¡Mira! Tengo la impresión de que hemos estado trabajando en este caso desde un enfoque equivocado.
PETER WIMSEY
Un anticlímax - Cómo terminan las novelas de misterio - La señora Mering echa la culpa al coronel - Comprendiendo lo que significa - Un final feliz para Cyril - La señora Mering le echa la culpa a Verity - Propuesta para una sesión - Haciendo las maletas - Premoniciones - La señora Mering me echa la culpa - Finch sigue sin tener libertad para hablar - Esperando el tren - Desaparición del tocón del pájaro del obispo - Comprendiendo lo que significa
Bueno, no era exactamente el final de una novela de Agatha Christie, con Hercule Poirot reuniendo a todo el mundo en el salón para descubrir al asesino e impresionarlos a todos con sus apabullantes poderes deductivos.
Y decididamente no era una de Dorothy Sayers, en la que el héroe detective le dice a su compañera, la heroína: «Yo diría que formamos un buen equipo de detectives. ¿Qué tal si convertimos la asociación en permanente, eh?», y luego se le declara en latín.
Nosotros no éramos ni siquiera un equipo de detectives medio decente. No habíamos resuelto el caso. El caso se había resuelto a pesar nuestro. Peor, habíamos sido un impedimento tal que nos habían tenido que quitar de en medio para que el curso de la historia pudiera corregirse solo. Así es como termina el mundo, no con un estallido sino con una fuga.
Quejas no habían faltado.
La señora Mering se había quejado de sobra, además de soltar llantos, gemidos y llevarse la carta al pecho.
—¡Oh, mi preciosa hija! —sollozaba—. ¡Mesiel, no te quedes ahí parado! ¡Haz algo!
El coronel miró en derredor, incómodo.
—¿Qué puedo hacer, querida? Según la carta de Tossie, ya están en alta mar.
—No lo sé. Detenlos. Haz que anulen el matrimonio. ¡Envía un cable a la Royal Navy! —Se detuvo, se agarró el corazón y exclamó—: ¡Madame Iritosky trató de advertirme! «¡Cuidado con el mar!», me dijo.
—¡Bah! Si realmente tuviera contactos con el Más Allá, podría haber hecho mejores advertencias que ésa.
Pero la señora Mering no le escuchaba.
—Ese día en Coventry. Tuve una premonición… ¡oh, si me hubiera dado cuenta de lo que significaba, podría haberla salvado! —dejó que la carta cayera al suelo.
Verity se agachó y la recogió.
—«Escribiré en cuanto nos hayamos instalado en América —leyó en voz baja—. Vuestra arrepentida hija, señora de William Patrick Callahan».
Sacudió la cabeza.
—¿Qué te parece? Lo hizo el mayordomo.
Cuando lo dijo, experimenté una extrañísima sensación. Fue como una de las premoniciones de la señora Mering. Algo se movía bajo mis pies y, de repente, pensé en los manifestantes en contra de la catedral en la puerta de peatones de Merton.
«Lo hizo el mayordomo». Y algo más. Algo importante. ¿Quién lo había dicho? ¿Verity, al explicarme las novelas de misterio? «Siempre era el sospechoso menos esperado», había dicho en mi cuarto aquella primera noche. «Durante las primeras cien novelas o así fue el mayordomo; después tuvieron que cambiar a criminales inesperados, ya sabe: la viejecita inofensiva o la devota esposa del vicario, ese tipo de cosas. Pero el lector no tardó mucho en darse cuenta de eso también y tuvieron que hacer que el asesino fuera el detective, y luego el narrador, y…».
Pero no era eso. Alguien más había dicho «Lo hizo el mayordomo». Pero ¿quién? No en la época victoriana. Las novelas de misterio ni siquiera se habían inventado, a excepción de La piedra lunar. La piedra lunar. Algo que Tossie había dicho sobre ese libro, algo de no ser consciente de que estabas cometiendo un crimen. Y algo más. Algo sobre esfumarse en el aire.
—¡Y los vecinos! —gimió la señora Mering—. ¿Qué dirá la señora Chattisbourne cuando lo descubra? ¡Y el reverendo Arbitage!
Durante un buen rato sólo se oyó el sonido de sus sollozos; luego Terence se volvió hacia mí y me dijo:
—¿Comprendes lo que esto significa?
—¡Oh, Terence, pobre, pobre muchacho! —sollozó la señora Mering—. ¡Y habría tenido cinco mil libras al año! —Permitió que el coronel la sacara llorando de la habitación.
Los vimos subir las escaleras. A medio camino, la señora Mering se tambaleó en brazos de su esposo.
—¡Tendremos que contratar a un nuevo mayordomo! —dijo desesperada—. ¿Dónde encontraré un mayordomo nuevo? Te hago completamente responsable de esto, Mesiel. Si me hubieras dejado contratar criados ingleses en vez de irlandeses… —Se echó a llorar.
El coronel le tendió su pañuelo.
—Venga, venga, querida, no te lo tomes así.
En cuanto se perdieron de vista, Terence dijo:
—¿Comprendes lo que esto significa? No estoy prometido. Soy libre para casarme con Maud. «¡Oh, glorioso día! ¡Bravo! ¡Hurra!».
Cyril comprendía claramente lo que significaba. Se sentó alerta y empezó a sacudir todo el cuerpo.
—Lo sabes, ¿verdad, viejo amigo? —dijo Terence—. Se acabó el dormir en el establo.
Y hablar como tontitos, pensé. Y soportar a Princesa Arjumand.
—A partir de ahora te darás la gran vida —dijo Terence—. ¡Dormir en la casa y montar en tren y todos los huesos que quieras! ¡Maud adora los bulldogs!
Cyril se deslizó en una amplia y babeante sonrisa de pura felicidad.
—Debo ir a Oxford inmediatamente. ¿Cuándo sale el próximo tren? Lástima que Baine no esté aquí; él lo sabría.
Subió corriendo las escaleras. En lo alto, se asomó a la barandilla y dijo:
—¿Crees que ella me perdonará?
—¿Por haberte prometido a la chica equivocada? Una infracción menor. Sucede continuamente. Mira a Romeo. Había estado enamorado de una tal Rosalinda. Parece que eso nunca molestó a Julieta.
—«¿Amó mi corazón hasta ahora? —citó, extendiendo la mano con gesto teatral hacia Verity—. ¡Júralo, visión! Pues nunca había visto auténtica belleza hasta esta noche».
Desapareció en el pasillo de arriba.
Miré a Verity. Ella estaba apoyada en el poste de la barandilla y miraba apenada a Terence.
«Mañana volverá a 1930», pensé, comprendiendo lo que su expresión significaba. Seguiría documentando la Depresión y leyendo novelas de misterio, con su hermoso pelo rojo bajo un sombrerito y aquellas largas piernas que yo no había visto nunca enfundadas en medias de seda con costura. Nunca volvería a verla.
No, probablemente la viera en la consagración. Si se me permitía asistir. Si lady Schrapnell no me asignaba permanentemente a visitar rastrillos cuando le dijera que el tocón del pájaro del obispo no estaba en la catedral.
Y si en efecto veía a Verity en la consagración, ¿qué se suponía que iba a decirle exactamente? Todo cuanto Terence tenía que hacer era disculparse por pensar que estaba enamorado. Yo tenía que disculparme por ser un obstáculo tan grande en el esquema de las cosas que habían tenido que encerrarme en una mazmorra durante el desenlace. No era exactamente algo de lo que estar orgulloso. Era igual que estar atrapado detrás del puesto de bagatelas.
—Voy a echar de menos todo esto —dijo Verity, la mirada fija en las escaleras—. Debería alegrarme de que todo haya salido bien y que el continuum no se colapse… —Volvió hacia mí sus hermosos ojos de náyade—. ¿Crees que la incongruencia se habrá reparado?
—Hay un tren a las 9.43 —dijo Terence, bajando las escaleras con una maleta en una mano y el sombrero en la otra—. Baine tuvo el detalle de dejar una guía Bradshaw en mi habitación. Llega a las 11.02. Venga, Cyril, vamos a comprometernos. ¿Dónde se ha metido? ¡Cyril! —Desapareció en el saloncito.
—Sí —le dije a Verity—. Reparada por completo.
—Ned, puedes encargarte de devolver la barca a Jabez, ¿verdad? —me pidió Terence, que volvía con Cyril—. ¿Y de enviar el resto de mis cosas a Oxford?
—Sí —dije—. Ve.
Me apretujó la mano.
—Adiós. «¡Amigo, hasta la vista! ¡Adiós, adiós!». Nos veremos el próximo trimestre.
—Yo… no estoy completamente seguro de eso —dije, y caí en la cuenta de lo mucho que iba a echarle de menos—. Adiós, Cyril. —Me agaché para acariciarle la cabeza.
—Tonterías. Tienes mucho mejor aspecto que cuando llegamos a Muchings End. Para el segundo trimestre estarás completamente curado. Nos lo pasaremos maravillosamente en el río —dijo Terence, y se marchó, con Cyril trotando feliz tras él.
—Los quiero fuera de esta casa inmediatamente. —Era la señora Mering, sobreexcitada, y los dos miramos hacia la escalera.
Una puerta se cerró de golpe.
—¡Absolutamente descartado! —dijo la señora Mering. Luego murmullo de voces—: Y diles…
Más murmullos.
—Quiero que bajes inmediatamente y se lo digas. ¡Todo es culpa suya!
Más murmullos y luego:
—Si hubiera sido una acompañante adecuada, esto nunca habría su…
Una puerta cerrándose la interrumpió y, al cabo un minuto, el coronel Mering bajó las escaleras, con aspecto enormemente cohibido.
—Todo esto ha sido demasiado para mi pobre esposa —dijo, mirando la alfombra—. Sus nervios. Muy delicados. Descanso y absoluta tranquilidad es lo que necesita. Creo que lo mejor es que vuelvas con tu tía en Londres, Verity, y que usted vuelva… —Pareció perdido.
—A Oxford —dije.
—Ah, sí, a sus estudios. Lo lamento —le dijo el coronel Mering a la alfombra—. Estaré encantado de preparar el carruaje.
—No, no importa —dije yo.
—Sin problema. Le diré a Baine que… —Se detuvo, perdido.
—Me ocuparé de que la señorita Brown llegue a la estación —le aseguré.
Él asintió.
—Debo ir a ver a mi querida esposa —dijo, y empezó a subir las escaleras.
Verity lo siguió.
—Coronel Mering —lo llamó—. Creo que no debería desheredar a su hija.
Él pareció avergonzado.
—Me temo que Malvinia está decidida. Terrible conmoción ya sabes. Mayordomo y todo eso.
—Baine… quiero decir, el señor Callahan impidió que la gata de Tossie se comiera su Black Moor.
Eso fue un error.
—No impidió que se comiera mi ryunkin nacarado de ojos de globo —dijo él, enfadado—. Costó doscientas libras.
—Pero se llevó consigo a Princesa Arjumand para que no pudiera comerse más peces dorados —insistió ella, persuasiva—, e impidió que madame Iritosky robara el collar de rubíes de tía Malvinia. Y ha leído a Gibbon. —Apoyó las manos en el poste de la barandilla y lo miró—. Y ella es su única hija.
El coronel Mering me miró en busca de apoyo.
—¿Qué opina usted, Henry? ¿Será ese mayordomo un buen marido para mi hija?
—Sólo pretende de corazón lo mejor para ella —aseguré con firmeza.
El coronel sacudió la cabeza.
—Me temo que mi esposa está decidida a que no volvamos a hablarle. Dice que a partir de este momento, Tossie ha muerto para ella.
Empezó a subir las escaleras, abatido.
—Pero ella es espiritista —dijo Verity, persiguiéndolo—. Es capaz de hablar con los muertos.
El rostro del coronel se iluminó.
—¡Idea magnífica! Podríamos celebrar una sesión. —Subió feliz las escaleras—. Me encantan las sesiones. Podría golpear «Perdona». Tiene que funcionar. Nunca pensé que todas esas pamemas de los médiums serían de utilidad.
Golpeó tres veces con fuerza en la barandilla.
—¡Idea magnífica!
Empezó a recorrer el pasillo; luego se detuvo y puso su mano sobre el brazo de Verity.
—Deberías hacer las maletas y marcharte a la estación lo antes posible. Es lo mejor para ti. Los nervios, ya sabes.
—Comprendo —convino Verity; abrió la puerta de su habitación—. El señor Henry y yo nos iremos ahora mismo.
Cerró la puerta tras ella.
El coronel Mering desapareció pasillo abajo. Otra puerta se abrió y se cerró, pero no antes de que la voz de la señora Mering resonara como la de la Reina Roja de Corazones:
—¿… ido ya? Creo que te he dicho…
Hora de partir.
Subí a mi cuarto. Abrí el armario y saqué la maleta. La coloqué sobre la cama y luego me senté a su lado y pensé en lo que acababa de suceder. De algún modo, el continuum se las había apañado para corregir la incongruencia emparejando a los enamorados como en el último acto de una comedia de Shakespeare; aunque no estaba muy claro cómo lo había conseguido. Lo que sí estaba claro era que nos quería apartados del camino mientras hacía lo que demonios hubiera hecho. Así que nos había aplicado el equivalente en viajes temporales a encerrarnos en nuestra habitación.
Pero ¿por qué nos había enviado al bombardeo de Coventry, un punto de crisis donde podríamos haber hecho un montón más de daño? ¿O Coventry no era un punto de crisis?
El que estuviera fuera de alcance parecía indicar que sí lo era, y lógicamente la relación con Ultra haría del momento tal cosa. Pero quizá el bombardeo quedó fuera de nuestro alcance cuando estábamos buscando el tocón del pájaro del obispo porque Verity y yo ya habíamos estado allí con anterioridad. Quizás había estado fuera de alcance para despejarnos el terreno.
¿Para que hiciéramos qué? ¿Para ver al preboste Howard llevar los candelabros y la bandera del regimiento a la comisaría de policía y ver que el tocón del pájaro del obispo no estaba entre las cosas salvadas? ¿Para ver que no estaba en la iglesia durante el bombardeo?
Yo habría dado cualquier cosa por no haber visto eso, por no tener que decírselo a lady Schrapnell. Pero decididamente no estaba allí. Me pregunté quién lo habría robado y cuándo.
Tuvo que haber sido esa tarde. Según Carruthers, la señorita Sharpe del Comité Floral sostenía haberlo visto cuando salió de la catedral después de una reunión del Comité de Esfuerzos para el Festival de Adviento y Envío de Paquetes a los Soldados, y que se había detenido a quitarle tres flores muertas.
Todo empezó a girar, como cuando Finch dijo «Está usted en los terrenos de juego de Merton», y me agarré al poste de la cama como si fuera la puerta peatonal.
Sonó un portazo.
—¡Jane! —gritó la voz de la señora Mering desde el pasillo—. ¿Dónde está mi alepín negro?
—Aquí, señora —dijo la voz de Jane.
—¡Oh, esto no servirá! ¡Es demasiado grueso para junio! Tendremos que encargar ropa de luto a Swan and Edgar’s. Tenían un precioso vestido de crespón negro suave, con un reborde en el corpiño y sobrefalda plisada.
Una pausa, bien para sollozar o para planificar el vestuario.
—¡Jane! Quiero que lleves esta nota a Notting Hill. Y ni palabra a la señora Chattisbourne. ¿Me oyes?
Golpe.
—Sí, señora —dijo Jane tímidamente.
Me quedé allí, agarrado al poste, tratando de recordar la idea, la extraña sensación que acababa de tener hacía un momento; pero se había ido tan rápidamente como había llegado. Eso era lo que seguramente le había sucedido a la señora Mering en la catedral. No había recibido un mensaje del mundo de los espíritus, ni de lady Godiva. Había mirado a Baine y Tossie y, por un instante, las cosas giraron hacia su auténtica orientación y ella vio lo que estaba pasando, lo que iba a pasar.
Y entonces debió perderlo, porque de otro modo habría despedido a Baine en el acto y enviado a Tossie a hacer un recorrido por Europa. Debió írsele tan rápidamente como le vino, como acababa de pasarme a mí. Esa extraña expresión suya como de sondear un diente era la forma en que intentaba recordar qué la había impulsado.
Lo hizo el mayordomo. «Si hay algo, cualquier cosa que yo pueda hacer para devolver el favor que me ha hecho y demostrarle mi gratitud, lo haría de inmediato», había dicho Baine y, desde luego, me había devuelto el favor. Centuplicado. «Lo hizo el mayordomo», había dicho Verity, y ciertamente así había sido.
Sólo que no fue Verity. Sino la mujer vestida de pieles de Blackwell’s. «Siempre es el mayordomo», dijo, y la otra, la que llevaba una estola parecida a Cyril sobre los hombros, había comentado: «Lo que crees que es el primer crimen resulta ser el segundo. El primero se había cometido años antes. Nadie sabía siquiera que se había cometido el primer crimen». El verdadero crimen. Un crimen que la persona no era consciente de haber cometido. Y algo más. Algo sobre casarse con un granjero.
—¡Pero un mayordomo! —exclamó la voz angustiada de la señora Mering desde el fondo del pasillo. Siguieron murmullos tranquilizadores.
—¡Nunca tendría que haber permitido que se quedaran! —se lamentó el coronel Mering.
—Si ella no hubiera conocido al señor St. Trewes —gimió la señora Mering—, nunca habría pensado en casarse.
Su voz murió entre sollozos. Era agradable saber que otras personas reflexionaban sobre sus acciones, pero había llegado decididamente el momento de irse.
Abrí el buró y miré las ropas que Baine había ordenado. Todas las camisas pertenecían a Elliot Chattisbourne y la época victoriana. Y los cuellos y los puños de las camisas y el camisón. No estaba tan seguro de los calcetines, pero debía llevar puesto el par con el que había llegado o la red no se habría abierto. A menos, por supuesto, que fuera a causar una incongruencia, en cuyo caso ni siquiera habría aumento de deslizamiento.
Y si el continuum trataba de librarse de Verity y de mí, ¿por qué no se había negado la red a abrirse la primera vez que volvimos de Oxford después de haber informado? ¿Por qué no se había negado a abrirse cuando Verity trató de llevarse a Princesa Arjumand? Baine no intentaba ahogar la gata. Le habría encantado ver a Verity allí junto al mirador con Princesa Arjumand, hubiese estado encantado de que ella saltara al agua para salvarla. ¿Por qué no se había negado a abrirse al principio cuando Verity trató de ir a Muchings End? No tenía sentido.
Abrí el último cajón. Baine, muy consideradamente, había doblado mis camisas demasiado pequeñas y encerado mis zapatos de cuero demasiado grandes. Lo metí todo en la maleta y busqué el resto de mis artículos. Las cuchillas no eran mías gracias a Dios. Ni las brochas de mango de plata.
El sombrero de paja estaba sobre la mesita de noche. Iba a ponérmelo pero me lo pensé mejor. No era momento para ligerezas.
Nada tenía sentido. ¿Por qué, si el continuum no quería que nos entrometiésemos, me había hecho aparecer a sesenta kilómetros de distancia? ¿Y a Carruthers en el campo de guisantes? ¿Por qué se había negado a abrirse para Carruthers durante tres semanas después del bombardeo? ¿Por qué me había enviado a mí al 2018 y a 1395, y a Verity al año 1940? Y, la pregunta más importante, ¿por qué nos había traído de vuelta ahora?
—¡Una americana! —chilló la señora Mering desde el fondo del pasillo—. Todo es culpa del señor Henry. ¡Sus desafortunadas ideas americanas de igualdad de clases!
Decididamente, era hora de irse. Cerré la maleta y salí al pasillo. Me detuve ante la puerta de Verity y alcé la mano para llamar; luego también me lo pensé mejor.
—¿Dónde está Jane? —resonó la voz de la señora Mering—. ¿Por qué no ha vuelto todavía? ¡Criados irlandeses! Todo es culpa tuya, Messiel. Yo quería contratar…
Hice un rápido y silencioso mutis hacia la escalera. Jane / Colleen estaba al pie, retorciéndose el delantal.
—¿Te ha despedido? —le pregunté.
—No, sor, todavía no —dijo ella, mirando nerviosa en dirección al cuarto de la señora Mering—. Pero está muy enfadada.
Asentí.
—¿Ha bajado la señorita Brown?
—Sí, sor. Me dijo que le dijera que lo esperaba en la estación.
—¿La estación? —dije, y entonces comprendí que se refería al punto de salto—. Gracias, Jane. Colleen. Y buena suerte.
—Gracias, sor.
Empezó a subir las escaleras, persignándose mientras lo hacía.
Abrí la puerta principal y allí estaba Finch, con su abrigo y su hongo de mayordomo, la mano alzada hacia la aldaba.
—Señor Henry —dijo—. Era justo la persona que quería ver.
Cerré la puerta y lo conduje a un lugar donde no pudieran vernos desde las ventanas.
—Me alegro de haberlo encontrado antes de que se marche, señor. Estoy en un dilema.
—Pues no soy la persona más indicada a quien preguntar.
—Verá, señor, mi misión está casi terminada, y podría partir mañana por la mañana, pero la señora Chattisbourne quiere tomar el té mañana para preparar la Venta de Trabajo del Día de Santa Ana. Es terriblemente importante para ella, y por eso había planeado quedarme para que todo salga bien. Esa doncella suya, Gladys, tiene la mente de un conejo, y…
—¿Y teme perderse la consagración si se queda unos cuantos días más?
—No. Se lo pregunté al señor Dunworthy y me dijo que no importaba, que podrían recuperarme en el momento exacto. No, mi dilema es el siguiente.
Me tendió un sobre cuadrado con las iniciales M. M. grabadas en dorado.
—Es una oferta de empleo de la señora Mering. Quiere que sea su mayordomo.
Así que por eso Colleen / Jane llevaba puesta la capa. Con su única hija recién fugada con el mayordomo y el corazón roto, la primera cosa que la señora Mering había hecho era enviar a Colleen / Jane a la casa de los Chattisbourne para robar a Finch.
—Es una oferta muy buena, señor —dijo Finch—. Hay un buen número de ventajas para aceptarla.
—¿Y está pensando en quedarse en la época victoriana permanentemente?
—¡Por supuesto que no, señor! Aunque —añadió apenado— hay momentos en que siento que he encontrado aquí mi verdadera vocación. No, mi dilema es que Muchings End es mucho más conveniente para mi misión que la casa de los Chattisbourne. Si interpreto las señales correctamente, podría completar mi misión esta noche y no importará, pero es también posible que me lleve varios días hacerlo. Y si ése fuera el caso, mi misión…
—¿Cuál es su misión por cierto, Finch? —dije, exasperado.
Él pareció dolido.
—Me temo que no tengo libertad para decirlo. Le juré al señor Lewis guardar el secreto. Además he sido testigo de hechos de los que usted aún no es consciente y tengo acceso a información que usted no tiene; no me atrevo a poner en peligro el éxito de ninguna de nuestras misiones por hablar. Como bien sabe, señor, «en boca cerrada no entran moscas».
Tuve otra vez esa extraña y desorientadora sensación de que las cosas giraban y volvían a reorientarse, y traté de aferrarme a ella como me había agarrado a la puerta peatonal.
«En boca cerrada no entran moscas». Sabía quién lo había dicho. Yo, pensando en Ultra y Coventry y los secretos como puntos de crisis. Se trataba de algo acerca de Ultra y lo que habría sucedido si los nazis hubieran descubierto que habíamos descifrado su código… no, no sirvió de nada. Justo cuando las cosas empezaban a cambiar, volvió a desaparecer.
—Si la misión durara varios días —decía Finch—, Muchings End está mucho más cerca de la vicaría y del punto de salto. Y no es que pretenda dejar a la señora Chattisbourne en la estacada. Ya he encontrado un excelente mayordomo para ella a través de una agencia de Londres. Pretendo telegrafiarle para ofrecerle el puesto vacante justo antes de marcharme. Pero no parece justo aceptar el puesto que me ofrece la señora Mering cuando no voy a quedarme. Supongo que podría intentar encontrar un segundo mayordomo, pero…
—No —dije—. Acepte el puesto. Y no deje ninguna nota cuando se marche. Desaparezca sin más. La señora Mering necesita sufrir los dardos y saetas de la infiel ayuda doméstica para apreciar a su nuevo yerno. Además, eso le enseñará a no robarle los criados a las amigas.
—Oh, bien, señor. Gracias. Le diré que puedo aceptar el puesto después de la fiesta de té de la señora Chattisbourne. —Se dirigió de nuevo hacia la puerta—. Y no se preocupe, señor. Siempre está más oscuro antes de amanecer.
Alzó la aldaba y yo corrí al mirador. En el último minuto, me acordé del mono y la Burberry y regresé a la bodega para recogerlos y meterlos en la maleta. El mono tenía una insignia del SAB y la casa Burberry no había empezado a fabricar sus gabardinas hasta 1903. Faltaban cuatro años para eso, y lo último que necesitábamos era otra incongruencia.
Cerré la maleta y me encaminé otra vez hacia el punto de salto, preguntándome si Verity estaría allí o si se habría adelantado ya para evitar embarazosas despedidas.
Pero estaba allí, con el sombrero blanco, con una maleta a cada lado, como si esperara en un andén.
Me acerqué a ella.
—Bueno. —Solté la maleta.
Ella me miró desde detrás del velo blanco y pensé que era una lástima que no hubiera salvado yo solo el universo. Como no lo había hecho, miré las peonías de detrás del mirador y dije:
—¿Cuándo llega el próximo tren?
—Dentro de cinco minutos. Si se abre.
—Se abrirá. Tossie se ha casado con el señor C, Terence va a prometerse a Maud, su bisnieto volará en una incursión aérea contra Berlín, la Luftwaffe dejará de bombardear aeródromos y empezará a bombardear Londres y todo eso le parece muy bien al continuum.
—A pesar de nosotros.
—A pesar de nosotros.
Contemplamos las peonías.
—Supongo que te alegras de que se haya acabado —dijo ella—. Me refiero a que por fin tendrás lo que querías.
La miré.
Ella apartó la mirada.
—Un poco de descanso, quiero decir.
—Ya no lo necesito como antes. He aprendido a pasarme sin él.
Contemplamos un poco más las peonías.
—Supongo que volverás a tus novelas de misterio —dije tras otro silencio.
Ella sacudió la cabeza.
—No son muy realistas. Siempre acaban resolviendo el misterio y deshaciendo el entuerto. Miss Marple nunca se ha metido en un bombardeo aéreo mientras limpian el jaleo que ha armado. —Trató de sonreír—. ¿Qué harás tú ahora?
—Ir a rastrillos benéficos, probablemente. Imagino que lady Schrapnell me asignará a competiciones de cocos permanentes cuando descubra que el tocón del pájaro del obispo no estaba allí después de todo.
—¿No estaba dónde?
—En la catedral. Vi claramente el pasillo norte cuando nos marchábamos. El pedestal estaba, pero no había ningún tocón del pájaro del obispo. Odio tener que decírselo, estaba convencidísimo de que estaba en la catedral. Tú tenías razón. Por extraño que parezca, alguien debió llevárselo para salvarlo.
Ella frunció el ceño.
—¿Seguro que miraste en el lugar adecuado?
Asentí.
—Delante de la reja de la capilla de los Herreros, entre la tercera y cuarta columnas.
—Pero eso es imposible —dijo ella—. Estaba allí. Yo lo vi.
—¿Cuándo? ¿Cuándo lo viste?
—Justo después de llegar.
—¿Dónde?
—En el pasillo norte. En el mismo lugar donde estaba cuando fuimos ayer.
Hubo un leve movimiento de aire y la red empezó a titilar. Verity se agachó para recoger las maletas y avanzó un paso.
—Espera. —La agarré por el brazo—. Dime exactamente dónde y cuándo lo viste.
Ella miró ansiosa la red titilante.
—¿No deberíamos…?
—Cogeremos la siguiente —dije—. Dime qué sucedió exactamente. Apareciste en el santuario…
Ella asintió.
—Las sirenas sonaban, pero no oí ningún avión y la iglesia estaba a oscuras. Había un poco de luz en el altar y en la reja de la cruz. Pensé que sería mejor que me quedara cerca del punto de salto, por si volvía a abrirse al instante. Así que me escondí en una de las sacristías y esperé. Los miembros del retén de bomberos llegaron, subieron al tejado y oí que uno de ellos decía: «¿No sería mejor que empezáramos a llevar las cosas a la sacristía?», así que me colé en la capilla de los Merceros y me escondí. Todavía podía ver el punto de salto desde allí.
—¿Y entonces la capilla de los Merceros empezó a arder?
Ella asintió.
—Me dirigí a la puerta de la sacristía, pero estaba todo lleno de humo y tuve que darme la vuelta. Acabé en el coro. Entonces fue cuando me golpeé la mano con el arco y me corté. Recordé que el campanario no había ardido, así que bajé y me abrí paso por el coro hasta la nave y luego me arrastré por la nave hasta que el humo se hizo menos denso y pude levantarme.
—¿Y cuándo fue eso?
—No lo sé —dijo ella, mirando ansiosamente hacia la red—. ¿Y si no vuelve a abrirse? Tal vez deberíamos discutir esto en Oxford.
—No. ¿Cuándo te pusiste de pie en la nave?
—No lo sé. Poco antes de que empezaran a llevarse las cosas.
El resplandor se convirtió en luz. Lo ignoré.
—Muy bien. Te arrastraste por la nave…
—Me arrastré por la nave y hacia la mitad el humo se hizo menos denso y conseguí ver la puerta oeste. Me agarré a la columna que tenía más cerca, me levanté y allí estaba, delante de la reja. Sobre el pedestal. Contenía un gran ramo de crisantemos amarillos.
—¿Estás segura de que era el tocón del pájaro del obispo?
—No se parece a ninguna otra cosa. Ned, ¿de qué va todo esto?
—¿Qué hiciste entonces?
—Pensé que al menos había conseguido algo. «Puedo decirle a Ned que estaba aquí durante el bombardeo. Si logro salir». Y me encaminé hacia la puerta de la torre. El pasillo estaba bloqueado por un banco derribado y tuve que sortearlo; antes de que alcanzara la torre los miembros del retén entraron y empezaron a sacar cosas.
—¿Y? —la insté.
—Corrí a la capilla de los Sombrereros y me escondí.
—¿Cuánto tiempo estuviste allí?
—No lo sé. Un cuarto de hora o así. Uno de los bomberos regresó y se llevó los libros del altar. Esperé a que se fuera y luego salí a buscarte.
—¿Por la puerta sur?
—Sí —dijo ella, mirando la red. Empezaba a apagarse y desvanecerse.
—¿Había gente fuera, en la escalinata, cuando saliste?
—Sí. Si hemos perdido nuestra oportunidad de volver a casa…
—¿Se acercó alguno de los bomberos al tocón del pájaro del obispo?
—No. Entraron en el santuario y la sacristía y uno de ellos cogió la cruz del altar y los candelabros de la capilla de los Herreros.
—¿Y eso es todo lo que se llevó?
—Sí.
—¿Estás segura?
—Estoy segura. Tuvo que regresar al fondo de la nave y subir por el pasillo sur por culpa del humo. Pasó justo por delante de mí.
—¿No viste a ninguno en la capilla de los Marroquineros?
—No.
—¿Y no entraste en la capilla de los Marroquineros?
—Ya te lo he dicho. Aparecí en el santuario, y estuve en la capilla de los Merceros y luego en el coro. Eso es todo.
—¿Podías ver la puerta norte desde tu escondite?
Ella asintió.
—¿Y nadie salió por allí?
—Estaba cerrada. Oí a uno de los miembros del retén decirle a otro que abriera la puerta norte, que la brigada de bomberos metería las mangueras por allí, y el otro dijo que tendrían que hacerlo desde fuera porque la capilla de los Herreros estaba ardiendo.
—¿Qué hay de la puerta oeste? ¿La puerta de la torre?
—No. Los bomberos salieron todos por la puerta de la sacristía.
—¿Viste a alguien más en la catedral aparte de los bomberos?
—¿En la catedral? Ned, estaba ardiendo.
—¿Cómo iban vestidos los miembros del retén?
—¿Vestidos? —dijo ella, asombrada—. No lo sé. De uniformes, con un mono. Yo… el sacristán llevaba casco.
—¿Iba alguno vestido de blanco?
—¿De blanco? No, por supuesto que no. Ned, ¿qué…?
—¿Podías ver la puerta oeste, la puerta de la torre, desde donde estabas escondida?
Ella asintió.
—¿Y nadie salió por la puerta oeste mientras estabas allí? ¿No viste a nadie en la capilla de los Marroquineros?
—No. Ned, ¿de qué va todo esto?
La puerta norte estaba cerrada y Verity veía claramente la puerta sur, y hubo gente (el puñado de curiosos y los dos haraganes de la farola) fuera todo el tiempo.
El retén de bomberos utilizó la puerta de la sacristía, y poco después de que el preboste Howard saliera con los libros del altar ésta quedó bloqueada por el fuego. También había gente junto a la puerta de la sacristía. Y el gordo guardia del SAB haciendo las rondas. Y la dragona jefa del Comité Floral montaba guardia ante la puerta oeste. No había forma de salir de la catedral.
No había forma de salir de la catedral. No había forma de salir del laboratorio. Y ningún sitio donde esconderse. Excepto la red.
Agarré a Verity por los dos brazos. Yo me había escondido en la red tras las cortinas de teatro, y escuché a Lizzie Bittner decir: «Haría cualquier cosa por él». En Oxford, en el 2018. Donde T. J. había descubierto una zona de deslizamiento aumentado.
«Es porque no tenemos los tesoros que tienen Canterbury y Winchester», había dicho Lizzie Bittner. Lizzie Bittner, cuyo esposo era descendiente de los Botoner que habían construido la iglesia en 1395. Lizzie Bittner, que había mentido diciendo que el laboratorio estaba abierto. Ella tenía una llave.
«Lo que crees que es el primer crimen resulta ser el segundo», había dicho la mujer de las pieles. «El primer crimen se cometió años antes». O después. Eran viajes en el tiempo, después de todo. Y en una de las simulaciones de Waterloo, el continuum había vuelto a 1812 para auto-corregirse.
Y la pista, el pequeño detalle que no encajaba, era el deslizamiento aumentado. El deslizamiento aumentado que no había tenido lugar en el salto de Verity, que tendría que haberle impedido rescatar la gata y cometer de entrada la incongruencia.
Cinco minutos de más o de menos habrían sido suficientes pero habían sido nueve minutos. Nueve minutos que la habían situado directamente en la escena del crimen.
«Cada una de las incongruencias simuladas tiene deslizamiento aumentado», había dicho T. J. Cada una de ellas. Incluso en aquellos casos en que la incongruencia era demasiado grave para que el continuum la corrigiera. Todas ellas. Excepto la nuestra.
No teníamos más que un poco de deslizamiento en el 2018, que T. J. había dicho que era demasiado grande para estar tan lejos. Y Coventry, que era un punto de crisis.
—Ned —dijo Verity con urgencia—. ¿Qué ocurre?
Me agarré a sus brazos como me había agarrado a los pinchos verdes de metal de la puerta peatonal de Merton. Casi lo tenía, y si no me desviaba ninguna distracción vería todo el cuadro.
El deslizamiento estaba demasiado lejos del punto y las discrepancias se encontraban solamente en las proximidades de la incongruencia. Y la dama de pieles de Blackwell’s había dicho: «Me alegra que se casara con él». Estaba hablando de una mujer que se había casado con un granjero. «Si no lo hubiera hecho, seguiría atrapada en Oxford, participando en comités de la iglesia y organizando rastrillos benéficos…».
—¿Ned?
—Shh.
«Estaba convencida de que el tocón del pájaro del obispo había sido robado», dijo Carruthers, refiriéndose a la «vieja solterona amargada», la señorita Sharpe, que estaba a cargo del Comité Floral.
Y el guardia del SAB le había dicho «Venga, señorita Sharpe» a la mujer del pelo gris que guardaba la puerta oeste.
La mujer del pelo gris que me había recordado a alguien, y que dijo: «No tengo intención de ir a ninguna parte. Soy la vicepresidenta de la Cofradía de Camareras del Altar de la Catedral y la jefa del Comité Floral».
«Señorita Sharpe», la había llamado él.
La señorita Sharpe, que estaba tan molesta que había acusado a todo el mundo de conocer el bombardeo con antelación. Que incluso había escrito al periódico una carta al director en la que denunciaba que alguien tenía conocimiento previo del bombardeo.
Alguien, que sabía que el bombardeo se produciría en Coventry, que, contrariamente a Muchings End, no era un remanso histórico. Era un punto de crisis. A causa de Ultra.
Porque, si los nazis descubrían que tenía su máquina Enigma, podría cambiar el curso de la guerra. El curso de la historia.
Y el único caso de algo llevado adelante en el tiempo a través de la red formaba parte de una autocorrección.
Estaba agarrando los brazos de Verity con tanta fuerza que tenía que estar haciéndole daño, pero no me atreví a soltarla.
—Esa joven de la catedral —dije—. ¿Cómo se llamaba?
—¿De la catedral? —dijo Verity, asombrada—. Ned, no había nadie en la catedral. Estaba ardiendo.
—No durante el bombardeo. El día que estuvimos allí con Tossie. La joven que vino a ver al coadjutor. ¿Cómo se llamaba?
—No sé… Era un nombre de flor. Gerianium o…
—Delphinium —dije yo—. Pero no me refiero a su nombre. Su apellido…
—Yo… empezaba por «S». Sherwood, no, Sharpe —dijo ella; el mundo dio un vuelco de ciento ochenta grados y yo no estaba en la puerta de Balliol, estaba en los campos de juego de Merton, y allí, en Christ Church Meadow, estaba la catedral de Coventry, el centro de todo.
—Ned —me apremió Verity—. ¿Qué pasa?
—Lo hemos enfocado al revés —dije—. Tú no causaste una incongruencia.
—P-pero… las coincidencias… —tartamudeó— y el deslizamiento aumentado en el 2018. Tiene que haber habido una incongruencia.
—La hubo —dije yo—. Y gracias a mis sorprendentes pequeñas células grises sé cuándo se produjo. Y qué la causó.
—¿Qué?
—Elemental, querido Watson. Te daré una pista. Varias pistas, de hecho. Ultra. La piedra lunar. La batalla de Waterloo. En boca cerrada.
—¿En boca cerrada? Ned…
—Carruthers. El perro que no ladró por la noche. Limpiaplumas. Palomas. El sospechoso menos probable. Y el general de campo Rommel.
—¿El general de campo Rommel?
—La batalla del Norte de África —dije—. Estábamos utilizando a Ultra para localizar los convoyes de suministro de Rommel y hundirlos, cuidando de enviar un avión de reconocimiento para que el convoy lo avistara y los nazis no entraran en sospechas.
Le conté lo de la niebla y el avión que fue incapaz de encontrar al convoy, y la llegada simultánea de la RAF y la Armada, y lo que Ultra había hecho después: el telegrama, los rumores difundidos, los mensajes para ser interceptados.
—Si los nazis hubieran descubierto que teníamos a Ultra, el resultado de la guerra habría cambiado, así que tuvieron que poner en marcha una elaborada misión de inteligencia para corregir el error —le sonreí—. ¿No lo ves? Todo encaja.
Todo encajaba. Carruthers atrapado en Coventry, yo impidiendo que Terence conociera a Maud, el profesor Overforce empujando al Támesis al profesor Peddick, incluso todos aquellos malditos rastrillos benéficos.
Las damas de las pieles de Blackwell’s, Hercule Poirot, T. J., el profesor Peddick con su charla sobre el Gran Designio; todos ellos habían estado tratando de decírmelo y yo había estado demasiado ciego para verlo.
Verity me miraba preocupada.
—Ned, ¿exactamente cuántos saltos has hecho?
—Cuatro, el segundo de los cuales fue a Blackwell’s, donde escuché a tres señoras con abrigo de pieles mantener una discusión muy interesante sobre una novela de misterio. El primero fue al laboratorio en el 2018; entonces oí a Lizzie Bittner decir que haría cualquier cosa para impedir que vendieran la catedral de Coventry a un puñado de espiritistas.
La red empezó a brillar débilmente.
—¿Y si hubo una incongruencia —continué—, un error, y el continuum, tratando de proteger el curso de la historia, puso en movimiento un sofisticado sistema de defensas secundarias para corregir el problema? Como Ultra al enviar telegramas y dar pistas falsas, creó un elaborado plan con gatas ahogadas y sesiones espiritistas y rastrillos benéficos y fugas. Y docenas de agentes, algunos de los cuales ni siquiera eran conscientes del verdadero sentido de su misión.
Las peonías resplandecieron.
—Según dicta la tradición detectivesca, no puedo demostrar nada de esto —dije—. Por tanto, Watson, tenemos que ir a buscar pruebas.
Recogí las maletas de Verity y las coloqué junto a las peonías.
—«¡Rápido, Watson! ¡Un landó!».
—¿Adonde vamos? —preguntó ella, recelosa.
—Al laboratorio. Al 2057. A consultar los periódicos locales de Coventry y los archivos de comités de la catedral de 1889 y 1940.
La cogí por el brazo y entramos en el círculo titilante.
—Y luego, iremos a recuperar el tocón del pájaro del obispo.
La luz empezó a crecer.
—Espera —dije, y salí de la red para recoger mi maleta.
—¡Ned!
—Ya voy. —Abrí la maleta, saqué el sombrero, cerré la maleta y me metí en el círculo. Solté la maleta y me puse el sombrero ladeado en un ángulo que habría hecho sentirse orgulloso a lord Peter.
—Ned —dijo Verity, retrocediendo un paso, los ojos amarronados muy abiertos.
—Harriet —dije, y la empujé hacia la red ya brillante.
Y la besé durante ciento sesenta y nueve años.