15

PADANG, 1902

El concierto en el Grand Hotel, al que asistió la flor y nata de Padang, fue maravilloso. Rose se sumergió en la melodía y se dejó llevar por ella con la certeza de estar tocando mejor que nunca. No podía ser de otra manera: Paul se encontraba entre el público. Al verlo se sintió ligera como una pluma, y esa sensación todavía se hizo más intensa cuando comprobó que su prometida no lo acompañaba. Había puesto el arco sobre el violín y, henchida de satisfacción, había tocado hasta dejarse envolver por un flujo de imágenes que la llevó muy lejos de aquel auditorio. Sí, había tocado para Paul. Para él y para nadie más. Y lo que era incluso más reconfortante: Sean Carmichael se equivocaba. Los sentimientos que empezaba a albergar hacia Paul, por más que no supiera si eran correspondidos, le hacían tocar aún mejor.

Cuando se bajó del escenario entre los vítores del público, le dedicó a su agente una mirada de desprecio. Desde el incidente a la vuelta del wayang apenas habían hablado. Si tenían algo que decirse lo hacían por escrito o por medio de Mai, hacia quien Rose sentía una profunda aversión desde que se había ido de la lengua la noche que salió con Havenden. Desearía haberla castigado con su silencio, pero necesitaba de sus servicios, así que hubo de conformarse con una bofetada que dejó a la chica llorando durante más de media hora.

Rose entró en su camerino como en una nube. Esta vez no rehuiría el contacto con el público, así quizá tendría la oportunidad de cruzar un par de palabras con Paul. Pero antes quería despojarse del vestido con el que acababa de actuar.

—¡Mai, tráeme el vestido azul con puntillas! ¡Y date prisa!

La joven china obedeció sin rechistar. Desde que había recibido el castigo, se limitaba a decir solo lo estrictamente necesario para no enfadar a su ama. Lo cual tenía un poco conmovida a la violinista, pues recordaba que, en el pasado, ella hacía lo mismo cada vez que la señora Faraday, descontenta con alguna interpretación, le regañaba y soltaba pestes por su boca pintada de carmín.

En vista de que el concierto había ido tan bien y de que el destino parecía sonreírla con la presencia de Paul, decidió ser un poco más amable con ella. Al fin y al cabo, tampoco quería convertirse en un terrible basilisco como la vieja profesora…

Mai entró con el vestido y Rose la recibió con una cálida sonrisa, a la que la muchacha reaccionó con timidez.

—¿Te apetece librar esta tarde? —le preguntó mientras la chica empezaba a desabrocharle los corchetes del vestido.

—Pero, miss, usted me necesita aquí —respondió con cautela, temiendo que se tratara de una triquiñuela para volver a darle una bofetada.

—Pues claro que te necesito, pero pienso que no te vendría mal despejarte un poco. Ahora voy a ir a saludar a los invitados, así que hasta la noche no hace falta que vengas. Seguro que habrá algún lugar en Padang que desees visitar.

Mai se quedó boquiabierta, sin poder pronunciar palabra.

—¿Lo dice en serio, miss?

—¡Pues claro que lo digo en serio! Aunque, si no quieres, puedes irte al hotel a remendarme las enaguas. Tú decides.

—No, está bien. Me encantaría librar un rato… Si usted me lo permite.

—Ve al wayang, las historias que representan son preciosas. Y quizá encuentres algún nativo con el que charlar.

—Muchas gracias, miss —dijo Mai con una leve reverencia—. Volveré pronto para que no se enfade.

—Bien. Y ahora ayúdame con el vestido y arréglame el pelo. Luego puedes ir donde quieras.

Media hora después, Rose salió del camerino. Un par de invitados habían intentado entrar mientras se estaba cambiando, pero Mai los había disuadido resueltamente prometiéndoles que miss Gallway saldría enseguida a saludarlos. Mientras recorría el pasillo que daba al salón de invitados ataviada con su mejor vestido, el corazón empezó a latirle a toda prisa. ¿Le dejarían hablar un rato a solas con Paul?

Al ver que estaba allí, los invitados rompieron a aplaudir. Van Swieten se le acercó, besó su mano y la condujo al centro de la sala. Luego soltó un breve discurso que ella apenas escuchó, pues estaba demasiado ocupada buscando a Paul entre el gentío. ¿Se habría ido ya? El pánico se apoderó de ella. Si no podía hablar con él quedaría a merced de los otros hombres. Y se sabía de memoria las preguntas que le harían, pues siempre eran las mismas. En cambio, las mujeres no solían dirigirle la palabra; preferían mirarla de arriba abajo como si fuera una cualquiera que vendía su cuerpo por dinero. Como era de esperar, los hombres se abalanzaron sobre ella para colmarla de cumplidos. No veía a Paul y buscó a Carmichael, pero tampoco logró encontrarlo entre tanta gente.

De pronto, en medio de ese bosque de levitas y trajes negros que la rodeaba, divisó el cabello dorado de Havenden. Como es natural no podía dejar a esos señores con la palabra en la boca y correr hacia él; eso habría suscitado más de un rumor. Sin embargo, como si hubiera escuchado su mudo grito de ayuda, él la miró y se acercó a ese enjambre de hombres que la cercaba. Le llevó un rato llegar hasta ella, pero la sola certeza de tenerlo cerca le dio a Rose la fuerza suficiente para soportar las preguntas y los comentarios, e incluso para contrarrestarlos con soltura. Finalmente, Paul logró rescatarla con la excusa de querer presentarle a su prometida. Ninguno de esos señores reparó en que no la había traído consigo.

—¡No sabe cuánto se lo agradezco! —le susurró Rose mientras se perdían por el pasillo que daba a la biblioteca, el lugar menos frecuentado del edificio.

—¿Cansada de conversar con sus admiradores? —dijo él, divertido, mientras Rose sacaba su pañuelo para darse un poco de aire.

—Si a eso le llama usted conversar… No hacen más que preguntarme si ya estoy comprometida, qué se siente al subir a un escenario y si siendo mujer no necesito un protector.

—A juzgar por lo visto, no le vendría mal esa figura —dijo Paul entre risas.

—¡Por supuesto que no lo necesito! He nacido en esta ciudad y tuve que irme a estudiar a Londres siendo aún muy niña. No necesito a nadie que me proteja. Si acaso, a alguien que me espante a los moscones que desean hacerme su amante o que pretenden endilgarme a sus hijos con el mismo fin.

Rose notó que tras el discursito se había puesto colorada. Ni mucho menos pretendía ser tan franca con Paul, que sin embargo no pareció darse por aludido.

—Bueno, ha quedado claro que es usted una mujer muy moderna. Muchas de las damas presentes se despellejarían por conseguir como protector a uno de esos ricos terratenientes.

—Pero esas damas se conformarían con hacerse viejas en su plantación. A mí eso no me basta, me temo. Necesito la música, y también los escenarios.

—¿Y los aplausos?

—¿Qué artista no los necesita?

—Sin embargo, usted huye de los halagos tras el concierto.

—Como ya le dije, eso no tiene nada que ver con mi arte.

Tras oír sus palabras, Paul se la quedó mirando un instante.

—¿Me permitiría ver más de cerca su violín? —le preguntó finalmente, lo que desconcertó un poco a Rose, pues ningún admirador había mostrado nunca el menor interés por su instrumento. ¿No estaría buscando la manera de entrar en su camerino? Por un momento se arrepintió de haberle mostrado tanta confianza, pero luego se dijo a sí misma que Paul no era como los demás. ¡Ay de él si lo fuera!

—Por supuesto, pero está en mi camerino.

—Me haría usted muy feliz —repuso Paul dando un pasito hacia atrás.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Rose. ¡No se había equivocado con él!

—Está bien, ahora mismo vuelvo.

—Aquí la espero.

Entró en el camerino y vio que Mai ya no estaba. Antes de irse había recogido todo. Rose sonrió; parecía que las cosas con su doncella se habían arreglado. Con manos temblorosas, alcanzó el estuche y sintió de pronto celos del interés mostrado por Paul hacia su violín. Al fin y al cabo, ella y su instrumento se pertenecían… Después abandonó apresuradamente el camerino.

Tras mirar a un lado y a otro, se deslizó a hurtadillas por el pasillo como si fuera una ladrona. Paul la esperaba apoyado en la pared como si tal cosa. Por fortuna nadie había descubierto su escondite, ni tampoco parecían haberse percatado de su ausencia. Rose colocó el estuche sobre una mesita en la que había un florero. Escuchando el bullicio proveniente del salón, levantó la tapa y sacó el violín con cuidado.

—Tiene usted un violín maravilloso —dijo Paul, contemplándolo fascinado—. ¿Cómo lo consiguió? Debe de ser muy antiguo.

Rose miró pensativa su violín y luego acarició con ternura su cuerpo con las yemas de los dedos.

—Me lo regaló mi padre. Se lo compró a un mercader chino.

—¿A un mercader chino?

—Sí. Asombroso, ¿verdad? En Londres vi una vez un stradivarius que guardaba cierta similitud con este violín. Lo que está claro es que no fue fabricado en China. Y luego está la rosa… No es nada frecuente en este tipo de instrumentos.

Justo cuando iba a darle la vuelta, Paul adelantó la mano y rozó ligeramente sus dedos. Ella se detuvo instintivamente y él la miró de una forma que la inquietó un poco pero que al mismo tiempo despertó en su pecho un sentimiento hasta entonces desconocido.

—Será mejor que… me vaya —dijo guardando el violín en su estuche.

De pronto se sintió tonta y terriblemente indecente a la vez. Paul estaba prometido. No podían…

—Aguarde…

La cálida mano de Paul se cernió alrededor de su muñeca. Rose lo miró desconcertada. Lo que sentía cuando él la tocaba, ese ardor en el pecho, solo lo había sentido cuando se entregaba en cuerpo y alma a la música.

—Suélteme, por favor —dijo con suavidad a pesar de desear con todas sus fuerzas seguir sintiendo el tacto de su mano.

—Quisiera volver a verla, Rose —dijo casi suplicándoselo—. Acompáñeme a visitar la plantación. Al menos así dispondremos de unas cuantas horas para nosotros.

—Pero su prometida…

Por un momento él pareció sorprenderse. Pero enseguida repuso:

—Maggie siente un pánico atroz hacia la naturaleza. No vendría conmigo ni loca. Usted en cambio no tiene miedo de nada, y no puedo imaginar nada más hermoso que pasar una tarde a su lado. Se lo ruego.

La presión de su mano se hizo más intensa, así como el desconcierto de Rose.

—No puedo —se oyó decir con un hilo de voz, pero luego escuchó a su alma pedir a gritos estar a solas con él. Solo es una tarde, se dijo. ¿Qué puede pasar? Lo acompaño, visito la plantación y luego regresamos. En un par de días partiré hacia la India y dejaremos de vernos.

También había que tener en cuenta las estrictas máximas morales de la señora Faraday, quien siempre le había instado a no dejarse enredar por ninguno de sus admiradores. Además, nadie vería con buenos ojos que se embarcase en una aventura. Su mala fama acabaría manchando la del gobernador, que tan generosamente se había portado con ella. Pero si es solo una salida, una inocente excursión a la jungla, le decía el corazón. Seguro que también irán otras personas. Y puede que tú, con tus conocimientos del medio, les sirvas de ayuda.

—Rose, por favor —le imploró Havenden—. Le prometo que no se arrepentirá. ¿Quién mejor que usted para guiarme por esta tierra salvaje que la vio nacer?

—Seguro que hay guías más dotados dispuestos a ofrecerle sus servicios.

—No lo dudo, pero mi malayo no es especialmente bueno.

—Los guías suelen hablar perfectamente neerlandés e inglés.

—Rose, por favor… —Paul apretó sus dedos entre sus cálidas manos—, concédame este deseo. Usted me raptó y me llevó al mundo del teatro de sombras, deje que ahora sea yo el que la rapte y la lleve a la jungla. Solo es una excursión, nada más. Y puede que incluso se divierta en la plantación; me han dicho que tiene un jardín enorme.

Estaba tan cerca de ella, mirándola tan penetrantemente que no supo decir que no.

—Está bien, lo acompañaré. Pero ha de saber que esta semana tengo unos cuantos conciertos.

—Usted dígame cuándo podría y yo amoldaré mi agenda a la suya. A cambio ha de prometerme que, en cuanto haya el mínimo indicio de que se acerca un tigre, me avisará para que pueda ponerme a salvo.

—Dudo mucho que vaya a aparecérsenos un tigre. Son muy tímidos. A pesar de que de niña anduve bastante por la jungla, normalmente desoyendo las prohibiciones de mi padre, jamás me he topado con uno. Como ve, no sirvo ni para dar la voz de alarma.

—En ese caso seré yo quien se encargue de la seguridad.

Sus rostros se encontraban tan cerca que habría bastado un leve movimiento para besarse. Pero entonces Rose tuvo la impresión de que alguien los observaba y se volvió. Miró a un lado y vio a un hombre al que no conocía pero que parecía un poco indignado.

—Ahora sí que tengo que irme —dijo, y entonces agarró el estuche y desapareció en dirección al camerino.

Cuando esa noche Paul volvió a su hotel se sintió profundamente confundido. Aún tenía el aroma de Rose pegado a su cuerpo y podía sentir el tacto de su mano en las suyas. Y entonces, a pesar de que una parte de él se resistía a admitirlo, tuvo de pronto la impresión de que su matrimonio con Maggie había sido un tremendo error. ¿Cómo había podido suceder todo aquello en tan poco tiempo? ¿Acaso los trópicos habían nublado su razón? ¿Sería culpa del calor? No, sabía muy bien que incluso en Londres se habría quedado prendado de Rose; en especial allí, pues entre tanta calle gris y tanta convención ridícula ella luciría como una orquídea entre la hierba. ¿Podía permitirse reclamar esa flor para sí? Probablemente solo con dar a conocer su intención de obtener el divorcio se formaría un gran escándalo. Ni siquiera su madre, una mujer tolerante y moderna, sería capaz de comprenderlo. De Maggie y sus suegros mejor no hablar. En Londres sería un proscrito con el que nadie con una reputación que mantener querría tratar…

Acalorado, se quitó la corbata y se sentó en el sofá, que, por primera vez en todo el día, estaba desocupado, pues Maggie ya se había ido a dormir. Había querido ir con él al concierto, pero la persuadió de que se trataba de una reunión de inversores en la que se aburriría como una ostra. Ella le creyó y se quedó en el hotel, mientras que él se fue tan campante. Ahora se avergonzaba un poco de haberla engañado, y también de la repulsión que sentía hacia ella cuando la imaginaba pasando los días tumbada en el sofá. Seguro que en cuanto pisara la cubierta del barco de vuelta a casa recuperaría milagrosamente el ánimo…

Se dejó caer en el sofá como un peso muerto. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Seguir reprimiendo esa pasión que lo consumía por dentro y volver a Londres con Maggie? ¿O lo que le dictaba el corazón, que no era otra cosa que conquistar a Rose, divorciarse y ser feliz con su nueva mujer? Parecía tan simple… Pero ¿y si ella no quería? Notaba que se sentía atraída hacia él, pero no sabía si lo suficiente como para aceptar una petición de ese tipo. ¿No sería mejor esperar a estar divorciado? ¿Quería de verdad divorciarse? ¡Hasta entonces nunca se había visto en semejante encrucijada! Tenía jaqueca así que se levantó y fue al cuarto de baño. Allí llenó una palangana de agua y metió la cabeza dentro. El agua no estaba muy fría, pero bastó para que las venas se contrajeran y el dolor remitiera un poco.

—¿No te encuentras bien? —preguntó Maggie, que apareció detrás de él y le dio un susto de mil demonios. Llevaba la bata abierta, se le veía el camisón y el pelo le caía suelto por los hombros.

Antes, al verla así habría sentido un deseo irrefrenable, pero ahora no experimentaba nada. Y lo que era aún peor, no podía dejar de preguntarse cómo estaría Rose en esas mismas condiciones.

—No es nada, ya casi se me ha pasado —dijo él mientras alcanzaba una toalla para secarse el pelo. Cerró los ojos, se frotó la cabeza y apareció ante él la imagen de la violinista.

—La culpa es del maldito calor que hace en este espantoso país —murmuró Maggie poniéndole la mano en el hombro—. Deberíamos irnos de aquí cuanto antes. ¿Cuándo vas a ir a ver la plantación?

Las palabras de Maggie volvieron a despertarle una profunda aversión hacia ella. «¡La culpa de todo la tenía ese país!». ¿Por qué era incapaz de ver lo maravillosa que era esa tierra? ¿Por qué quería volver a toda costa a la gris Inglaterra? Si fuera por él, se quedaría a vivir allí. Al calor. En la tierra donde había nacido Rose. ¡Seguro que sería infinitamente más feliz que en un país frío y con una mujer que no dejaba de quejarse! ¡De buena gana se lo habría soltado! Pero, tal y como su padre le había enseñado, refrenó sus sentimientos y los ocultó ante Maggie. No apartó su mano, como hubiera querido, ni le hizo ver lo odiosa que le resultaba. Se limitó a fingir ser el marido cariñoso y fiel que se suponía que era.

—Lo siento, querida, pero vas a tener que armarte de paciencia unos cuantos días más. Mi abogado está en contacto con el dueño de la plantación para acordar una fecha para la visita. En cuanto la sepa, contrataré un guía e iré allí con mijnheer Dankers.

Que la cita dependía única y exclusivamente de la disponibilidad de Rose y que tanto su abogado como el dueño de la plantación estaban a la espera de que él se pronunciara eran datos que no necesitaba conocer.

—Pues espero con fervor que eso suceda pronto. Estoy deseando poder pasar un rato contigo sin que el sol nos abrase.

Maggie tiró de él hacia el dormitorio. Paul se dejó llevar, pero en cuanto ella se quedó dormida a su lado clavó la mirada en el techo e intentó volver a ser dueño de sus pensamientos, que incesantemente lo arrastraban hacia Rose.

A pesar de que el enfado con Mai ya era agua pasada, Rose no acababa de confiar en la discreción de la muchacha con respecto a Carmichael, así que decidió llevarle en persona a Paul la nota con las fechas de sus conciertos. Obviamente sabía que, estando por ahí su prometida, no podía presentarse sin más en su habitación; pero también sabía que el portero de su hotel sería fácilmente sobornable. Así que se puso un sencillo vestido marrón, se recogió la melena y comprobó satisfecha frente al espejo que parecía una vulgar ama de casa, una de las muchas que había en Sumatra mitad inglesa mitad nativa. Después de introducir la nota en un discreto sobre en el que solo ponía el nombre de Paul, abandonó la habitación. Mai había ido a ver a una costurera de la ciudad, pues la noche antes, al desvestirse, su vestido había sufrido un pequeño percance. Como Rose le había ordenado esperar a que el remiendo estuviera hecho, disponía del tiempo suficiente para cumplir con su propósito.

No le costó mucho trabajo averiguar dónde se hospedaba. En la ciudad había un hotel de referencia para los ingleses; incluso en Londres, con la señora Faraday, había oído hablar de él en varias ocasiones. El hotel Newcastle estaba cerca del puerto, y era uno de los pocos que tenía nombre inglés. El hotel de Rose, el Batang, estaba en el centro y lo regentaban nativos. En realidad, Carmichael habría preferido el Newcastle, pero todas las habitaciones estaban ocupadas, lo que alegró mucho a Rose, que así pudo residir en el centro de su adorada ciudad natal.

Tras cerciorarse de que Carmichael no andaba merodeando por los alrededores del hotel —estaría en su habitación o Dios sabía dónde—, cruzó la puerta de cristal y se sumergió en la riada de paseantes. La mayoría eran nativos. Las mujeres llevaban a sus niños atados al cuerpo o bien iban cargadas con cestos llenos de arroz, batatas o fruta. Los holandeses, enfundados en sus trajes oscuros y en sus levitas, charlaban animadamente mientras sus mujeres hacían lo propio con las vecinas. Rose todavía conocía lo bastante bien las calles de su ciudad como para saber el camino más corto para llegar a cualquier parte. Como no tenía que preocuparse demasiado por su vestuario, se adentró por una de esas callejuelas que olían a todas horas a especias y a basura, saltó un reguero de agua sucia que alguien había arrojado a la calle y espantó con el borde de su falda a un perrillo que estaba a punto de aliviarse en una esquina.

¡Ahí estaba! ¡Justo enfrente! El hotel era uno de los edificios más nobles de Padang. Su blanca fachada no desentonaría en Londres. En los balcones de algunas habitaciones podía verse a señores vestidos con trajes claros y a señoras sentadas al sol con la pamela puesta esperando a que llegara la hora del almuerzo. Como los nativos sabían que a los ingleses les gustaba comprar souvenirs, extendían al borde de las aceras mantas con joyas, cajitas, postales y figuritas de madera. Mientras que algunos europeos se paraban a mirar, los nativos pasaban por delante sin hacer caso.

Rose se sacó la carta del bolsillo y entró con paso resuelto por la puerta del hotel, una obra maestra de madera tallada y cristal. El interior era como el de un hotel de Londres o París; si no fuera por los botones sudaneses, nada le haría recordar que seguía en Sumatra. Los cristales y las luces de la magnífica araña se reflejaban en el suelo de mármol pulido, cubierto en el centro con alfombras rojas. El aroma a café y té flotaba en el ambiente, aunque le faltaba el toque a especias que impregnaba los pasillos de su hotel.

Haciéndose pasar por una simple mensajera, la doncella de una señora anónima, Rose le dio la carta al portero de librea roja.

—Hágame el favor de entregarle esta carta a lord Havenden. A él y a nadie más —dijo subrayando las últimas palabras y deslizando discretamente un billete por el mostrador de la recepción.

El portero la miró con expresión interrogante, pero asintió enseguida e hizo desaparecer el billete bajo su mano. Luego guardó con cuidado la carta en un cajón. Rose le dio las gracias y se fue. En la calle, los ingleses se peleaban por comprar las baratijas que los nativos les ofrecían. Uno de ellos se apartó para dejar pasar a Rose y le dedicó una sonrisa. Ella se la devolvió y pasó rápidamente. En ese momento vio a Paul, que también se había detenido en uno de los improvisados puestos. La mujer que llevaba del brazo debía de ser su prometida. Iba enfundada en un vestido color crema, que bien podía ser de París, y su cara estaba roja del calor. En la mano que tenía libre llevaba un sofisticado quitasol de color blanco. De poco le va a servir, pensó malévola Rose, cuando vuelva a Inglaterra su piel estará marrón como la cáscara de una avellana, arruinada por el sol.

Verla apoyarse acaramelada en su brazo y susurrarle algo al oído fue como recibir una puñalada. Paul no daba la sensación de ser infeliz a su lado. Solo tenía ojos para ella; ni siquiera se había dado cuenta de que Rose estaba allí. ¿Me reconocería si me viera? ¿Se acercaría a mí, me presentaría y mantendría una charla cordial conmigo? ¿O me ignoraría como si fuera una cualquiera? ¿Será mi fama lo único que le atrae?

Las palabras de Carmichael resonaron en su mente, y aunque se maldijo por prestarles atención volvió a escucharlas. «Una vida normal…». En el fondo eso era lo que más ambicionaba: vivir junto a un hombre que la amara. ¿Era Paul ese hombre? No estaba segura. En ese instante sus dudas fueron a más… Tanto, que se sintió tentada de ir corriendo al hotel y recuperar la carta. Si no daba señales de vida terminaría olvidándola… No, seguro que acabaría encontrando la manera de volver a verla. Y ella no tendría el valor de rechazarlo.

Mientras se ahogaba en aquel mar de dudas, la pareja echó a andar. El quitasol de la inglesita le tapó el campo de visión a Paul, por lo que este no pudo ver a Rose. Ya era tarde para volver al hotel… Entonces sí que la vería, y no quería hacer el ridículo delante de él y de su prometida. Así que, aprovechando que seguía fuera del alcance de su vista, siguió caminando y torció por la primera bocacalle que le salió al paso.

Ahora la pelota estaba en su tejado. Si había cambiado de opinión, ella lo aceptaría e intentaría olvidarlo. Cuando llegó a la calle de su hotel vio a Mai hablando con una mujer china bastante mayor que ella. Aunque era absurdo que una señora temiera a su sirvienta, a Rose se le encogió el estómago cuando, intentando por todos los medios que no la viera, pasó corriendo cerca de Mai.

Aquello le hizo recordar un episodio vivido en Londres, cuando ella y un par de compañeras más salieron una noche a escondidas del conservatorio a pesar de que les habían advertido de que era peligroso debido a la chusma que merodeaba. Las terribles historias que se contaban sobre Jack el Destripador, quien muchos años atrás había hecho de las suyas y jamás había sido atrapado, no hicieron sino alentar en ella una placentera sensación de peligro al ver esas calles débilmente iluminadas por las farolas de gas. Y cuando regresaron, esa sensación se hizo todavía más intensa al atravesar el pasillo donde estaba el dormitorio de la señora Faraday. Esa noche memorable lograron llegar a sus camas sin despertarla… Y ahora, cuando Rose regresó al hotel y volvió la vista atrás para cerciorarse de que Mai no la había visto, experimentó la misma sensación triunfal. Con una risa liberadora, se apresuró a subir por las escaleras haciendo caso omiso de la mirada atónita del portero.

—¡Oh, mira qué elefantes tan monos! —exclamó Maggie señalando entusiasmada las figuritas de madera que un muchacho de tez oscura tallaba a la manera tradicional.

Paul la miró sorprendido. Ese día su mujer parecía otra. Aunque el calor hacía incómodo el caminar, en ese paseo por la ciudad no había abierto la boca para quejarse ni una sola vez. Ni siquiera se había mostrado reacia cuando Paul le había propuesto ir a ver a los pescadores recoger sus redes, y eso que podían llenársele los zapatos de arena y era de prever que una costra de sal acabara recubriéndole los labios. ¿Se habría acostumbrado al fin a aquel lugar? ¿O instintivamente había captado su descontento, esa confusión interna que por las noches iba a más?

—Sí, son muy bonitos —repuso intentando disimular su turbación—. ¿Quieres uno?

Maggie asintió y Paul compró una figurita de madera pulida con varios cortes en el lomo.

—Tiene cierto aire hindú —señaló al dársela.

—Esperemos que nos traiga suerte —dijo ella acariciando la parte lisa de la figurita con los dedos enguantados.

—No hay elefante que no la traiga.

Paul la besó en la sien y juntos encararon la puerta del hotel.

Sir, tengo un recado para usted —dijo el portero en cuanto vio a Paul, y enseguida le hizo entrega del sobrecito. En un primer momento el inglés pareció desconcertado, pero en cuanto reconoció la letra tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír como un colegial.

—¿Qué es, una carta? —preguntó Maggie al ver que se guardaba rápidamente el sobre en el bolsillo.

—Nada especial. Noticias de la plantación.

Entonces el rostro de Maggie se ensombreció, como si de pronto acabara de recordar el motivo por el que estaban allí. Paul trató de ignorar su reacción y siguieron andando hacia las escaleras. Hasta que no llegaron a la habitación, Maggie no abrió la boca.

—¿De verdad vas a comprar esa dichosa plantación? —dijo una vez se hubo quitado el sombrero.

Paul arqueó las cejas en señal de asombro.

—¿Qué, si no eso, nos ha traído hasta aquí? Y no voy a comprarla, solo voy a adquirir una participación.

—Ya, pero esa participación te obligará a venir a menudo, ¿no es así?

—Pues claro, tendré que cuidar de mi inversión. Además, el dueño cuenta con mi implicación. ¿Para qué están los socios?

Maggie frunció los labios. La paz que parecía transmitir hacía unos instantes desapareció de golpe. Todo indicaba que no había sido más que la calma que precede a la tormenta. ¿Lo sabría? No, imposible… La tarde que fue al teatro de sombras con Rose se retiró pronto a la cama, y a su vuelta aún dormía. Además, no la creía capaz de deslizarse por las calles de una ciudad desconocida con la sola intención de espiarlo.

—¿Qué te pasa, Maggie? —dijo en tono sereno, por más que el corazón estuviera a punto de salírsele por la garganta y no dejara de preguntarse si había sido buena idea casarse con ella. Su madre siempre apoyó a su esposo en todo. Si por adquirir parte de una plantación, un negocio seguro que iba a reportarles fantásticos beneficios, se ponía así, ¿cómo reaccionaría en otras circunstancias menos favorables?

—¡Que no quiero estar aquí ni un minuto más, eso es todo! —exclamó Maggie, presa de la ira—. ¡Odio este país! ¡Odio este calor! ¡Odio a esa gente! ¿Te has fijado en los niños? ¡No hay quien se los quite de encima, son como moscas! ¡Y ese hedor repulsivo que lo impregna todo! ¡Quiero irme de aquí y punto!

Semejante arrebato pilló a Paul tan desprevenido que se quedó sin habla. Le costó reconocer a su Maggie en aquella mujer que echaba sapos y culebras por la boca. ¿Cuándo se había apoderado de ella esa ira descomunal? De no dar crédito a lo escuchado pronto pasó a hervir de rabia como un cazo de leche que nadie se ha acordado de apartar del fuego.

—¡Este país que tanto odias trajo mucha riqueza a mi familia! ¡No veo por qué he de rechazar la oportunidad de hacer un buen negocio! El único error que he cometido con respecto a Sumatra es haber pensado que me apoyarías… ¡Debí haberte dejado en casa! ¡En tu querido gris y nublado Londres! ¡Tú estarías mucho mejor, y yo no tendría que soportar todo el tiempo tus infantiles lloriqueos!

Maggie lo miró como si acabara de darle una bofetada; luego hizo un puchero y se echó a llorar. Probablemente estuviera intentado ablandar su corazón, pero él no hizo ademán de consolarla. Lejos de apiadarse de ella, se reafirmó en sus reproches. En muchos aspectos, Maggie aún era una mocosa, y como tal se estaba comportando. Solo faltaba que se pusiera a patalear por no haber conseguido lo que deseaba. No, una esposa así no le interesaba. ¡Necesitaba una mujer fuerte, una que arrimara el hombro frente a los retos que iba a afrontar! Dejó pasar un momento, pero al ver que la cosa iba para largo decidió hacer algo para no tener que pasarse toda la tarde escuchando sus sollozos.

—Perdóname, no quise ser grosero —se disculpó acercándose a ella para estrecharla entre sus brazos. Y como era de esperar, Maggie se apoyó en él y dejó que le acariciara el pelo sin importarle que sus lágrimas le empaparan la camisa. Sin embargo, los pensamientos de Paul estaban volcados en la carta que tenía en el bolsillo esperando su oportunidad de ser abierta y leída.

Maggie fue al cuarto de baño para limpiarse las lágrimas y él se puso a ello. Precipitadamente rasgó el sobre y, al ver que el papel solo contenía una lista de números, se encogió de hombros, decepcionado. ¿Qué era esa lista? ¿Un mensaje en clave? Esa posibilidad no habría estado mal del todo, pensó, pero enseguida salió de su error y supo ver de qué se trataba: eran las fechas de los conciertos de Rose. Comprobó que tenía algún día libre entremedio y que, por suerte, disponía de tres días para ir a la plantación con él antes de partir a otro destino. Sin dejar de oír el gorgoteo del agua en el baño, se sentó en el secreter y tomó papel y pluma. De acuerdo, Maggie odiaba ese país, pero Rose no. Y no podía imaginar mejor compañía que ella. Rose le amenizaría el viaje, contaría hermosas historias y tal vez incluso pusiera su granito de arena a la hora de establecer relaciones cordiales con el dueño de la plantación; cosas que no cabía esperar de Maggie. Así que tomó nota de las fechas y escribió al dueño de la plantación para comunicarle su elección.

El día de la excursión, Rose estaba hecha un manojo de nervios. Ni Mai ni Carmichael sabían adónde iba realmente. So pretexto de ir con su madre al interior del país a visitar a su abuela había conseguido tres días de libertad antes de preparar el próximo concierto. Con todo, aún no estaba segura de lo que sentía por Paul Havenden. Él en cambio no parecía dudar tanto: la respuesta que le había devuelto distaba mucho de ser una mera confirmación de fechas.

Aunque ya había pasado casi una semana, no lograba quitarse de la cabeza la imagen de Paul con su prometida. ¿Estaba jugando con ella? ¿O era esa guapa inglesita la que estaba siendo engañada? ¿Cómo llevaba él todo el asunto? No se había vuelto a dejar ver por los conciertos. O bien estaba muy ocupado o se había dedicado a cuidar de su prometida.

—Discúlpeme, señora, pero quería salir a las siete en punto. —La sacó de sus pensamientos Mai con voz aún soñolienta. Su ama había vuelto pasada la medianoche del penúltimo concierto en Padang. Aún quedaba uno, el día antes de partir a la India para continuar la gira. Y Rose tendría que afrontar el duro trago de intentar olvidar que Paul ya estaría camino de Inglaterra y que quizá no volvería a verlo.

—Tienes razón, debería salir ya —dijo Rose, ataviada con un elegante vestido de viaje de color verde.

Se levantó y agarró el bolso de arpillera, que había llenado hasta los topes con todo lo que iba a necesitar esos días. Al notar el peso de su equipaje no pudo evitar sonreír. Cuando era niña y tenía que cruzar la jungla con su madre le bastaban menos de la mitad de esas cosas. Ahora también podría apañarse con apenas unos víveres. Pero viajaba con Paul y, seguramente, con un guía y algunos acompañantes más. O, al menos, eso esperaba pues viajar con un hombre sin carabina era de todo menos decente.

—Cuida de mis cosas y revisa mi vestuario —le insistió a Mai para que en su ausencia no perdiera el tiempo soñando despierta—. Asegúrate de que no hay ninguna mancha ni ningún roto. Quiero que todo esté en perfecto estado a mi vuelta. ¡Y pienso revisarlo!

—Descuide, miss. Me encargaré de que todo esté en orden.

Rose asintió. Después de que se fuera de la lengua, no había vuelto a darle motivos de queja.

—Abre bien los ojos, compórtate como Dios manda y mantén de buen humor al señor Carmichael para que no se le ocurra ir a buscarme y me traiga de los pelos para tocar en un tugurio de mala muerte.

—Así lo haré, miss Rose —repuso Mai con una sonrisa, pues había captado que eso último era una broma— Tenga mucho cuidado en la jungla.

—No es tan peligroso como lo pintan. Si vas por las sendas que mi pueblo lleva usando durante años no corres el riesgo de ser devorada por los tigres. —Se sorprendió de lo que acababa de decir. ¿Cuánto hacía que no llamaba a la población de Sumatra «su pueblo»?—. Y si lo que te preocupa son las personas de la selva, descuida: no hacen nada.

—¿Las personas de la selva? —repitió Mai con los ojos como platos.

Orang Hutans; así es como los llaman los nativos. Son unos monos muy grandes que tiempo atrás se creía que eran personas. Ya te contaré a mi vuelta. —Dicho lo cual se despidió y abandonó la habitación.

Esperaba que Carmichael se hubiera olvidado de despedirla, pero al salir al pasillo se lo encontró de frente.

—Que tengas un buen viaje. —Era la primera vez que hablaban desde la discusión; hasta de sus breves vacaciones le había informado por escrito. Ahora, al encontrarse, no quedaba otra que saludarlo—. Cuida de ti y sobre todo de tus manos. Sin ellas…

—Sin ellas no soy nada, ya lo sé —contestó Rose algo incómoda—. No te preocupes, estoy en mi patria, conozco el terreno.

Cuando iba a dejarlo atrás, Carmichael estiró la mano y la agarró; sus ojos la taladraron.

—¿Cuánto te va a durar el berrinche? ¿Tenía o no razón cuando dije que no eres una mujer normal? ¡Deberías escuchar los elogios que te dedica la gente después de los conciertos! Muchos te comparan con un ángel. Si no fueras tan terca y dieras tu brazo a torcer te enseñaría las críticas. Son mejores que nunca.

Rose apartó su mano. Saber que sus actuaciones estaban teniendo tan buena acogida la halagó, pero también le confirmó que estar ilusionada, enamorada incluso, no afectaba para mal a su arte.

—Pues entonces me debes una disculpa —repuso fríamente—. Pero mejor te la guardas para cuando vuelva. Según parece no he hecho nada malo. Mi música sigue siendo brillante, así que la escenita que me montaste carece de justificación. Y ahora vas a tener que perdonarme… ¡No quiero hacer esperar a mi madre! —exclamó, y siguió su camino sin volver la vista atrás, a sabiendas de que Carmichael la estaría mirando con gesto agrio.

Previendo que su agente no podría contenerse e intentaría seguirla, Rose había trazado un plan con Havenden: iría hacia el puerto para hacer creer a su hipotético perseguidor que realmente se dirigía a casa de sus padres, pero poco antes de llegar doblaría por un callejón, donde él estaría esperándola. El corazón le latía desbocado mientras avanzaba por las calles intentando esquivar los charcos. La noche anterior había llovido mucho, pero apenas había refrescado. En la ladera de las montañas, una niebla blanca como el algodón se extendía sobre el aterciopelado verde que las cubría.

Muy cerca del callejón se detuvo un momento. Tenía las manos heladas de los nervios, mientras que las mejillas le ardían. Como nos suceda algo durante el viaje no solo Carmichael va a maldecirme para toda la eternidad, se dijo. Pero enseguida apartó de su mente esos pensamientos y siguió caminando con paso resuelto. Entonces oyó un resoplido. Dobló la esquina y se encontró con tres caballos. Un nativo de piel bronceada sujetaba a dos de ellos por las riendas. Al tercero lo estaba acariciando Paul.

—¡Ah, pero si ya está aquí! —exclamó al verla—. Pensé que al final cambiaría de opinión.

—¿Por qué iba a hacerlo? —Acto seguido saludó en malayo a su paisano—. Esperamos a alguien más, ¿no?

—No sé a quién —dijo Paul con una amplia sonrisa—. Mi abogado, el señor Dankers, ha preferido adelantarse para hablar con mi futuro socio e ir allanando el camino… Ya me entiende.

—¿Acaso el dueño de la plantación aún no está seguro de hacer negocios con usted?

—Por supuesto que sí, pero la plantación en la que pretendo invertir no marcha tan mal como para no atraer a otros inversores. Si por lo que fuera no consigo caerle bien a su dueño, el negocio se irá al traste.

Rose tuvo que admitir que el mundo de los hombres era un misterio para ella. En ocasiones, cuando Carmichael le contaba cómo llegaban a firmarse los contratos, todo le parecía un completo disparate, pero entonces solía decirse que era una artista y que no tenía por qué entender de esas cosas.

—Pues ya puede ir sacando a relucir sus encantos —repuso Rose, arrancándole una sonrisa al inglés.

—Seguro que su presencia va a serme de gran ayuda a ese respecto. De lo demás se encarga mi abogado. Yo solo tengo que sonreír y hacer algún que otro comentario ingenioso.

—¿De veras cree que podré convencer al dueño?

Paul la miró hasta hacerla enmudecer. No era la mirada de un hombre que se había procurado la compañía adecuada para quedar bien delante de un socio; iba mucho más allá. De pronto su mente se vio inundada de toda la moralina que la señora Faraday le había inculcado. Era inadmisible que una joven atravesara la jungla a solas con un hombre. ¡Qué menos que una dama de compañía, o siquiera una doncella! Pero el hecho era que ahí estaba ella, con un hombre al que encontraba de lo más atractivo y un guía que no movería un dedo por mantener su virtud a salvo. ¿Y ella?, ¿quería ella mantener su virtud a salvo? No era una niña consentida de familia noble, y se sabía lo bastante lista como para evitar un escándalo. ¿Por qué no seguir entonces los dictados de su corazón?

—Pues si no espera a nadie más… —Rose miró a su alrededor. Sentía el deseo irrefrenable de abandonar la ciudad; Carmichael podía acechar en cualquier esquina…

—Pongámonos en marcha. Confío en que no sea la primera vez que monta a caballo.

—No. —Rose meneó la cabeza—. Mi padre me enseñó a montar. Puede que esté algo oxidada, pero en cuanto monte en la silla seguro que recupero el hábito.

En cuanto dejaron la ciudad atrás, Rose sintió un profundo alivio. Hasta el último momento no había dejado de temer que Carmichael apareciera de la nada, descubriera la verdad y la hiciera bajar del caballo a tirones. Por suerte, eso no había sucedido, y ahora la rodeaba la exuberante vegetación de la jungla, el trino de los pájaros y los gritos de los monos.

—No parece muy intimidada por el entorno —dijo Paul acercando su caballo al de ella. El guía iba un poco adelantado, pero Rose sabía que esos caminos no entrañaban gran riesgo. Los tigres merodeaban por el corazón de la jungla, y solo los ejemplares más viejos, carentes ya de fuerzas para la caza, osaban acercarse al hombre. El ruido de los cascos espantaba a las serpientes y a las arañas, y los pacíficos orangutanes eran tan inofensivos como los macacos o el resto de las numerosas especies de monos pequeños. Por otro lado, un observador atento podía deleitarse contemplando hermosas aves y mariposas.

—Por supuesto que no… No olvide que esta es mi patria —repuso Rose con una sonrisa—. Créame si le digo que me inspiran más respeto algunos barrios de Londres. Aquí no hay nada que temer.

—El viejo Londres no es tan fiero como usted lo pinta. —Una sonrisa asomó en el rostro de Paul—. Pero esto es el paraíso. Cuanto más conozco esta isla, más me convenzo de que el jardín del Edén tuvo que estar aquí.

—Seguro que así lo creen algunos viajeros provenientes de otros países. En cambio, yo he visto muchos lugares hermosos.

—Pero ninguno como la isla que la vio nacer, ¿me equivoco? —Paul la miró expectante.

Rose comprendió que era inútil negarlo.

—No, ningún lugar puede compararse a Sumatra —sentenció esbozando una sonrisa—. ¿De veras planea venir frecuentemente?

—Después de todo lo que he visto, sí. Esta isla me resulta de lo más inspiradora, y además mi salud mejora lejos del frío y la humedad. Como es natural, tengo que ocuparme de mis negocios en Inglaterra, pero un par de meses al año sí que podría pasarlos aquí; a poder ser en invierno, que es cuando en Inglaterra se está peor.

—¿Y qué opina su prometida de esto?

Al ver cómo se ensombreció el rostro de Paul, Rose casi se arrepintió de haberle hecho esa pregunta.

—Lo cierto es que Maggie… —Ahora era él quien parecía arrepentirse de haber empezado a responder—. Ella no quiere saber nada de este país. La verdad es que cada día crece más en mí la impresión de que no le interesa nada de lo que hago —se lamentó—. Si he de serle sincero, ya no estoy seguro de que Maggie sea la mujer que… —Paul volvió a titubear, y a tenor del gesto que adoptó tenía que estar albergando un pensamiento terrible—. Quiero decir que ya no sé si… deseo casarme con ella.

Rose se quedó sin aliento.

—¡No diga eso!

—Ya lo creo que lo digo —replicó con vehemencia, como si quisiera inculcarse sus propias palabras—. ¡Lo digo porque es lo que siento! Si al fin llego a un acuerdo con el dueño de la plantación, voy a tener que venir a menudo. Será mucho tiempo, y no quiero pasarlo solo. Necesito una mujer que esté dispuesta a viajar conmigo, que no se arredre ante lo desconocido. ¿De qué me sirve una mujer que teme a los monos o a los nativos por más que le digas que son inofensivos?

Rose miró a Paul impresionada, no se esperaba tanta franqueza. Una parte de ella se alegraba, pero otra aún mayor se sentía impactada y confusa. ¿Sería tan fuerte su anhelo secreto como para hacer que todo conspirara a su favor? Pero ¿qué sucedería si dicho anhelo amenazara con cumplirse? ¿Estaba preparada para ser la esposa de Paul? ¿Lo estaba siquiera para ser su amante? ¿Estaba dispuesta a dejar la música por él? A esto último sin duda no, pero seguro que Paul lo comprendería…

Cabalgaron en silencio hasta que el sol se escondió en el horizonte y la bruma empezó a apoderarse del aire. De pronto, el guía se volvió hacia ellos y les dijo, en un rudimentario neerlandés, que la plantación se encontraba cerca.

—¿Ha oído? —le dijo Paul a Rose con una amplia sonrisa—. Pronto sabremos si es una buena inversión o un fiasco.

La casa señorial estaba algo ajada, pero aun así brillaba como una perla en medio de la verde vegetación que la rodeaba. El dueño había decidido proteger sus bienes con dos perrazos, concretamente dos sabuesos, como supo reconocer Rose, pues en Londres conocía a una familia acaudalada que había optado por la misma medida de seguridad. El negro portón de hierro, decorado con una roseta, no era demasiado amigable, al igual que los altos setos que se extendían entre los postes de la verja para ahuyentar las miradas curiosas. ¿A qué vendrá tanta precaución?, se preguntó Rose. A nadie se le ocurriría atravesar la jungla para robarles. Y un animal salvaje no tendría problema en salvar esos obstáculos; los perros no eran rivales para un tigre.

Para llamar la atención de los de dentro había una campana en lo alto de la cerca. Paul tiró de la cuerda y se oyeron unos ladridos amenazantes y las dos fibrosas fieras negras plantaron sus pezuñas en los barrotes de la verja, asustando a los caballos.

—Si no han oído la campana seguro que a los perros sí —dijo Paul algo contrariado.

Al poco vieron a dos hombres acercarse por el camino. Uno de ellos, un hombre alto y robusto que a Rose le recordó a un guardabosque, llevaba dos sogas con las que ató en corto a las dos fieras. Luego les dijo algo en tono severo y tiró de las cuerdas con fuerza; tras unos breves aullidos, los perros se postraron mansos a sus pies.

—Collares con pinchos —musitó Paul, anticipándose a la pregunta que rondaba la mente de Rose.

Acto seguido les abrió el otro hombre, que obviamente no era el dueño sino su mayordomo.

—Sea usted bienvenido, mijnheer Havenden —dijo antes de girarse hacia Rose con gesto interrogante.

—Esta es mi prometida, Maggie Warden —la presentó Paul. Rose se quedó de piedra.

Mijnheer Van den Broock y mijnheer Dankers lo están esperando. Acompáñeme, si es tan amable. Anders se encargará de los caballos. No se preocupe, están en las mejores manos.

El sirviente, que tanto y a su vez tan poco tenía que ver con un mayordomo inglés, se dio la vuelta. Solo entonces Rose se atrevió a mirar indignada a Paul. ¿Cómo se le había ocurrido presentarla como su prometida? ¿Acaso los dos hombres con los que iban a reunirse no sabían qué aspecto tenía la novia de Paul? De buena gana le habría leído la cartilla, pero prefirió esperar. ¡Estaba por ver cómo saldría Paul de ese atolladero! Tales eran el miedo y la ira que embargaban a Rose que ni siquiera pudo fijarse en el maravilloso jardín que estaban recorriendo. Solo al llegar a la escalinata que daba a la casa fue consciente de que estaba inmersa en un mar de flores. El dueño de la plantación no había tenido muy en cuenta las normas y usos de la jardinería inglesa; había preferido dejar que la vegetación creciera salvaje, casi como hacían los antepasados de su madre. Mientras subía las escaleras descubrió, casi ocultas entre la maleza, las chozas de los plantadores y cosechadores. Más allá se erigían en terraza los campos de caña de azúcar.

—A simple vista parece un lugar muy agradable, ¿verdad, querida? —dijo Paul esbozando una desvergonzada sonrisa.

Rose optó por no decir nada. Probablemente la verdadera Maggie habría hecho lo mismo, le dio por pensar. El sirviente los condujo a través del vestíbulo a lo que parecía ser una especie de recibidor, cuyas paredes recubiertas de madera apenas asomaban entre tanto cuadro. Rose estaba a punto de estallar, pero no dejó de poner buena cara hasta que vio al sirviente abandonar la estancia.

—¿Cómo se le ocurre decir semejante cosa? —le reprochó a Paul entre susurros—. ¡Seguro que su abogado conoce a su prometida!

—A mi abogado esos asuntos le importan un bledo, y además no ha visto a Maggie en su vida.

—Y ahora me dirá que no lo traía planeado…

Una sonrisa pícara asomó en el rostro de Paul.

—Pues no, ha sido una ocurrencia. Una ocurrencia que va a evitarnos muchas explicaciones. De otro modo insistirían en saber quién es usted y qué relación nos une. Así todos la aceptarán como mi prometida y usted podrá disfrutar de su anonimato.

—¡Pero no deja de ser una sinvergonzonería injustificable!

—Venga, Rose, no me diga que no le gustan los juegos. Véalo como tal y disfrute. Son solo dos días. Además, estoy seguro de que nuestro anfitrión va a caer rendido ante una mujer tan encantadora como usted y será más proclive a rebajar sus pretensiones.

¿Mujer encantadora? Quizá en otras circunstancias le habría halagado oír esas palabras, pero ahora le hicieron montar en cólera. ¿Qué sería lo próximo que Havenden le tenía reservado?, ¿tomarla del brazo? Y si todo aquello no era más que un juego, ¿por qué no la había puesto al corriente de las reglas? Antes de que Rose pudiera poner el grito en el cielo la puerta se abrió de nuevo y apareció el mayordomo en compañía de dos señores: uno moreno, algo chaparro y con una poblada barba, y otro alto y rubio que, a juzgar por su sencilla pero elegante indumentaria, debía de ser el dueño de la plantación.

Paul le lanzó a Rose una última mirada suplicante y le tendió la mano al rubio.

Mijnheer Van den Broock, es un placer conocerlo en persona. Le presento a mi prometida, Maggie Warden, que se ha quedado sin palabras al ver su maravillosa propiedad.

Rose se tragó la bilis e incluso logró esbozar una sonrisa. Enseguida notó que ese hombre la escrutaba con mirada inquisitiva, probablemente por el leve exotismo de sus rasgos, pero como no quería perjudicar a Paul se limitó a decir:

—Encantada de conocerlo. Hace días que Paul no habla de otra cosa que de la plantación.

Van den Broock, cuyo aspecto era todo menos afable, soltó una sonora carcajada.

—Bueno, ya veremos si dura su entusiasmo. Mi plantación marcha bien, pero podría dar aún más beneficios con un socio de fiar a mi lado.

—Le tomo la palabra. No tengo la menor duda de que Paul es el socio que anda buscando.

¿Había ido demasiado lejos? Sea por lo que fuere, la mirada de Van den Broock se había tornado escéptica.

—Su neerlandés es admirable. ¿Puedo preguntarle dónde aprendió mi lengua una señorita de Inglaterra? —preguntó al fin.

Rose ni siquiera se había dado cuenta de haber respondido en la lengua materna del dueño de la plantación. Entonces cayó en que la verdadera Maggie no habría entendido una palabra. Inmediatamente se le aceleró el pulso.

—La aprendí de mi madre —repuso, lo cual al fin y al cabo no era mentira. Luego bajó la cabeza fingiendo timidez, aunque en realidad pretendía que no se notara lo enfadada que estaba con Paul—. A ella se la enseñaron de niña.

—Qué curioso… Lo cierto es que me alegro, así no tendré que ofender a nadie con mi espantoso inglés. ¿Vamos al salón? Mi cocinero es un auténtico mago, por más que yo aún no sea del todo capaz de apreciar sus milagros culinarios, me temo. Por ello le compenso dejando que despliegue todo su talento con mis invitados.

El menú que el cocinero llevó a la mesa consistía principalmente en especialidades locales, la mayoría con fuertes condimentos. Van den Broock, al igual que Rose, parecía estar acostumbrado a esa comida, mientras que Paul tenía serios problemas con el picante. Verlo llorar a lágrima viva, después de vaciar el vaso de agua en su garganta sin querer admitir por orgullo que no podía más, supuso para Rose una pequeña revancha con respecto al juego que la había obligado a jugar. Ella también tenía las mejillas rojas por la comida, pero la sensación le resultaba familiar y no le suponía inconveniente alguno, pues su madre cocinaba aún más picante que el cocinero del dueño de la plantación.

Después de cenar, Van den Broock inició una charla eterna sobre la producción de azúcar. Parecía saberlo todo acerca del clima, la fauna, la flora y, sobre todo, la situación política. Paul contraatacó con anécdotas relacionadas con la hacienda familiar, ligadas sobre todo a la cría de caballos y la agricultura, que resultó ser la debilidad de ambos. Rose se alegró de que el anfitrión apenas le dirigiera la palabra. Las pocas preguntas que le formuló giraron en torno a Londres, lugar que Van den Broock no conocía, así que no halló dificultad alguna en contestarlas. Más de una vez tuvo que morderse la lengua para no soltar alguna anécdota del instituto de la señora Faraday. En un determinado momento se dejó llevar por su pasión y comentó que era una gran admiradora de la obra de Vivaldi. Paul no dejó pasar la oportunidad de retomar su arriesgado juego y comentó que su prometida no tocaba mal del todo el violín. Como era de esperar, Van den Broock le pidió entonces que hiciera una pequeña demostración. Por suerte, el violín que había en la casa dejaba bastante que desear, y eso, unido a que Rose se forzó a tocar con cierta dejadez, hizo que nadie se diera cuenta de que estaban ante una de las mejores violinistas del mundo. Tras esa broma inocente (al menos lo era para él), Paul le guiñó el ojo con complicidad y Rose fue incapaz de mantener su enfado. La verdad era que resultaba excitante y divertido confundir un poco al anfitrión. Una vez Rose hubo tocado, el resto de la velada transcurrió armoniosa y sin más sobresaltos para ninguno de los presentes.

Ya en su cama individual —Van den Broock, soltero y sin hijos, por suerte era de la opinión de que dos prometidos no podían compartir lecho—, Rose miró pensativa hacia la ventana, por la que de vez en cuando se veían pasar murciélagos y aves nocturnas. Esa noche acababa de comprobar, en cierto modo, qué significaba ser la prometida de Paul. Por un lado le había gustado ser apreciada por los hombres sin tener que demostrar de lo que era capaz. Pero por otro se había dado cuenta de que, a los ojos de esos mismos hombres, no era más que un apéndice de Paul. En el escenario, donde ella era el blanco de todas las miradas, nadie dudaba de su valía. En cambio, esa noche, se había sentido inútil… Aunque quizá se debía a que había tenido que adoptar una identidad que no era la suya. Pensó en ello y volvió a enfadarse un poco con él. ¿Por qué no se había limitado a presentarla como una amiga? Aunque Van den Broock no daba la impresión de ser un melómano, ella al menos habría tenido algo de que hablar. Aun así, a pesar de sus tretas miserables y de que no parecía importarle más que conseguir una parte de la plantación, no podía evitar sentirse en la gloria junto a Paul. A la vuelta, en cuanto el abogado les dejara un rato de intimidad, hablaría con él e intentaría aclarar la situación.

A la mañana siguiente, Paul la despertó muy temprano, pues Van den Broock había quedado en enseñarles el terreno. En un primer momento, al abrir los ojos, no supo dónde estaba. Pero en cuanto vio a Paul sus sentidos se pusieron alerta; había entrado sin llamar.

—¿Qué hace usted aquí? —exclamó tapándose con la colcha hasta la barbilla.

—Buenos días, Rose. Perdone la intromisión, pero es que ayer tuve una revelación, y he pensado que era una buena ocasión para… —Se detuvo, tomó aire e intentó tranquilizarse.

—¿Y no puede esperar hasta más tarde? —preguntó Rose sorprendida y un poco nerviosa, pues él parecía estar completamente enajenado.

Entonces, aún con mayor asombro, lo vio arrodillarse junto a la cama.

—Rose, ¿quieres casarte conmigo?

Con eso sí que no había contado. Rose abrió los ojos como platos y retrocedió espantada como si quisiera apartarse de un insecto repugnante.

—¡Usted ha perdido el norte!

—De eso nada. Hablo en serio. ¿No te imaginas siendo mi esposa? Viviendo juntos… Aquí, en Sumatra.

—Olvida que mi profesión me obliga a viajar por todo el mundo. Y no estoy dispuesta a abandonar el violín y las actuaciones por usted.

—No tiene por qué ser así. Aquí tendríamos nuestra primera residencia… Y tú podrías viajar igual que ahora. Y cuando me lo permitieras, yo iría contigo. Y cuando no estuvieras con tu agente cosechando éxito tras éxito a lo largo y ancho del mundo, estaríamos juntos, dando largos paseos por la jungla o haciendo lo que tú quisieras.

Rose negó con la cabeza.

—Olvida también a su prometida.

—No hay compromiso que no pueda romperse.

Ahora sí que Rose se convenció de que había perdido la cabeza. Lo mejor sería largarse de aquí, pensó. Que se encargue él de explicar por qué su «prometida» se ha esfumado.

Finalmente se encogió, se envolvió en la sábana y se levantó.

—No sé a qué viene todo esto a estas horas de la mañana, pero empiezo a temerme que se trata de otra de sus bromitas.

—¡No bromeo! —exclamó Paul ofendido, y se apartó de la cama.

—¡Pues peor me lo pone! ¿No se da cuenta de las consecuencias? ¡Menudo escándalo se formaría!

—¡Me da igual! He estado rumiándolo toda la noche… Y la única conclusión a la que he llegado es que mis sentimientos son sinceros y que por tanto hago lo correcto.

A Rose, el corazón estaba a punto de salírsele por la boca. Ella también había estado dándole vueltas a la idea de ser su esposa, pero que él se lo planteara seriamente era algo que no se esperaba en absoluto. De hecho, aún ahora seguía convencida de que no era más que una artimaña. ¿Cómo iba a romper su compromiso?

—Nunca debí haber venido con usted —dijo finalmente, sin saber muy bien si la opresión que sentía en el pecho era debida a la decepción o a otra cosa—. Vaya adelantándose, por favor. Yo tengo que vestirme. Todavía hemos de seguir con esta farsa un poco más.

Paul la miró sin decir nada. Su gesto reflejaba decepción, pero también melancolía. ¿Iría en serio de veras? ¡Valiente disparate aunque así fuera!

—Está bien —dijo él soltando un suspiro y apartando la vista—. Le pido disculpas, no pretendía…

A Rose le habría encantado saber qué pretendía en realidad, pero antes de reunir el valor suficiente para preguntárselo Paul se volvió y abandonó la habitación.

Con un nudo en el estómago, Rose apareció en el comedor, donde el cocinero había servido un espléndido desayuno. Los tres hombres, que charlaban animados, se levantaron al verla entrar.

—Espero que haya pasado una buena noche, señorita Warden —dijo el anfitrión en un inglés de supervivencia.

—He descansado muy bien, gracias —repuso Rose, esforzándose por ocultar su casi imperceptible acento, pues estaba segura de que Van den Broock quería ponerla a prueba.

Mientras tomaba asiento le lanzó una mirada a Paul, que había vuelto a sentarse como los demás pero enseguida clavó la vista en su taza de té como si contuviera algo terriblemente interesante. Rose notó el desencanto en su rostro. Confundida, optó por hacer lo mismo y contempló la nubecita de leche que flotaba sobre el té, recién servido por un criado sudanés. ¿Habría dejado pasar la oportunidad de su vida? Cuando Paul había abandonado su cuarto, hacía tan solo unos minutos, ella creía haber hecho lo correcto, pero ahora la duda le arruinaba el apetito y la sumía en un sombrío silencio. Rose volvió a la vida en cuanto dio comienzo la visita a la plantación.

—Espero que el paseo no resulte engorroso, señorita Warden —dijo Van den Broock mientras cruzaban el patio, jaleados por los ladridos de los perros.

Le habría gustado decirle que, para ella, recorrer una plantación de azúcar no era más que un modesto paseíto, pero afortunadamente se mordió la lengua.

—No se preocupe por mí, adoro pasear.

El anfitrión se echó a reír.

—No deje escapar a esta mujer, lord Havenden. Ese es el espíritu que se requiere aquí en Sumatra.

Paul asintió sin siquiera mirarla. Por suerte, Van den Broock no pareció requerir de ellos ninguna muestra de amor. El anfitrión le dijo algo a su gigantesco administrador, el mismo que el día anterior había domeñado a los sabuesos sin despeinarse, y luego conminó a Paul, a Rose y al abogado a seguirlo.

La plantación, dispuesta en sucesivas terrazas, era un lugar paradisíaco. Los gritos de los monos se oían a lo lejos y aves de vivos colores revoloteaban sobre sus cabezas. Rose creyó remontarse a aquella visita que hiciera a su abuela de niña, pero la visión de Van den Broock, que iba unos metros por delante de ella, la devolvió precipitadamente al presente. Aquel hombre no había ido a ese lugar en busca de un hermoso jardín; el interés de los terratenientes holandeses se limitaba a sacar la mayor rentabilidad posible de cada palmo de tierra. La caña de azúcar había encontrado un buen aliado en esos terrenos, y mientras que a un lado los brotes verdes luchaban por crecer, al otro las gruesas cañas se erigían con las puntas cortadas a machete. Los hombres que trabajaban en los cultivos vestían casi sin excepción con pantalones blancos y sencillas camisas de algodón, aunque algunos iban con el torso desnudo. En la cabeza llevaban atado un pañuelo para absorber el sudor. Era admirable verlos apilar y atar la caña recogida para luego llevarla a las chozas donde sería procesada.

Llegados a un determinado punto, Van den Broock decidió no seguir y animó a sus invitados a continuar solos la ascensión. Obviamente la plantación no abarcaba toda la ladera, pero la última terraza ofrecía unas vistas impresionantes del paisaje, semejante a un mar verde cuyas olas rompían en los lindes de la plantación.

—Al principio, había días en que uno dudaba de poder lograrlo. Mi padre fundó todo esto, pero no vivió lo suficiente como para verlo en su máximo esplendor.

—Esplendor que sin duda se debe a usted.

—Al menos ese ha sido mi empeño —dijo Van den Broock con aparente modestia, aunque Rose supo captar el tremendo orgullo que destilaban sus palabras—. Pero he llegado a un punto en que no puedo seguir adelante solo. Necesito un socio fuerte que me ayude a crecer.

—Pues espero estar a la altura de sus expectativas.

—Primero ha de comprender lo exigente que es poseer una plantación. Es muy probable que tenga que pasar largas temporadas en Sumatra. Debería plantearse si su futura mujer y su venidera familia están dispuestas a aceptarlo.

Paul miró a Rose, que, puesta en ese brete, no pudo evitar bajar la mirada. Pero ¿por qué? No dependía de ella que Paul se embarcara en ese negocio. ¡No era ella su mujer, sino esa tal Maggie! Esa Maggie que no podía soportar Sumatra y que solo pensaba en irse de allí cuanto antes. Curiosamente, ese pensamiento la entristeció un poco. No por la isla, sino por Paul. Y por sus propios sentimientos. Como nunca había estado enamorada, no sabía lo que se sentía, pero ese ardor que consumía su pecho bien podría encajar con eso que llamaban amor.

Al final dieron la espalda a la plantación y siguieron a unos trabajadores que llevaban la caña a unas chozas de las que salía un ruido ensordecedor. En esas construcciones de bambú trabajaban sobre todo mujeres, que se encargaban de meter la caña de azúcar en una inmensa prensa, de la que salía molida gracias a una correa de transmisión y una máquina de vapor. El traqueteo y los constantes silbidos ahogaban cualquier otro ruido, así que les resultó casi imposible escuchar las explicaciones de Van den Broock.

Rose contempló fascinada cómo la máquina trituraba la caña. Si un brazo quedara atrapado entre esos engranajes de hierro, acabaría cercenado sin remedio. Pero las mujeres trabajaban con cuidado y eficiencia; los movimientos de sus manos, repetidos una y mil veces, eran mecánicos y precisos. Por un caño de bambú fluía un espeso jugo marrón claro que iba a parar a una marmita. En cuanto esta se llenaba, una mujer la trasladaba a un fogón. Allí se esperaba a que el viscoso sirope hirviera y luego se derramaba en unos moldes.

—Esto es oro puro —afirmó Van den Broock, sujetando en alto un puñado ya cristalizado—. Nadie sabe a ciencia cierta lo que durará una mina de oro. En cambio, esta riqueza no se agotará mientras el suelo que pisamos siga siendo fértil.

Al mismo tiempo que escuchaba a Van den Broock enumerar las fantásticas posibilidades del comercio del azúcar, Rose se percató de que las trabajadoras lanzaban fugaces miradas de temor a su señor e inmediatamente apartaban la vista. Además, a algunas se les marcaban los huesos bajo la túnica. ¿Acaso el amo no las trataba bien? De niña había oído en varias ocasiones que algunos terratenientes maltrataban y explotaban a sus trabajadores. No obstante, ese tipo de cosas no se sabían en la ciudad. Claro que los nativos tenían que trabajar muy duro en el puerto, pero jamás se vio a ningún holandés maltratar abiertamente a los trabajadores. Su padre, por ejemplo, siempre se había preocupado de que su gente dispusiera de lo necesario para comer y mantener a sus familias.

Rose sintió un nudo en el estómago. Al fin y al cabo, por más que apenas se le notara, ella era en parte nativa, y no podía evitar avergonzarse de estar junto a Van den Broock y ser el blanco de las miradas de espanto de esas mujeres. Hasta entonces casi nunca se había parado a pensar en que los holandeses eran los amos de la isla, pues ya estaban ahí desde mucho antes de que ella naciera. Sin embargo, en ese instante le pareció terriblemente injusto que esas mujeres dieran hasta la última gota de sudor por ese señor. Un señor que, a juzgar por el demacrado aspecto de las trabajadoras, ni siquiera les pagaba bien. Entonces una de las mujeres la miró. Sus ojos eran oscuros como el fértil suelo de la plantación, y Rose pudo ver con claridad que una cicatriz le surcaba la mejilla, fruto probablemente de un fustazo o de un corte. ¿Se lo habría hecho Van den Broock? La mirada de esa mujer se le grabó a fuego en el alma.

Miss Warden, ¿nos acompaña? —preguntó una voz arrancándola de sus pensamientos. Sin que le diera tiempo a darse cuenta, los tres hombres ya estaban en la puerta. Rose miró de nuevo a la mujer, que ya se había vuelto hacia su montón de azúcar, y le dio la espalda con una terrible angustia en la boca del estómago.

Tras la visita a esas chozas, donde todo estaba impregnado de un olor dulzón, le chocó el aire fresco y acre que se respiraba fuera. Un lejano rumor, transportado por el viento, llegó desde las montañas. El cielo había estado cubierto todo el día. ¿Llegaría ahora la lluvia? Rose deseó que así fuera, pues esperaba que un buen aguacero le despejara la mente de dudas y resquemores. Pero comprendió que, si al fin llegaba el agua, no podría correr a recibirla con los brazos abiertos. Rose Gallway hubiera sido capaz de llegar a hacerlo, pero no así Maggie Warden, a la que esa idea ni siquiera se le habría pasado por la cabeza.

—Deberíamos regresar. Aquí la lluvia llega cuando menos te lo esperas, y no queremos que nuestra dama se empape de pies a cabeza.

Dicho lo cual Van den Broock echó a andar, llevándolos por un caminito tan estrecho que apenas se distinguía.

Nada más regresar a la casa, a Rose volvieron a asaltarle los recuerdos de la conversación de esa mañana. Como Van den Broock había dado su consentimiento para que Paul adquiriese una parte de la plantación, ambos se sentaron con el abogado para ultimar los detalles de la operación. Puesto que ninguna mujer era invitada a esas reuniones, ni tan siquiera la «prometida», Rose se fue a su habitación y se sentó junto a la ventana, desde la que podía verse el jardín. Para su sorpresa descubrió varios árboles frutales europeos, seguramente plantados por Van den Broock o sus padres. Aunque parecían sanos, estaban como fuera de lugar; habrían pegado más en un jardín de Inglaterra o Francia. No eran más que un error, como la proposición de Paul. Ser su esposa le abría muchas puertas, pero le cerraba otras tantas. Una cosa estaba clara: lo deseaba con todas sus fuerzas. No podía imaginar nada más hermoso que vivir con él. Hasta entonces no había sentido nada semejante por un hombre, y le costaba horrores imaginarse a otro capaz de despertar en ella esa pasión.

Sus ensoñaciones se veían interrumpidas por las llamadas de atención que incansablemente su propia conciencia le hacía con respecto a los trabajadores. ¿Cambiaría su situación cuando Paul fuera socio? Quizá ella fuera capaz de hacérselo ver. Pero ¿con qué derecho iba ella a decir nada? Ni siquiera era su prometida, así que no tenía voz ni voto. Bien distinto sería si aceptara su proposición. Convirtiéndose en su esposa no solo vería cumplidos sus más íntimos anhelos, tal vez también podría hacer algo por esas pobres gentes. Por sorprendente que pudiera parecerle a sí misma, hasta entonces no había pensado en nada salvo en la música. Pero ver a esas mujeres había abierto una ventana en su alma, gracias a la cual la petición de mano de Paul había dejado de resultarle tan ridícula y desatinada. Tenía la oportunidad de hacer algo por ellas…, además de apagar la ardiente pasión que le consumía por dentro.

Esa noche no pudo aguantar mucho rato en la cama. Lo vivido durante la jornada la impulsó a levantarse, quitarse la bata y ponerse a dar vueltas como una leona enjaulada. ¿Qué debía hacer? ¿Qué era lo correcto? Aún seguía pareciéndole completamente absurdo que Paul le hubiera pedido la mano. Pero ¿no era ese su más secreto anhelo? ¿Había sabido ver Paul ese deseo oculto?

Rose apoyó la frente en el cristal de la ventana y esbozó una leve sonrisa al recordar la cara de Paul cuando le pidió que fingiera ser su prometida. ¿Acaso no era propio de los enamorados comportarse de manera irracional? La señora Faraday siempre le había advertido de que quien entrega el corazón acaba perdiendo la cabeza. Ella no creía haber perdido la cabeza, pero, a juzgar por los disparates que él estaba cometiendo, quizá la vieja profesora no andaba desencaminada. ¿Necesitaba más pruebas? Todo indicaba que Paul estaba loco por ella. Y, pensándolo mejor, ella también había empezado a cometer locuras… Si no, no habría accedido a viajar con él ocultándoselo a todo el mundo.

Mientras los relámpagos iluminaban la estancia y las gotas de lluvia golpeaban el cristal, Rose tomó una decisión. ¡Tenía que hablar con Paul! Se echó la bata por encima y salió de su habitación de puntillas. Paul respiraba plácidamente en su cama, pero en cuanto notó su presencia se sobresaltó.

—¡Rose! —exclamó asustado—. ¿Qué hace aquí?

—No podía dormir —admitió avergonzada mientras jugueteaba con el cinturón de la bata—. Quería preguntarle algo.

—¿De qué se trata?

—¿Hablabas…? ¿Hablaba en serio?

Paul se incorporó aún adormilado. Era como si no diera crédito a sus ojos o como si estuviera en medio de un sueño.

—¿Usted qué cree? —dijo dando un bostezo que reprimió en cuanto vio asomar la decepción en el rostro de Rose—. ¡Pues claro que hablaba en serio! ¿Aceptarías?

Rose volvió a ver los ojos de esa mujer mirándola fijamente, y también la cicatriz que le atravesaba el rostro. De inmediato sintió los latidos de su corazón y un intenso calor le recorrió el cuerpo. Tu sueño podría realizarse, le susurró una voz desde el interior de su cabeza. No dejes pasar esta oportunidad…

—Sí —dijo con voz firme, y enseguida tuvo que luchar por acallar la vocecilla, que ahora le advertía de todo lo que se les venía encima y de los muchos imponderables que pueden hacer que una boda no llegue a celebrarse—. Pero esto te va a traer un sinfín de problemas. Tendrás que romper tu compromiso y hablar con tu madre…

Una sombra oscureció el rostro de Paul, pero enseguida se disipó y dio paso a una sonrisa.

—No te preocupes por eso. Vas a encantarle a mi madre, ya lo verás.

—Olvidas que no soy noble. Y sé por experiencia que algunos aristócratas piensan que todos los músicos son unos crápulas.

—¡Pero no una violinista que ha tocado para reyes! Que el gobernador de Sumatra te haya invitado a tocar en su isla es una prueba más que fehaciente de que no eres una perdida. Ya me encargaré yo de explicárselo todo. Tiene un gran corazón, y aunque a veces se acalora no tarda mucho en recobrar la calma. Te prometo que, cuando te la presente, será la bondad personificada.

Rose asintió. En esos momentos estaba dispuesta a creerse todo lo que le dijera.

—¿Y qué va a ser de Maggie? —adujo Rose—. Creo de corazón que es quien sale peor parada de todo esto.

—Maggie se merece a otro hombre, créeme. Soy demasiado aventurero para ella; me he dado cuenta en Sumatra. Mientras que a mí me interesa todo lo nuevo, ella tiene miedo de los nativos. Haría mejor casándose con un hombre que se quede con ella en Londres, que la tenga en palmitas, le presente a sus amistades y le permita pasarse todo el día hablando con las otras damas de temas intrascendentes como la moda y las fiestas de sociedad. A mí, en cambio, lo que me conviene es una mujer aventurera que no le tema a la jungla… Y que sea capaz de meterse en la piel de mi prometida aunque no lo sea.

Después tomó su mano y se la apretó. Rose sintió que el corazón iba a estallarle. Ahora no tenía dudas de que estaba siendo sincero.

—Permíteme que te haga otra pregunta, la más importante de todas. ¿Me quieres? —le preguntó Paul, mirándola fijamente a los ojos—. Porque yo a ti sí, y estoy dispuesto a enfrentarme a todas las adversidades si sé que me estarás esperando.

Rose escarbó en su corazón. ¿De veras lo amaba?

—¡Oh, sí, claro que te quiero! Te amo desde el momento en que te vi en el jardín de Van Swieten.

Paul tiró de ella y, apretándola contra su cuerpo, la besó.

—Deja el resto en mis manos. Me separaré de Maggie y, en cuanto vuelva, nos casaremos.

Una vez más sus labios se acercaron a su boca, despertando en ella un deseo hasta entonces desconocido. Y aunque sabía que quizá no era lo correcto y que atentaba contra todo lo que la señora Faraday le había inculcado, en vez de irse a su cuarto dejó que sus labios se estamparan en su boca y que luego le recorrieran el cuello hasta detenerse en el hombro.

—Oh, Rose —susurró Paul atacado por un escalofrío que le recorrió el espinazo. Por un instante se quedó quieto, la miró y, sin apartar la vista, acarició su piel. El tacto de sus manos encendió el cuerpo de Rose y despertó en su pecho un tórrido deseo que ya había sentido alguna que otra noche, pero que nunca había sabido cómo aplacar. Ahora al fin lo sabía: la respuesta estaba en el calor de Paul y en el aroma de su piel.

Los oídos le zumbaban, pero cuando él la llevó a la cama no opuso resistencia. Jadeando, Paul le subió el camisón por encima de los muslos y se bajó los pantalones del pijama. No llegó a ver su sexo, pero cuando la penetró con delicadeza lo sintió con tal intensidad que se quedó sin aliento. El dolor duró solo unos instantes… Luego se impuso el placer.

—Te amo, Rose —susurró entre jadeos mientras se hundía en ella y empezaba a moverse cadenciosamente. Ella lo estrechó entre sus brazos e intentó silenciar la desagradarle voz de la señora Faraday, que insistía en llamarla fulana.

Estaba haciendo lo que quería, y se sentía bien por ello. Él era el hombre al que amaba. Deseaba ser suya para siempre. Y en ese momento todo lo que hasta entonces había escuchado sobre la moral le dio absolutamente igual. Lo amaba. Amaba su piel, su olor, el peso de su cuerpo sobre el de ella… Sus manos recorrieron sus músculos, hinchados bajo la piel, para luego aferrarse al cabello que le caía sobre la nuca. Y cuando al fin Paul se vació dentro de ella se produjo una explosión que barrió de un plumazo todas las dudas, todos los reproches.