Harris dijo que en su opinión era un laberinto muy bonito y que estaba seguro de que debíamos intentar convencer a George de que entrara, en el camino de vuelta.
JEROME K. JEROME, Tres hombres en una barca
Entregas - Finch se retrasa - Lady Schrapnell ha desaparecido - Comprendiendo lo que significa - Una carta - Resuelto el misterio de Princesa Arjumand - Declararse en inglés - Razones para casarse - Resuelto el misterio de la misión de Finch - Un nuevo misterio - Lady Schrapnell ve el tocón del pájaro del obispo - El terremoto de San Francisco - Destino - Un final feliz
Verity fue la primera en recuperarse.
—Faltan cuarenta y cinco minutos para la consagración —dijo, consultando el reloj—. Nunca lo conseguiremos.
—Lo conseguiremos —respondí yo, cogiendo el portátil.
Llamé al señor Dunworthy.
—Lo tenemos —dije—. Necesitamos que nos lleve a Oxford. ¿Puede enviar un heli?
—La princesa Victoria va a asistir a la consagración —contestó él, lo cual no parecía responder a mi pregunta.
—Medidas de seguridad —explicó Verity—. Nada de helis, aviones ni zoomers en las proximidades.
—¿Puede disponer entonces de transporte por tierra? —le pregunté al señor Dunworthy.
—El Metro es más rápido que ningún otro transporte terrestre que podamos enviar —dijo él—. ¿Por qué no traerlo en el Metro?
—No podemos. Necesitamos al menos —miré los tesoros, que Verity bajaba ya por las escaleras del desván— entre siete y nueve metros cúbicos de espacio.
—¿Para el tocón del pájaro del obispo? ¿Ha crecido?
—Lo explicaré cuando lleguemos. —Le di la dirección de la señora Bittner—. Que una cuadrilla nos esté esperando. Impida que la consagración empiece hasta que lleguemos. ¿Está ahí Finch?
—No, está en la catedral —dijo el señor Dunworthy.
—Dígale que retrasé la ceremonia. Y no deje que lady Schrapnell se entere de esto si puede evitarlo. Llámeme en cuanto haya resuelto lo del transporte.
Me metí el portátil en el bolsillo de la chaqueta, cogí el tocón del pájaro del obispo y empecé a bajar las escaleras con él. El portátil sonó.
—Ned —dijo lady Schrapnell—. ¿Dónde has estado? ¡Faltan menos de tres cuartos de hora para la consagración!
—Lo sé —dije—. Vamos tan rápido como podemos, pero necesitamos transporte. ¿Puede conseguirnos una furgoneta? ¿O transporte en Metro?
—El transporte en Metro es sólo para carga. No quiero que pierdas de vista ni un segundo el tocón del pájaro del obispo. Ya se ha perdido una vez. No quiero perderlo otra.
—Ni yo. —Colgué.
Alcé de nuevo el tocón del pájaro del obispo. El portátil sonó otra vez.
Era el señor Dunworthy.
—¡No creerás lo que esa mujer quiere que hagamos! ¡Quiere que lleves el tocón del pájaro del obispo a la red más cercana y lo hagas retroceder dos días en el tiempo para que se pueda limpiar y pulir antes de la consagración!
—¿Le dijo que eso es imposible, que los objetos no pueden estar en dos lugares al mismo tiempo?
—Claro que se lo dije, y ella dijo…
—«Las leyes están hechas para ser vulneradas». Lo sé. ¿Va a enviar una furgoneta?
—No hay ni una sola furgoneta en Coventry. Lady Schrapnell ha requisado todas las que había en el condado para la consagración. Carruthers está llamando a agencias de alquiler de coches solares.
—Pero necesitamos nueve metros cúbicos de espacio. ¿No puede enviar una furgoneta desde Oxford?
—La princesa Victoria. Tardaría horas en llegar.
—Por culpa de todo el tráfico —interpretó Verity.
—Si hay demasiado tráfico para que una furgoneta llegue a nosotros, ¿cómo vamos a llegar a la catedral?
—Todo el mundo estará allí cuando lleguéis. Oh, bien —dijo el señor Dunworthy a otra persona—. Carruthers ha contactado con una agencia de alquiler.
—Bien —dije, y se me ocurrió algo—. No envíen una solar. Aquí está nublado, parece que va a llover de un momento a otro.
—Oh, cielos. Lady Schrapnell está decidida a que brille el sol para la consagración —dijo él, y colgó.
Esta vez conseguí bajar a la primera planta con el tocón del pájaro del obispo antes de que el portátil volviera a sonar. Era de nuevo el señor Dunworthy.
—Vamos a enviar un coche.
—Un coche no será suficiente para…
—Estará allí dentro de diez minutos. T. J. tiene que hablar contigo respecto a la incongruencia.
—Dígale que hablaré con él cuando regrese. —Le colgué.
El portátil sonó. Lo desconecté y acabé por fin de llevar el tocón del pájaro del obispo al pequeño recibidor, que ya estaba lleno de cosas.
—Van a enviar un coche —le dije a Verity—. Estará aquí dentro de diez minutos.
Y entramos en el saloncito a ver a la señora Bittner.
—Van a enviar un coche para llevarnos a la consagración —le dije. Estaba sentada en uno de sus sillones tapizados—. ¿Puedo traerle su abrigo o el bolso?
—No, gracias —dijo ella suavemente—. ¿Está seguro de que es una buena idea sacar al mundo el tocón del pájaro del obispo? ¿No alterará la historia?
—Ya lo ha hecho. Y usted también. Se da cuenta de lo que significa lo que ha hecho, ¿no? Gracias a usted, hemos descubierto un grupo entero de objetos que pueden ser traídos a través de la red. Tesoros que fueron destruidos por el fuego. Obras de arte y…
—Los escritos de Richard Burton —dijo ella. Me miró—. Su esposa los quemó tras su muerte. Porque lo amaba.
Me senté en el sofá.
—¿No quiere que nos llevemos el tocón del pájaro del obispo? —dije.
—No. —Ella sacudió su cabeza blanca—. No. Pertenece a la catedral.
Me incliné hacia delante y le cogí las manos.
—Gracias a usted, el pasado no será tan irrecuperable como pensábamos.
—Partes del pasado —dijo ella en voz baja—. Será mejor que traiga el resto de las cosas.
Asentí y regresé al desván. A medio camino me topé con Verity, que bajaba con cuidado el palio de los sombrereros con los brazos extendidos.
—Es francamente sorprendente ver los tesoros que la gente tiene en el desván —dijo, imitando bastante bien la voz de la señora Mering.
Le sonreí y seguí subiendo. Bajé la cruz de los niños y el cáliz del altar, e iba a por el arcón de madera del siglo dieciséis cuando Verity me llamó.
—El coche está aquí.
—No es solar, ¿verdad?
—No. Es un coche fúnebre.
—¿Con ataúd?
—No.
—Bien. Entonces será lo bastante grande —dije, y saqué el arcón.
Era un antiguo coche fúnebre de combustible fósil con pinta de haber sido utilizado en la Pandemia, pero al menos era grande y se abría por atrás. El conductor contemplaba el montón de tesoros.
—Preparando un rastrillo, ¿eh?
—Sí —dije, y metí el arcón en el fondo.
—No cabrá todo —dijo él.
Empujé el arcón tanto como pude y cogí el candelabro de plata que me tendía Verity.
—Encajará —dije—. Soy un experto empaquetando. Pásame eso.
Encajó todo, aunque la única forma de lograrlo fue poniendo la estatua de san Miguel en el asiento delantero.
—La señora Bittner puede sentarse delante —le dije a Verity—, pero tú y yo tendremos que ir atrás.
—¿Y el tocón del pájaro del obispo?
—Lo llevaré sobre el regazo.
Regresé al saloncito.
—Tenemos el coche cargado. ¿Está preparada? —le dije a la señora Bittner, aunque era obvio que no lo estaba. Seguía sentada en el sillón tapizado.
Ella negó con la cabeza.
—No voy a ir después de todo. Mi artritis…
—¿No viene? —dijo Verity desde la puerta—. Pero es usted quien salvó los tesoros. Debería ir y verlos en la catedral.
—Ya los he visto en la catedral —le dijo ella—. No parecerán más hermosos que aquella noche, entre las llamas.
—Su marido querría que estuviera allí. Amaba la catedral.
—Es sólo un signo externo de una realidad superior. Como el continuum.
El conductor asomó la cabeza por la puerta.
—¿No decían que tenían prisa?
—Ya vamos —dije por encima del hombro.
—Por favor, venga. —Verity se arrodilló junto al sillón—. Debería estar allí.
—Tonterías. No se ve al culpable acompañando a Harriet y lord Peter en su luna de miel, ¿no? No. El culpable se queda a solas para reflexionar sobre sus pecados y considerar las consecuencias de sus acciones, que es lo que yo pretendo hacer. Aunque en mi caso, las consecuencias no son las que cabría esperar. Una tarda en acostumbrarse. ¡Llevo tanto tiempo con el cilicio y las cenizas!
De repente sonrió, y comprendí por qué Jim Dunworthy y Shoji Fujisaki y Bitty Bittner se habían enamorado de ella.
—¿Seguro que no quiere venir? —preguntó Verity, controlando las lágrimas.
—La semana que viene. Cuando esté mejor de la artritis, les dejaré que me acompañen en una visita privada.
—Me han dicho que tenían que estar en Oxford a las diez —dijo el conductor—. Nunca lo conseguirán.
—Lo conseguiremos —repliqué, y ayudé a la señora Bittner a ponerse en pie para que nos acompañara al coche.
—¿Seguro que estará bien? —preguntó Verity.
La señora Bittner le palmeó la mano.
—Perfectamente. Todo ha salido mejor de lo que cabía esperar. Los aliados han ganado la Segunda Guerra Mundial —sonrió otra vez con aquella sonrisa de Zuleika Dobson— y he sacado de mi desván ese horrible tocón del pájaro del obispo. ¿Qué podría ser mejor?
—No veía nada con la cruz, así que la he puesto delante —dijo el conductor—. Tendrán que ir ustedes dos detrás.
Besé a la señora Bittner en la mejilla.
—Gracias —dije, y entré en el coche. El conductor me tendió el tocón del pájaro del obispo. Me lo coloqué sobre el regazo. Verity se sentó frente a mí, saludando a la señora Bittner, y partimos a la carrera.
Conecté el portátil y llamé al señor Dunworthy.
—Vamos de camino —dije—. Estaremos allí dentro de cuarenta minutos. Dígale a Finch que necesitamos que siga retrasando la ceremonia. ¿Ha conseguido una cuadrilla para que nos reciba?
—Sí.
—Bien. ¿Ha llegado ya el arzobispo?
—No, pero lady Schrapnell sí y tiene un ataque. Quiere saber dónde has encontrado el tocón del pájaro del obispo y qué clase de flores hacen falta. Para ponerlo en el programa de actos.
—Dígale que crisantemos amarillos.
Colgué.
—Todo resuelto —le dije a Verity.
—No del todo, Sherlock —dijo ella, sentándose contra el costado del coche fúnebre con las rodillas en alto—. Todavía hay unas cuantas cosas por explicar.
—Estoy de acuerdo. Dijiste que sabías cuál era la misión relacionada de Finch. ¿Cuál era?
—Traer objetos no significativos.
—¿Objetos no significativos? Pero acabamos de descubrir que eso es posible —dije—. Y los objetos no significativos no tenían nada que ver con nuestra incongruencia.
—Cierto, pero hace una semana que T. J. y el señor Dunworthy pensaban que sí y probaron con todo tipo de cosas.
—Mientras estuvimos en Muchings End o Iffley nada ardió. ¿Qué trajo Finch? ¿Coles?
El portátil sonó.
—Ned —dijo lady Schrapnell—. ¿Dónde te has metido?
—Voy de camino. Estoy entre… —Me incliné hacia el conductor—. ¿Dónde estamos?
—Entre Banbury y Adderbury.
—Entre Banbury y Adderbury —dije—. Estaremos allí en cuanto sea posible.
—Sigo sin ver por qué no podían enviarlo al pasado —dijo lady Schrapnell—. Habría sido mucho más sencillo. ¿Está en buenas condiciones el tocón del pájaro del obispo?
No había respuesta a eso.
—Estaremos allí en cuanto sea posible —repetí, y colgué.
—Muy bien, es mi turno de hacer preguntas —dijo Verity—. Todavía hay algo que no comprendo. ¿Cómo reparó la incongruencia el hecho de que Tossie fuera a Coventry el quince de junio para ver el tocón del pájaro del obispo y enamorarse de Baine?
—No lo hizo. Tossie no estaba allí por eso.
—Pero el hecho de que ella viera el tocón del pájaro del obispo inspiró a lady Schrapnell a reconstruir Coventry y enviarme a leer su diario, lo cual me llevó al rescate de Princesa Arjumand…
—Todo era parte de la autocorrección. Pero el motivo principal por el que Tossie tuvo que estar allí el quince fue para que la pillaran flirteando con el reverendo Doult.
—¡Oh! La muchacha de los limpiaplumas.
—Muy bien, Harriet —dije—. La muchacha de los limpiaplumas. Cuyo nombre era Delphinium Sharpe.
—La mujer que estaba a cargo del Comité Floral.
—Ya no —dije—. Cuando vio a Tossie tonteando con el reverendo Doult, recordarás que se molestó muchísimo. Se marchó con sus limpiaplumas, y cuando dejábamos la iglesia iba por la calle Bayley arriba con la nariz levantada. Vi que el reverendo Doult corría tras ella para calmarla. Y ésta es la parte de la que no estoy seguro, pero imagino que en el curso de la discusión que siguió ella se echó a llorar y él acabó declarándose. Lo que significa que el reverendo Doult no se quedó en el puesto de la catedral, sino que obtuvo una parroquia en alguna zona rural.
—Por eso querías la lista de parroquias.
—Muy bien, Harriet. Fue mucho más rápido de lo que yo esperaba. Se casó con ella en 1891 y, al año siguiente, consiguió una parroquia en Northumberland.
—Así que ella no estuvo en Coventry la noche del catorce de noviembre de 1940. Y, ocupada con rastrillos parroquiales y recolectas de chatarra, no prestó atención a la desaparición del tocón del pájaro del obispo.
—Y no escribió ninguna carta al director —dije yo—, y todo el mundo supuso que el tocón se había quemado en el incendio.
—Y el secreto de Ultra quedó a salvo. —Ella frunció el ceño—. ¿Y todo el asunto, mi rescate de Princesa Arjumand y que fuéramos a Oxford a ver a madame Iritosky y que tú impidieras que Terence conociera a Maud y le prestaras el dinero para la barca y la sesión espiritista y todo lo demás, todo fue parte de la autocorrección? ¿Todo?
—Todo —contesté. Luego pensé en lo que había dicho. ¿Hasta qué punto llegaba la autocorrección y qué había implicado? ¿La enemistad entre el profesor Peddick y el profesor Overforce? ¿La Sociedad de Investigaciones Psíquicas? ¿La donación de la caja de garrapiñadas al rastrillo benéfico? ¿Las damas forradas de pieles de Blackwell’s?
—Sigo sin comprender —dijo Verity—. Si lo único que necesitaba el continuum era impedir que Delphinium Sharpe escribiera una carta al director, tenía que haber formas más sencillas de hacerlo.
—Es un sistema caótico. Cada acontecimiento está conectado con todos los demás. Crear incluso un cambio pequeñito requeriría ajustes de largo alcance.
Pero ¿hasta qué punto? ¿Había estado implicada la Luftwaffe? ¿Y Agatha Christie? ¿Y el clima?
—Sé perfectamente que es un sistema caótico, Ned. Pero había un bombardeo aéreo en marcha. Si la autocorrección es un mecanismo automático, un impacto directo habría corregido la incongruencia de manera mucho más sencilla y directa que un plan lleno de gatas y viajes a Coventry.
Un impacto directo de una bomba explosiva habría eliminado cualquier amenaza que Delphinium Sharpe pudiera significar para Ultra, sin consecuencias. Otras quinientas personas habrían muerto en Coventry esa noche.
—Quizá Delphinium Sharpe o las otras personas que estaban en la puerta oeste esa noche tenían otro papel que representar en la historia —dije, pensando en el grueso guardia del SAB y en la mujer de los dos hijos.
—No estoy hablando de Delphinium Sharpe —dijo Verity—. Estoy hablando del tocón del pájaro del obispo. Si la capilla de los Herreros hubiera recibido un impacto directo, la señorita Sharpe habría creído destruido el tocón del pájaro del obispo y no habría escrito la carta. O podría haber recibido un impacto directo antes de que llegara Lizzie Bittner, para evitar la incongruencia ya de entrada.
Tenía razón. Un impacto directo bastaba. A menos que la bomba alterara algo más. O a menos que el tocón del pájaro del obispo tuviera otro papel que representar en el plan. O que el continuum tuviera otro motivo más sutil para usar la corrección que había empleado.
Planes, intenciones, motivos. Me pareció estar oyendo al profesor Overforce: «¡Lo sabía! ¡Esto no es más que un argumento para el Gran Designio!».
Un Gran Designio que no podíamos ver porque formábamos parte de él. Un Gran Designio que sólo atisbábamos ocasionalmente. Un Gran Designio que englobaba el curso entero de la historia y todo el espacio y el tiempo.
Por algún motivo insondable, decidió utilizar gatos y mazas de croquet y limpiaplumas, por no mencionar al perro. Y una horrible muestra del arte victoriano. Y a nosotros.
«La historia es un personaje», había dicho el profesor Peddick. Un personaje que desde luego había representado un papel en la autocorrección: la devoción de Lizzie Bittner por su marido y la negativa del coronel a ponerse abrigo un día de lluvia; el aprecio de Verity por los gatos y el aprecio de Princesa Arjumand por el pescado, y el temperamento de Hitler y la credulidad de la señora Mering. Y mi vértigo transtemporal. Si eran parte de la autocorrección, ¿dónde quedaba el libre albedrío? ¿O era el libre albedrío parte del plan también?
—Hay algo más que no comprendo —dijo Verity—. La incongruencia se reparó cuando Tossie se fugó con Baine, ¿no?
Asentí.
—¿Entonces por qué estaba allí Delphinium Sharpe? ¿No dijo T. J. que las probabilidades se colapsaban en el verdadero curso de los acontecimientos en cuanto la incongruencia quedaba reparada?
—Pero la incongruencia no había sido reparada cuando estuvimos allí —dije—. Baine arrojó a Tossie al agua, pero no se habían fugado juntos todavía. Y hasta que lo hicieron, la incongruencia no estuvo reparada del todo.
—Claro que sí. Se fugaron el dieciocho de junio de 1889. Y si era una conclusión inevitable una vez que la besó, ¿por qué nos enviaron a Coventry? Obviamente, no fue para que Tossie se fugara con Baine.
Al menos sabía la respuesta a eso.
—Para encontrar el tocón del pájaro del obispo —dije—. Yo tenía que ver las puertas y el pedestal de hierro forjado vacío para darme cuenta de lo que había sucedido.
—Pero ¿por qué? —preguntó ella, el ceño todavía fruncido—. Podría haberse arreglado sin que nosotros lo supiéramos.
—¿Por piedad? —dije—. ¿Porque sabía que lady Schrapnell me mataría si no lo encontraba a tiempo para la consagración?
Pero ella tenía razón. El tocón del pájaro del obispo podría haber continuado escondido en el desván de la señora Bittner, acumulando polvo, ahora que la incongruencia estaba reparada y los nazis no habían descubierto a Ultra. Entonces ¿por qué había sido yo enviado al laboratorio en el 2018 y al bombardeo y por qué me habían dado pistas tan claras si no importaba que el tocón del pájaro del obispo fuera encontrado o no? ¿Habría causado otra incongruencia su eventual descubrimiento tras la muerte de la señora Bittner? ¿O había algún motivo para que tuviera que estar en la catedral durante la consagración?
—Estamos llegando a Oxford —dijo el conductor—. ¿Dónde quieren que vaya?
—Un momentito —respondí, y llamé a Dunworthy.
Respondió Finch.
—Gracias al cielo —dijo—. Cojan por Parks Road hasta Holywell y Longwell y luego giren al sur en High y desvíense hasta los campos de juego de Merton. Cojan la carretera de acceso. Les estaremos esperando en la puerta de la sacristía. ¿Sabe dónde está?
—Sí —dije—. ¿Sabe dónde está? —le pregunté al conductor.
Él asintió.
—¿Van a llevar esto a la catedral?
—Sí.
—Una pérdida de dinero y de tiempo, si quieren saber mi opinión. ¿De qué sirve una catedral?
—Se sorprendería —le respondió Verity.
—Gire aquí —dije yo, buscando la puerta peatonal de Merton—. Finch, hemos llegado —dije por el portátil, y otra vez al conductor—: Dé la vuelta hasta el extremo este. La puerta de la sacristía está en la cara sur.
Paró junto a la puerta de la sacristía. Finch había enviado a una docena de personas a esperarnos. Un hombre abrió la puerta trasera y Verity salió y empezó a dar órdenes.
—El mantel del altar va en la capilla de los Herreros —dijo—, y este candelabro también. Tengan cuidado de no mezclar las reconstrucciones con los originales. Ned, pásame el palio de los sombrereros.
Se lo entregué y empezó a subir las escalinatas.
Cogí el portátil.
—Finch, ¿dónde está?
—Aquí mismo, señor —me respondió desde la puerta del coche fúnebre. Seguía vestido de mayordomo, aunque con la manga seca.
Le tendí el copón tallado.
—La consagración no ha empezado todavía, ¿no?
—No, señor. Ha habido un desafortunado atasco en St. Aldate’s. Coches de bomberos y ambulancias han bloqueado por completo la calle. Ha resultado ser un desafortunado malentendido —dijo, con una auténtica cara de póquer—, pero ha tardado un rato en aclararse. Nadie ha logrado llegar a Christ Church Meadow durante casi una hora. Y luego el obispo se ha retrasado. Su conductor ha tomado una desviación equivocada y han acabado en Iffley. Y ahora al parecer hay algunos problemas con las entradas.
Sacudí la cabeza, admirado.
—Jeeves habría estado orgulloso de usted. Por no mencionar a Bunter. Y al admirable Crichton.
Alcé el tocón del pájaro del obispo.
—¿Puedo ayudarle, señor?
—Quiero entregarlo yo mismo —indiqué con la cabeza la cruz de los Niños—. Eso va en la capilla de los Marroquineros. Y la estatua de san Miguel va en el coro.
—Sí, señor. El señor Lewis le está buscando. Tiene que discutir con usted algo referente al continuum.
—Bien —dije, luchando con la misericordia—. En cuanto resuelva este lío.
—Sí, señor. Y cuando pueda, señor, tengo que hablar con usted respecto a mi misión.
—Sólo dígame una cosa —dije, entregando la misericordia a dos estudiantes de primero—. ¿Su misión era traer objetos no significativos?
Él pareció molesto.
—Por supuesto que no.
Recogí el tocón del pájaro del obispo.
—¿Sabe dónde está lady Schrapnell?
—Estaba en la sacristía hace un momento, señor. —Miró al cielo—. Oh, parece que va a volver a llover. Y lady Schrapnell quería que todo estuviera como en el día del bombardeo.
Entré con el tocón del pájaro del obispo por la puerta de la sacristía. Me pareció apropiado utilizar la misma puerta por la que el preboste Howard había sacado los candelabros y el crucifijo y la bandera del regimiento. Los tesoros de Coventry.
Abrí la puerta y lo metí en la sacristía.
—¿Dónde está lady Schrapnell? —le pregunté a una historiadora a quien había reconocido del Jesús.
Ella se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—No —le gritó a alguien en el santuario—. Seguimos necesitando himnarios para las cinco últimas filas de bancos del pasillo norte. Y tres libros de oraciones.
Pasé al coro. Y al caos. La gente corría gritando órdenes y se oían martillazos en la capilla de los Merceros.
—¿Quién ha cogido el Libro de Epístolas? —gritó un coadjutor desde el atril—. Estaba aquí hace un momento.
Un acorde sonó en el órgano, y las primeras notas de Dios actúa de forma misteriosa para realizar sus maravillas. Una mujer delgada con un delantal verde colocaba largos gladiolos rosa en un jarrón de latón delante del púlpito, y una mujer regordeta con gafas y una hoja de papel iba de persona en persona, preguntando algo. Probablemente estaba también buscando a lady Schrapnell.
El órgano calló, y el organista le gritó a alguien de la primera planta.
—El registro de la trompeta no funciona.
Acólitos con sobrepellizas de lino y sotanas rojas deambulaban por la nave. «Warder ha planchado las sobrepellizas», pensé tontamente.
—No veo qué importa si el interior de los bancos del coro esté terminado o no —le decía una rubia de nariz larga a un muchacho tendido bajo uno de los bancos—. Nadie de la congregación lo verá.
—«No es asunto nuestro razonar por qué —contestó el muchacho—. Nosotros sólo tenemos que hacer o morir». Alcánceme el láser, ¿quiere?
—Perdonen —dije—. ¿Puede alguno de ustedes decirme dónde está lady Schrapnell?
—La última vez que la vi —respondió el muchacho desde debajo del banco— estaba en la capilla de los Pañeros.
Pero no estaba en la capilla de los Pañeros, ni en el santuario, ni en la planta superior. Bajé a la nave.
Allí encontré a Carruthers, sentado en un banco y doblando programas de actos.
—¿Has visto a lady Schrapnell?
—Estaba aquí mismo —dijo, disgustado—. Y por eso he acabado haciendo esto. Decidió en el último minuto que había que volver a imprimir los programas de actos. —Alzó la cabeza—. ¡Santo Dios, lo has encontrado! ¿Dónde estaba?
—Es una larga historia. ¿Por dónde se fue?
—A la sacristía. Espera. Antes de que te vayas, quiero preguntarte algo. ¿Qué opinas de Peggy?
—¿Peggy?
—Warder. ¿No crees que es la criatura más dulce y más adorable que has visto jamás?
—¿No has doblado todavía los programas de actos? —preguntó Warder, acercándose—. Lady Schrapnell los quiere para los acomodadores.
—¿Dónde está? —le pregunté.
—En la capilla de los Merceros —dijo Warder, y escapé.
Pero lady Schrapnell no estaba en la capilla de los Merceros ni en el baptisterio, y había signos de actividad cerca de la puerta oeste. Iba a tener que entregar el tocón del pájaro del obispo yo mismo.
Lo llevé a la capilla de los Herreros, pensando que ahora habría desaparecido el pedestal de hierro forjado. Pero allí estaba, justo donde se suponía que debía estar, delante de la reja. Coloqué con cuidado el tocón del pájaro del obispo encima.
Flores. Necesitaba flores. Volví al púlpito y me acerqué a la mujer del delantal verde.
—El jarrón delante de la reja de la capilla de los Herreros necesita flores. Crisantemos amarillos.
—¡Crisantemos amarillos! —dijo, cogiendo un portátil y mirándolo alarmada—. ¿Le envía lady Schrapnell? La orden no decía nada de crisantemos amarillos.
—Es un detalle de último minuto —dije—. No habrá visto a lady Schrapnell, ¿verdad?
—Capilla de los Marroquineros —informó ella, metiendo gladiolos en el jarrón del púlpito—. ¡Crisantemos amarillos! ¿Dónde voy a encontrar yo ahora crisantemos amarillos?
Bajé por el pasillo del crucero. Estaba repleto de acólitos y gente con togas académicas.
—¡Muy bien! —dijo una mujer clavadita al reverendo Arbitage—. Aquí está la orden de la procesión. Primero, el incensario, seguido del coro. Luego los miembros de la Facultad de Historia, por colegios. Señor Ransome, ¿dónde está su toga? Las instrucciones decían claramente traje académico.
Me deslicé por uno de los bancos hasta el pasillo norte y empecé a recorrer la nave. Y vi al señor Dunworthy.
Estaba en la entrada de la capilla de los Marroquineros, apoyado contra uno de los arcos. Sostenía una hoja de papel y, mientras lo miraba, se le cayó de la mano al suelo.
—¿Qué ocurre? —dije, corriendo hacia él—. ¿Se encuentra bien?
Lo rodeé con mi brazo.
—Venga —dije, llevándolo al banco más cercano—. Siéntese. —Recuperé el papel y me senté a su lado—. ¿Qué ocurre?
Él me sonrió débilmente.
—Estaba mirando la cruz de los Niños —dijo, señalando el lugar donde colgaba en la capilla de los Marroquineros—. Y comprendí lo que significaba. Estábamos tan ocupados tratando de resolver la incongruencia y sacando a Carruthers y trabajando con Finch, que no se me ha ocurrido hasta ahora lo que acabamos de descubrir.
Señaló la hoja de papel que yo había recogido.
—He estado haciendo una lista.
Miré la hoja. «La biblioteca de Lisboa. La biblioteca pública de Los Ángeles. La Revolución francesa, de Carlyle. La biblioteca de Alejandría».
Lo miré.
—Todo destruido por el fuego —dijo—. Una criada quemó por error la única copia de La Revolución francesa de Carlyle. —Me quitó el papel—. Esto es lo que se me ha ocurrido en unos minutos.
Dobló la lista.
—La catedral de St. Paul fue volatilizada por una bomba trazadora —dijo—. Toda. El cuadro de La luz del mundo, la tumba de Nelson, la estatua de John Donne. Pensar que podrían…
El coadjutor se acercó.
—Señor Dunworthy —dijo—. Tiene usted que ponerse en la fila.
—¿Ha visto a lady Schrapnell? —le pregunté al cura.
—Estaba en la capilla de los Pañeros hace un momento. Señor Dunworthy, ¿está preparado?
—Sí —respondió él. Se quitó el birrete, metió la lista dentro y volvió a ponérselo—. Estoy preparado para cualquier cosa.
Recorrí la nave hasta la capilla de los Pañeros. El pasillo del crucero estaba lleno de rectores dando vueltas, y Warder, en el coro, trataba de poner en fila a los acólitos.
—¡No, no, no! —gritaba—. ¡No os sentéis! ¡Arrugaréis las sobrepellizas! Acabo de plancharlas. Y poneos en fila. ¡No tengo todo el día!
Pasé junto a ella y llegué a la capilla de los Pañeros. Verity estaba allí, delante de la vidriera, su hermosa cabeza inclinada ante una hoja de papel.
—¿Qué es eso? —pregunté, acercándome—. ¿El programa de actos?
—No. Es una carta. ¿Recuerdas que después de encontrar la carta de Maud le sugerí a la forense que se encargara de buscar si existía alguna otra carta que Tossie pudiera haber enviado a otra gente? —la alzó—. Encontró una.
—Estás bromeando —dije—. Y supongo que contiene el nombre de Baine y todo.
—No, Tossie sigue llamándolo «mi amado esposo». Y la firma «Toots». Pero hay algunas cosas muy interesantes —dijo, sentándose en uno de los bancos tallados—. Escucha esto: «Mi queridísimo Terence…».
—¿Terence? ¿Qué demonios hace escribiéndole a Terence?
—Él le escribió a ella. Esa carta se perdió. Ésta es la respuesta de Tossie.
—¿Terence le escribió?
—Sí —dijo Verity—. Escucha: «Mi queridísimo Terence. Las palabras no pueden expresar lo feliz que me hizo tu carta del día tres». «Feliz» está subrayado. «¡Había renunciado a toda esperanza de volver a oír noticias de mi preciosa Princesa Arjumand en este mundo!!». «Mundo…».
—Está subrayado.
—Y con dos signos de exclamación —dijo Verity. Siguió leyendo—: «Ya estábamos en alta mar cuando descubrimos que había desaparecido. Mi amado esposo hizo cuanto estaba en su mano para convencer al capitán de que volviese a puerto de inmediato, pero él cruelmente se negó, y yo pensé que nunca volvería a ver a mi queridina preciosa Juju otra vez en esta vida o a conocer su Destino».
—Por lo visto lo subrayó casi todo —dijo Verity—. Y Destino aparece con mayúsculas.
Leyó: «No imaginas mi alegría cuando recibí tu carta. ¡Tenía gran temor de que hubiera perecido en el abismo proceloso! ¡Y descubrir ahora que no sólo está viva, sino contigo!».
—¿Qué? —dije yo.
—Todo está subrayado a partir de aquí. «¡Pensar que mi delicada queridina viajó todo el camino desde Plymouth a Kent cuando Muchings End habría estado mucho más cerca! Pero quizá fue para lo mejor. Mamá me ha escrito diciendo que papá recientemente ha adquirido un nuevo ryunkin dorado de cola de abanico. Y ahora sé que le darás un buen hogar.
»Gracias por tu amable oferta de enviar a Princesa Arjumand al cuidado de Dawson, pero mi amado esposo y yo estamos de acuerdo en que, dado lo poco que le gusta el agua, es mejor que permanezca a tu cuidado. Sé que tú y tu prometida Maud la amaréis y cuidaréis como yo. Mamá me escribió contándome lo de vuestro matrimonio. ¡Aunque me parece un poco apresurado, y espero sinceramente que no fuera algo hecho a la carrera, estoy más que contenta de poder decir que has podido olvidarme, y es mi ferviente esperanza que seáis tan felices cómo lo somos mi amado esposo y yo! Besa a Princesa Arjumand y acaricia su dulce piel por mí, y dile que su mamuchi piensa en su queridina queridina todos los días. Agradecida, Toots Callahan».
—Pobre Cyril —dije.
—Tonterías. Estaban hechos el uno para el otro.
—Igual que nosotros.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Qué tal, Harriet? —dije—. ¿Componemos un magnífico equipo de detectives o no? ¿Y si volvemos permanente esa asociación?
—¡No! —gritó Warder—. Os he dicho que no os sentéis. ¡Mirad estas arrugas! ¡Estas sobrepellizas son de lino!
—¿Bien, Watson? —le dije a Verity—. ¿Qué me dices?
—No sé —dijo ella apenada—. ¿Y si no es más que vértigo transtemporal? Mira a Carruthers. Cree estar enamorado de Warder…
—¡Eso queda absolutamente descartado! —le gritó Warder a un niño pequeño—. ¡Tendrías que haberlo hecho antes de ponerte la sobrepelliza!
—¡Mírala! ¿Y si, ahora que todo esto ha terminado, descansas un poco, te recuperas del vértigo y decides que todo ha sido un terrible error? —dijo ella, apoyándose contra la pared.
—Tonterías —contesté, haciéndola retroceder—. ¡También pamemas, paparruchas, majaderías, mentecateces y bah! ¡Por no decir zarandajas! En primer lugar, sabes perfectamente bien que la primera vez que te vi, escurriéndote la manga sobre la alfombra del señor Dunworthy, fue La Dama de Shalott rediviva… telarañas volando, espejos partiéndose, hilos y cristales por todas partes.
Coloqué la mano en la pared, por encima de su cabeza y me incliné.
—En segundo lugar, es tu deber patriótico.
—¿Mi deber patriótico?
—Sí. Somos parte de una autocorrección, ¿recuerdas? Si no nos casamos, ocurrirá algo espantoso: los nazis se darán cuenta de que tenemos a Ultra, o lady Schrapnell donará su dinero a Cambridge, o el continuum se desplomará.
—Aquí están —dijo Finch, corriendo con un portátil y una caja enorme de cartón—. Los he estado buscando por todas partes. El señor Dunworthy dijo que usted y la señorita Kindle tuvieran uno, pero no sé si se refería a uno o dos.
Yo no tenía ni idea de qué me estaban hablando, pero después de pasar una semana en la época victoriana ya no me molestaba.
—Uno —dije.
—Sí, señor. Uno —le dijo al portátil, y lo depositó sobre un monumento—. El señor Dunworthy dijo que a la luz de sus valiosas contribuciones, podrían elegir primero. ¿Tienen alguna preferencia por el color? —preguntó, abriendo la caja.
—Sí —dijo Verity—. Negro. Con patas blancas.
—¿Qué? —pregunté yo.
—Te dije que estaba trayendo objetos no significativos.
—Yo no los llamaría no significativos —dijo Finch, y alzó un gatito.
Era la imagen exacta de Princesa Arjumand, hasta los pololos blancos en las patas negras, sólo que en miniatura.
—¿Dónde? —dije—. ¿Cómo? Los gatos son una especie extinguida.
—Sí, señor —dijo él, tendiéndole el gatito a Verity—, pero los había en abundancia en la época victoriana. Los granjeros con frecuencia ahogaban camadas de gatitos para intentar reducir la población.
—Y cuando yo traje a Princesa Arjumand —dijo Verity, acariciando el garito que tenía en la mano—, T. J. y el señor Dunworthy decidieron ver si los gatitos, una vez metidos en una bolsa y arrojados al estanque, serían no significativos.
—Así que estuvo usted deambulando por toda la campiña buscando gatas preñadas —dije, asomándome a la caja. Había dos docenas de gatitos dentro, la mayoría con los ojos cerrados todavía—. ¿Alguno de éstos es de Señorita Mermelada?
—Sí, señor —contestó él, señalando varias bolitas de pelo—. Estos tres de rayas y éste, el de manchas. Naturalmente, son demasiado jóvenes para ser destetados, pero el señor Dunworthy me dijo que les comunicara que podrán tener el suyo dentro de cinco semanas. Los de Princesa Arjumand son un poco más mayores, ya que tardaron casi tres semanas en encontrarlos.
Recogió el gato de Verity.
—En realidad el gato no les pertenecerá; tendrán que entregarlo al laboratorio para clonarlo y reproducirlo de forma regular. No hay suficientes todavía para un pozo genético viable, pero hemos contactado con la Sorbona, Caltech y la Universidad de Tailandia, y regresaré a la Inglaterra victoriana en busca de más especímenes.
Metió el gato de nuevo en la caja.
—¿Podemos ir a verlo? —dijo Verity.
—Por supuesto. Y tendrán que ser instruidos en su cuidado y alimentación. Recomiendo una dieta de leche y…
—Ryunkins nacarados de ojos de globo —dije.
El portátil de Finch sonó. Lo miró y acercó la caja de cartón.
—El arzobispo está aquí, y el conserje que guarda la puerta oeste dice que empieza a llover. Vamos a dejar entrar a la multitud. Debo encontrar a lady Schrapnell. ¿La han visto?
Los dos negamos con la cabeza.
—Será mejor que vaya a buscarla —dijo, recogiendo la caja de cartón. Se marchó.
—En tercer lugar —le dije a Verity, continuando donde me había quedado—, da la casualidad que sé desde aquel día en la barca que sientes exactamente lo mismo que yo. Si estás esperando que me declare en latín…
—Ahí está, Ned —dijo T. J. Llevaba una pequeña pantalla y un ordenador portátil—. Tengo que mostrarle algo.
—La consagración está a punto de empezar. ¿No puede esperar?
—No lo creo.
—Muy bien —dijo Verity—. Ahora mismo vuelvo —y salió de la capilla.
—¿Qué es? —le pregunté a T. J.
—Quizá no sea nada. Es probable que se trate de un error matemático. O de un gazapo en el sistema.
—¿Qué es? —repetí.
—Muy bien, ¿se acuerda de que me pidió que cambiara el foco de la incongruencia a Coventry en 1940 y lo hice y le dije que encaja casi a la perfección con la simulación de las cacerolas de Waterloo?
—Sí —dije, cansado.
—Sí, bueno, «casi» es la palabra clave. —Mostró en la pantalla uno de sus borrosos modelos grises—. Encajaba muy bien en el deslizamiento periférico y en las zonas principales, y aquí —dijo, señalando áreas indistinguibles—. Y aunque hubo deslizamiento en el sitio donde la señora Bittner trajo el tocón del pájaro del obispo, no era radicalmente aumentado.
—No habría habido sitio para un deslizamiento radicalmente aumentado, ¿no? —dije—. Lizzie Bittner tuvo que ir en una franja de tiempo muy estrecha… entre el momento en que los tesoros fueron vistos por última vez y su destrucción por el incendio. Sólo tuvo unos minutos. El deslizamiento aumentado la habría dejado justo en mitad del incendio.
—Sí, bueno, incluso teniendo eso en cuenta, sigue habiendo el problema del deslizamiento adyacente —dijo, señalando la nada—. Así que —pulsó más teclas— traté de mover el foco hacia delante.
Una imagen indescriptible apareció.
—¿Hacia delante?
—Sí. Naturalmente, no tenía suficientes datos para escoger una localización espacio-temporal como hizo usted, así que lo que hice fue considerar que el deslizamiento adyacente era periférico y extrapolar el nuevo deslizamiento adyacente, y entonces extrapolar un nuevo foco a partir de eso.
Mostró otra imagen gris.
—Muy bien, éste es el modelo de Waterloo. Voy a superponerlo con el modelo del nuevo foco.
Lo hizo.
—Puede ver que encaja.
Pude.
—¿Dónde sitúa eso el foco? ¿En qué año?
—En el 2678.
El 2678. En el futuro, seiscientos años más tarde.
—El quince de junio del 2678 —dijo él—. Como decía, probablemente no es nada. Puede ser un error en los cálculos.
—¿Y si no lo es?
—Entonces el hecho de que la señora Bittner trajera el tocón del pájaro del obispo no es la incongruencia.
—¿Pero si no es la incongruencia…?
—Es parte de la autocorrección también —dijo T. J.
—¿La autocorrección de qué?
—No lo sé. De algo que no ha sucedido todavía. Algo que va a suceder en…
—En el 2678. ¿Cuál es la localización del foco? —dije, preguntándome si sería tan remota como la fecha. ¿Addis Abeba? ¿Marte? ¿La Nube Inferior de Magallanes?
—Oxford. La catedral de Coventry.
La catedral de Coventry. El quince de junio. Verity tenía razón. Teníamos que encontrar el tocón del pájaro del obispo y devolverlo a la catedral. Y la venta de la nueva catedral y la reconstrucción de la antigua por parte de lady Schrapnell y nuestro descubrimiento de que los tesoros no significativos podían traerse a través de la red formaban parte de la misma gran autocorrección; un gran…
—Voy a rehacer todos los cálculos y aplicaré algunos tests lógicos sobre el modelo —dijo T. J.—. No se preocupe. Probablemente resultará no ser nada más que un fallo en la simulación de Waterloo. Sólo es un modelo aproximado.
Pulsó algunas teclas y el gris desapareció. Plegó la pantalla.
—T. J., ¿qué cree que decidió el resultado de la batalla de Waterloo? ¿La letra de Napoleón o sus hemorroides?
—Ni una cosa ni la otra. Y no creo que fuera nada de lo que hicimos en las simulaciones… la retirada de Gneisenau a Wavre o el mensajero perdido o el incendio de La Sainte Haye.
—¿Qué cree que fue? —pregunté con curiosidad.
—Un gato.
—¿Un gato?
—O un carro o una rata o…
—… la jefa de un comité eclesiástico —murmuré.
—Exactamente. Algo tan insignificante que nadie lo ha advertido siquiera. Ése es el problema de los modelos… sólo incluyen los detalles que la gente considera relevantes, y Waterloo fue un sistema caótico. Todo allí fue relevante.
—Y todos nosotros somos el alférez Klepperman —dije—; nos encontramos de pronto en un puesto de importancia crítica.
—Sí —sonrió él—, y todos sabemos lo que le sucedió al alférez Klepperman. Y lo que va a sucederme a mí si no llego a la sacristía. Lady Schrapnell quiere que encienda las velas de las capillas.
Recogió rápidamente la pantalla y el ordenador.
—Será mejor que me ponga a trabajar. Parece que están a punto de empezar.
Así era. Los acólitos y rectores se habían puesto más o menos en fila, la mujer del delantal verde recogía tijeras y cubos y envoltorios de flores, el muchacho había salido de debajo del banco del coro.
—¿Funciona ahora la trompeta? —llamó una voz desde la tribuna, y el organista gritó a su vez—: Sí.
Carruthers y Warder estaban de pie junto a la puerta sur, los brazos llenos de programas de actos y del otro. Entré en la nave, buscando a Verity.
—¿Dónde has estado? —dijo lady Schrapnell, mirándome con mala cara—. Te he buscado por todas partes. —Se llevó las manos a las caderas—. Bien, creí que habías dicho que encontraste el tocón del pájaro del obispo. ¿Dónde está? No lo habrás vuelto a perder, ¿no?
—No. Está delante de la reja de la capilla de los Herreros, donde se supone que tiene que estar.
—Quiero verlo —dijo, y se encaminó hacia la nave.
Sonó una fanfarria y el organista se lanzó con Oh, Dios que haces cosas grandes e inescrutables. Los acólitos abrieron los himnarios. Carruthers y Warder ocuparon sus posiciones junto a la puerta sur.
—Creo que no hay tiempo —dije—. La consagración está a punto de empezar.
—Tonterías —dijo ella, internándose entre los acólitos—. Hay tiempo de sobra. Todavía no ha salido el sol.
Se abrió paso entre los rectores, dividiéndolos como el Mar Rojo, y se dirigió por el pasillo norte hasta la capilla de los Herreros.
La seguí, esperando que el tocón del pájaro del obispo no hubiera vuelto a desaparecer misteriosamente. No lo había hecho. Seguía allí, en su pedestal de hierro forjado. La mujer del delantal verde lo había llenado de bonitos lirios de pascua blancos.
—Ahí está —dije, presentándolo con orgullo—. Después de inenarrables peripecias y tribulaciones. El tocón del pájaro del obispo. ¿Qué le parece?
—Oh, cielos —dijo ella, y se llevó la mano al pecho—. Realmente es horroroso, ¿verdad?
—¿Qué?
—¡Sé que se supone que a mi tatara-tatara-tatarabuela le gustó, pero Dios mío! ¿Qué se supone que es eso? —dijo, señalando la base—. ¿Una especie de dinosaurio?
—La firma de la Carta Magna.
—Casi lamento haberte hecho perder tanto tiempo buscándolo —dijo. Lo miró pensativa—. Supongo que es irrompible.
—Sí.
—Bueno, tendremos que quedárnoslo por bien de la autenticidad. Espero que las otras iglesias no tengan cosas tan horribles.
—¿Otras iglesias?
—Sí, ¿no te has enterado? Ahora que se pueden traer objetos a través de la red, tengo un montón de proyectos. El terremoto de San Francisco, el patio trasero de la MGM, Roma antes del incendio que Julio César…
—Nerón —dije.
—Sí, por supuesto. Tendrás que traer la lira que tocaba Nerón.
—Pero no ardió en el incendio —dije—. Sólo objetos que han sido reducidos a sus componentes…
Ella agitó la mano, sin hacerme caso.
—Las leyes están hechas para ser vulneradas. Empezaremos por las catorce iglesias de Christopher Wren que se incendiaron durante el Blitz, y luego…
—¿Empezaremos? —dije, con un hilo de voz.
—Sí, por supuesto. He pedido específicamente contar contigo. —Se detuvo y miró el tocón del pájaro del obispo—. ¿Por qué esos lirios? Se supone que eran crisantemos amarillos.
—Creo que los lirios son muy adecuados —dije—. Después de todo, la catedral y todos sus tesoros han sido recuperados de entre los muertos. El simbolismo.
Ella no se dejó impresionar por el simbolismo.
—El programa de actos dice crisantemos amarillos. «Dios está en los detalles».
Salió en tromba a buscar a la pobre mujer del delantal verde.
Me quedé allí, mirando el tocón del pájaro del obispo. Catorce iglesias de Christopher Wren. Y el patio trasero de la MGM. Por no mencionar lo que se le podría ocurrir cuando Comprendiera Lo Que Significaba. Verity se acercó.
—¿Qué ocurre, Ned?
—Mi destino es pasarme toda la vida trabajando para lady Schrapnell y asistir a rastrillos benéficos.
—¡Paparruchas! Tu destino es pasar el resto de tu vida conmigo. —Me tendió el gatito—. Y con Limpiaplumas.
El gatito no pesaba nada.
—Limpiaplumas —dije, y me miró con sus ojos verdigrises.
—Miau —dijo, y empezó a ronronear, muy bajito.
—Lo he robado. No me mires así. Pretendo devolverlo. Y Finch nunca lo echará de menos.
—Te quiero —dije, sacudiendo la cabeza—. Si mi destino es pasarme la vida contigo, ¿quiere eso decir que has decidido casarte conmigo?
—Tengo que hacerlo. Acabo de chocar con lady Schrapnell. Ha decidido que lo que esta catedral necesita es…
—¿Una boda?
—No, un bautizo. Para poder estrenar la pila bautismal de mármol Purbeck.
—No quiero que hagas nada que no quieras hacer —dije—. Podría chivarme a lady Schrapnell de lo de Carruthers y Warder, y tú podrías escaparte a algún sitio seguro. Como la batalla de Waterloo.
Sonó una fanfarria, el órgano se lanzó a Los cielos declaran la gloria de Dios, y salió el sol. Las vidrieras del este estallaron en una llamarada roja, azul y púrpura. Alcé la cabeza. La tribuna era una larga e ininterrumpida banda de oro, como la red en el momento de abrirse. Llenó la catedral de luz, iluminando la plata y los candelabros y la cruz de los Niños y la parte inferior de los bancos del coro, los acólitos y obreros y rectores excéntricos, la estatua de san Miguel y la Danza de la Muerte y los programas de actos. Iluminando la catedral por entero… un Gran Designio hecho de un millón de detalles.
Miré el tocón del pájaro del obispo mientras acariciaba al gatito. La vidriera lo recortaba en gloriosos colores y, frente a él, el ventanal de la capilla de los Teñidores teñía los camellos y querubines y la ejecución de María Estuardo de esmeralda y rubí y zafiro.
—Sí que es horrible, ¿verdad? —comenté.
Verity me cogió la mano y dijo:
—Placet.