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PADANG, 1910

Con el instrumento apretado contra el pecho, Helen se puso en cuclillas sobre la hierba y miró impasible la punta de sus zapatos. Desde el momento en que la tierra había empezado a temblar, todo había sucedido muy rápido. Las señoras habían salido corriendo como gallinas asustadas y su madre la había agarrado del brazo y la había arrastrado hacia fuera. En cuanto salieron de la casa los temblores se hicieron más violentos. La piedra se resquebrajó y varios ladrillos se desmoronaron sobre el césped del jardín.

—¡Échate al suelo! —exclamó Ivy tumbándose a su lado. La niña la imitó, pero mantuvo agarrado el violín, pues no quería que le pasara nada.

La tierra tembló con furia inusitada bajo ellas durante un instante que pareció eterno. Luego se detuvo y se hizo un silencio sepulcral como nunca Helen había escuchado antes. Hasta los monos, cuyos gritos se oían a cualquier hora del día desde la ciudad, guardaron silencio. El susurro del mar había cesado, como si la tierra se hubiera tragado toda esa agua. Antje Zwaneweeg solía decir que en los terremotos se abren profundas grietas en el suelo que se tragan todo lo que hay a su alrededor.

Y ahora Helen estaba tendida sobre él. ¿Sería ese el castigo por haber traicionado a la desconocida? ¡Al final iba a ser de verdad un hada de cuento! Pero ¿cómo podía ser tan vengativa, después de haberle hecho un regalo tan bonito?

—¡Helen! ¡Ivy! —exclamó la voz de su padre—. ¡Gracias a Dios que estáis bien!

Ivy Carter, que había estado todo el tiempo callada como su hija, se levantó del suelo.

—¡James! ¡Por fin has llegado!

El padre de Helen abrazó a su mujer y la besó.

—Lo siento, no he podido venir antes, en la ciudad se han derrumbado muchas casas. Ha habido un montón de muertos.

—¡Dios mío, qué horror! ¿Algún conocido nuestro?

—No lo sé, pero he oído que entre las víctimas hay sobre todo holandeses y nativos. En cuanto he podido, he venido a ver cómo estabais.

Luego se inclinó hacia Helen.

—¿Estás bien, pequeña?

La niña asintió, pero no alzó la vista sino que siguió mirando tercamente sus zapatos sin dejar de aferrarse al estuche del violín. Aunque no podía verlo, Helen supo que su padre estaba intercambiando miradas de sorpresa con su madre, que era capaz de comunicarse con su esposo sin necesidad de decir palabra.

—¿De dónde has sacado ese estuche? —preguntó finalmente James Carter alargando las manos.

—Es inútil, no va a dártelo —dijo Ivy.

—¿Tan importante es para ti? —preguntó su padre, comprensivo, y Helen asintió.

—Ha sufrido un shock por el terremoto —añadió su madre—. Y poco antes… Poco antes tocó para todas nosotras el violín que guarda en ese estuche.

Su padre miró a Helen un momento y luego le tomó suavemente la barbilla. Tras contemplar unos minutos sus ojos color ámbar le dijo:

—¿Así que ahora tienes un violín?

—Sí —repuso Helen antes de echarse a llorar.

—¿Por qué lloras? —El pulgar de su padre secó sus mejillas.

—Tengo miedo de que me lo quitéis —confesó al fin.

—¿Por qué íbamos a quitártelo?, ¿acaso hay algún motivo para hacerlo?

La niña se esperaba la pregunta:

—No. Es mío. No lo he robado.

—¿Y de dónde lo has sacado?, ¿lo encontraste en el desván?

Habría sido fácil contestar con un sí a la última pregunta de su padre, pero Helen estaba segura de que era una estrategia. Como Ivy, él también sabía que en el desván no había ningún violín.

—¿No vas a decirme de dónde lo has sacado?

—No puedo.

—¿Por qué no? —insistió su padre enarcando las cejas.

—Prometí no hacerlo.

James suspiró. No se enfadaba fácilmente, pero no podía soportar que le ocultaran nada.

¿Podía contarle la verdad o volvería a suceder algo terrible?, se preguntó Helen.

—¿A quién se lo prometiste? —insistió él con cierto tono amenazante.

—No puedo decirlo. —Miró a su padre, suplicante—. Por favor, papá, no me obligues a decírtelo.

Su padre miró a su madre.

—Sabe tocarlo —le dijo ella—. Bajó de su cuarto con él y tocó para nosotras.

—Quizá miss Hadeland…

—No lo creo, con lo entusiasta que es del piano… Parece que nuestra hija ha elegido otro instrumento —dijo acariciando suavemente la cabeza de la niña—. Hay cosas que no se pueden evitar.

Helen no sabía qué había querido decir su madre, pero tampoco le importó demasiado. En ese momento solo deseaba que no le quitaran su violín. A pesar del terremoto; a pesar de que quizá lo había provocado ella con su traición.

—¿Puedo verlo?

Helen apretó los labios. Una vez más las lágrimas brotaron de sus ojos. Sus endebles bracitos se aferraron al violín como garfios.

—No me lo quitarás, ¿verdad?

—Te doy mi palabra. Solo quiero echarle un vistazo.

Confió en su padre, así que relajó los brazos y le entregó el estuche. Cuando él abrió el cierre, se produjo un chasquido que a Helen le resultó ensordecedor, y cuando tocó el violín con los dedos se estremeció como si la hubiera tocado a ella.

—Qué violín más bonito —musitó mientras le daba la vuelta con cuidado. Al ver la rosa se puso pálido como un cadáver—. Ivy…

No alcanzó a decir más que el nombre de su mujer. Cuando, acto seguido, le enseñó el violín, esta se tapó la boca con la mano. Entonces se hablaron con la mirada, como siempre que querían que Helen no los oyera. Ella estaba segura de que ambos se preguntaban si lo había robado. Mientras se armaba de valor para hacer frente a esa acusación, oyó a su padre decirle en voz alta a su madre:

—Tienes razón, hay cosas que no se pueden mantener ocultas eternamente.

Tras intercambiar más miradas mudas, dejó el violín en su estuche.

—¿Cómo has aprendido a tocar el violín?

—Sola. —Obviamente, eso no era del todo cierto, pero no quería volver a traicionar a su amiga.

—Eres una niña muy especial, Helen.

Su padre cerró el estuche y se lo devolvió.

—¿Y qué va a pasar ahora con el violín? —preguntó Helen, tentada de salir corriendo con el instrumento.

—Podrás quedártelo mientras nadie lo reclame —respondió James tras pensarlo un instante—. Has de comprender por qué te he preguntado si el violín era robado; seguramente ahora mismo su dueño estará buscándolo desesperado. ¿No crees?

Helen asintió con una sonrisa, pues sabía bien que la desconocida no lo reclamaría.

Aunque su madre siguió preguntándole por la procedencia del violín, ella nunca se lo dijo. Convencida como estaba de que el terremoto había sido una advertencia, temía que si desvelaba del todo su secreto sucediera algo aún peor, y eso era lo último que quería.

El terremoto causó un gran desbarajuste, pero cuando las cosas volvieron a la normalidad se reanudaron las clases de música con miss Hadeland, quien en un primer momento no se mostró partidaria de que Helen cambiara el piano por el violín.

—¡El violín es un instrumento de gitanos! —le espetó a Ivy Carter—. Para una joven dama que aspira a ser respetada en sociedad, el piano es mucho más indicado.

—Pero si usted misma ha dicho que Helen no hacía ningún progreso significativo… Puede que se haya aburrido de tocarlo o que… —Antes de que miss Hadeland pusiera el grito en el cielo, Ivy la mandó callar con la mano—. O que sencillamente el piano no sea su instrumento. Si la oyera tocar el violín, seguro que cambiaría de opinión.

Helen, que había seguido la conversación sentada en una silla junto a la puerta, se levantó como si hubiera recibido una orden secreta de su madre. Entonces sacó el instrumento de su estuche con delicadeza, rogando en silencio que no volviera a producirse ningún terremoto. Al fin y al cabo, era lo que la desconocida quería: que aprendiese a tocarlo.

Nada más posar el arco sobre las cuerdas, miss Hadeland torció el gesto.

—¿Qué manera es esa de agarrar el violín? ¡Se toca erguida!

—Déjela a ella sola —dijo Ivy, y aunque su voz era suave, yacía en ella una amenaza tácita a la profesora para que dejara de importunar a la niña. Una vez amonestada, miss Hadeland se mordió la lengua y permaneció inmóvil en la silla, convencida de que la cría no sería capaz de sacar una sola nota del violín.

Helen, empeñada en demostrarle a toda costa que sabía tocar, agarró con firmeza el arco.

Mientras los primeros acordes se extendían por la habitación, comprobó con el rabillo del ojo que el gesto de miss Hadeland había cambiado radicalmente. Su mirada arrogante dio paso a una de asombro, y su boca se abrió como si estuviera presenciando un milagro. Eso le dio a Helen suficiente confianza como para entregarse a la melodía y dejar que fuera su corazón el que marcara el ritmo.

Cuando terminó, se sintió como liberada de la fuerza de la gravedad. Jadeante, bajó el violín. El sudor refrescaba su cuerpo, y su mente estaba completamente despejada, como si una bocanada de aire fresco hubiera entrado por la ventana.

Durante un par de minutos no se oyó una mosca. Ivy Carter miraba expectante tanto a su hija como a la profesora. Helen, en cambio, solo miraba a miss Hadeland, cuya expresión no acababa de gustarle.

—¿Y bien, miss Hadeland? —peguntó ansiosa Helen. En su opinión había tocado bien, y estaba segura de que a su amiga secreta le habría gustado. Pero la profesora de música se había quedado embobada mirando el violín que colgaba de su mano.

—Perdón… —dijo al fin—. Ha sido una hermosa interpretación.

—Entonces, ¿cree que vale la pena que dé clases?

—Sin duda —repuso miss Hadeland sin ocultar ya su entusiasmo—. Obviamente aún tiene mucho que aprender, sobre todo tendrá que depurar ese… extraño estilo con el que toca, pero es evidente que está más dotada para el violín que para el piano. No todo el mundo puede dominar ese arte.

—Bien, pues entonces siga con sus clases —se apresuró a decir Ivy Carter—. Nosotros le subiremos un poco el sueldo, y espero que usted consiga que Helen adquiera más dominio sobre el instrumento.

Miss Hadeland asintió, y sus ojos se posaron de nuevo en el violín, que ahora reposaba en el lecho de terciopelo que le brindaba su estuche. Helen creyó ver en ellos un brillo de codicia, pero enseguida la profesora volvió en sí.

—Muchas gracias, señora Carter, haré todo lo que esté en mi mano. Puede que acabe de llegar al mundo una niña prodigio.

Helen no creía que su talento fuera prodigioso. Tocar el violín le resultaba mucho más fácil que reproducir esas complicadas melodías al piano, pero ello era debido sin duda a las enseñanzas de la desconocida, esa mujer sin nombre a la que no había vuelto a ver. Miss Hadeland no tenía nada que ver con ella: lejos de hacerle regalitos, le aplicaba una férrea disciplina consistente en repetir los acordes que se le resistían hasta no sentir los dedos de tanto apretar las cuerdas.

Cuanto más severa se mostraba miss Hadeland, más se acordaba Helen de su amiga y de lo fácil y divertido que le resultaba aprender a tocar con ella. En cuanto tenía un momento, corría a la verja del jardín y se asomaba con la esperanza de encontrarla, pero nunca estaba allí. ¿Le habría pasado algo durante el terremoto? Pero luego se decía que no, que lo que pasaba era que su amiga se había enfadado con ella por haberles enseñado el violín a todos. Quería explicarle que no había tenido más remedio que hacerlo, pero no había vuelto a verla.

De vez en cuando, su madre entraba en la sala de música para comprobar por sí misma los avances de su hija. Entonces miss Hadeland se relajaba un poco e intentaba no ser tan dura con los errores de Helen. En cualquier caso, Ivy siempre se quedaba encantada al oírla tocar.

—Dice que aprendió sola —le susurró un día a la profesora, creyendo que su hija no podía oírlas, pero la pequeña tenía un oído finísimo.

—Quizá sea cierto —repuso miss Hadeland—. Muchos virtuosos del violín fueron autodidactas. Tal y como toca, es posible que haya desarrollado su propia técnica. Lo que me gustaría saber es de dónde lo sacó.

—Se niega en redondo a decírnoslo. Lo hemos intentado todo —contestó su madre—. Aunque hace unas cuantas semanas me habló de una desconocida que se encontró en la entrada. Puede que se lo diera esa mujer. Sería una vagabunda que no sabría qué hacer con él.

—Entonces quizá sea robado.

Tal vez su madre no viera el brillo de avaricia en los ojos de la profesora de música, pero Helen sí, de modo que apretó el instrumento contra su pecho y juró en voz baja protegerlo de sus garras.

—No, no lo creo. En todo caso, si así fuera, el robo se habría producido lejos de aquí. James ha preguntado a todo el mundo en la ciudad y nadie parece echarlo de menos. Aunque después del terremoto aún reina el desconcierto en el vecindario, si a alguien le hubieran robado un violín estoy segura de que nos habríamos enterado.

Vio que miss Hadeland reflexionaba sobre las palabras que acababa de escuchar, y Helen sintió inmediatamente el impulso de estrechar el violín entre sus brazos. Jamás permitiría que lo tocaran otras manos que no fueran las suyas, pensó sin dejar de mirar con desconfianza a su profesora.