21

Emocionada, Lilly se frotaba las manos en la sala de espera del aeropuerto, sin parar de moverse. ¡A Indonesia! Estaba a punto de embarcar rumbo a Indonesia, a Sumatra. ¡Y sola! A pesar de lo mucho que esperaba de ese viaje, en esos momentos de nerviosismo lo único que deseaba era que Ellen hubiera podido acompañarla. ¿Cómo se las apañaría en un país que le era completamente extraño? ¡Si ni siquiera hablaba la lengua de allí! No seas tonta, se regañó a sí misma. Si Gabriel pudiera oírte, se moriría de la risa.

Ahora se arrepentía de no haberlo llamado el día anterior. Pero los preparativos del viaje apenas le habían dejado tiempo para nada. Cuando se quiso dar cuenta ya era medianoche, y luego solo le quedaron unas cuantas horas para dar vueltas en la cama sin pegar ojo. A punto ya de amanecer, revisó el correo en el ordenador de Ellen y se encontró un mensaje de Sunny donde le informaba de que el archivo de las imágenes pesaba tanto que no podía enviárselo por correo electrónico. ¡Las imágenes! ¡Casi se había olvidado de ellas! Aunque tampoco tenía mucho sentido que se las mandara a Londres por correo ordinario. Ya las vería en casa y, en cuanto tuviera la ocasión, se las enseñaría a su madre. Así que le respondió pidiéndole que guardara bien el archivo hasta su vuelta.

Y ahora estaba ahí, sintiéndose como si se hubiera tragado un enjambre de abejas y deseando que la llamaran para embarcar cuanto antes.

—¡Lilly! —oyó decir de pronto a su espalda—. Por un momento pensó en volverse, pero luego se dijo que seguramente había otras muchas Lillys en ese aeropuerto, y que quizá una se había olvidado de algo…

—¡Lilly! —oyó de nuevo.

Cuando se dio la vuelta vio a Gabriel agitando la mano frenéticamente. ¿Qué hacía él allí? ¿No estaba con su exmujer? ¿No dijo que iba para largo?

—Por un momento pensé que tenía usted una doble —dijo deteniéndose ante ella y sin parar de jadear—. Una sordera repentina era aún menos probable, ¿no?

—¿Qué hace aquí? —preguntó sorprendida—. Pensé que estaba con…

—Ya terminó todo. Ingresaron a la madre de Diana en el hospital, y como siempre he tenido una buena relación con ella…

—¿Cómo se encuentra su…? —Iba a decir suegra, pero no era del todo exacto.

—Mi exsuegra ya se encuentra un poco mejor. Diana estaba muy nerviosa, lo cual es comprensible, pues hasta ahora su madre no le había dado ningún susto. Como sabe lo mucho que quiero a Jolene, me avisó inmediatamente. Al principio le dijeron que su estado era crítico. Por eso fui corriendo.

—Entonces la relación con su exmujer es…

—Amistosa —acabó la frase Gabriel—. Sí, hemos logrado volver a llevarnos bien. Aunque no lo suficiente como para intentarlo de nuevo; somos demasiado diferentes. Pero hablamos de vez en cuando y nos llamamos cuando sucede algo importante. Por cierto, su nuevo novio es muy aficionado a la vela, deporte que nunca me ha llamado demasiado la atención.

Aunque no le había pedido explicaciones, se alegró de que Gabriel le contara algo más de lo dicho por teléfono.

—¿Y por qué ha venido a todo correr al aeropuerto?

—Quería verla. —La pequeña sonrisa que dibujaron sus labios le pareció irresistible—. Como voy a prescindir de usted una semana, no me ha quedado otra. Además, tengo que darle una cosa. Aunque sería un buen anzuelo para asegurarme de que me llamará cuando vuelva, he pensado que debía examinarla de inmediato. Podría cambiar completamente el curso de la investigación.

Gabriel sonrió expectante a Lilly y le entregó una carta. Estaba muy deteriorada, como si Rose la hubiera llevado metida en el refajo un año entero. Iba dirigida a un tal lord Paul Havenden, y la dirección era una hacienda cerca de Londres.

—¿Dónde la encontró? —preguntó sorprendida Lilly, luchando contra unas terribles ganas de abrirla inmediatamente.

—Entre los documentos del señor Carmichael, el agente de nuestra querida Rose. Hice varias investigaciones hasta dar con una descendiente suya que guardaba una vieja carpeta con cartas de su abuelo. Una vez tuve claro que Jolene saldría de esta, me desvié un poco de mi camino para hacerle una visita a esa anciana señora, que aunque nunca había sentido la necesidad de hurgar en el pasado de su familia, tampoco había tenido valor para deshacerse de la carpeta. Cuando me entrevisté con ella me entregó los documentos sin pestañear. Parecía incluso aliviada de librarse de ese mamotreto que no hacía más que criar polvo.

—Puede que conociera su contenido.

—¡No le quepa la menor duda! Pero probablemente había llegado a la conclusión de que esos viejos papeles carecían de valor. Hasta donde yo sé, la familia Havenden ya no existe, así que no hay manera de sacar tajada de un escándalo.

—¿Un escándalo?

De repente, la carta que Lilly tenía en la mano pareció desprender calor, un calor que se extendió a sus dedos.

Yakarta, 16 de diciembre de 1909

Querido Paul:

Probablemente me habrás olvidado hace mucho. En lo que a mí respecta, aquella tarde en la plantación y tus promesas quedan tan lejos que parece que hubiera transcurrido una vida entera.

Supongo que sigues casado, que tu plantación marcha viento en popa y que tienes un montón de hijos a los que ver crecer. Seguro que ya no piensas en nuestros besos ni en los apasionados abrazos que nos dimos. Yo, en cambio, no puedo olvidarte. Y no porque te siga amando, no, pues esos sentimientos ya me son completamente ajenos. Conocerte dio un giro radical a mi vida; tanto que a veces desearía haber roto en mil pedazos la invitación del gobernador para ir a tocar a Wellkom.

La razón por la que te escribo es que esa noche nuestra unión dio un fruto: una niña. He podido vivir todos estos años con el peso de la culpa, e incluso he logrado desterrarte de mi corazón.

Pero ahora que me han confirmado el fatal diagnóstico y, gracias al doctor Bruns, sé que apenas me quedan unos cuantos meses de vida, un año a lo sumo, me dirijo a ti para pedirte que te hagas cargo de tu hija, pues yo ya no puedo. Si das tu consentimiento al portador de esta carta, te dirá dónde puedes encontrarla. Si no, nunca sabrás su nombre.

Rose

Lilly, que había leído a media voz el contenido de la carta, guardó silencio. Necesitó unos instantes para asimilar lo que acababa de leer.

—Así que Rose tuvo un hijo —dijo aún con la piel de gallina.

—Una niña, según parece.

—¿Y cómo es que nadie sabía nada al respecto? —Aturdida, ojeó de nuevo esas líneas cargadas de despecho y dolor.

—Porque el bueno del señor Carmichael lo mantuvo en secreto. Y porque era plenamente consciente del escándalo que este escrito habría causado de hacerse público. Le pedí a uno de mis empleados que investigara sobre los Havenden, y lo que ha descubierto hasta ahora es interesante de veras. Por lo visto, lord Havenden viajó a Sumatra con su esposa Maggie para adquirir una plantación. Y en ese viaje tuvo que conocer a Rose; tanto que la dejó embarazada.

Lilly meneó incrédula la cabeza.

—¡Esta carta es una auténtica bomba!

—¡Y tanto! Rose le pidió ayuda a Havenden para mantener a la hija que habían tenido, y lo hizo porque estaba gravemente enferma. Esa circunstancia, que ignorábamos hasta la fecha, arroja algo de luz sobre su misteriosa y repentina desaparición. Sin duda, la enfermedad a la que alude en la carta acabó con su vida.

—¿Y por qué conservaría la carta Carmichael?

Una sonrisa asomó en el rostro de Thornton.

—¿Por qué no lo discutimos tomando un café? Aún falta un rato para que salga su avión, ¿no?

Ahora era Lilly la que sonreía. Gabriel había hecho un largo camino para enseñarle la carta. ¡Y solo para verla un momento antes de que ella volara en dirección a Sumatra!

—Ya lo creo. Hay tiempo de sobra. He venido prontísimo.

—Pues entonces vamos. Sé de un lugar donde podemos tomar un café rápido y charlar un poco.

Con una taza de café en la mano, se sentaron en uno de los restaurantes de comida rápida del área de restauración del aeropuerto.

—Cuénteme su teoría —le pidió Lilly después de darle un sorbo a un café endemoniadamente caliente y aguado.

—Allá vamos. —Gabriel respiró profundamente, como si fuera a dar una larga conferencia—. Hay varias posibilidades. Una es que Rose le pidiera a Carmichael que le hiciera llegar la carta a Havenden. De ser así, tenga en cuenta que no sabemos si Carmichael llegó a entregársela. De modo que, Havenden la rechazó, ni siquiera se dignó a recibir a Carmichael.

—¿No le parece un tanto mezquino dejar a una mujer embarazada y no querer saber nada al respecto?

—Bueno, así era la aristocracia inglesa. Pero prefiero no prejuzgar a Havenden. Los nobles de aquella época estaban sometidos a férreas obligaciones, y a veces hoy en día aún es así. Su matrimonio bien pudo ser de conveniencia, práctica más que común a principios del siglo pasado. Quizá amara de verdad a Rose. Y puede que quisiera hacer algo por su hija o que incluso llegara a hacerlo. Para saberlo habría que averiguar cómo se llamaba ella.

—¿Y por qué Carmichael conservó la carta?

—Buena pregunta. Puede ser que Havenden ignorara los ruegos de Rose. Aunque también es posible que leyera la carta y que luego se la remitiera para que nadie pudiera encontrársela.

—Pero Carmichael habría podido chantajearlo. Siendo el agente de Rose, no creo que tuviera muy buena opinión de él, y más sabiendo que había dejado preñada a su niña prodigio.

—Y puede que lo chantajeara, quién sabe. La tercera posibilidad sería que Carmichael nunca llegara a darle la carta.

—¿Por qué iba a hacer algo así? No veo en qué le afectaba a él que Rose le pidiera ayuda a su antiguo amante. Y lo cierto es que no descarto que Havenden ayudara discretamente a su hija. Usted mismo acaba de barajar esa posibilidad.

—Sí, podría ser. En cualquier caso, ahora es cuando la investigación se bifurca. Por un lado tengo previsto volver a visitar a la nieta de Carmichael para pedirle que hurgue un poco más en la historia de su familia. Y, por otro lado, también he de intentar dar con los descendientes de Havenden. Como acaba de leer, tuvo una esposa o una amante… Sea como fuere, tuvo pareja, y no me parece descabellada la suposición de Rose: es muy probable que llegara a tener hijos.

—A sus herederos no va a hacerles ninguna gracia saber que tuvo una hija ilegítima.

—Son cosas que pasan. Los hijos ilegítimos siempre han abundado en las familias nobles. Además, todo eso sucedió hace una eternidad. Si la niña nació entre 1902 y 1909, ya habrá fallecido.

—¿De dónde ha sacado esas fechas?

—Hasta 1902, la vida de Rose está bien documentada. Luego hay algunas lagunas, como por ejemplo un período de seis meses en el que no se sabe dónde estuvo. Puede que en ese momento tuviera la niña.

Lilly asintió, y acto seguido tuvo una idea.

—Pero la hija de Rose pudo a su vez tener hijos. Así que podrían existir nietos con derecho a una parte de la herencia. No sé gran cosa al respecto, pero existen pruebas genéticas para determinar el parentesco. ¡Esas personas serían los herederos legítimos del violín!

—No tan deprisa, Lilly. No olvide que hay otra dama en nuestra partida de ajedrez: Helen. Ella fue la última dueña conocida del violín. Más bien sería su descendencia la que tendría derecho a él. Y subrayo el «tendría», ya que esa gente podría haberlo vendido, como al parecer hizo Rose.

Lilly suspiró.

—Tiene razón. Aún está por ver a quién pertenece.

—Su labor detectivesca tendrá que continuar. Disfrute de su estancia en Sumatra y aprovéchela bien. Mientras yo sigo aquí con la investigación, no deje de seguir el rastro de Rose y de su hija. Y tampoco descuide a Helen Carter. Tiendo a pensar que le será más fácil averiguar cosas sobre esta última.

—Descuide, así lo haré —le prometió Lilly mirándolo a los ojos. Le pareció que a Gabriel le estaba rondando algo por la cabeza, algo que no se animaba a decir.

—Estamos en contacto, ¿de acuerdo?

—Por supuesto —contestó ella—. Le tendré informado.

—Y yo a usted.

Sus miradas se cruzaron por un instante, y entonces Gabriel se abalanzó repentinamente hacia delante y la besó.

En un primer momento, Lilly se quedó paralizada, pero luego dejó que la estrechara entre sus brazos. El contacto de sus labios hizo que una ola de calor recorriera todo su cuerpo.

—Espero no haber echado a perder la oportunidad de que me escribas —musitó Gabriel una vez sus labios se hubieron separado.

Lilly se lo quedó mirando incapaz de proferir palabra.

—Pues claro que no —logró decir al fin—. Todo lo contrario.

Gabriel asintió sonriente.

—De acuerdo. Seguiremos donde lo hemos dejado la noche que me invites a cenar. Pienso reclamártela en cuanto vuelvas de Sumatra, ¿me has oído bien?

Ella asintió. Le ardían tanto las mejillas que de buena gana habría posado sobre ellas sus manos heladas. Pero Gabriel la tenía bien sujeta, sin quitarle el ojo de encima ni por un momento. La despedida no pudo prolongarse más, pues enseguida anunciaron su vuelo por megafonía.

Durante el vuelo a Dubái, Lilly no tenía otra cosa en la mente que la carta. Rose había tenido una hija con un noble inglés. ¿Qué habría sido de la niña? ¿Había desaparecido como su madre? ¿O habría sido acogida en otra familia?

Todo era posible, así que empezó a confeccionar una lista con las distintas alternativas. Como Rose era medio inglesa cabía la posibilidad de que hubiera bautizado a su hija. De haberse celebrado ese bautizo, tendría que estar apuntado en un registro parroquial. Gabriel estimaba que nació entre 1902 y 1909, por tanto habría que buscarla en ese lapso de tiempo. No obstante, el trabajo era ingente: había que revisar ocho años de registros parroquiales. ¿Era posible hacerlo en una semana?

Tras aterrizar en Dubái a las siete menos cuarto, Lilly aún disponía de dos horas para estirar un poco las piernas antes de subirse al avión a Yakarta. Primero comió algo, y luego paseó por las tiendas del aeropuerto sin llegar a sentir deseos de comprar nada. Finalmente optó por buscar un asiento libre en la terminal y sentarse a ver pasar a la gente.

Le llamó la atención un árabe orondo vestido con la tradicional chilaba y seguido de dos mujeres cubiertas por un burka. Ya había visto algún que otro burka en Berlín, pero los de esas mujeres tenían ricos bordados, lo que hacía evidente que el hombre que las precedía estaba forrado. También se fijó en un grupo de hombres de negocios árabes que hablaban de sus cosas sin parar de gesticular. Nada que ver con los alemanes, que apenas pestañean cuando hablan, pensó. Además de nativos, también había numerosos turistas asiáticos y europeos, la mayoría haciendo escala.

Cuando miró el reloj y vio que apenas habían pasado unos minutos, abrió de nuevo su guía. Las fotos eran preciosas y le traían recuerdos. Recuerdos de una feria de turismo a la que fue con Peter y en la que fantasearon acerca de adónde irían cuando a él le fueran mejor las cosas en el trabajo. En esos momentos no podían imaginar que jamás llegarían a hacer esos viajes; al menos no los dos juntos.

—¿No le atraen demasiado las tiendas del Duty Free, verdad? —dijo de pronto una voz a su lado.

Lilly se llevó tal susto que casi se le cae el libro al suelo. El hombre que se había sentado junto a ella le sonrió de oreja a oreja. Su pelo castaño oscuro clareaba por las sienes, y lucía un rostro bronceado. Hablaba con un inconfundible acento holandés.

—No, no sabría qué comprar. Además, ya voy bastante cargada.

—¿Usted también va a Padang?

—Sí —dijo Lilly un poco descolocada, justo antes de cerrar su libro—. ¿Cómo sabe que…?

El hombre señaló la guía.

—Soy bastante bueno adivinando. Creo que la vi en el avión. ¿Qatar Airlines, verdad?

Lilly asintió sorprendida.

Tras tomarse un instante para reflexionar, el desconocido añadió:

—Me llamo Derk Verheugen, y usted es la primera alemana que veo desde que aterrizamos.

—¿De verdad? —dijo Lilly, y enseguida cayó en la cuenta de que debería haber correspondido al holandés diciéndole su nombre.

—Se lo juro.

—Lilly Kaiser —se presentó al fin.

—Encantado de conocerla. Espero no estar molestándola. Es agradable encontrarse con alguien de una cultura afín a la tuya. ¿Qué le lleva a Padang, si no es indiscreción?

Lilly miró al hombre desconcertada y también un poco asustada, pues hasta ese momento nadie la había abordado de manera tan descarada. Y además no era su tipo, por más que tuviera unos ojos azules bastante bonitos y no pareciera tener muchos más años que ella.

Quizá se dedique a la trata de blancas, pensó con pavor. Pero como esperaba librarse de él al llegar al avión y había dos policías del aeropuerto muy cerca se limitó a decir:

—Voy en busca de una violinista.

—¿Organiza usted conciertos?

Lilly negó con la cabeza. Quizá no sea un bicho raro, se dijo. Aun así, decidió no bajar la guardia.

—No, sigo la pista de una violinista del siglo pasado. Desapareció en Sumatra. Y también tuvo allí una hija de la que no se sabe nada.

—Quizá se enamorara de un rico terrateniente. Hace años la isla estaba plagada de plantaciones.

—Pero eso no justifica su desaparición. No, creo que fue otro el motivo. En todo caso, eso es precisamente lo que me propongo averiguar, y también por qué su violín fue a parar a manos de otra violinista nacida asimismo en Sumatra.

—Suena de lo más emocionante. Casi siento pena de no haber estudiado Historia.

—¿A qué se dedica? —le preguntó ella, sorprendida de haber vencido su timidez. Sin saber muy bien por qué, ese hombre inspiraba confianza, lo cual podía verse como una virtud si no fuera porque se comportaba con cierto descaro.

—Soy dentista.

—¿Dentista? —Era lo último que Lilly se habría esperado.

—No tema, he dejado mi instrumental en casa —bromeó—. Se trata de un viaje de placer, así que no pienso sacar ninguna muela. A no ser que me lo ruegue encarecidamente, claro.

—Creía que había dejado su instrumental en casa.

—Seguro que algo se podría hacer. —Verheugen se echó a reír—. Pero tiene usted razón, no he venido a trabajar, sino a disfrutar de ese hermoso país.

Al momento siguiente anunciaron su avión.

—Creo que deberíamos ir tirando —dijo Verheugen jovialmente—. ¿Usted qué opina?, ¿accederá el pasajero que se sienta a su lado a cambiarme el sitio?

—No lo creo —repuso Lilly con una sonrisa—. Aunque siempre puede probar.

Como cabía esperar, el vecino de Lilly no accedió a cambiar su sitio, y tampoco en el siguiente vuelo hubo suerte. Lilly no sabía si sentir pena o celebrarlo. El holandés era muy divertido y seguro que guardaba en la manga unas cuantas anécdotas que contar. Pero había algo en su desenvoltura que rayaba en la indiscreción.

De modo que disfrutó del silencio del hombre de negocios indonesio que tenía sentado a su lado y que no despegó los ojos de un periódico local, y se dedicó a estudiar su guía.

«El aeropuerto de Minangkabau fue destruido por el tsunami de 2004 y posteriormente reconstruido siguiendo el estilo de las construcciones tradicionales de la isla», leyó antes de estirar el cuello para intentar ver algo por la ventanilla.

El librito decía que la mejor manera de contemplar los vastos palmerales de la isla era desde el cielo. Pero en esos momentos la isla estaba cubierta por una capa de niebla y solo un par de picos verdes asomaban por el denso velo blanco. En la guía también informaban de que en el verde manto que formaban las palmeras se abrían numerosas calvas provocadas por la tala indiscriminada y los incendios, y que el Gobierno pretendía poner en marcha un plan de reforestación. Quizá no fuera tan decepcionante que la jungla quedara oculta bajo esa niebla…

A pesar de todo, pudo echar un vistazo al aeropuerto antes del aterrizaje. El edificio estaba hecho a imagen y semejanza de las construcciones tradicionales minangkabau, con esos tejados picudos que parecían dos medias lunas apoyadas la una en la otra. Cuadraba a la perfección con el nombre de la línea aérea que les había traído desde Yakarta: Garudá, el símbolo nacional de Sumatra, una criatura mítica mitad hombre mitad pájaro de la que se dice que protege a los pobladores de la isla.

¿Qué le tendría reservado ese lugar? ¿Seguiría existiendo el jardín a la luz de la luna? ¿Lograría descubrir qué fue de Rose Gallway y por qué el violín acabó en manos de Helen Carter?

En el vestíbulo del aeropuerto estaba esperándola el doctor Verheugen. Aún no sabía muy bien qué pretendía ese hombre, pero su instinto le decía que solo quería ayudarle. Y quizá también buscara un poco de compañía.

—Bueno, ¿esto es todo lo que trae? —dijo señalando su maleta.

—Sí, ahora lo que necesito es echar un sueñecito.

—La entiendo, aunque quizá debería esperar un poco antes de acostarse, así le costará menos adaptarse al horario local. Aunque también podría ponerse el despertador y echar una siestecita hasta la hora de cenar.

—¿Viene a menudo a Sumatra?

El dentista sonrió.

—Podría decirse que esta isla es mi segunda casa: vengo dos o tres veces al año.

Lilly tuvo que contenerse para no mostrar abiertamente su sorpresa. Solo con pensar en la fortuna que Ellen había pagado por ese viaje…

—Espero que se aloje en un buen hotel.

—He reservado en el hotel Batang —dijo Lilly, buscándolo en la guía—. La única referencia que tengo de él es lo que dice este librito.

—El Batang es uno de los mejores. Lo llevan dos ingleses, aunque el edificio es más bien de estilo holandés. Hasta donde yo sé, siempre ha sido un hotel. La gente que ha dormido allí solo dice cosas buenas.

—¿Y usted dónde se hospeda?

—En casa de unos amigos que viven en el centro. Qué bien que haya elegido el Batang, queda cerca de donde yo me alojo. Si quiere puedo mostrarle los archivos donde se conserva toda la documentación de la época colonial. Pero no espere milagros, pues ha habido tantos terremotos que es muy posible que gran parte de sus fondos se haya perdido.

—¿Haría eso por mí? Me refiero a enseñarme los archivos.

—Sí, con mucho gusto, a no ser que no quiera que meta las narices en sus asuntos. Ha de saber que tengo el feo hábito de empeñarme en ayudar a quien creo que puede necesitarme. Si no le parece apropiado, no he dicho nada, pero si lo desea le echaré una mano con gusto. Si quiere, también puedo hacer de intérprete. Muchos documentos estarán en neerlandés, y aunque con la gente del archivo podrá entenderse en inglés, el malayo y el neerlandés le abrirán más puertas.

—No quisiera abusar —dijo Lilly algo insegura. A excepción de Ellen, no se había encontrado con mucha gente dispuesta a ayudar desinteresadamente—. Seguro que tiene otros planes…

—La persona con la que he de encontrarme no vendrá hasta dentro de dos días, así que tengo tiempo para usted. Créame: no es muy frecuente toparse con alguien interesado en hurgar en la historia colonial de Sumatra. Me encantaría que me contara más cosas sobre esas dos mujeres. Así, cuando vuelva a Ámsterdam, tendré una aventura que contar a mis pacientes.

¡Como si no fuera ya bastante aventura estar en este lugar del mundo!, pensó para sus adentros Lilly, alegrándose ahora de no haber ignorado o mandado a paseo a Verheugen.

—Perfecto entonces. Le agradezco su ayuda, y estaré encantada de contarle más cosas de las dos anteriores dueñas de mi violín.

—Estupendo. ¿Quedamos mañana a las diez delante de su hotel? Estaré con usted todo el tiempo que me necesite. Y si acabo resultándole molesto, no dude en decírmelo.

—De acuerdo —convino Lilly estrechando su mano. El dentista le brindó una sonrisa. Luego salieron fuera, donde aguardaban los taxis.