PADANG, 1902
Wellkom, la residencia del gobernador, estaba fuera de Padang, cerca de las montañas Barisan. Enclavado en una alfombra verde de arrozales y palmerales, el edificio de color blanco semejaba una perla preciosa. El estilo colonial de los holandeses difería un poco del inglés, pero aun así a Paul la arquitectura le pareció perfecta. Las columnas de la entrada le daban un aire distinguido, y en los numerosos ventanales se reflejaba el cielo rojizo del ocaso. Gracias a una escalinata con peldaños no muy altos y a que el terreno se había dispuesto en terrazas, el visitante salvaba la pronunciada cuesta casi sin enterarse. El lugar era aún más hermoso de lo que Paul había imaginado a tenor de las historias de su padre y de otros viajeros. Las palmeras y los melonares le daban cierto aire caribeño a los jardines que Maggie y él recorrían en su coche de caballos. Según se iban adentrando, Paul descubrió jazmines, orquídeas, franchipanes y otros arbustos que de lejos no había reconocido. Todas esas flores impregnaban el aire de un aroma embriagador en el que se distinguía un sutil toque a canela, lo cual hizo pensar a Paul que en los jardines del gobernador también crecía ese árbol.
Como si Van Swieten hubiera persuadido a la naturaleza para ofrecer un espectáculo único, una bruma rosácea bajaba de las montañas, detrás de las cuales el pálido reflejo de la luna luchaba contra los ya débiles rayos de sol. A lo lejos se oían los casi fantasmales gritos de los monos de distintas especies que poblaban la región. Paul ardía en deseos de ver a los famosos antropoides llamados en malayo Orang Hutan —hombre de la selva— en libertad. Hacía poco que habían traído al zoológico de Londres un par de ejemplares, pero los férreos barrotes les robaban gran parte de su grandeza y dignidad. Como atracción de feria sin duda lograban asustar a temperamentos más simples, pero él deseaba verlos en todo su esplendor, y eso solo podía hacerlo allí. A Maggie, por el contrario, esos extraños berridos le ponían los pelos de punta. No se quejaba en absoluto, pero Paul sabía por su mirada que la naturaleza salvaje le provocaba más miedo que curiosidad. ¿Sería capaz en algún momento de apreciar la belleza de aquellos parajes?
—Maggie, querida —dijo Paul intentando animarla mientras señalaba un franchipán en flor especialmente hermoso que tenía toda la pinta de llevar ahí unas cuantas décadas. Alrededor de sus ramas revoloteaban unos pájaros blanquinegros con un enorme pico amarillo—. ¡Mira ese árbol! Deberíamos tener uno así en nuestro jardín de Inglaterra, ¿no crees?
Ver esas flores rosas con el centro amarillo hizo que al fin Maggie esbozara una sonrisa.
—Tienes razón, es precioso. ¿Crees que el gobernador nos dará unos esquejes?
—Estoy seguro de que, si se lo pedimos, lo hará. Ese árbol sería el remate perfecto para nuestra orangerie. Puede que hasta nos regale un pájaro de esos. ¿Sabías que los llaman «pájaros rinoceronte»?
—Supongo que por ese pico tan grande.
Por un momento su mujer pareció relajarse un poco.
—Exactamente, porque les sale del pico una especie de cuerno. Con un ejemplar de esos serías la envidia de la sociedad londinense. Allí lo más que se ve es un triste papagayo.
Maggie asintió y apoyó la cabeza en el hombro de Paul, que notó que volvía a ponerse tensa.
—¿Cuánto tiempo crees que tendremos que pasar aquí?
—El que sea necesario.
—¿Y cuánto es eso?
—Honraremos a este hermoso país con nuestra presencia hasta que logre acordar con el propietario de la plantación de azúcar qué parte de sus tierras me vende.
Paul se echó como un resorte sobre su mujer y, antes de que esta pudiera rechistar, le estampó un beso en la mejilla. El tacto de sus labios hizo que su piel de porcelana enrojeciera.
—Paul, eso no…
—¿No está bien? —terminó la frase antes de esbozar una amplia sonrisa y besarle la otra mejilla—. ¿Estando casados aún te sigue pareciendo indecoroso? Sospecho que nadie lo vería así aunque te besara en la boca a plena luz del día y rodeados de gente. ¡Pero si soy tu esposo!
De pronto, la cara de Maggie resplandeció como una manzana roja bañada por el sol, pero en vista de que en la amplia escalinata había más gente, Paul se abstuvo de darle otro beso.
En la entrada los recibió un sirviente de piel morena vestido a la manera de los batak, con un característico pañuelo oscuro que llevaba enrollado en la cabeza como un turbante. Tras hacerles una reverencia, les indicó por señas que lo siguieran. En el recibidor había más invitados. Fragmentos de conversaciones en alemán, inglés y neerlandés se entremezclaban en la enorme y lujosa estancia formando un zumbido, en medio del cual Paul incluso creyó oír un par de palabras en francés. Con el rabillo del ojo vio que Maggie escrutaba a las damas presentes. Algunas de ellas eran casi niñas, y a juzgar por sus ropajes, tremendamente ricas.
Paul se alegró de haber convencido a su mujer de dar un paseo por la ciudad; sabía lo fácil que era que se sintiera inferior si veía a una mujer mejor vestida que ella. El vestido de seda de color melocotón que le había hecho una sastra china en el tiempo record de tres días podía competir sin problemas con los de las otras señoras; incluso había robado alguna que otra mirada de envidia, que Maggie había recibido de buen grado irguiendo la cabeza.
El gobernador no tardó demasiado en advertir la presencia de los recién llegados. Piet Van Swieten era un hombre alto, de cara ancha, cabello rubio surcado de canas y perilla blanca. Sus vivos ojos eran del azul del cielo que cubría el puerto de Padang, y su risa atronadora resonaba por toda la estancia. Se acercó a Paul y a Maggie con los brazos abiertos y, en un inglés con marcado acento extranjero, exclamó:
—¡Queridos míos! ¡Cuánto me alegro de poder saludarlos!
—Mijnheer Van Swieten, el placer es todo nuestro —repuso Paul en neerlandés—. Permítame presentarle a mi esposa, lady Maggie Havenden.
—Todo un honor, milady —dijo el holandés inclinándose para besar su mano—. Espero de corazón que la velada cultural que hemos organizado colme sus expectativas. Aquí lejos, en los confines del mundo, como quien dice, se suele pensar que rigen reglas muy distintas a las de Europa. Y en parte es así, por lo que, ante las lógicas carencias con respecto al Viejo Mundo, a menudo nos vemos obligados a improvisar.
—¿Va a deleitarnos con unas bailarinas balinesas?
Van Swieten se echó a reír.
—Su padre le habló de ellas, ¿me equivoco? No, me temo que esta vez vamos a degustar otro tipo de arte. También es hija de esta tierra, y se trata de alguien que últimamente está acaparando los titulares de la prensa, de lo cual estoy especialmente orgulloso. Y usted también debería estarlo, pues de alguna forma es paisana suya.
—¡Una mestiza! —exclamó Maggie.
—Si prefiere decirlo así… En todo caso, los llamados mestizos son un pilar fundamental de este país, y no menos abnegados y comprometidos que los foráneos.
A Paul no le pasó inadvertido el ligero reproche que se desprendía de las palabras de Van Swieten. Sabía muy bien que los holandeses veían los matrimonios mixtos con ojos muy distintos a los de los ingleses. Su objetivo era hacer perdurable su gobierno y, sobre todo, el comercio, y para ello necesitaban el apoyo de los nativos y de las generaciones venideras, fueran mestizas o no.
—Discúlpenos, Maggie lo ha dicho sin mala intención. En las colonias inglesas no es habitual ver matrimonios de blancos con nativos, lo que de ningún modo implica que haya querido poner en duda el talento de su invitada. —El gesto de Van Swieten volvió a relajarse, recuperando su desenvuelta jovialidad.
—Pues si es así no quedará decepcionada. Pero antes me gustaría presentarles a mi mujer y a mi hija. Tienen muchas ganas de conocerlos.
El gobernador los condujo al fondo de la estancia ante la mirada curiosa de los otros invitados. Su mujer, a la que Paul conocía por una foto, estaba hablando con una señora mayor algo entrada en carnes. La muchacha que había a su lado era tan parecida a ella que no cabía duda de que se trataba de su hija.
—Geertruida, querida, ven a saludar al hijo de Horace y a su mujer.
La esposa del gobernador era unos diez años más joven que Van Swieten y lucía una figura envidiable enfundada en un vestido azul oscuro. Se disculpó brevemente ante las otras damas y le dijo a la muchacha que la acompañara.
—Esta es mi mujer, Geertruida, y esta mi hija, Veerle —al decirlo, Van Swieten sacó pecho—. Se casa dentro de dos meses.
La joven, de no más de dieciocho o diecinueve años, sonrió con timidez mientras la esposa del gobernador le tendía la mano a Paul, que se inclinó para besarla y luego presentó a Maggie.
—Maggie y yo nos casamos hace cuatro meses, poco antes de que mi padre falleciera —comentó Paul, percatándose de que su mujer fruncía los labios compungida. Aunque ella nunca se lo había dicho, sabía que su mujer veía la muerte de su padre tras la boda como un mal presagio.
—Siento mucho lo de su padre —dijo Van Swieten, visiblemente afectado—. Aunque, según parece, Dios dispone todo para que lo valioso perdure. Estoy seguro de que sabrá ocupar el lugar dejado por el difunto lord Havenden. —Tras un momento en que se hizo el silencio entre ellos, Van Swieten retomó la palabra—: Pues es una pena que no hayan celebrado su boda aquí. Si yo fuera joven y quisiera volver a casarme, puede estar seguro de que me escaparía con mi Geertruida y vendríamos a casarnos a Padang.
Su esposa le lanzó una mirada desaprobatoria.
—Piet, haz el favor de no decir esas cosas, sabes muy bien que una boda requiere preparativos. Ni siquiera un obrero, teniendo familia, se atrevería a escaparse sin más.
—¡Que un obrero no se atreva no quiere decir que un aristócrata no pueda permitírselo! —repuso el gobernador, a lo que su mujer reaccionó negando enérgicamente con la cabeza.
—No deberías decir esas cosas delante de tu hija. Ella nunca haría algo así, ¿verdad que no, Veerle?
El tono casi amenazante de sus palabras hizo sonreír a Paul. Era evidente que Geertruida Van Swieten era quien llevaba las riendas de la familia. El gobernador empezó a sentirse tan incómodo que buscó una excusa para quitarse de en medio.
—Bueno, he de dejarles. Ya tendremos ocasión de charlar con más calma. ¿Te encargas tú de ellos, Geertruida?
—¡Con mucho gusto!
La mujer del gobernador sonrió a Maggie y Paul y luego se acercó con ellos al círculo de damas con las que antes departía. La pareja cosechó tantas miradas de admiración que Paul no pudo evitar mirar orgulloso a su esposa: sin duda era una espléndida lady Havenden. Y quizá pronto empezaría a amar ese país que, más pronto que tarde, iba a ser para ellos una inagotable fuente de ingresos.
Sentir el suave tacto de los polvos sobre la piel y respirar su delicado aroma hacía que Rose se sintiera un poco más cómoda. Se había empolvado la nariz al menos tres veces, cosa en absoluto necesaria. Ni ella misma acababa de creérselo. ¿A qué se debía ese miedo escénico? En los últimos meses, marcados por su rutilante ascenso a estrella en el mundo de la música, había tocado para audiencias mucho mayores que la de esa noche. Pero ahora, sentada en medio de esa habitación habilitada como camerino, rodeada de esos bonitos muebles blancos, se sentía como antes de su primera audición en la escuela de la señora Faraday. No, quizá aún peor: como antes del primer concierto en el conservatorio, cuando, justo antes de salir al escenario, la señora Faraday la amenazó con hacer trizas su violín si no era capaz de tocarlo «con cabeza». Por aquel entonces, su única posesión era ese peculiar violín con una rosa grabada que su padre le había regalado por encontrar simpática la analogía del grabado con su nombre, así que la advertencia la hizo temblar en su taburete como un flan.
Por suerte, todo había salido bien y el violín seguía en su poder. En realidad no había motivo para estar nerviosa. Con Vivaldi seguro que daría en el clavo, pues la pieza no podía ser más brillante. Tal vez resultara un poco extraño que hubiera escogido precisamente «El invierno» de Las cuatro estaciones para tocarlo en Sumatra, pero como la señora Faraday solía decir: la música es un lenguaje accesible para todo el mundo. Quizá lo que la ponía nerviosa era el carácter íntimo del concierto; al fin y al cabo se encontraba en una casa particular. Estando tan próxima al público cualquiera oiría el menor fallo. Aunque lo cierto era que hacía tiempo que apenas cometía errores. En su última actuación, su representante la había felicitado por todas y cada una de las notas, y la prensa había estado de acuerdo con él. ¡Pero la fama es tan frágil! La observaban con mil ojos por ser mujer. Todo podía irse al garete, bastaba con que algún amigo del gobernador bien relacionado en el mundo de la música fuera por ahí diciendo que el concierto había sido un desastre.
Un golpecito en la puerta la sacó de sus cavilaciones. Pensó que sería Mai dispuesta a arreglarle el pelo, pero cuando dio su permiso para que entrara apareció por la puerta Sean Carmichael, su agente.
—¡Estás arrebatadora, pequeña! —exclamó dando una palmada—. Como un ángel a la espera de doblegar a la humanidad con su música para convertirla al bien.
—No exageres —le dijo Rose, harta de que siempre estuviera lisonjeándola antes de cada actuación. Al principio funcionaba y ella se sentía mejor, hasta que se dio cuenta de que aunque estuviera hecha una cacatúa la piropeaba igual. Para él, lo importante era que saliera a tocar y trajera dinero a la caja. Cuanta más alta era la suma, más halagos recibía la vez siguiente.
—No exagero en absoluto. —Sean abrió los brazos y la miró como si jamás hubiera roto un plato—. Estás hecha un primor. Vas a hacer las delicias del gobernador y de sus invitados.
—¿Cómo es el gobernador? —preguntó Rose. A su llegada le habían dicho que el señor de la casa había salido un momento. Luego una sirvienta las había conducido a ella y a Mai a la habitación que habían acondicionado como camerino, y poco después les habían traído limonada y unos pastelillos.
—A primera vista puede parecer un poco…, digamos que un poco tosco. Los holandeses no tienen nada que ver con los ingleses.
—Conozco bien a los holandeses de aquí —repuso Rose—. Y no me resultan desagradables.
—No, no y no… De ningún modo quise decir que Van Swieten sea desagradable —recalcó Sean levantando las manos en señal de defensa y luego llevándoselas a la espalda—. Sé que eres de aquí y que tienes mucho que agradecer a tus profesoras holandesas. Solo pretendía advertirte de cómo es el gobernador. Y lo cierto es que es de los que se pirran por pellizcarles el trasero a las jovencitas…
—¡Sean! —exclamó Rose, que a pesar de su indignación solo cosechó risitas.
—¡Venga, no te alteres! Lo único que importa es que toques bien. El gobernador tiene buen ojo para las amistades, y a juzgar por la cantidad y la calidad de los coches de caballos que he visto llegar, esto va a estar lleno de gente influyente. Voy a tantear un poco el terreno para ti, pequeña, y raro sería que no te consiguiera una actuación en Nueva York.
Rose sonrió al espejo. Sean podía ser un zalamero empalagoso, pero sabía muy bien lo que ella quería. Y hasta entonces siempre había cumplido sus promesas.
—Eso te gustaría, ¿verdad? Pero ahora toca prepararse. Enseguida tendrás que deleitar a los invitados con tu música.
Nada más decir esto, Mai entró en el camerino como un vendaval. Se detuvo al ver a Sean, pero luego reaccionó y cerró la puerta.
—El sirviente del gobernador me ha dicho que la actuación dará comienzo dentro de un cuarto de hora. Será mejor que la peine.
—Lo que tienes que hacer es darle el violín a tu señora y dejarla ensayar un poco. ¡Puede que así logre calmar los nervios! —exclamó entre risas Carmichael antes de abandonar la habitación.
—No le hagas caso —dijo Rose al ver que Mai no sabía muy bien qué hacer—. De tocar me encargo yo. Tú arréglame el pelo… ¡Estoy hecha un espantajo!
Mai agarró el cepillo y comenzó a alisarle con cuidado su larga melena negra, y Rose cerró los ojos. Una a una, las notas de la obra fueron sucediéndose ante ella; se imaginó el acompañamiento, que esa noche no la asistiría pero que en las ocasiones en que tocaba sola llevaba consigo muy adentro, y meditó sobre en qué momentos ejecutaría las coloraturas. Así, poco a poco, fue domando los nervios y, cuando finalmente llamaron a la puerta para decirle que había llegado la hora, se levantó serena e ilusionada.
Paul ya no sabía cuántas manos había estrechado. Era asombrosa la cantidad de personas que conocían a su padre. Maggie estaba con la mujer del gobernador, que le había presentado a un par de amigas. Al verla tan encantada, Paul la había dejado ir y se había dedicado a atender a todos esos señores que tanto se interesaban por el viejo lord Havenden.
—Siento de corazón que Horace nos haya dejado —dijo mijnheer Bonstraa, propietario de una plantación de azúcar al norte de Padang. Su padre le había hablado alguna vez de él. Poseía un agudo sentido para los negocios y una extraordinaria mano para las mujeres. La dama que llevaba del brazo era nativa, veinte años más joven que él y tremendamente bella. Afirmar que solo estaba con él por su riqueza habría sido una falsedad, ya que, pese a su edad, Bonstraa aún tenía una buena planta. Seguro que en sus años mozos había roto unos cuantos corazones.
—Muchas gracias por sus condolencias, mijnheer Bonstraa.
—Era un buen hombre. No como otros ingleses con los que me he topado. Por favor, no se ofenda, pero es que sus paisanos a veces resultan de lo más irritante.
—Reconozca al menos que las nuevas generaciones traen consigo otras ideas y actitudes. Créame si le digo que algo está cambiando en Inglaterra en los últimos años.
Paul acompañó sus palabras con una sonrisa afable, aunque, como medio holandés que era, sabía perfectamente lo que pensaba Bonstraa. Su madre, una mujer llena de vida y predispuesta a hacer amistad con todo el mundo, al principio también había tenido sus reservas hacia Maggie.
—Por cierto, Paul, tiene usted una mujer encantadora —dijo Bonstraa mientras intentaba localizarla entre la multitud—. ¿Es esa de ahí, no?
—Nos casamos hace unos meses, semanas antes de que muriera mi padre. Me hizo muy feliz que viviera para verlo, aunque ya se encontraba muy mal.
—El pobre Horace… Recibe usted un gran legado, pero estoy seguro de que hará honor a su apellido. —Bonstraa le pasó la mano por el brazo de manera paternal—. Bueno, qué, ¿me presenta a su esposa? Como su padre quizá le dijera, soy un profundo admirador de la belleza femenina.
Pero Paul no pudo ir en busca de su esposa para presentársela al amigo de su padre, pues en ese preciso momento una campanilla mandó callar a los invitados.
—Damas y caballeros, tengo el gusto y el honor de presentarles a una invitada muy especial —dijo Van Swieten desde el centro de la sala—. Quizá alguno de ustedes pensaba que iba a traer bailarinas balinesas como la última vez, pero no es mi intención aburrirles con repeticiones. Como da la casualidad de que estos días una insigne hija de nuestro país se encuentra en su patria, permítanme proponerles una pequeña muestra de su inmenso arte. La señorita Rose Gallway es una estrella ascendente en el cielo de la música que cosecha éxito tras éxito con su violín por el mundo entero. Para mí es todo un honor que haya aceptado mi invitación y que esta noche toque para todos nosotros. —Con un movimiento de mano invitó a entrar a la violinista. La concurrencia alargó el cuello en bloque, así que en un primer momento Paul no pudo verla.
—La muchacha es realmente excepcional —le susurró Bonstraa, al tiempo que aplaudía—. ¿Había oído hablar de ella?
Paul negó con la cabeza. No disponía de tiempo para el arte. Desde que la salud de su padre empezó a empeorar había tenido que dedicarse en cuerpo y alma a la administración de las fincas y demás propiedades. De vez en cuando debía dejarse ver en actos sociales, pero eso no era suficiente para saber qué artistas estaban causando furor.
Los invitados hicieron un pasillo y, con la arrogancia de una reina, cruzó la sala una joven con una melena negra al viento, una blusa fruncida y una falda oscura con polisón cuya cola se movía seductora a cada paso que daba. En la mano izquierda llevaba un violín llamativamente rojo, y en la derecha su correspondiente arco. Se situó junto a un piano negro al que no había sentado nadie, miró a la concurrencia con una sonrisa en los labios y se caló el violín bajo el mentón. En ese instante se hizo un silencio sepulcral: podía haberse oído caer un alfiler al suelo. Luego sonó la primera nota, afilada y transparente como un cristal, y Paul, embobado, ya no pudo retirar la mirada de esa mujer que, ajena al mundo que la rodeaba, parecía fundirse con la música que estaba interpretando.
Como siempre que el concierto iba bien, Rose sintió que el arco cobraba vida, como si, en vez de ser ella la que lo guiaba, fuera él el que anticipara los movimientos de su mano. Las notas sonaban claras y precisas, y el tempo era el correcto. Y cuando cerró los ojos, Rose pudo ver gélidos carámbanos de hielo brillar y vastos campos cubiertos por una blanda y densa capa de nieve. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, como si realmente estuviera a la intemperie y, azotada por un viento invernal, observara cómo el sol se ocultaba tras un horizonte recortado por las negras agujas de los abetos para dar paso al negro manto de la noche.
Antes de ir a Inglaterra, no tenía ni idea de cómo era el invierno en Europa. No sabía lo que era una helada ni que el viento te soplara en la clara cargado de cristales de nieve. El invierno en Sumatra era tiempo de lluvias. Aún se acordaba de los enormes charcos que tenía que sortear de camino al colegio, cobijada de la lluvia bajo su sombrero de hoja de palma. Pero, a pesar de que llovía a mares, hacía calor; el aire húmedo era como el vaho que sale de una sopera. En Inglaterra pronto comprobó que allí también llovía lo suyo, pero el agua no era caliente ni iba dejando a su paso nubes de vapor en las montañas. La lluvia de Londres era fría, y la niebla, inescrutable y hostil. Al principio, pese a ser verano, se quedaba helada a cada instante, incluso estando en su cuarto o en clase.
Cuando llegó el invierno, un invierno especialmente duro hasta para Inglaterra, presenció un milagro insospechado: el frío de la noche transformaba el agua en hielo. Aunque Rose era más sensible al frío que las demás niñas del conservatorio, podía pasarse horas observando cómo el hielo brillaba al sol o la nieve se derretía en su mano hasta que la piel se le ponía roja y perdía la sensibilidad. Ahora tenía de nuevo delante esos copos de nieve, e incluso sentía frío en las puntas de los dedos y el azote de un viento gélido en la cara. Todas esas sensaciones le traía la composición, y eran tan vívidas que, al ir llegando a su fin, le embargó algo cercano a la pena. Solo entonces empezó a ser consciente de su aliento entrecortado, del latir desbocado de su corazón y de la presión del violín en la barbilla. Era como si lentamente regresara a su cuerpo tras haberlo abandonado durante la interpretación.
Aún algo obnubilada, levantó la vista y observó a su alrededor. Entonces, al ver a la audiencia mirarla embelesada, esbozó una sonrisa de satisfacción. ¿Habría logrado despertar todas esas emociones en ellos? Nunca lo sabría. De hecho, era probable que entre los presentes hubiera gente a la que la música no le hubiera dicho nada, pero con ese instante de recogimiento antes de los aplausos se dio por pagada. Un instante que, por otra parte, se había alargado inesperadamente, pues el público, quizá por no ser tan entendido como el de las salas de conciertos, había tardado un poco más de lo normal en empezar a aplaudir en medio de hurras y bravos.
Rose hizo la reverencia que se espera de una artista agradecida y enseguida recobró la compostura. En ese momento, su mirada se cruzó con la de un joven en el que no había reparado durante el trance de la interpretación. Su cabello era de un extraño tono dorado, y sus ojos del azul del mar cuando en él se refleja un cielo estival. A lo largo de su vida había visto mucha gente rubia clara. De pequeña, incluso había tenido una profesora con el pelo rubio como el trigo que la tenía fascinada. Pero nunca antes había visto un cabello como el de ese hombre; un cabello como el mismo sol.
Las voces que pedían un bis le hicieron salir de su ensimismamiento y apartar la mirada. Rose se plegó a los deseos del público y enseguida los alegres acordes de «La primavera» inundaron el salón.
Una vez hubo terminado su interpretación, un señor orondo se le acercó y le estrechó bruscamente la mano. A tenor de cómo se lo habían descrito y de algunos comentarios que dejó caer Mai mientras le ayudaba a vestirse, dedujo que se trataba de Van Swieten. Carmichael no había exagerado un ápice: era de los que se vuelven locos por pellizcarles el trasero a las jovencitas. En un alarde de contención, Rose recibió el entusiasmo y los cumplidos del gobernador con una coqueta caída de párpados, y, tal y como le había inculcado la señorita Faraday, le dio las gracias con recato, a pesar de que el cuerpo le pedía a gritos salir pegando saltos y celebrar que acababa de tocar como nunca. Eso no tenía que decírselo nadie: lo sabía y punto.
Las atenciones del gobernador atrajeron a otros hombres. Unos sonriendo de oreja a oreja y otros mirándola como a una yegua en la feria del ganado, fueron desfilando los señores mientras sus mujeres aguardaban en un segundo plano con gesto amargo. Rose aceptaba estoicamente esa liturgia, que nunca le había hecho la menor gracia. Sin embargo, en esa ocasión estaba interesada en conocer a un hombre en concreto. En vano buscó Rose al caballero áureo. ¿No le habría gustado el concierto? ¿Acaso pertenecía al rebaño de los insensibles, como Rose solía llamarlos? ¿O era tan tímido que no se atrevía a abordarla como los demás?
En vista de que la fila de admiradores no paraba de crecer, Rose decidió emprender la retirada. Con el pretexto de tener que ir a su camerino por encontrarse algo indispuesta, no le resultaría difícil escabullirse. Pero lo cierto era que no tenía ganas de volver a ese cuarto donde estaría esperándola Mai y, probablemente, también Carmichael. Desde la ventana del improvisado camerino había visto un bonito jardín. ¿Qué mejor lugar para tomar un poco el aire y repasar su actuación? De modo que se zafó de los invitados, ignoró las insidiosas miradas de las señoras y alcanzó el pasillo. Allí se cruzó con una sirvienta que venía cargada con una cesta llena de fruta.
—Disculpe, ¿cómo se sale al jardín? —le preguntó en malayo a la muchacha, que se la quedó mirando con los ojos como platos. Rose era consciente de que su procedencia por parte de madre era casi imperceptible; su tez pálida hacía que los nativos la tomaran por europea, y eso, sumado al hecho de que hablara su lengua sin acento alguno, hizo que la sorpresa de la chica fuera mayúscula—. Le preguntaba que cómo puedo salir de aquí sin tener que cruzarme con todos los invitados —insistió Rose con una sonrisa cómplice que desconcertó aún más a la chiquilla.
La chica le indicó gustosamente el camino: un corredor que rodeando la cocina evitaba el salón. El vapor de las cazuelas hizo que el estómago le rugiera; lejos quedaban los pastelillos que le habían ofrecido cuando llegó. Al cruzarse con otra doncella con una bandeja de empanadillas, alcanzó una y desapareció por una puerta trasera que daba al jardín que había visto desde la ventana, ahora bañado por la luz de la luna. La cálida brisa que la rodeó al salir de la casa hizo que se le escapara un suspiro de bienestar. El aire húmedo estaba cargado de olores dulces y familiares: a franchipán, a orquídea, a jazmín… Entre las altas palmeras, que surgían de la tierra para apuntar al cielo, brillaba, amarilla, la luna creciente, mientras que las luces que salían de las ventanas de la residencia iluminaban, aquí y allá, una rama repleta de vivas flores en medio de la oscuridad reinante.
Tras devorar la empanadilla, Rose echó a caminar dejándose imbuir, paso a paso, del aroma y del colorido velado por la penumbra que el jardín le ofrecía. Cuanto más se alejaba de la casa, más nítidos se hacían los ruidos de la naturaleza circundante. Las aves batían frenéticamente sus alas entre las ramas de los árboles y el follaje de los arbustos, y de la lejanía llegaban los gritos de los monos atravesando las sombras. A todo ello se sumaba el susurro de la cálida brisa nocturna. La melodía de su patria. ¡Cuánto hacía que no la escuchaba!
Mientras caminaba haciendo crujir la gravilla bajo sus zapatos, se preguntó si sería posible plasmar todas esas impresiones en una obra musical. Vivaldi logró recrear el canto de los pájaros en primavera, la sopor del verano, el arremolinarse de las hojas en otoño y el tintineo del hielo en invierno, y todo ello sirviéndose solo de notas. ¿Por qué no iba ella a conseguirlo? Lo único que necesitaba era tiempo y un lugar apartado donde la gente no la molestara. De ese modo, seguro que lograría recoger las notas que sonaban en su cabeza. Finalmente se detuvo en una terraza con vistas al mar y a la ciudad. El agua era una fina y oscura franja, pues la luz de la luna aún no era tan intensa como para transformarla en un brillante manto plateado. Los faros de los barcos brillaban en el horizonte y las luces de las casas, que centelleaban en la distancia, parecían luciérnagas posadas en la maleza. Rose nunca había visto su ciudad desde esa perspectiva. De niña solo salió de Padang una vez que fueron a visitar a su abuela, que vivía en el interior. Aunque vagamente, todavía se acordaba del rostro de la anciana y de un jardín tan colorido que le pareció de cuento. Salvo ese par de fogonazos, el resto había caído en el olvido. Aunque también recordaba que el jardín estaba dispuesto en terrazas ascendentes y que, desde la más alta, se veía el pueblo entero.
—Parece disfrutar con las vistas.
Rose se volvió. Al principio no reconoció al hombre que avanzaba hacia ella por el caminito de tierra. Pero a medida que se fue acercando, la luz de la luna iluminó su rostro y pudo ver que se trataba del inglés que había visto entre el público: el caballero áureo. Sin saber por qué, se le aceleró corazón.
—Sí, son fabulosas. Me recuerdan a… —Se detuvo. No, no quería contárselo. El recuerdo del jardín de su abuela, donde solo había estado una vez de niña pero que luego su fantasía había ido adornando, era algo que le pertenecía solo a ella.
¿Qué hacía él ahí?
—¿A qué le recuerdan? —le preguntó deteniéndose, como si fuera una aparición presta a desaparecer en cuanto se acercara a ella.
—A un lugar de mi infancia, pero no importa. ¿Qué le trae al jardín?
—Venía a buscarla.
—¿A mí?
—Antes no he tenido oportunidad de dirigirme a usted. Por cierto, no se le veía muy cómoda rodeada de sus admiradores.
Rose notó que la sangre le subía a las mejillas; por suerte la luz era demasiado tenue para que se notara.
—Soy música, no actriz. Puede que a ellas les guste estar rodeadas de admiradores. Yo, en cambio, como mejor me siento es inmersa en mi música.
—Basta con verla tocar. Vivaldi es el compositor favorito de mi madre. Y quién no conoce Las cuatro estaciones…
—«El invierno» y «La primavera» son mis preferidas. ¿Podría saber con quién estoy hablando?
—Discúlpeme, no quería ser descortés. —Avergonzado, el inglés hizo una leve reverencia—. Me llamo Paul Havenden. Lord Paul Havenden, para ser más precisos, aunque aún no me he acostumbrado al título.
—Encantada de conocerlo. —Rose le tendió la mano, y él la tomó y la besó delicadamente.
—Bien, hechas las presentaciones, volvamos a la música. Decía que le gustaba Vivaldi.
—En realidad me gusta toda la música que esté bien escrita y que pueda tocar con mi violín —repuso Rose con una sonrisa—. Tchaikovski es, junto a Vivaldi, mi compositor favorito. Y no olvidemos a Mozart. ¿Usted a qué músicos admira?
—Me temo que voy a parecerle un bruto. —Havenden esbozó una sonrisa algo forzada—. Amo la música, pero no tengo mucha idea al respecto. A Vivaldi claro que lo conozco. Y un poco a Mozart, pero eso es todo. Tuve que dedicarme muy pronto a la hacienda familiar, así que no me quedó mucho tiempo para cultivar el espíritu. Sin embargo, tengo la suerte de vivir cosas que no están al alcance de un simple labriego. Oírla a usted tocar, por ejemplo.
—Si el labriego tuviera suficiente dinero como para comprar una entrada podría oírme tocar en un auditorio. El arte ya no es el coto privado de la aristocracia.
—Usted gana —dijo él con una amplia sonrisa—. Prometo solemnemente prestar más atención al arte.
Rose sabía que no hablaba en serio. En cuanto volviera a Inglaterra, sus obligaciones le harían olvidar con rapidez el concierto.
—¿Y qué le trae por aquí, lord Havenden?
—Negocios —contestó con cierta rigidez—. Mijnheer Van Swieten se ha brindado a conseguirme una participación en una plantación de azúcar al norte de la ciudad. Un conocido suyo está al frente de una y no ve con malos ojos asociarse con un inglés. Es un viejo amigo de mi padre, que en paz descanse. ¿Y usted?, ¿está de gira?
Rose asintió y dijo:
—A mi agente se le ha metido en la cabeza que antes de arribar al Nuevo Mundo he de perder el tiempo entreteniendo a la realeza asiática. Y, por supuesto, también a los blancos que residen en este vasto continente. Ya he estado en Siam, Birmania, China, Japón, y ahora aquí.
—Probablemente conozca ya más lugares que yo en toda mi vida. —Havenden soltó una risotada agridulce—. Hasta ahora he tenido que conformarme con las historias que mi padre me contaba.
—¿No había salido de Inglaterra?
Rose no daba crédito. ¿Qué había en la rancia Inglaterra además de esos inviernos nevados? Pensaba establecerse en París cuando acabara la gira…, hasta que recibiera alguna oferta de América, claro.
—Por supuesto que sí —repuso Havenden—. No conozco del todo mal Europa. He estado en Alemania, Italia, Francia y España. Pero esta es mi primera escapada a un país no europeo.
—¿Y qué le parece?
—¡No tengo palabras! ¿Qué puedo decirle a una hija de esta tierra? —dijo mirándola fijamente a los ojos hasta hacerle apartar la vista.
—La verdad… —replicó ella más brusca de lo que pretendía.
—La verdad es que este país me parece maravilloso. Mi padre tenía aquí buenos amigos y siempre estaba hablando de sus verdes selvas y de sus exóticas flores. Y también de la belleza de sus mujeres, lo que no le hacía demasiada gracia a mi madre —Paul rio su propia ocurrencia—. Vine aquí cargado de grandes expectativas, y lo cierto es que no me ha decepcionado. Si todo sale bien, pronto poseeré parte de una plantación. Espero entonces poder venir más a menudo.
Ambos guardaron silencio por un instante, hasta que oyeron una voz a sus espaldas.
—¿Paul?
Paul se sacudió como si acabaran de despertarlo de un sueño. Rose lo miró con las cejas enarcadas.
—Es mi… prometida —dijo entrecortadamente antes de inclinarse para besar su mano—. Ha sido un placer conocerla, señorita Gallway.
—El placer ha sido mío —contestó ella mientras él iba hacia la mujer, que seguía llamándolo a gritos.
Sin saber por qué, Rose se sintió triste al verlo marchar. Podía no tener mucha idea de música, pero había algo en él que lo hacía muy interesante.
Contempló el paisaje y notó que la luna se había apartado de las palmeras y se acercaba a la oscura y frondosa montaña.
—Es evidente que le has caído en gracia.
Rose se giró nuevamente; Carmichael y su maldita manía de aparecer como de la nada después de haberla estado espiando…
—¿Qué haces aquí? —preguntó airada—. ¿Se puede saber por qué vienes a hurtadillas como un ladrón?
—¡No vengo a hurtadillas! Lo que pasa es que no quería interrumpiros.
Rose se ruborizó. ¿Cuánto tiempo llevaría fisgoneando? Aunque Havenden no había hecho ni intentado nada reprobable, se sentía como si Carmichael hubiera profanado algo íntimo.
—Solo quería mostrarme su admiración, eso es todo. Y además está comprometido —se justificó, y enseguida, sintiendo un repentino ardor en el estómago, se preguntó por qué había dicho algo así.
—He estado hablando con Van Swieten —dijo al fin Carmichael caminando hacia ella con las manos en los bolsillos—. Está entusiasmado con el concierto, aunque un poco decepcionado por no verte en la fiesta. Se muere por charlar un ratito contigo.
Rose vio un brillo en sus ojos, no daba crédito a las palabras de su agente. Cuando un artista termina su actuación, lo normal es que se retire discretamente.
—Sabes muy bien que lo mío es llegar, tocar y marcharme. No me hace ninguna gracia que me escudriñen como a un trozo de carne en el mercado. Además, contratarme no le da derecho al anfitrión a disponer de mí a su antojo.
—¿Acaso tu inglés no te escudriñaba?
—¡Haz el favor de no comparar!
Rose apenas podía contener la ira que iba creciendo en su interior. ¿Quién se había creído Carmichael para meterse de ese modo en sus asuntos? Había estado charlando un rato con ese hombre, eso era todo. Mañana partiría a otro destino y el recuerdo de aquel encuentro se esfumaría como si nunca hubiera existido.
—Como quieras. En cualquier caso, por más que te empeñes en huir del mundanal ruido, te traigo buenas noticias. Van Swieten me ha pedido que te pregunte si accederías a quedarte un poco más en Padang. Está dispuesto a financiar una serie de conciertos a la hija más insigne de la ciudad.
—No necesito mecenas para tocar en Padang.
—¿Eso crees? —Carmichael arqueó las cejas—. Has de admitir que es un placer dar conciertos sin tener que preocuparse de llenar la sala.
—Hablas como si estuviéramos escasos de público. —Rose soltó un bufido y se preguntó si su agente habría estado bebiendo—. En el concierto de Surabaya no cabía un alfiler.
—Así es, y esperemos que siga la racha. Pero no nos vendría nada mal que un hombre tan influyente como el gobernador se contara entre tus conocidos, o incluso entre tus amistades. Que mande en esta isla no significa que no tenga contactos en Europa.
—En Europa tampoco tuvimos dificultades para conseguir contratos.
—Pero puede que llegue el día en que esto no sea así. De momento estás considerada una estrella emergente, pero ¿qué pasará cuando llegues al cenit de tu carrera? Entonces tendremos que preocuparnos de que tu brillo no se extinga y no desaparezcas del cielo. La arrogancia no conduce a ninguna parte, y menos aún morder la mano que te da de comer, por más que ahora todo nos vaya de perlas. Pensé que sería buena idea aceptar la proposición de Van Swieten. Si no me equivoco, tus padres viven aquí. Podrías aprovechar para visitarlos entre actuación y actuación.
Rose ya había pensado en eso. Al día siguiente, antes de partir, tenía previsto ir a ver a su madre. Habían llegado tan justos de tiempo que no había tenido oportunidad de hacerlo todavía. De pronto, pensó que si se quedaban podría visitarla con más calma. Además, quizá así volvería a ver a Paul Havenden…
—De acuerdo —dijo de pronto—. Nos quedaremos un tiempo y daré esos conciertos.
—No te arrepentirás. —Carmichael sonrió satisfecho—. Te ruego que vengas conmigo y se lo comuniques tú misma a Van Swieten. ¡Se va a poner loco de contento!
Cuando Rose regresó del jardín, los invitados la observaron con lupa. Van Swieten la esperaba rodeado de sus amigotes.
—¡Ah, aquí viene la estrella musical del momento! —exclamó dándole su copa al primer sirviente que pasó a su lado—. Pensé que se había dado a la fuga.
Y eso precisamente había hecho, pero ahora volvía con la mejor de sus sonrisas.
—Siento haberle dado esa impresión —repuso en neerlandés—. Tras mis conciertos, acabo tan conmovida que suelo necesitar un rato para recomponerme y reflexionar un poco sobre mi interpretación. —Le bastó una mirada al gesto de asombro de esos señores para saber que no sabían de qué hablaba—. ¡Tiene usted un jardín precioso, mijnheer Van Swieten!
—Logrará usted sacarme los colores —dijo el gobernador con una sonrisa—. La verdad es que no es para tanto, a mí me parece muy mejorable. Seguro que en Inglaterra ha visto jardines mucho más bellos.
—Siento contradecirle, pero su jardín no tiene nada que envidiar a los de Inglaterra, aunque solo sea porque aquí no hay niebla y se puede disfrutar de las flores durante todo el año.
Van Swieten la recorrió con la mirada. Luego le ofreció el brazo y la condujo hasta la terraza.
—Tiene usted un talento asombroso y además es hija de esta isla. Por ello me siento casi obligado a apoyarla. En las próximas semanas voy a recibir muchas visitas del extranjero, entre ellas hombres muy influyentes de Europa, Asia y América. Cuando la oigan tocar el violín, estoy seguro de que no pararán hasta que su nombre alcance fama mundial.
—Para eso trabajamos incansablemente el señor Carmichael y yo misma.
—¿Y qué hay de malo en allanarles el camino? Usted conoce el mundo de la música, así que no necesito decirle que no todo depende del talento y del esfuerzo, sino también de las relaciones y de saber recibir un empujoncito en el momento adecuado. He estado siguiendo su carrera desde que llegó a mis oídos que una joven de Padang estaba poniendo en pie los auditorios de medio mundo. Sé que algunos piensan que no soy demasiado refinado, pero si hay algo que ame incondicionalmente además de a mi familia, eso es la música. Su interpretación me ha fascinado, y después de todo lo que he oído de usted hasta ahora, creo que lo menos que puedo hacer es brindarle un poco de promoción.
¿Qué andaría tramando? Rose no podía quitarse de encima la impresión de que su patrocinio estaba ligado a alguna condición, una a la que quizá no querría comprometerse.
—Como ya le habrá contado el señor Carmichael, me gustaría que diera diez conciertos en Padang antes de reanudar su gira. Su agente me aseguró que era posible.
¡Diez conciertos! Carmichael le habló de dar unos cuantos, pero ni se le había pasado por la cabeza que pudieran ser diez. ¡Ya podía dar por concluida su gira asiática!
—Y de hecho lo es —dijo Rose sin dejar de pensar en América.
Llevaba mucho tiempo soñando con tocar en Nueva York. ¿De verdad el gobernador conocería a alguien capaz de abrirle esa puerta? ¿Y cuál sería el precio que tendría que pagar?
—¿Y qué he de darle a cambio? —preguntó Rose algo incómoda.
Van Swieten la observó durante un momento que se hizo eterno. Luego esbozó una sonrisa.
—Seguro que nada de lo que está pensando. Aunque he de admitir que hay algo que sí que me gustaría que hiciera por mí: hágase tan famosa como pueda y proclame a los cuatro vientos de dónde viene para que todo el mundo sepa que existe nuestra hermosa isla. Y considéreme un amigo, o mejor un padre. Eso es todo.
Rose se avergonzó de sus feos pensamientos. Desde que había empezado a subirse a los escenarios, siempre había estado rodeada de hombres que se acercaban a ella con oscuras e inmorales intenciones. Al parecer ese holandés era una rara excepción.
—Cuente con ello, se lo prometo —dijo Rose tendiéndole la mano.
Al volver al salón, reparó en que Paul Havenden andaba por ahí cerca del brazo de esa mujercita que según le había dicho era su prometida. Y, a juzgar por cómo ella lo miraba, así debía ser. Quítatelo de la cabeza, se dijo a sí misma antes de ir en busca de Carmichael, que a buen seguro estaría deseando oír lo acordado con el gobernador.