PADANG, 1910
A Helen le encantaba esconderse. Cuando buscaba cobijo entre el frondoso arbusto de detrás de la casa y sentía que nadie podía encontrarla, inventaba fantásticas historias de príncipes, rajás, demonios y bellas princesas. A veces se escondía de su madre; otras de miss Hadeland, su profesora de música holandesa.
—¡Helen! —clamó la voz de su madre desde el interior de la casa, pero la chiquilla no la oyó.
Ajena a todo, Helen rodeó corriendo el edificio en dirección al portón del jardín, donde un tupido seto impedía ver la calle. En esa muralla verde había un lugar donde las ramas formaban un hueco en el que Helen quedaba guarecida por completo. Era su escondite favorito.
Ahí solía pasar mucho rato sola, hasta que su madre lograba encontrarla. Pero esta vez, delante del portón, vio a una mujer delgada de pelo negro que llevaba un bonito vestido de color azul oscuro. Miraba el camino como si estuviera esperando a alguien. Era evidente que aún no se había percatado de la presencia de Helen, así que la niña tuvo tiempo para pensar qué hacer. ¿Le dirigiría la palabra sin más? Su madre no veía con buenos ojos que hablara con extraños, pero ¿valía esa norma también para alguien que parecía completamente inofensivo? Al final se armó de valor y se asomó por el poste de piedra.
—Hola —le dijo a la mujer, que pareció asustarse un poco. Al ver a Helen abrió los ojos como platos. ¿Desde cuándo una mujer adulta se asustaba de una niña pequeña?
—¿Quién eres? —preguntó Helen con una sonrisa que pretendía relajar el gesto de la desconocida.
—Yo… —dijo la mujer aún asustada.
—Tendrás un nombre, ¿no? —insistió Helen, planteándose invitarla a entrar. La cocinera siempre hacía scones para la hora del té, con nata estaban deliciosos, y seguro que también le gustarían a esa señora.
—Claro que tengo nombre —dijo la mujer, un poco más tranquila. Se agachó para hablar con Helen, y esta vio que caían lágrimas de sus ojos.
—¿Por qué lloras? —le preguntó tendiéndole una mano. ¡Qué guapa era! Helen nunca había visto una mujer tan bella. Ni siquiera su madre lo era tanto.
—Lloro porque me alegro mucho de verte —contestó, y cerró los ojos al sentir la manita de la niña en la mejilla. Helen notó que la señora temblaba. Una lágrima se deslizó por la yema de sus dedos.
—¡Si estás contenta no entiendo por qué lloras! —Helen retiró la mano y observó con asombro las lágrimas que mojaban sus dedos: eran como gotas de rocío.
—A veces la gente llora de felicidad —dijo la mujer sacándose un pañuelo de la manga para secarse los ojos. Luego se quedó mirando a Helen un rato, como queriendo memorizar cada rasgo, cada pelo de sus cejas, cada poro de su piel—. Tenéis un jardín precioso —dijo al fin la desconocida, para luego señalar por encima del hombro de la niña—. ¿Sabes cómo se llaman esas flores de ahí?
—No todas. Sé que esas son rosas, y que esas otras son fangi…, franchi…
—Franchipanes —le ayudó la desconocida.
—Sí, eso es, fran-chi-pa-nes. —Helen tenía que pensarse cada sílaba para decir correctamente la palabreja—. Esas de ahí son orquídeas, y esos son jazmines.
La mujer se echó a reír.
—¡Pero si conoces un montón de flores!
—Pero no todas. Tenemos muchas más —repuso Helen—. ¿Quieres verlas?
—Quizá luego.
Al oír la voz de la madre de Helen, la desconocida se asustó mucho.
—Tengo que irme —dijo guardándose el pañuelo en la manga. Su voz sonó muy bajo, como un susurro.
—¿Vendrás a visitarme? —le preguntó Helen cuando oyó venir a su madre.
—Sí, vendré —le prometió la mujer—. Pero no le digas nada a tu madre. No debe saber que he estado aquí.
—¿Por qué no?
—Porque es un secreto.
—¿Un secreto?
—Sí, un secreto. Y si me lo guardas, la próxima vez te daré algo muy bonito.
—¿Qué? —inquirió Helen, pero la mujer vio que la madre venía hacia el portón dando grandes zancadas.
—Ya lo verás. Volveré pronto.
Se dio la vuelta y se marchó apresuradamente.
Al momento apareció su madre.
—¡Helen! ¡Pero si estás aquí! ¡Llevo un buen rato llamándote!
Y bien que lo sabía Helen, pero no podía decirle que no le había dado la gana de contestar.
—¿Quién era esa mujer con la que hablabas?
Ivy Carter, la madre de la niña, alargó el cuello para intentar verla, pero ya había desaparecido.
—No lo sé —respondió Helen consciente de que no podía contarle nada si quería el regalo que la desconocida le había prometido.
—¿Y qué quería?
Helen se mordió el labio inferior sin saber qué decir. Por nada del mundo quería mentir a su madre, pero tampoco quería traicionar a la bella desconocida, que quizá fuera una princesa o un hada buena.
—Me ha dicho que teníamos un jardín muy bonito —repuso al fin, satisfecha de sí misma por haber logrado no decir ninguna mentira.
La madre de Helen sonrió y la tomó en brazos.
—Espero que hayas sido educada y le hayas dado las gracias.
—Sí, se las he dado, y además la he invitado a entrar. Pero entonces se ha despedido y se ha marchado.
Ivy le estampó a su hija un beso en la frente. Pero, al mismo tiempo, una arruga de preocupación apareció en su entrecejo.
—¿He hecho mal en invitarla? —preguntó la niña, que sabía perfectamente que cuando su madre ponía esa cara era porque se había portado mal.
—No, no has hecho mal, vida mía —contestó su madre—. Ha sido muy amable por tu parte invitarla. Pero la próxima vez pregúntame antes; no sabemos qué clase de persona es.
—¡Pero si era muy simpática! —exclamó Helen, sorprendida por la desconfianza de su madre.
Ivy suspiró. ¿Cómo explicarle a su pequeña que la gente que parece amable no siempre lo es? ¿Cómo decirle que la sonrisa de un adulto puede ocultar oscuras intenciones?
—Bueno, vamos dentro. Los scones ya están listos. ¿Quieres probarlos?
Helen asintió y siguió a su madre dando saltitos.
Esa noche Helen tardó en atrapar el sueño. Sin nada más que hacer, observaba las sombras que se proyectaban en el techo de su cuarto. Antes, los contornos de la ventana y las ramas de los árboles, mecidas por la brisa del mar, le daban mucho miedo… Pero ahora sabía que eran árboles y no demonios. Cuando lo descubrió no pudo evitar sentirse un poco decepcionada, pues adoraba los cuentos. Sobre todo los del teatro de sombras, al que su padre la había llevado hacía poco. Al día siguiente no había podido parar de hablar con su amiga Antje Zwaneweeg de esas maravillosas y también horripilantes marionetas que se movían tras el lienzo iluminado.
Cuando, después de ir al teatro, volvió a ver esas sombras en el techo que tanto miedo le daban, llegó a la conclusión de que solo eran árboles. Y que lo que se movía entre sus ramas no eran más que aves nocturnas buscando algo que comer. ¡Pero ahora tenía un secreto! ¡Uno de verdad! ¿La vería al día siguiente? Le había dicho que volvería pronto, pero, como ella misma sabía, eso no era decir mucho: cuando le decía a su madre que ordenaría su cuarto pronto, solía tardar un par de días en ponerse a ello. ¿Vería de nuevo a la desconocida?
A la mañana siguiente, mientras repasaba el alfabeto con su madre en el cuarto de estudio, Helen solo podía pensar en aquella mujer. ¿Qué pasaría si le daba por aparecer cuando ella no estuviera? ¿Y si no se acordaba de lo convenido? Se moría de ganas de salir e ir a echar un vistazo, pero sabía que su madre no la dejaría hasta que hubiera escrito todas esas dichosas letras.
—¡Helen! ¿Me escuchas?
La niña se sobresaltó. Había oído a su madre, pero no sabía lo que había dicho.
—Helen, ¿se puede saber qué te pasa hoy? —le preguntó preocupada mientras dejaba a un lado el libro que tenía en las manos—. Es como si no estuvieras aquí.
Avergonzada, Helen clavó la vista en la mesa que tenía delante. No sabía qué decir. Las clases con miss Hadeland eran muy aburridas, pero con su madre le solía gustar aprender cosas; le había prometido que un día la mandaría a una escuela de verdad, donde habría muchos libros y podría tocar música.
Como Helen no respondía, su madre se acercó y le apartó un mechón de pelo de la cara.
—¿Estás cansada, tesoro? ¿No has dormido bien?
Para simplificar, Helen asintió, y lo cierto era que no había dormido mucho. Pero lo que no le dijo fue que, si estaba tan ausente, era sobre todo porque no podía dejar de pensar en la desconocida que le había prometido un regalo. ¡Si al menos le hubiera dicho un día y una hora! Por esa vez, su madre lo dejó pasar y siguió con la clase, aunque no estaba muy segura de que su hija la estuviera escuchando. Por su parte, Helen era consciente de que no podía seguir así. ¿Por qué no era capaz de quitarse de la cabeza a la bella desconocida?
En los días siguientes, aprovechó cada instante que su madre se ausentó de la casa para ir a la puerta en busca de esa misteriosa visitante. Obviamente no la dejaban sola, estaban la cocinera y la doncella, pero estas, en cuanto la señora salía por la puerta, se metían en la cocina a charlar y a tomar té. Se alegró más que nunca de que nadie estuviera pendiente de ella, así creerían que estaba en su cuarto haciendo los deberes. Esa mujer y el anhelado regalo ocupaban su mente desde que abría los ojos por la mañana. En el desayuno mareaba su porridge sin terminar de comérselo, y en las clases era incapaz de concentrarse. Los ojos se le iban constantemente hacia la ventana y su mente no dejaba de hacer conjeturas acerca del regalo de la desconocida. ¿Qué sería?, ¿una pulsera?, ¿un ramo de flores? No, para eso no hacía falta andarse con tanto misterio. Quizá fuera una cajita de madera con una joya dentro, o puede que algo aún más interesante, como un libro mágico o una muñeca parlante.
Mientras hacía guardia en la puerta, le iban viniendo a la mente todos los objetos que conocía. La lista parecía no agotarse, pues siempre se le ocurría alguno nuevo. Inmune al desaliento, la pequeña nunca pensó que su espera fuera en vano. Cuando su madre, extrañada, iba a buscarla a la puerta y le preguntaba qué hacía ahí, ella se inventaba cualquier cosa… Y luego se decía a sí misma que volvería a la carga.
Ese día había tenido clase de música con miss Hadeland. Helen la llamaba miss, ya que, aunque era holandesa, la niña era incapaz de decir «señorita» en holandés. A miss Hadeland solía bastarle verla practicar al piano con afán para darse por satisfecha. Aunque últimamente no estaba demasiado contenta con ella. Una mañana, Helen había oído que le decía a su madre:
—No parece progresar. Toca como si no le gustara hacerlo.
—Quizá sea eso —había respondido su madre—. ¿Y si lo intentamos con otro instrumento?
—¡El piano es el instrumento más indicado para una dama! Si no logra dominarlo, ¿cómo va a aprender a tocar otro instrumento?
—Démosle un poco más de tiempo. Solo tiene ocho añitos. Aún le están creciendo las manos, dentro de poco será más diestra.
—¡Con seis años Mozart ya tocaba sonatas enteras!
—Nuestra Helen no es una niña prodigio ni tiene por qué serlo. Me conformo con que adquiera un buen oído para la música y llegue a disfrutar tocándola. Sea más indulgente con ella.
Pero miss Hadeland no era partidaria de la indulgencia. Obsesionada por hacer de ella una niña prodigio como ese tal Mozart, del que Helen tenía que tocar obras a menudo, cada vez le exigía más, hasta el punto de que no tardó en adoptar la costumbre de darle un varazo en las manos a la menor equivocación. Una vez le dio tan fuerte que la pequeña corrió a los brazos de su madre con lágrimas en los ojos. Tras ese incidente, su madre habló seriamente con la maestra y se acabaron los golpes. A partir de entonces, pasó a maltratar a Helen con las palabras.
Como en ese preciso día.
—¡Ni un camello aporrearía así el piano con sus pezuñas! —le espetó mientras se paseaba delante de ella haciendo sonar sus tacones—. Lo que acabo de escuchar me daña los oídos. ¡Vamos, toca el pasaje otra vez!
Helen, harta ya de tocar esa pieza y cada vez más insegura, colocó los dedos en las teclas y empezó a tocar de nuevo el odioso pasaje. Ahora incluso mejor que antes, a su parecer. Pero volvió a suceder. Sin previo aviso, la vara silbó sobre sus dedos. Asustada y dolorida, retiró la mano provocando una estridente disonancia que resonó en toda la habitación. Ya no pudo más. Se levantó de un salto y, tras patalear un poco, exclamó: «¡No pienso tocar más!». Salió corriendo antes de que la ira de miss Hadeland la alcanzara.
Tenía tanto miedo que el corazón se le salía del pecho. Cuando hubo ganado cierta distancia, aguzó el oído suponiendo que la profesora la estaría persiguiendo. Pero no oyó nada; quizá miss Hadeland necesitara un respiro para recuperarse del susto. Llena de rabia y de miedo, Helen se dirigió hacia el arbusto donde cada día esperaba a la mujer. Aunque en esta ocasión no pensó en ella: su mente estaba demasiado ocupada deseándole todo tipo de males a su profesora de piano; como, por ejemplo, la peste bubónica, de la que le había hablado Antje.
Al llegar al florido arbusto, se quedó paralizada. La desconocida apareció ante ella como si fuera una visión. Estaba delante de la verja, esperándola pacientemente, como si un hechizo la hubiera convertido en estatua. Helen sonrió contenta.
—¡Has vuelto! —dijo con dulzura.
A Helen se le pasó de golpe el dolor de la mano. Llevaba todos esos días esperándola, y ahora, precisamente el día en que la estúpida miss Hadeland había sido tan mala con ella, la desconocida había acudido en su ayuda para consolarla como un hada buena. La niña se acercó a la verja. La mujer alargó la mano y la acarició en la mejilla produciéndole un agradable frescor. Fue entonces cuando vio que en la otra mano llevaba un estuche alargado.
—He venido todos los días con la esperanza de volver a verla —dijo Helen, que a duras penas conseguía no echarse a llorar de alegría.
—Perdóname, siento haberte hecho esperar, pero es que… No me encuentro muy bien —repuso la mujer—. Además, tenía que resolver un asunto. Pero ya estoy aquí, y te he traído tu regalo. —Deslizó el estuche entre los barrotes.
—¿Qué hay dentro? —preguntó la pequeña, fascinada.
—Algo muy especial. Un violín.
Los ojos de la niña se abrieron como platos.
—¿Un violín?, ¿para mí?
—Sí. Es tuyo si lo quieres. Pero vas a tener que aprender a tocarlo. He oído que tocas el piano.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó la cría, haciendo sonreír a la mujer.
—Sé muchas cosas de ti, Helen. Por eso me he decidido a regalarte el violín. Antes era mío, pero ya no puedo tocar.
—¿Por qué?, ¿has olvidado cómo se hace? —Aunque a Helen no le entusiasmaban las clases de música, sería incapaz de olvidar las cosas que miss Hadeland le había enseñado.
—No, no es ese el motivo. —La mujer miró a la pequeña y añadió—: Tienes un corazón fuerte, ¿verdad?
—¡Claro que sí! —afirmó Helen sin saber muy bien cómo medir la fuerza de su corazón; aunque, a juzgar por cómo le latía en esos instantes, tenía que ser el corazón más fuerte del mundo.
—Bien, así podrás tocar el violín muchos años.
—Pero ¿cómo voy a aprender a tocarlo? ¿Vas a enseñarme tú?
—¿Qué hay de la mujer que te enseña piano?
—A ella no le gusta el violín —repuso Helen—. Ni siquiera sé si sabe tocar… Yo solo la veo dar vueltas alrededor del piano con su vara de fresno preparada para darme en los dedos en cuanto me equivoco.
—¿Te pega? —preguntó la mujer sin salir de su asombro.
—Solo cuando me equivoco… Lo que sucede a menudo.
La desconocida frunció los labios, agarró la mano de la pequeña entre los barrotes y observó los arañazos. Luego le acarició suavemente el dorso. De nuevo parecieron asomar las lágrimas en sus ojos.
—¡Quién es ella para pegarte! Si vuelve a ocurrir, díselo a tu madre. Como máximo puede reprenderte si te equivocas, pero pegarte, de ningún modo.
—No es para tanto —la tranquilizó Helen al ver que la desconocida estaba seriamente preocupada por ella—. Duele un poco, pero puedo seguir tocando. Y me vengo de ella en silencio llamándola vaca burra.
La mujer soltó una breve carcajada. ¿O era un sollozo?
—Además, se lo dije a mamá y ya habló con ella. Hoy he preferido marcharme.
—Cuida de tus manos, ¿me oyes? —dijo la mujer, ahora agarrando la mano de la niña con fuerza—. Y prométeme una cosa.
Helen se mostró entusiasmada. Por un regalo así era capaz de prometer lo que fuera, y más a la desconocida.
—Prométeme que un día llegarás a ser una virtuosa del violín. ¿De acuerdo? Suponiendo que te hagas con él…
—¡Prometido! —respondió, aunque enseguida se dio cuenta de que se había precipitado un poco—. ¡Pero primero tengo que aprender a tocarlo!
La mujer miró hacia la casa. ¿Vendría alguien? Cuando Helen se dio la vuelta no vio a nadie acercarse.
—Yo podría enseñarte un poco. Pero necesitamos encontrar un lugar donde la gente que pase por la calle no pueda vernos, ni tampoco tu madre ni sobre todo tu profesora de música. Te enseñaré cómo sujetarlo y te cantaré las notas que tú tendrás que arrancarle al instrumento. ¿Crees que así podrás aprender?
—Pero ¿dónde voy a practicar? —preguntó Helen, sorprendida, pues nunca había oído hablar de un método así.
La mujer levantó la cabeza y abarcó todo el jardín con su mirada.
—Todo esto es muy amplio. Digo yo que habrá algún rincón donde nadie te vea. Además, seguro que tu madre saldrá en algún momento a hacer sus recados, ¿no es cierto?
—Sí. Suele irse siempre dos o tres horas por la tarde. En esos ratos podrías venir a ayudarme.
—No, no creo que sea buena idea. Si tu madre se enterara, me impediría venir a verte. Tendremos que mantenerlo en secreto. Te gustan los secretos, ¿verdad?
Helen asintió. Sí, claro que le gustaban, aunque fuera difícil guardarlos.
—¿Y dónde nos encontraremos? —preguntó.
—¡Dímelo tú! Supongo que no te dejan salir de casa sola, ¿no?
Helen se tomó un tiempo para reflexionar. ¿Dónde podían esconderse ella y su nueva amiga para tocar el violín? Entonces se le ocurrió un sitio. Había estado allí solo una vez, pues en realidad no estaba en su finca sino en la del vecino, donde el jardín crecía a su aire. Entre sus recuerdos había la imagen borrosa de un pequeño pabellón, que ahora, sin embargo, pudo ver con nitidez. ¡Qué mejor lugar para quedar con la desconocida!
—Sé un sitio. Pero tengo que enseñártelo, pues no es fácil de encontrar.
—¿Es aquí en vuestro jardín? —preguntó la mujer, a quien la idea no parecía hacerle mucha gracia.
—No, fuera. Solo tienes que recorrer esa valla hasta llegar a un seto. Nos vemos allí.
Helen se perdió en la maleza. Rápidamente dio con el angosto hueco que había en la valla y que daba al seto del terreno contiguo. Asomada desde su pasadizo secreto, empleó el tiempo que necesitó su amiga para llegar al lugar acordado en contemplar la blanca casa de madera llena de desconchones. ¿Viviría alguien allí? Ella nunca había visto a nadie… Las ventanas parecían ojos tristes. Quizá se sintiera sola al estar deshabitada.
Oyó un ruido a su espalda y se volvió. Entonces apareció la mujer, con el aliento entrecortado como si hubiera venido corriendo; pero no había sido así, pues habría llegado antes.
—Así que este es tu lugar secreto —dijo secándose el sudor de la frente con un pañuelo. Helen se dio cuenta de que los labios se le habían puesto azules, del mismo color que unos arándanos que había visto en un libro.
—¿Te encuentras bien? —dijo preocupada; nunca había visto a nadie con unos labios tan azules.
—Sí, enseguida se me pasa —contestó la mujer. A Helen el tono de su voz le recordó al que empleaba su madre cuando le dolía la cabeza.
—¿Te gusta?
La desconocida contempló la casa.
—Da un poco de miedo, ¿no te parece?
—No vamos a tocar ahí dentro… ¡Ven, te enseñaré dónde!
La agarró de la mano y la llevó a través de la maleza, que estaba tan alta que casi la cubría por completo. Aunque apenas se podía ver nada, al poco apareció ante ellas un pabellón con un aspecto no mucho más lucido que la casa. Quizá podrían devolverle la vida con sus encuentros periódicos.
—¡Aquí es! —dijo Helen señalando la endeble construcción de delgadas paredes de madera.
—¿De veras crees que es seguro?
—Sí, mamá jamás me buscaría aquí. Si no hacemos mucho ruido, nadie nos descubrirá.
—De acuerdo pues, nos encontraremos aquí. ¿Te parece bien los martes y los jueves? Cuando vengas, yo estaré esperándote.
—¡Vale!
—Recuerda que has de esconder el violín donde nadie lo vea.
Helen asintió entusiasmada.
—Eres una niña muy valiente —dijo la mujer acariciándole la mejilla—. Ahora deberías volver a casa.
—¿Seguro que vendrás?
—Te lo prometo. Y la próxima vez no te haré esperar tanto. Dentro de dos días ya es jueves, y aquí estaré entonces.
Loca de alegría, la niña apretó el violín contra su pecho, se despidió de su amiga y, con el corazón contento, emprendió el camino de vuelta a casa. Prefirió evitar la puerta principal, pues seguro que miss Hadeland la estaría esperando allí. Así que se deslizó por la entrada de servicio y subió corriendo las escaleras hasta llegar a su cuarto, donde, con el corazón desbocado, guardó el violín bajo la cama. Cuando volvió a salir al pasillo empezó a pensar dónde podría practicar sin que nadie la viera. El desván siempre le había dado un poco de miedo, pero quizá el violín pudiera protegerla y espantar con su música a los espíritus que habitaban ahí arriba… Antes de llegar a la escalera que llevaba al desván, se escucharon unos pasos detrás de ella.
—¿Dónde te habías metido, Helen? —preguntó enfadada Ivy Carter al ver a su hija—. ¡Qué haces aquí arriba! ¿No deberías estar en clase de música?
Helen alargó la mano para enseñarle a su madre los arañazos aún frescos, y dijo con la mayor de las convicciones:
—¡No volveré a tocar el piano en mi vida!