Rápido, Hastings. He estado ciego, imbécile. Rápido, un taxi.
HERCULE POIROT
Nunca logro averiguar mi localización espacio-temporal - Carruthers se niega a ir a Coventry - Resuelto el misterio del salto de Verity - Una complicación - Carruthers va a Coventry - Finch sigue sin tener libertad para hablar - Más periódicos - En el Metro a Coventry - Fallo de los contemporáneos en apreciar el transporte de su propia época - Cito poesía - El criminal confiesa - Hallado al fin el tocón del pájaro del obispo
¿Cuándo, oh, cuándo aprenderé a averiguar mi localización espacio-temporal al llegar? Cierto, tenía un montón de cosas en la cabeza, sobre todo lo que pretendía decirle a Verity cuando tuviera tiempo, y lo que había que hacer en aquel mismo momento, pero eso no era ninguna excusa.
—¿Dónde está el señor Dunworthy? —le pregunté a Warder en cuanto llegamos. No esperé a que los velos se alzaran. Agarré a Verity por la mano y nos abrimos paso a través de ellos hasta la consola.
—¿El señor Dunworthy? —dijo Warder, desconcertada. Iba muy arreglada, con un vestido estampado y un peinado de rizos que la hacía parecer casi agradable.
—Está en Londres —respondió Carruthers, acercándose. También iba arreglado y se había quitado todo el hollín de encima—. Veo que has encontrado a Verity —le sonrió—. No veríais si el tocón del pájaro del obispo estaba allí mientras estuvisteis en Coventry, ¿verdad?
—Sí —contesté—. ¿Qué está haciendo el señor Dunworthy en Londres?
—Lady Schrapnell tuvo una idea de último minuto. Se le ocurrió que el tocón del pájaro del obispo podría haber sido almacenado en el mismo lugar que los tesoros del Museo Británico durante el Blitz, en un túnel no utilizado del Metro.
—No lo fue. Llámalo y dile que vuelva aquí inmediatamente. T. J. no iría con él, ¿verdad? —dije, mirando la fila de pantallas donde había representado sus modelos de Waterloo.
—No. Se está cambiando de ropa. Volverá de un momento a otro. ¿De qué va todo esto?
—¿Dónde está lady Schrapnell?
—¿Lady Schrapnell? —dijo Warder, como si nunca hubiera oído hablar de ella.
—Sí. Lady Schrapnell —contesté yo—. La catedral de Coventry. El azote de nuestra existencia. Lady Schrapnell.
—Pensé que tratabas de evitarla —dijo Carruthers.
—Estoy tratando de evitarla ahora mismo pero, dentro de unas horas, tal vez la necesite. ¿Sabes dónde está?
Warder y él intercambiaron una mirada.
—En la catedral, supongo.
—Uno de vosotros tiene que certificarlo —dije—. Pregúntale cuál es su programa para el resto del día.
—¿Su programa? —preguntó Carruthers, extrañado.
—Vaya a buscarla usted, si quiere —dijo Warder al mismo tiempo, y quedó claro que hacía falta algo más que amor y unos cuantos rizos para hacerla agradable—. ¡No voy a darle la oportunidad de que me ponga a hacer otra cosa! Ya me ha hecho planchar todos los manteles del altar y…
—No importa —contesté. No necesitaba a lady Schrapnell de momento y había otras cosas más importantes que comprobar—. Necesito que hagan otra cosa por mí. Necesito ejemplares del Coventry Standard y el Midland Daily Telegraph del quince de noviembre hasta… —Me volví hacia Carruthers—. ¿Cuándo regresaste de Coventry? ¿Qué día?
—Hace tres días. El miércoles.
—¿Qué día era en Coventry?
—Doce de diciembre.
—Desde el quince de noviembre hasta el doce de diciembre —le dije a Warder.
—¡De eso ni hablar! —dijo Warder—. Tengo que planchar los manteles del altar y me quedan tres recogidas por hacer. Y faltan por planchar todas las sobrepellizas. ¡Lino! ¡Hay un montón de tejidos que podría haber escogido para el coro y que no se arrugan, pero lady Schrapnell tenía que tener lino! «Dios está en los detalles», dice. Y ahora usted quiere que traiga periódicos…
—Yo lo haré —dijo Verity—. ¿Quieres facsímiles o sólo artículos sueltos, Ned?
—Facsímiles.
Ella asintió.
—Los encontraré en el Bod. Vuelvo ahora mismo —dijo; me dedicó una de sus sonrisas de náyade y se marchó.
—Carruthers, necesito que vayas a Coventry.
—¿A Coventry? —Carruthers retrocedió bruscamente y chocó con Warder—. No voy a volver allí. Ya tuve bastantes problemas para salir la última vez.
—No tienes que volver al bombardeo. Lo que necesito…
—Y no voy a ir a ninguna parte en las inmediaciones. ¿Recuerdas los campos de guisantes? ¿Y esos malditos perros? Olvídalo.
—No necesito que retrocedas en el tiempo. Todo lo que me hace falta son algunas anotaciones de los archivos eclesiásticos. Puedes coger el Metro. Quiero que averigües…
Entró T. J., también engalanado, con una camisa blanca y su toga académica corta. Me pregunté si lady Schrapnell había impuesto algún tipo de código en el vestir.
—Sólo un minuto, Carruthers —dije—. T. J., necesito que haga algo. El modelo que preparó de la incongruencia. Quiero que cambie el foco.
—¿Cambiar el foco? —preguntó él, desconcertado.
—No me diga que ha habido otra incongruencia —terció Warder—. Es justo lo que necesitábamos ahora mismo. Tengo cincuenta sobrepellizas que planchar, tres recogidas…
—Dijo usted que una autocorrección podía extenderse hacia el pasado, ¿verdad, T. J? —dije, ignorándola.
T. J. asintió.
—En algunos de los modelos hubo autocorrecciones preventivas.
—Y el único caso en que encontró un objeto significativo separado de su localización espacio-temporal fue como parte de una autocorrección.
Él volvió a asentir.
—Y dijo que «esta incongruencia no encajaba con ninguno de los modelos» de Waterloo. Quiero que vea si encaja cambiando el foco.
T. J. se sentó ante los ordenadores y se subió las mangas de la toga.
—¿A qué?
—Catedral de Coventry. Catorce de noviembre…
—¿Catorce de noviembre? —interrumpieron T. J. y Carruthers al unísono. Warder me dirigió una de esas miradas de «¿cuántos-saltos-has-hecho?».
—Catorce de noviembre —dije con firmeza—. 1940. No sé la hora exacta. Entre las siete cuarenta y cinco de la noche y antes de las once. Mi suposición es que hacia las nueve y media.
—Pero eso es durante el bombardeo —dijo Carruthers—, el lugar al que ninguno de nosotros pudo acercarse.
—¿Qué es todo esto, Ned? —preguntó T. J.
—El misterio de la estilográfica y Hercule Poirot. Lo hemos estado abordando al revés. ¿Y si el rescate de la gata no fuera la incongruencia? ¿Y si fuera parte de la auto-corrección del continuum y la verdadera incongruencia hubiera sido causada antes? ¿O después?
T. J. empezó a introducir cifras.
—No hubo ningún deslizamiento aumentado en el salto de Verity —dije—, aunque cinco minutos en cualquier sentido habrían bastado para impedirle rescatar a Princesa Arjumand. Tampoco la red dejó de abrirse, pero ninguna defensa funcionó. ¿Y por qué el deslizamiento de mi salto me envió a Oxford para encontrar a Terence, impedirle que conociera a Maud y prestarle dinero para alquilar la barca y que así conociera a Tossie? ¿Y si fue porque el continuum quería que sucedieran esas cosas? ¿Y si los signos que interpretamos como indicativos de colapso (mi lanzamiento a la Edad Media, Carruthers atrapado en Coventry) fueran todos ellos parte de la auto-corrección?
Apareció una tabla de coordenadas. T. J. escrutó las columnas, suministró mucho más datos, estudió las nuevas pautas.
—¿Sólo el foco? —dijo.
—Me dijo que las discrepancias sólo se daban en las inmediaciones del punto de la incongruencia. Pero ¿y si el punto no fuera Muchings End? ¿Y si fuera el bombardeo de la catedral y lo que Verity y yo consideramos una discrepancia fuera el curso de acontecimientos que habrían sucedido si la incongruencia no hubiera sido reparada?
—Interesante —dijo T. J. Suministró rápidamente más datos.
—Sólo el foco. Los mismos acontecimientos, el mismo deslizamiento.
—Esto tardará un poco —dijo él, incluyendo más datos.
Me volví hacia Carruthers.
—Esto es lo que necesito que encuentres en Coventry. —Rodeé a Warder en busca de un portátil y hablé por él—. Necesito los nombres del personal de la catedral, clérigos y seglares, en 1940, y los archivos matrimoniales de la catedral desde 1889 hasta… —vacilé un momento, pensando— desde 1889 hasta 1915. No, 1920, para asegurarnos.
—¿Y si los archivos fueron destruidos durante el bombardeo?
—Entonces que la Iglesia anglicana te dé una lista de miembros de la Iglesia de 1940. Debe de haber un archivo en Canterbury y en varios otros sitios. No pueden haber sido destruidos todos en el Blitz.
Pulsé el portátil, vi cómo escupía la lista y la arranqué.
—Lo necesito lo antes posible.
Carruthers se la quedó mirando.
—¿Esperas que vaya ahora?
—Sí. Es importante. Si tengo razón, tendremos el tocón del pájaro del obispo para la consagración.
—Entonces será mejor que se dé prisa —dijo Warder con sequedad—. Es dentro de dos horas.
—¿La consagración? —pregunté, incrédulo—. Eso es imposible.
Y finalmente formulé la que debería haber sido mi primera pregunta al salir de la red.
—¿Qué día es hoy?
Verity llegó corriendo, con un puñado de facsímiles. Se había puesto un traje de tablillas y zapatos de suela de goma. Tenía las piernas tan largas como había imaginado.
—¡Ned, la consagración es dentro de unas cuantas horas!
—Acabo de descubrirlo —dije, tratando de pensar qué hacer. Había contado con tener un par de días para recopilar pruebas que apoyaran mi teoría, pero resultaba que apenas quedaba tiempo para ir a Coventry y volver…
—¿Puedo ayudar? —dijo Verity.
—Necesitamos pruebas de que la incongruencia se ha arreglado. Pretendía enviar a Carruthers…
—Puedo ir yo —dijo Verity.
Negué con la cabeza.
—No hay tiempo. ¿Cuándo empieza la consagración? —le pregunté a Warder.
—A las once.
—¿Y qué hora es?
—Las nueve y cuarto.
Miré a T. J.
—¿Cuánto tiempo falta para que tenga la simulación?
—Otro minuto —dijo T. J., los dedos volando—. Lo tengo.
Pulsó retorno, las columnas de coordenadas desaparecieron y apareció el modelo.
No sé qué esperaba. El modelo que apareció en la pantalla parecía igual que los demás: un borrón oscuro y sin forma.
—Bueno, ¿quieren mirar eso? —dijo T. J. en voz baja. Pulsó más teclas—. Éste es el nuevo foco —dijo— y esto es una superposición del simulacro de las cacerolas de Waterloo.
Habló al oído del ordenador. Ambos modelos aparecieron, uno encima del otro, y hasta yo pude ver que encajaban.
—¿Encajan? —preguntó Warder.
—Sí —T. J. asintió despacio—. Hay unas cuantas diferencias menores. El deslizamiento en el punto no es tan grande y no encajan perfectamente aquí y aquí —dijo, señalando formas inexistentes—. Y no sé qué es esto —señaló a nada en concreto—, pero parece clarísimamente una pauta de autocorrección. Miren cómo se reduce el deslizamiento a medida que se aproxima a 1889 y luego cesa del todo el…
—Dieciocho de junio —dije yo.
T. J. tecleó algunas cifras.
—Dieciocho de junio. Tendré que hacer comprobaciones de deslizamiento y probabilidades, y averiguar qué es esto —dijo, dando golpecitos sobre nada en concreto—, pero decididamente parece que era la incongruencia.
—¿Qué era? —dijo Carruthers—. ¿Y qué la causó?
—Eso es lo que necesitaba que averiguaras en Coventry —dije, mirando mi inútil reloj de bolsillo—. Pero no hay tiempo.
—Claro que hay tiempo —dijo Verity—. Tenemos un laboratorio de viajes temporales. Podemos enviar atrás a Carruthers en busca de información.
—No puede volver a 1940 —dije—. Ya ha estado allí. Y lo último que necesitamos es causar otra incongruencia.
—A 1940 no, Ned. A la semana pasada.
—No puede estar en dos lugares a la vez —dije, y me di cuenta de que no estaría. La semana anterior él estaba en 1940, no en el 2057—. Warder, ¿cuánto tiempo tardará en calcular un salto?
—¡Un salto! Ya tengo tres recogi…
—Yo plancharé las sobrepellizas.
—Necesito que vuelva dentro… ¿cuánto tiempo crees que tardarás? ¿Un día?
—Dos —dijo Carruthers.
—Dos días. Laborables. Los archivos de las iglesias no abren los fines de semana. Y tienen que ser los dos días que estuvo en Coventry. Y luego tráigalo aquí de vuelta inmediatamente.
Warder parecía obstinada.
—¿Cómo sé que no volverá a quedarse atrapado en Coventry?
—Por eso —dije, señalando el ordenador—. La incongruencia está arreglada.
—No pasa nada, Peggy —la tranquilizó Carruthers—. Adelante, calcúlalo. —Se volvió hacia mí—. ¿Tienes la lista de lo que tengo que buscar?
Se la di.
—Y otra cosa. Necesito una lista de las jefas de todos los comités de damas de la Iglesia en 1940.
—No tendré que buscar a la jefa del Comité Floral. Sé quién era. Esa arpía de la señorita Sharpe.
—Todos los comités de damas, incluido el Comité Floral.
Verity le tendió un lápiz y un clasificador.
—Para que no intentes traer papel de la semana pasada a través de la red.
—¿Preparada? —le dijo Carruthers a Warder.
—Preparada —respondió ella, con cautela.
Se situó en la red. Warder se acercó y le alisó el cuello.
—Ten cuidado —dijo, enderezándole la corbata.
—Sólo estaré fuera unos cuantos minutos. —Sonrió como un tonto—. ¿No?
—Si no —sonrió también ella—, iré y te traeré yo misma.
—Si no lo veo, no lo creo —le murmuré a Verity.
—Vértigo transtemporal —dijo ella.
—He fijado una intermitencia de diez minutos —lo arrulló Warder.
—No me quedaré ni un minuto más de lo preciso —le aseguró Carruthers—. Tengo que volver en cuanto pueda para llevarte a la consagración. —La abrazó y le estampó un largo beso.
—Mirad, lamento tener que interrumpir una escena tan tierna —dije—, pero la consagración es dentro de dos horas.
—Muy bien —replicó Warder; alisó una vez más el cuello de Carruthers y regresó a la consola. El amor tal vez lo conquiste todo, pero los malos hábitos son difíciles de erradicar; esperé que Baine pretendiera vivir cerca de un río en Estados Unidos.
Warder bajó los velos y Carruthers desapareció.
—Si no vuelve a salvo dentro de diez minutos —dijo ella—, voy a enviarle a usted a la guerra de los Cien Años.
Se volvió hacia Verity.
—Ha dicho que plancharía las sobrepellizas.
—Un momentito —le pedí, tendiéndole a Verity uno de los facsímiles.
—¿Qué estamos buscando?
—Cartas al director. O una carta abierta. No estoy seguro.
Hojeé el Midlands Daily Telegraph: un artículo sobre la visita del Rey; una lista de bajas; un artículo que empezaba «Hay pruebas de que Coventry revive».
Cogí el Coventry Standard. Un anuncio de bolsas de tierra del SAB, Genuino Tamaño Gubernamental; una imagen de las ruinas de la catedral.
—Aquí hay algunas cartas —dijo Verity, y me tendió la hoja.
Una carta alabando al servicio de bomberos por su valor. Una carta preguntando si alguien había visto a Molly, «una hermosa gata rojiza, vista por última vez la noche del 14 de noviembre en la calle Greyfriars». Una carta de queja contra los guardias del SAB.
La puerta exterior se abrió. Verity dio un respingo, pero no era lady Schrapnell. Era Finch.
Llevaba la chaqueta de mayordomo y el pelo cubiertos de nieve, y la manga derecha empapada.
—¿Dónde ha estado? —le pregunté—. ¿En Siberia?
—No estoy autorizado a decirlo. —Se volvió hacia T. J.—. Señor Lewis, ¿dónde está el señor Dunworthy?
—En Londres —contestó T. J., mirando la pantalla.
—Oh —dijo él, decepcionado—. Bien, dígale… —nos miró con recelo— que la misión ha terminado —se escurrió la manga—, aunque la laguna era de hielo sólido y el agua estaba helada. Dígale que el número de… —otra mirada hacia nosotros—, el número es seis.
—Y yo no tengo todo el día —gruñó Warder—. Aquí está su saco. —Le tendió un gran saco de arpillera—. No puede ir así —dijo, disgustada—. Venga. Lo secaré.
Lo condujo a la sala de preparativos.
—Ni siquiera soy la titular. Estoy de sustituta. Tengo los manteles del altar por planchar, una intermitencia de diez minutos que atender…
La puerta se cerró tras ellos.
—¿Qué era todo eso? —pregunté.
—Toma —dijo Verity, tendiéndome un facsímil—. Más cartas al director.
Tres cartas comentando la visita del Rey a Coventry, una de queja sobre la comida de las cantinas móviles, una para anunciar un rastrillo benéfico en St. Aldate’s por las víctimas del bombardeo aéreo.
Finch, seco y peinado, regresó con Warder, que aún se estaba quejando.
—No sé por qué tengo que traerlos a todos de vuelta hoy —dijo, acercándose a la consola para pulsar teclas—. Tengo tres recogidas que hacer, cincuenta…
—Finch —dije—, ¿sabe usted si la señora Bittner tiene previsto asistir a la consagración?
—El señor Dunworthy me hizo enviarle una invitación, y yo imaginaba que ella más que nadie querría ver la catedral de Coventry restaurada. Sin embargo, escribió para decir que se temía que le resultaría demasiado fatigoso asistir.
—Bien. —Cogí el Standard del día doce y lo hojeé. No había cartas—. ¿Qué hay del Telegraph? —le pregunté a Verity.
—Nada —dijo ella, soltando los periódicos.
—Nada —dije felizmente, y Carruthers apareció en la red, con aspecto asombrado.
—¿Bien? —pregunté, acercándome a él.
Él rebuscó el cuaderno en su bolsillo y me lo tendió a través de los velos. Lo abrí y empecé a leer la lista de miembros de la Iglesia, buscando un nombre.
Nada. Pasé la página a los colaboradores.
—La jefa del Comité Floral de 1940 era una tal señora Lois Warfield —dijo Carruthers, frunciendo el ceño.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Warder ansiosamente—. ¿Sucedió algo?
—No —dije, repasando las instalaciones de la Iglesia. Hertfordshire, Surrey, Northumberland. Allí estaba. St. Benedict’s, Northumberland.
—No había ninguna señorita Sharpe en ninguno de los comités —dijo Carruthers—, ni en la lista de miembros de la iglesia.
—Lo sé —dije, escribiendo un mensaje en una de las páginas de la libreta—. Finch, llame al señor Dunworthy y dígale que regrese a Oxford inmediatamente. Cuando llegue, déle esto. —Arranqué la página, la doblé y se la di—. Luego encuentre a lady Schrapnell y dígale que no se preocupe, que Verity y yo lo tenemos todo controlado y que no empiece la consagración hasta que regresemos.
—¿Adonde van? —preguntó Finch.
—Ha prometido que plancharía las sobrepellizas de los acólitos —me acusó Warder.
—Intentaremos estar de vuelta hacia las once —dije, cogiendo la mano de Verity—. Si no, retrase la ceremonia.
—¡Retrasarla! —dijo Finch, horrorizado—. El arzobispo de Canterbury va a venir. Y la princesa Victoria. ¿Cómo voy a retrasarla?
—Ya se le ocurrirá algo. Tengo puesta toda mi confianza en usted, Jeeves.
Él sonrió.
—Gracias, señor. ¿Dónde le digo a lady Schrapnell que han ido?
—A recuperar el tocón del pájaro del obispo —dije, y Verity y yo partimos al galope hacia la estación de Metro.
El cielo era gris y oscuro.
—Oh, espero que no llueva para la consagración —dijo Verity.
—¿Bromeas? —jadeé—. Lady Schrapnell nunca lo permitiría.
La estación de Metro estaba repleta. Masas de gente con sombrero y corbata y paraguas surgían de las escaleras.
—¡Una catedral! —gruñó al pasar por mi lado una muchacha con trenzas y un cartel de Fiesta de Gaia—. ¿Sabes cuántos árboles podríamos haber plantado en Christ Church Meadow por el coste de ese dichoso edificio?
—De todas formas, vamos a salir de la ciudad —le dije a Verity, que se había separado de mí—. Los trenes que salen de Oxford seguramente no irán tan abarrotados.
Nos abrimos paso hasta las escaleras mecánicas. No estaban mejor. Perdí de vista a Verity y finalmente la encontré, una docena de peldaños por debajo de mí.
—¿Adonde va todo el mundo?
—A recibir a la princesa Victoria —dijo la mujer que tenía detrás. Llevaba una bandera Union Jack—. Viene desde Reading.
Verity había llegado al pie de las escaleras.
—¡Coventry! —la llamé, señalando por encima de las cabezas de la gente hacia la línea de Warwickshire.
—Lo sé —gritó Verity, que iba ya pasillo abajo.
El pasillo estaba repleto y el andén también. Verity se abrió paso hasta mí.
—No eres el único que es bueno resolviendo misterios, Sherlock. He descubierto qué está haciendo Finch.
—¿Qué? —dije, pero llegaba un tren. La multitud se abalanzó hacia delante, separándonos.
Me abrí paso hasta ella otra vez.
—¿Adonde va toda esta gente? La princesa Victoria no está en Coventry, eso seguro.
—Van a protestar —dijo un chico con trenzas—. En Coventry se celebra una manifestación de protesta contra el desgraciado robo que ha hecho Oxford de su catedral.
—¿De veras? ¿Dónde se celebra? ¿En el centro comercial? —preguntó Verity dulcemente, y me entraron ganas de besarla.
»¿Te das cuenta —dijo, apartando de su cara una pancarta escrita a mano que decía “Arquitectos contra la catedral de Coventry”— de que probablemente hay un viajero del tiempo de dentro de cien años en el futuro que considera todo esto increíblemente curioso y encantador?
—Eso es imposible —dije—. ¿Qué está haciendo Finch?
—Ha estado… —empezó a decir ella, pero las puertas se abrían y la gente subía al tren.
Nos separaron de nuevo. Fui a parar a un vagón de distancia de ella; me quedé estrujado en un asiento, entre un anciano y su hijo de mediana edad.
—Pero ¿para qué reconstruir la catedral de Coventry? —se quejaba el hijo—. Si tenían que reconstruir algo de lo que fue destruido, ¿por qué no el Banco de Inglaterra? Eso al menos habría tenido alguna utilidad. ¿De qué sirve una catedral?
—«Dios actúa de forma misteriosa para realizar sus maravillas» —cité.
Los dos se me quedaron mirando.
—James Thomson —dije—. Las estaciones.
Siguieron mirándome.
—Un poeta victoriano —dije, y me callé, pensando en el continuum y sus actos misteriosos.
Había necesitado corregir una incongruencia, y lo había hecho poniendo en marcha todo un conjunto de defensas secundarias, y cerrando la red, cambiando destinos, manipulando el deslizamiento para que yo impidiera que Terence conociera a Maud y Verity llegara en el momento justo en que Baine lanzaba la gata al agua. Y salvara la gata que mató la rata que se comió la malta que estaba en la casa que Jack construyó.
«Coventry», rezaba el cartel de la estación. Alcancé la salida a empujones y le indiqué a Verity que se bajara también. Lo hizo. Nos abrimos paso por las escaleras mecánicas y salimos a Broadgate, delante de la estatua de lady Godiva. Amenazaba lluvia. Los manifestantes abrieron los paraguas de camino al centro comercial.
—¿No deberíamos telefonear primero? —dijo Verity.
—No.
—¿Seguro que estará en casa?
—Seguro —dije, aunque no lo estaba del todo.
Pero sí que estaba, aunque tardó un buen rato en abrir la puerta.
—Lo siento, tengo un poco de bronquitis —dijo la señora Bittner roncamente, y entonces vio quiénes éramos—. Oh.
Retrocedió para que pudiéramos entrar.
—Pasen. Les estaba esperando. —Extendió su mano llena de venas hacia Verity—. Usted debe ser la señorita Kindle. Tengo entendido que es también una gran aficionada a las novelas de misterio.
—Sólo a las de los años treinta —se disculpó Verity.
La señora Bittner asintió.
—Son las mejores. —Se volvió hacia mí—. Leo muchas novelas de misterio. Soy particularmente aficionada a aquellas en las que el criminal escapa impune.
—Señora Bittner —dije, y no supe cómo seguir. Miré a Verity sin saber qué hacer.
—Lo han resuelto, ¿verdad? —dijo la señora Bittner—. Temía que lo hicieran. James me dijo que eran sus dos mejores alumnos. —Sonrió—. ¿Pasamos al salón?
—Yo… me temo que no tenemos mucho tiempo… —tartamudeé.
—Tonterías —dijo ella, pasillo abajo—. Al criminal siempre se le da un capítulo para que confiese sus pecados.
Nos condujo a la habitación donde yo la había entrevistado.
—¿Quieren sentarse? —dijo, indicando un sofá tapizado—. El famoso detective siempre reúne a los sospechosos en el salón —se acercó despacio a una mesita considerablemente más pequeña que la de los Mering y se apoyó en el mueble—, y el criminal siempre ofrece algo de beber. ¿Le apetece un poco de jerez, señorita Kindle? ¿Le apetece un poco de jerez, señor Henry? ¿O sirop de cassis? Es lo que siempre bebía Hercule Poirot. Horrible. Lo probé una vez mientras leía Asesinato en tres actos, de Agatha Christie. Sabe a medicina para la tos.
—Jerez, gracias —dije.
La señora Bittner sirvió dos copas de jerez y se volvió para entregárnoslas.
—Causé una incongruencia, ¿verdad?
Cogí las copas, le tendí una a Verity y me senté a su lado.
—Sí.
—Eso me temía. Y cuando James me habló la semana pasada de la teoría referida a los objetos no significativos retirados de su localización en el continuum espacio-temporal, supe que debió ser el tocón del pájaro del obispo. —Sacudió la cabeza, sonriendo—. Todo lo demás que había esa noche en la catedral habría quedado reducido a cenizas pero, nada más verlo, supe que era indestructible.
Se sirvió una copa de jerez.
—Traté de deshacer lo hecho, ya sabe, pero no conseguí que la red se abriera, y luego Lassiter, el decano de la facultad, puso cerraduras nuevas y ya no pude entrar en el laboratorio. Tendría que habérselo dicho a James, desde luego. O a mi marido. Pero no pude. —Cogió la copa—. Me dije que si la red se negaba a abrirse eso significaba que no había habido una incongruencia después de todo, que no se había causado ningún daño. Pero sabía que no era cierto.
Se acercó a uno de los sillones tapizados, despacio y moviéndose con mucho cuidado. Me levanté de un salto y le sostuve la copa de jerez hasta que se sentó.
—Gracias —dijo, recogiéndola—. James me contó lo amable que era usted. —Miró a Verity—. Supongo que ninguno de los dos habrá hecho nunca algo que después lamente. Algo irreflexivo.
Contempló su jerez.
—La Iglesia anglicana estaba cerrando las catedrales que no podían automantenerse. Mi esposo amaba la catedral de Coventry. Era descendiente de los Botoner que construyeron la iglesia original.
«Y usted también —pensé, advirtiendo entonces que me recordaba a Mary Botoner, allí de pie en la torre discutiendo con el obrero—. Usted también es descendiente de los Botoner».
—La catedral era su vida —continuó—. Siempre decía que no eran los edificios lo que importaba, sino lo que simbolizaban. Sin embargo, la nueva catedral, por fea que fuese, lo era todo para él. Supuse que traer algunos de los tesoros de la catedral antigua sería una buena publicidad. Los turistas correrían a verlos y el edificio no tendría que ser vendido. Pensé que si había que venderlo mi marido se moriría.
—Pero ¿no habían demostrado Darby y Gentilla que era imposible traer cosas a través de la red?
—Sí, pero como esas cosas habían dejado de existir en su propio espacio-tiempo, creí que podrían pasar. Darby y Gentilla nunca trataron de traer nada que no existiera en su propio tiempo. —Dio vueltas al pie de la copa—. Y yo estaba desesperada.
Alzó la cabeza.
—Así que irrumpí en el laboratorio una noche, volví a 1940 y lo hice. Y al día siguiente, James me telefoneó para decirme que si quería un trabajo. Lassiter había autorizado una serie de saltos a Waterloo. Luego me dijo… —se detuvo, contemplando el pasado— me dijo que Shoji había conseguido un gran logro en teoría temporal, que había descubierto por qué era imposible traer cosas a través de la red, que tal acción causaría una incongruencia capaz de cambiar el curso de la historia, o peor.
—¿Así que trató de devolverlo? —dijo Verity.
—Sí. Fui a ver a Shoji y procuré que me contara cuanto pudiese de las incongruencias sin que sospechara. Todo era malo, pero lo peor fue que me dijo que habían podido adaptar la red para evitarlas y que teníamos suerte de que no se hubiera producido una antes de hacerlo, porque podríamos haber causado el colapso de todo el continuum espacio-temporal.
Miré a Verity. Ella contemplaba a la señora Bittner, su hermoso rostro entristecido.
—Así que escondí el bulto, como dicen en las novelas de misterio, y esperé a que el mundo terminara. Cosa que hizo. La catedral fue desacralizada y la vendieron a la Iglesia del Más allá y luego la convirtieron en un centro comercial.
Observó su jerez.
—Lo irónico es que todo fue para nada. A mi esposo le encantó Salisbury. Yo estaba convencida de que perder la catedral de Coventry lo mataría, pero no fue así. Decía en serio que las iglesias eran solamente un símbolo. No pareció importarle que construyeran un Marks and Spencer sobre las ruinas. —Sonrió cálidamente—. ¿Saben qué dijo cuando se enteró de que lady Schrapnell estaba reconstruyendo la antigua catedral? «Espero que esta vez levanten la aguja derecha».
Soltó la copa.
—Tras la muerte de Harold regresé aquí. Y hace dos semanas James me telefoneó y me preguntó si recordaba algo sobre los saltos que habíamos hecho juntos. Había una zona de deslizamiento aumentado en el 2018 y temía que se debiera a una incongruencia. Supe que era sólo cuestión de tiempo que me descubrieran, aunque se equivocaba respecto a la incongruencia. —Nos miró—. James me habló de la gata y Tossie Mering. ¿Consiguieron que la tatara-tatara-tatarabuela de lady Schrapnell se casara con el misterioso señor C?
—No exactamente —dije—. Se casó con él, pero no gracias a nosotros.
—Era el mayordomo. Usaba un nombre falso —dijo Verity.
—Naturalmente —dijo la señora Bittner, uniendo sus arrugadas manos—. Las viejas soluciones son siempre las mejores. El mayordomo, el caso de las identidades confundidas, el sospechoso menos probable… —nos miró significativamente— la carta robada.
Se levantó.
—Lo escondí en el desván.
Empezamos a subir las escaleras.
—Temía que trasladarlo empeorara las cosas —dijo ella, subiendo despacio los peldaños—, así que dejé el botín aquí cuando nos fuimos a Salisbury. Me aseguré de que estuviera bien oculto y me encargué de alquilar la casa a gente sin hijos… los niños son muy curiosos, ya saben. Pero siempre tuve miedo de que alguien subiera aquí arriba y lo encontrara e hiciera algo que cambiara el curso de la historia.
Se volvió, agarrándose al pasamanos, y me miró.
—Pero ya lo hizo, ¿no?
—Sí —dije.
No añadió nada más. Pareció concentrar todos sus esfuerzos en subir las escaleras. Cuando llegamos a la primera planta nos condujo por un pasillo, dejó atrás un dormitorio y abrió una puerta estrecha que daba a otro empinado tramo de escaleras.
—Conduce al desván —dijo, jadeando un poco—. Lo siento mucho. Necesito descansar antes de continuar. Hay una silla en el dormitorio.
Corrí a traerla y ella se sentó.
—¿Quiere un vaso de agua? —le preguntó Verity.
—No, gracias, querida. Háblenme de la incongruencia que causé.
—No fue usted la única persona que consideró indestructible el tocón del pájaro del obispo —dije—. También lo hizo la presidenta del Comité Floral, llamada…
—Delphinium Sharpe —dijo Verity.
Asentí.
—Estuvo allí la noche del bombardeo, montando guardia junto a la puerta oeste, y sabía que no habían sacado el tocón del pájaro del obispo. Cuando no lo encontraron entre los escombros o las demás cosas que el retén de bomberos había salvado, llegó a la conclusión de que lo habían robado poco antes del bombardeo y de que el ladrón estaba enterado de la incursión aérea con antelación y sabía que podría salirse con la suya. Estaba tan convencida de su teoría…
—Que incluso envió una carta al director de uno de los periódicos de Coventry —intervino Verity.
Yo asentí.
—Lo que sigue es sólo una teoría, como la de la señorita Sharpe —dije—. La única prueba que tenemos es el testimonio de Carruthers, la lista de los comités de damas de 1940, y una carta al director que no aparece en ninguno de los periódicos de Coventry.
La señora Bittner asintió sabiamente.
—Como el incidente del perro durante la noche de Arthur Conan Doyle.
—Exactamente. Los nazis utilizaron la práctica de leer los periódicos del bando aliado, buscando alguna información para Inteligencia que se hubiera colado de forma inadvertida. Creo que la carta de la señorita Sharpe y lo de «saber del bombardeo con antelación» llamó la atención de alguien del servició de Inteligencia nazi, a quien le preocupó que el sistema de códigos nazi estuviera en peligro; por tanto se iniciaron investigaciones, investigaciones que revelaron que el Alto Mando había enviado cazas de la RAF a Coventry esa noche y había tratado de interceptar los rastreadores.
—Y los nazis se dieron cuenta de que teníamos a Ultra —dijo Verity—, y cambiaron la máquina Enigma.
—Y nosotros perdimos la campaña en el Norte de África, y posiblemente la invasión…
—Y los nazis ganaron la guerra —dijo la señora Bittner con amargura—. Sólo que no lo hicieron. Ustedes los detuvieron.
—El continuum los detuvo con su sistema de defensas secundarias, que es casi tan bueno como el de Ultra —dije—. Lo único que no encajaba en todo este lío era el deslizamiento en el salto de Verity. Si no hubiera habido ninguno, eso habría significado que quizá las defensas del continuum se habían roto de algún modo; pero lo hubo. Sin embargo, no bastante para que encajara con la teoría de Fujisaki de que las incongruencias ocurren cuando el deslizamiento requerido es más del que la red es capaz de suministrar. La red podría haber suministrado fácilmente catorce minutos de deslizamiento, o cuatro; eso habría sido más que suficiente para impedir la incongruencia. Así que la única conclusión lógica es que pretendía que Verity llegara en el momento exacto…
—¿Estás diciendo que el continuum dispuso que yo salvara a Princesa Arjumand? —dijo Verity.
—Sí. Lo cual nos hizo creer que eras tú la causante de la incongruencia y que teníamos que repararla. Por eso preparamos una sesión espiritista: para que Tossie fuera a Coventry, viera el tocón del pájaro del obispo y anotara en su diario que la experiencia cambió su vida…
—Para que lady Schrapnell la leyera —dijo Verity—, y decidiera reconstruir la catedral de Coventry y me enviara a Muchings End para averiguar qué había pasado con el tocón del pájaro del obispo, para que yo pudiera salvar a la gata…
—Y yo pudiera ser enviado a devolverla y oír una conversación sobre las novelas de misterio en Blackwell’s y me pasara una noche en la torre…
—Y resolviera el misterio del tocón del pájaro del obispo —dijo la señora Bittner. Se levantó y empezó a subir las escaleras—. Me alegro de que lo hiciera, ¿sabe? No hay carga más pesada que la de un crimen secreto.
Abrió la puerta del desván.
—Me habrían descubierto tarde o temprano. Mi sobrino insiste en que me mude a un apartamento de una sola planta.
Los desvanes en los libros y vids son siempre sitios pintorescos con una bicicleta, varios sombreros con plumas, un antiguo caballito de cartón y, por supuesto, un arcón donde guardar el testamento perdido o el cadáver de rigor.
En el desván de la señora Bittner no había arcón, ni caballito de cartón, al menos que yo viera. Aunque bien podrían haber estado allí, junto con el Arca Perdida de la Alianza y la Gran Pirámide de Gizeh.
—Oh, cielos. —La señora Bittner miró desolada alrededor—. Me temo que esto se parece más a El misterio de Sittaford que a La carta robada.
—Agatha Christie —explicó Verity—. Nadie reparó en la prueba porque estaba metida en un armario con una bolsa de palos de golf y raquetas de tenis y montones de otras cosas.
Un montón de otras cosas era decirlo con suavidad. La habitación de techo bajo estaba repleta de una punta a otra: cajas de cartón, sillas plegables, ropa vieja colgada de una tubería, rompecabezas del Gran Cañón y la colonia de Marte, un juego de croquet, raquetas de squash, polvorientos adornos de Navidad, libros y un puñado de muebles cubiertos con sábanas, todo superpuesto en capas sedimentarias.
—¿Puede alcanzarme esa silla? —dijo ella, señalando una atrocidad plastiforme del siglo veinte encaramada en lo alto de una lavadora—. Me cuesta quedarme mucho tiempo de pie.
La bajé, desenganchando un palustre y varias perchas de sus patas de aluminio y le sacudí el polvo.
Ella se sentó con dificultad.
—Gracias —dijo—. Alcánceme esa caja de latón.
Se la tendí, obediente.
Ella la dejó en el suelo, a su lado.
—Y esas cajas grandes de cartón. Apártelas. Y esas maletas.
Lo hice, y ella se levantó y se internó en la oscuridad del pequeño pasillo que yo había abierto al mover las cajas.
—Enchufe una lámpara. Hay una toma por allí. —Señaló la pared tras una enorme aspidistra de plástico.
Busqué la lámpara más cercana: una cosa enorme con una gran pantalla plisada y una base de metal llena de adornos.
—Esa no —dijo ella impaciente—. La rosa.
La señaló; una cosa con flecos de principios del siglo veintiuno.
La enchufé y pulsé el duro interruptor, pero no sirvió de mucho. Destacó la silueta y la cara de Waterhouse de Verity, pero poco más.
Al parecer la señora Bittner pensó lo mismo. Se levantó y se acercó a la lámpara de metal.
—El asesino enmascarado —dijo.
Verity se inclinó hacia delante.
—La prueba disfrazada de otra cosa —murmuró.
—Exactamente —dijo la señora Bittner, y le quitó la pantalla plisada al tocón del pájaro del obispo.
Era una lástima que lady Schrapnell no estuviera allí. Y Carruthers. Todo el tiempo que había pasado buscándolo entre los escombros, y estaba aquí. Se lo habían llevado para salvarlo, como había dicho Carruthers, y no tenía ni una mella. El mar Rojo seguía separado; Primavera, Verano, Otoño e Invierno aún sostenían sus respectivos ramos de manzanas, rosas, trigo y acebo; Juan el Bautista, la cabeza todavía en la bandeja, seguía mirando con reproche al rey Arturo y sus Caballeros de la Mesa Redonda. Grifos, amapolas, piñas, frailecillos, la batalla de Prestonpans; todo intacto, sin ni siquiera polvo.
—Lady Schrapnell estará encantada —dijo Verity. Se acercó por el pasillo para mirarlo con más atención—. Santo Cielo. Este lado debía estar de cara a la pared. ¿Qué son eso? ¿Abanicos?
—Almejas. Almejas con los nombres de importantes batallas navales —dije yo—. Lepanto, Trafalgar, la batalla de los Cisnes.
—Es difícil imaginarlo cambiando el curso de la historia —dijo la señora Bittner, mirando a Shadrach, Meshach y Abednego[7] en el horno—. No mejora con los años, ¿verdad? Como el Albert Memorial.
—Con el cual tiene un montón de cosas en común —dijo Verity, tocando un elefante.
—No sé —comenté, torciendo la cabeza para verlo de lado—. Estoy empezando a sentir un poco de afecto por él.
—Tiene vértigo transtemporal —dijo Verity—. Ned, el elefante lleva una cesta repleta de piñas y bananas para un águila que sostiene un tenedor de pescado.
—No es un tenedor de pescado. Es una espada de fuego. Y no es un águila, es un arcángel, que guarda la entrada al Jardín del Edén. O posiblemente del zoo.
—Es verdaderamente horrible —dijo la señora Bittner—. No sé en qué estaba yo pensando. Después de todos esos viajes, probablemente también sentía un poco de vértigo. Y había un montón de humo.
Verity se volvió hacia ella y luego hacia mí.
—¿Cuántos viajes hizo?
—Cuatro. No, cinco. El primero no cuenta. Llegué demasiado tarde. Toda la nave estaba ardiendo y casi me ahogué con el humo. Todavía tengo problemas pulmonares.
Verity seguía mirándola, tratando de aceptarlo.
—¿Hizo cinco viajes a la catedral?
La señora Bittner asintió.
—Sólo tenía unos minutos entre el momento en que el retén de bomberos salió y aquel en el que el fuego quedó fuera de control, y el deslizamiento seguía llevándome más tarde de lo que quería. Sólo tuve tiempo para hacer cinco saltos.
Verity me miró, incrédula.
—Alcánceme esa caja —le dijo la señora Bittner—. La segunda vez casi me pillan.
—Ése fui yo —dije—. La vi corriendo hacia el santuario.
—¿Era usted? —Rió, la mano en el pecho—. Creí que era el preboste Howard y que iba a arrestarme por saqueadora.
Verity le tendió la caja, y ella alzó la tapa y empezó a buscar el papel.
—Cogí el tocón del pájaro del obispo en el último viaje. Trataba de llegar a la capilla de los Herreros, pero estaba en llamas. Crucé a la capilla de los Teñidores y cogí los candelabros de bronce del altar, pero estaban demasiado calientes. Solté el primero, que rodó debajo de uno de los bancos.
«Y yo lo encontré —pensé— y creí que la explosión lo había llevado hasta allí».
—Fui tras él —dijo ella, rebuscando aquí y allá entre el papel— pero las vigas se venían abajo, así que corrí por la nave. Vi que el órgano estaba ardiendo, que todo estaba en llamas… las tallas y el coro y el santuario; aquella hermosa, hermosísima catedral, y no podía salvar nada. No pensé, sólo agarré la cosa que tenía más a mano, y corrí hacia la red, derramando crisantemos y agua por todas partes. —Sacó un bulto de papel y desenvolvió un candelabro de bronce—. Por eso sólo hay uno.
El señor Dunworthy había dicho que era absolutamente intrépida. Debió serlo, corriendo entre vigas que caían y bombas incendiarias mientras la red se abría Dios sabe de qué forma y sin ninguna garantía de que permaneciera abierta, ninguna garantía de que el tejado no se desplomara. La miré, lleno de admiración.
—Ned —ordenó—, tráigame ese cuadro. El que está cubierto por la sábana.
Lo hice, y ella retiró la sábana y reveló el Cristo con la oveja perdida en brazos. Verity, de pie a mi lado, me cogió la mano.
—El resto de las cosas están por ahí —dijo la señora Bittner—. Bajo el plástico.
Y estaban. El mantel bordado del altar de la capilla de los Herreros. Un cáliz grabado de peltre. Un cofre de madera del siglo dieciséis. Una estatuilla de San Miguel. Un copón medieval. Un candelabro de plata con las velas y todo. Una misericordia tallada con una de las Siete Obras de Piedad. El palio de los sombrereros. Un cáliz georgiano. Y la cruz de madera de la capilla de los Marroquineros con la imagen de un niño arrodillado al pie.
Todos los tesoros de la catedral de Coventry.