aliviar con la venta del violín. Y sin duda había planeado la fechoría: decidió dejar el estuche en su sitio para ganar algo de tiempo, pues sabía que, hasta que la niña no lo abriera no echarían a faltar el instrumento.
Que encontraran a su profesora de música con el cuello roto conmocionó a Helen. Obviamente no se lo dijeron así, sino que se limitaron a contarle que miss Hadeland había tenido un accidente en el que había perdido la vida. Sin embargo, más tarde, cuando sus padres empezaron a hablar del asunto en el salón creyendo que la niña ya dormía, ella pudo escuchar los detalles de la muerte.
El robo del violín ni siquiera llegó a hacerse público, pues volvió a manos de Helen antes de que sus padres tuvieran tiempo de tramitar la denuncia. Lo habían encontrado intacto, cerca del cadáver. Cuando la pequeña se despertó a la mañana siguiente, lo vio apoyado en una silla junto a su cama, como si se tratara de una aparición. Y a partir de ese momento la enfermedad de la niña desapareció. La fiebre bajó de golpe y, en apenas unas horas, Helen ya estaba correteando como siempre. Y, sobre todo, tocando su violín. Se puso a ello de forma obsesiva, como si quisiera recuperar todas las horas perdidas en un solo día. Le había hecho una promesa a la desconocida y por nada del mundo la incumpliría.
Pasados unos días, sus padres la llamaron al salón y le preguntaron si quería ir a Inglaterra a estudiar en la escuela de música de la señora Faraday. Ella se mostró entusiasmada. Desde que se había planteado esa posibilidad había estado leyendo historias sobre Londres, la ciudad de sus abuelos, y ahora se moría de ganas por verla con sus propios ojos. Que su madre quisiera ir con ella facilitó aún más su decisión. A su padre, en cambio, no podría verlo en una larga temporada, lo cual la entristecía profundamente, pero enseguida se consoló recordando lo que le había dicho la desconocida: mientras se mantuviera fiel a su promesa, todo iría bien y no tendría de qué preocuparse.