LONDRES, 2011
A la mañana siguiente, Lilly fue a la ciudad con Ellen para dar comienzo a las pesquisas. Mientras su amiga conducía, ella acariciaba el estuche con la mirada ausente. La interpretación de Ellen de la noche anterior seguía resonando en sus oídos. ¡Qué hermosos sonidos había sacado del violín!
—¿Por qué dejaste de tocar el violín? —preguntó dando voz a sus pensamientos—. Oírte tocar ayer fue como… Hasta anoche no me había dado cuenta de tu genialidad.
—¿A eso lo llamas tú genialidad? —Ellen meneó la cabeza con una sonrisa—. Lo de ayer no fue más que técnica. Una repetición maquinal de movimientos de dedos que aprendí de niña y que aún no he olvidado. Cualquier crítico medianamente serio se habría llevado las manos a la cabeza y habría tildado mi interpretación de mera musiquilla acartonada.
Lilly no tenía esa sensación.
—Pues a mí me pareció una maravilla. Con el mérito añadido de que no conocías de nada la pieza. Sonó como si la hubieras ensayado a conciencia.
—Al igual que montar en bici, hay cosas que nunca se olvidan —insistió Ellen.
Ambas guardaron silencio, hasta que Lilly volvió a la carga.
—¿De verdad no tienes ni idea de quién pudo haber hecho el violín?
—No, te juro que no. Su sonido recuerda un poco al de un stradivarius, si no fuera porque es bastante más dulce. No se me ocurre ningún maestro lutier capaz de sacar un sonido similar al de tu violín. Aunque quizá el señor Cavendish sepa algo más.
—¿Quién es?
—El jefe de mi equipo de restauradores.
La aclaración de su amiga refrescó la memoria de Lilly, que enseguida recordó que Ben Cavendish era un restaurador de prestigio en Inglaterra.
El instituto apareció ante ellas. Ellen condujo hasta el aparcamiento que había debajo del edificio y estacionó el coche en una de las plazas reservadas. Hasta entonces, Lilly nunca había estado en el Morris Institute, así que no pudo evitar sentir cierta emoción al conocer el lugar de trabajo de su mejor amiga. El ascensor las llevó hasta la segunda planta. Las paredes estaban decoradas con cuadros que destilaban modernidad, y los suelos, cubiertos con alfombras sencillas aunque caras.
—Aquí recibo a mis clientes. En el primer piso están los talleres de restauración.
—¡Me muero por verlos! —dijo Lilly, con el asombro de una niña que recorriera los pasillos de un gran museo.
—Enseguida te llevo. Pero primero quiero que veas mi oficina.
Ellen la condujo hasta la última puerta del pasillo. La cruzaron y entraron en una especie de antesala donde las recibió un joven de lo más atildado.
—Este es Terence, mi secretario. Terence, esta es Lilly Kaiser, una de mis mejores amigas.
—Encantado de conocerla.
Terence no solo tenía un aspecto arrebatador, también sabía dar la mano con una despampanante virilidad. Lilly se quedó de piedra; hacía muchísimo que no veía un ejemplar así, y de llegar a tener trato mejor no hablar.
—Terence, me has dejado la mañana libre, ¿verdad?
—Por supuesto, señora Morris. He logrado incluso darle largas al señor Catrell, de Sotheby’s. Llamará mañana.
—¡Madre mía, mañana me esperan tres horas de charla! —se lamentó en broma Ellen—. ¡Mil gracias por evitarme ese suplicio hoy, Terence!
Una vez entraron en el despacho, Lilly señaló hacia la puerta con la boca abierta y los ojos como platos.
—¡Me cuesta creer que puedas permitirte un doble de Markus Schenkenberg como secretario!
La primera vez que Ellen mencionó a Terence, Lilly se había imaginado a un vejete en manguitos.
—Sí, yo también le veo cierto parecido con el modelo. Si estuviera soltera, no te digo yo que no cometería una locura. Aunque, desgraciadamente, hay otros factores que me impiden tener un lío con él además de mi alianza.
—¿El hecho de que seas su jefa?
—Ese no sería ningún impedimento.
—Entendido: es gay.
—¡Bingo! Una suerte para ellos. Y una desgracia para nosotras.
Ellen condujo a Lilly hasta un alto ventanal que ofrecía unas hermosas vistas del Támesis y del Puente de Londres.
—¡Qué maravilla!
De pronto sonó el teléfono. Ellen fue hasta su escritorio y descolgó. Aunque Lilly no podía oír de quién se trataba dedujo que su amiga estaba esperando la llamada. Y así era.
—El señor Cavendish me acaba de comunicar que ya puede atendernos. Bajemos a su despacho.
La naturalidad con que Ellen hablaba de ese hombre, su empleado al fin y al cabo, fascinó a Lilly. Cavendish era una autoridad en su campo, por lo que ardía en deseos de bajar a sus dominios. Ellen llamó con cuidado a la puerta, le respondió una oscura voz masculina con un «adelante» y entró. Tanto el lugar en el que se encontraban como el señor Cavendish ofrecían una imagen muy distinta de la que Lilly se había formado de los talleres de restauración y de los restauradores. En las películas, estos iban vestidos con largas batas blancas y se movían por habitaciones asépticas. Para su sorpresa, la estancia que tenía delante era realmente confortable y no estaba repleta de muebles antiguos. Una de las paredes quedaba cubierta por una estantería con libros, y el escritorio, detrás del cual había una silla antigua y robusta, albergaba una gran cantidad de papeles y más libros. En la mesa de trabajo que había junto a la ventana, sobre un paño blanco, reposaba un violín aparentemente impecable, y a su lado se extendían una serie de herramientas ordenadas a la perfección. Era evidente que acababa de terminar un encargo.
Nada más verlo, el señor Cavendish le recordó a Lilly al actor que interpretaba a Q en las primeras películas de James Bond. Su cuerpo, ligeramente encorvado, iba enfundado en una chaqueta de tweed y unos pantalones de pana; la camisa, recién planchada, era de un blanco impoluto, y el nudo de la corbata estaba bien hecho. De su pelo apenas quedaba una coronilla gris, pero el brillo de sus ojos oscuros tras las gafas plateadas recordaba al joven que un día fue. Lilly pensó que debía de tener éxito entre las mujeres, pues aún estaba de buen ver.
—Buenos días, Ben. Permíteme presentarte a mi amiga Lilly Kaiser.
—Ah, la dama del famoso violín. —La miró sonriente a la cara e inmediatamente sus ojos se posaron en el estuche que llevaba bajo el brazo—. Encantado de conocerla. A usted y a su violín. —Le tendió la mano, suave y cálida—. Según la vieja escuela, ahora vendría un intercambio de cumplidos, pero esos tiempos ya han pasado y, como podrá corroborar la señora Morris, la paciencia no es mi fuerte. Me hago mayor y no tengo tiempo para formalidades, así que déjeme decirle que soy un loco de los violines y que me muero de ganas por ver el suyo.
—Faltaría más. —Lilly miró de reojo a Ellen, que ya se estaba dirigiendo hacia el tablero.
En cuanto abrió el estuche, Cavendish apareció a su lado; observó que se había puesto unos guantes blancos. Por un instante barajó la idea de contarle toda la historia, pero prefirió cerrar la boca y apartarse.
—¿Qué clase de persona es usted, señora Kaiser? —preguntó mientras sacaba el violín con cuidado, sin dejar de observarlo con la mayor de las atenciones—. ¿Va a tocar este violín o va a guardarlo en una vitrina?
—En realidad lo que quiero saber es por qué ha llegado a mis manos. Alguien me lo dio alegando que era mío, pero ignoro el porqué.
Cavendish le dio la vuelta al instrumento y soltó una sonora bocanada de aire.
—¡Mira lo que tenemos aquí! —exclamó.
—¿Puede decirme algo?
—Ya lo creo. Ha hecho buena pesca, señora Kaiser. El violín está en muy buen estado. Podrían cambiársele algunas piezas, pero no vamos a hacerlo. Lo que no le vendría mal es una limpieza y un pulido. Estimo que fue fabricado a principios del siglo XVIII. Es todo lo que puedo decir antes de analizar el barniz.
Lilly miró a Ellen.
—No te asustes —la tranquilizó su amiga—. No vamos a hacerle ningún arañazo. Tomaremos una muestra minúscula. Tras la limpieza y el pulido, el rasguño será prácticamente inapreciable.
—Se lo garantizo —añadió Cavendish mientras examinaba el violín bajo el flexo—. Es una pieza exquisita.
—¿Y la rosa? ¿Sabe qué puede significar?
—No, por desgracia no lo sé —respondió Cavendish tras un silencio—. En cualquier caso, este tipo de marcas no es nada habitual, y el modo en que la rosa ha sido grabada corrobora mis sospechas de que el violín es de principios del XVIII.
Cavendish tecleó algo en su ordenador y luego introdujo un endoscopio por una de las orejas del violín. En la pantalla apareció el interior del instrumento. Con ayuda del ratón recorrió todos sus recovecos.
—No hay ninguna inscripción. Y, si la vista no me confunde, tampoco ha llevado nunca una etiqueta pegada.
—Quizá no la pusieran para no dañarlo, ¿no? O puede que el lutier no quedara del todo satisfecho con el resultado y no quisiera reconocer su autoría…
—O que alguien lo robara antes de que pudiera ponerle la etiqueta. —Cavendish retiró la microcámara—. Un trabajo muy bueno como para no querer firmarlo.
Lilly dedicó un momento a ordenar sus pensamientos. Luego sacó la partitura y dijo:
—Señor Cavendish, ¿podría echarle un vistazo a esto? Esta partitura venía con el violín. La señora Norris y yo no atinamos a dar con el compositor, pero quizá usted pueda descubrirlo a tenor del estilo.
—Si quiere un consejo, hágasela llegar a Gabriel Thornton —dijo Cavendish, tras examinar la partitura—. Dirige una escuela de música en Londres, una escuela que en el pasado fue un famoso conservatorio. Hasta donde sé, el señor Thornton está realizando un estudio sobre antiguos alumnos graduados en la institución. Quizá tenga usted suerte y él reconozca el estilo de algún alumno ilustre. Sería fantástico que el compositor de la pieza fuera el antiguo propietario del violín.
Por un instante, el nombre de Thornton descolocó a Lilly. ¿Sería posible? También podía ser que el célebre director de la escuela de música se llamara igual que su compañero de asiento en el avión… Pero que ambos se dedicaran a lo mismo era demasiada coincidencia.
—¿Qué sucede? —preguntó Ellen.
—Ayer conocí a Thornton en el vuelo a Londres. Parece una locura, pero es cierto.
—¡Qué casualidad! —exclamó el señor Cavendish dando una entusiasta palmada.
—¿Por qué no me lo habías contado? —le preguntó Ellen con un gesto de sorpresa.
—No me pareció importante. Al fin y al cabo, no sabía quién era. Pensé que se trataba de un simple profesor de música.
—Pues es mucho más que un simple profesor —intervino Cavendish—. Es un destacado musicólogo. Y un profundo conocedor de los instrumentos de las alumnas que pasaron por su conservatorio.
—Me da la impresión de que se está guardando un as en la manga, Ben —observó Ellen visiblemente intrigada. Lilly también estaba en ascuas; ya no sabía si le interesaba más el violín en sí o el motivo por el que supuestamente le pertenecía.
—Hay una historia que llegó a mis oídos hace muchos años —dijo Cavendish, que parecía ser el único capaz de mantener la calma—. En su día no le di demasiada importancia, pero se me quedó grabada en el cerebro… Y ahora, al ver el violín y la partitura…
—Deje ya de torturarnos, ¿no ve que nos tiene en vilo? —insistió Ellen, que ya llevaba un rato dando vueltas por la habitación como una leona enjaulada.
Lilly observó que Cavendish se esforzaba por recordar.
—Cuentan que una alumna del conservatorio tenía un violín muy especial, un violín con una rosa grabada en el fondo. No sé cómo se llamaba, no recuerdo si lo he olvidado o nunca me lo dijeron… En cualquier caso, seguro que el señor Thornton podrá contarles mucho más al respecto.