No —dijo Harris—, si quieres descanso y emoción, no hay nada mejor que un viaje por mar.

JEROME K. JEROME, Tres hombres en una barca

C A P Í T U L O V E I N T I C I N C O

De vuelta a la torre - El barril de amontillado - En el fregadero, la cocina, los establos y en apuros - Jane es completamente incomprensible - El prisionero de Zenda - Un soponcio, no de la señora Mering esta vez - Terence comprende de otra forma la poesía - Una carta - Una sorpresa - Un último soponcio, con muebles - Una sorpresa aún mayor

La tercera no es necesariamente la vencida. La red titiló y nos encontramos en medio de una oscuridad total otra vez. El estruendo había desaparecido, aunque seguía oliendo fuertemente a humo. Había unos diez grados menos de temperatura. Solté a Verity y, con una mano, palpé cuidadosamente a mi lado. Toqué piedra.

—No te muevas —dije—. Sé dónde estamos. He estado aquí. Es el campanario de Coventry. En 1395.

—Tonterías —Verity subió los escalones—. Es la bodega de los Mering.

Abrió la puerta una rendija y entró luz que reveló peldaños de madera e hileras de botellas cubiertas de telarañas.

—Es de día —susurró. Abrió la puerta un poco más; asomó la cabeza y miró en ambas direcciones—. Este pasillo da a la cocina. Esperemos que siga siendo jueves.

—Esperemos que siga siendo 1889.

Ella volvió a asomarse.

—¿Qué crees que deberíamos hacer? ¿Intentar llegar al punto de salto?

Negué con la cabeza.

—Cualquiera sabe dónde acabaríamos. O si podríamos volver. —Miré su vestido desgarrado y manchado de hollín—. Tienes que cambiarte de ropa. Sobre todo la gabardina, que es de alrededor del 2057. Dámela.

Se la quitó.

—¿Puedes llegar a tu cuarto sin que te vean?

Ella asintió.

—Subiré por las escaleras de atrás.

—Trataré de averiguar nuestra localización espacio-temporal. Me reuniré contigo en la biblioteca dentro de un cuarto de hora y ya veremos.

Me tendió la gabardina.

—¿Y si hemos estado fuera una semana? ¿O un mes? ¿O cinco años?

—Diremos que hemos estado en el Más Allá —dije, pero no se rió.

—¿Y si Tossie y Terence ya se han casado?

—Nos ocuparemos de eso en su momento —contesté.

Ella me sonrió con una de esas sonrisas que hacen que te dé un vuelco el corazón y a las que ninguna cantidad de descanso iba a hacerme inmune.

—Gracias por venir a buscarme —dijo.

—A su servicio, señorita. Ve a ponerte un vestido que esté limpio.

Ella asintió.

—Espera unos minutos para que no nos vean juntos.

Abrió la puerta y salió. De repente me di cuenta de que no le había dicho que había ido y vuelto al siglo catorce para contarle…

—Descubrí por qué el diario de Tossie… —empecé a decir, pero ella ya había recorrido el pasillo y subía por las escaleras del fondo.

Me quité el mono. Mi chaqueta y mis pantalones habían quedado bastante bien protegidos, pero llevaba las manos, y presumiblemente la cara, en un estado lamentable. Me lavé con la manga del mono, deseando que las bodegas estuvieran equipadas con espejos. Luego hice una pelota con el mono y la gabardina y los escondí tras una andana de clarete.

Eché un cauteloso vistazo y salí al pasillo. Había cuatro puertas; una de ellas tenía que conducir al exterior. La última estaba cubierta de tela verde, lo que significaba que conducía a la parte principal de la casa. Abrí la primera.

El fregadero. Estaba lleno de montones de platos sucios y ollas al estilo Cenicienta; en el suelo una fila de zapatos por limpiar. Que los zapatos estuvieran allí significaba que era después de la hora de acostarse y antes de que la familia se levantara, lo cual era bueno (Verity no tropezaría con nadie camino de su cuarto). Pero, pensándolo mejor, aquello no tenía ningún sentido. La primera noche, cuando llevé a Cyril de vuelta al establo, casi me había topado con Baine colocando los zapatos limpios ante las puertas, y todavía estaba oscuro fuera. Además no los había recogido hasta después de que todo el mundo se acostara. Pero era claramente por la mañana. El sol brillaba sobre las sartenes y ollas.

No había ningún periódico ni otra cosa que me diera pistas sobre nuestra localización espacio-temporal.

Una de las ollas tenía el fondo de bronce. Me asomé. Una gran mancha de hollín me cubría la mejilla y el bigote. Saqué el pañuelo, escupí en él, me froté la cara, me alisé el pelo y salí al pasillo, calculando. Si aquello era el fregadero, la puerta de al lado tenía que ser la cocina, y la siguiente la que daba al exterior.

Me equivoqué. Era la cocina, y Jane y la cocinera estaban en ella, cuchicheando en un rincón. Se separaron, con aire culpable. La cocinera se acercó a una enorme olla negra y empezó a remover algo rápidamente, y Jane ensartó un pan en un pincho y lo colocó sobre el fuego.

—¿Dónde está Baine? —pregunté.

Jane dio un salto de casi un palmo. El pan se le cayó en las cenizas y quemó.

—¿Qué? —dijo empuñando la brocheta como si fuera un espadín.

—Baine —repetí—. Tengo que hablar con él. ¿Está en la sala de desayunos?

—No —respondió ella, asustada—. Juro por la Santa Madre que no sé dónde está, sor. No nos dijo nada. No pensará usted que la señora va a despedirnos, ¿verdad?

—¿Despedirlas? —me extrañé—. ¿Por qué? ¿Qué han hecho?

—Nada. Pero dirá que debíamos saberlo todo, con el chismorreo de los criados y todo eso —dijo, agitando la brocheta para darse énfasis—. Eso es lo que le pasó a mi hermana Margaret cuando el joven señor Val se fugó con Rose la fregona. La señora Abbott arrasó con todos.

Le quité la brocheta.

—¿Saber qué?

—Ni siquiera nos lo imaginábamos —dijo la cocinera desde el fogón—. Todos esos finos aires y tanto dar órdenes. Mira tú por donde.

Aquello no conducía a ninguna parte y a mí se me acababa el tiempo. Decidí probar con una estrategia directa.

—¿Qué hora es?

Jane pareció asustada otra vez.

—Las nueve —dijo la cocinera, consultando un reloj atado a su pecho.

—Las nueve, y yo tengo que subir a llevársela —dijo Jane, y se echó a llorar—. Él dijo que no fuera hasta que llegara el correo de la mañana, para darles tiempo suficiente, y siempre está aquí a las nueve.

Se secó los ojos con el borde del delantal y se enderezó, decidiéndose.

—Será mejor que suba a ver si ha llegado.

Yo iba a preguntar «¿Llevarles qué?», pero temí que eso desencadenara un nuevo episodio de lágrimas e incoherencias. Y era imprevisible cuál iba a ser la respuesta si les preguntaba qué día era.

—Dile a Baine que me suba un ejemplar del Times. Estaré en la biblioteca —dije, y salí.

Al menos todavía era verano, y, tras estudiarlo con detenimiento, junio. Las rosas continuaban en flor, y las peonías, destinadas a servir como modelo de incontables limpiaplumas, acababan de abrirse. Vi al coronel Mering, que llevaba un saco de arpillera al estanque de los peces. Tan ajeno y absorto con sus peces de colores como probablemente estaba, no quería encontrarme con él hasta que supiera cuánto tiempo había pasado.

Por lo tanto, me agaché y me acerqué por un lado de la casa a la puerta del palafrenero; quería atravesar el establo y, desde allí, llegar a las puertas acristaladas y el saloncito. Crucé la puerta del palafrenero… y casi pisé a Cyril. Estaba tendido sobre un saco de arpillera con el morro sobre las patas.

—Por casualidad no sabrás la hora, ¿verdad? —dije—. ¿Y la fecha?

Y, otro signo de que algo iba mal, Cyril no se levantó. Se limitó a alzar la cabeza y mirarme con una expresión parecida a la del prisionero de Zenda; luego volvió a bajarla.

—¿Qué ocurre, Cyril? ¿Qué va mal? —pregunté, y extendí la mano para cogerlo por el collar—. ¿Estás enfermo?

Entonces vi la cadena.

—Santo Dios —le dije—. Terence no se habrá casado, ¿verdad?

Cyril siguió mirándome sin ninguna esperanza. Solté la cadena.

—Vamos, Cyril. Resolveremos esto.

Se puso en pie tambaleándose y trotó resignado detrás de mí. Salí del establo y me dirigí a la parte delantera de la casa para buscar a Terence.

Estaba en el embarcadero de los Mering, sentado en la barca y contemplando el río, la cabeza casi tan hundida como la de Cyril cuando lo dejó para proteger la barca.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Él alzó la cabeza, aturdido.

—«El espejo se quebró de parte a parte —dijo—. Voló la telaraña y flotó ampliamente».

Lo cual no me aclaraba demasiado las cosas.

—Cyril estaba encadenado en el establo —le dije.

—Lo sé —respondió Terence sin desviar la mirada—. La señora Mering me pilló llevándolo arriba anoche.

Así que al menos habían pasado un día y una noche desde nuestra partida; sería mejor que pensara deprisa una explicación para mi ausencia antes de que Terence me preguntara dónde había estado.

Pero continuó contemplando el río.

—Él tenía razón, ¿sabes? Sobre cómo sucede.

—¿Cómo sucede qué?

—El destino —dijo él amargamente.

—Cyril estaba encadenado.

—Tiene que acostumbrarse a estar en el establo. Tossie no aprueba que haya animales en casa.

—¿Animales? —dije—. Estamos hablando de Cyril. ¿Y qué hay de Princesa Arjumand? Ella duerme sobre las almohadas.

—Me pregunto si se despertó esta mañana, feliz como una alondra, sin tener ni idea del destino que la esperaba.

—¿Quién? ¿Princesa Arjumand?

—Yo no tenía ni idea, sabes, ni siquiera cuando llegamos a la estación. El profesor Peddick hablaba de Alejandro Magno y de la batalla de Issus; decía algo sobre el momento decisivo y que todo depende de él, y yo no tenía ni idea.

—Devolviste al profesor Peddick sano y salvo a Oxford, ¿no? —le pregunté, súbitamente preocupado—. ¿No se bajó del tren y se puso a buscar piedrecitas?

—No. Lo dejé en los brazos de sus seres queridos. En los brazos de sus seres queridos —dijo, angustiado—. Y justo a tiempo. El profesor Overforce estaba a punto de recitar su epitafio.

—¿Qué dijo?

—Se desmayó en el acto y cuando se recuperó, se arrojó a las rodillas del profesor Peddick farfullando que nunca se lo habría perdonado si se hubiera ahogado y que había visto su error; el profesor Peddick tenía razón, un simple acto irreflexivo podía cambiar el curso de la historia y tenía intención de volverse derechito a casa y decirle a Darwin que dejara de saltar de los árboles. Ayer anunció que retiraba su candidatura al Sillón Haviland en favor del profesor Peddick.

—¿Ayer? ¿Cuándo llevaste al profesor Peddick a Oxford? ¿Anteayer?

—¿Ayer? —filosofó Terence—. ¿O fue hace un eón? ¿O sólo un instante? «Todos cambiaremos en un momento, en un parpadeo». Uno está en su propia isla, agitando los brazos, y lo siguiente que sabe… no acabo de comprender la poesía, ¿sabes? Pensaba que todo era una forma de hablar.

—¿El qué?

—La poesía. Todo eso de morir de amor y espejos quebrándose de parte a parte. Lo hizo, ¿sabes? Un corte limpio. —Sacudió la cabeza apesadumbrado—. Nunca comprendí por qué ella no fue remando a Camelot y le dijo a Lancelot que lo amaba. —Contempló sombrío el agua—. Bueno, ahora lo sé. Él ya estaba prometido a Ginebra.

Bueno, no exactamente prometido, ya que Ginebra estaba casada con el rey Arturo y, en cualquier caso, había cosas más importantes que tratar.

—Cyril es demasiado sensible para estar encadenado.

—Todos lo estamos, todos. Encadenados, atados, indefensos y airados en las inflexibles cadenas del destino. ¡Destino! —exclamó amargamente—. «Oh, retorcido destino que nos hizo conocernos demasiado tarde». Creía que sería una de esas muchachas modernas, todo pantalones y medias azules. Él me dijo que me gustaría, ¿sabes? ¡Que me gustaría!

—Maud —dije, y por fin se hizo la luz—. Has conocido a la sobrina del profesor Peddick, Maud.

—Allí estaba, de pie en el andén de la estación de Oxford. «¿Amó mi corazón hasta ahora? ¡Júralo, visión! Pues nunca había visto una auténtica belleza hasta esta noche».

—El andén de la estación —dije, asombrado—. La conociste en el andén de la estación de Oxford. ¡Pero eso es maravilloso!

—¿Maravilloso? —repuso él con amargura—. «Demasiado tarde te amé. ¡Oh, belleza siempre antigua y siempre nueva! ¡Demasiado tarde te amé!». Estoy prometido a la señorita Mering.

—Pero ¿no puedes romper el compromiso? Sin duda la señorita Mering no querría que te casaras con ella si supiera que amas a la señorita Peddick.

—No soy libre para amar a nadie. Até mi amor a la señorita Mering cuando le hice mi promesa. La señorita Peddick no querría un amor sin honor, un amor que yo ya he prometido a otra. Oh, si tan sólo hubiera conocido a la señorita Peddick ese día en Oxford, ¡qué diferentes habrían sido las cosas!

Sor Henry, sor —interrumpió Jane, corriendo hacia nosotros, la cofia torcida y el pelo suelto—. ¿Ha visto al coronel Mering?

«Oh, no —pensé—. La señora Mering ha pillado a Verity en las escaleras».

—¿Qué ocurre?

—Debo encontrar al coronel primero —lo cual no era ninguna respuesta—. Él dijo que se la diera durante el desayuno, pero no está, y el correo ya ha llegado y todo.

—He visto al coronel camino del estanque. ¿Darle qué? ¿Qué ha pasado?

—Oh, sor, será mejor que los caballeros entren —dijo, en una agonía—. Están en el saloncito.

—¿Quién? ¿Está allí Verity? ¿Qué ha pasado?

Pero ella ya corría hacia el estanque, las faldas revoloteando.

—Terence —lo apremié—. ¿Qué día es hoy?

—¿Qué importa? «Mañana y mañana y mañana, se arrastra en su paso día a día, iluminando a los bobos el camino de la polvorienta muerte». ¡Los bobos!

—Esto es importante. —Lo puse en pie—. ¡La fecha, hombre!

—Martes —contestó él—. Dieciocho de junio.

¡Oh, Dios, habíamos estado fuera tres días!

Corrí hacia la casa, con Cyril pegado a mis talones.

—«“La maldición ha caído sobre nosotros”, gimió la dama de Shalott» —citó Terence.

Oí a la señora Mering antes de que llegáramos a la puerta.

—Tu conducta ha sido verdaderamente inexcusable, Verity. No esperaba que la hija de mi prima fuera tan egoísta y desconsiderada.

Sabía que habíamos estado fuera tres días; la pobre Verity no. Recorrí el pasillo hacia el saloncito, con Cyril pegado a los talones. Tenía que decírselo antes de que abriera la boca.

—Estuve dedicada por completo a mi paciente —dijo la señora Mering—. Estoy absolutamente agotada. Tres días y tres noches en esa habitación de enfermo, sin un momento de descanso.

Yo tenía la mano en el pomo de la puerta. ¿Tres días y tres noches en una habitación de enfermo? Entonces tal vez no lo sabía después de todo y estaba reprendiendo a Verity por no ayudar. Pero ¿quién era el enfermo? ¿Tossie? Parecía agotada y pálida aquella noche a la vuelta de Coventry.

Pegué la oreja a la puerta y escuché, esperando que esa acción resultara más informativa que de costumbre.

—Al menos podrías haberte ofrecido a atender al paciente un ratito.

—Lo siento muchísimo, tía —se disculpó Verity—. Pensé que tendría usted miedo del contagio.

¿Por qué la gente no puede decir de quién y de qué habla para que quien las escucha a hurtadillas tenga una oportunidad? El paciente. Contagio. Sed más específicas.

—Y supuse que Tossie insistiría en que usted y ella lo cuidaran —dijo Verity.

¿Un hombre? ¿Había aparecido el señor C y caído enfermo? ¿Y se había enamorado de su enfermera Tossie?

—Ni se me ocurriría permitir que Tocelyn entrara en la habitación —dijo la señora Mering—. Es una chica muy delicada.

Al fondo del pasillo, vi que Terence abría la puerta principal. Iba a tener que entrar, con información o no. Miré a Cyril. La señora Mering sin duda exigiría saber qué estaba haciendo en la casa. Pero claro, eso podía ser una distracción de agradecer, dadas las circunstancias.

—Tocelyn tiene una constitución demasiado delicada para hacer de enfermera —decía la señora Mering—, y la visión de su pobre padre enfermo sería demasiado perturbadora para ella.

Su pobre padre.

Era el coronel quien había estado enfermo. Pero entonces, ¿qué hacía yendo al estanque?

Abrí la puerta.

—Me parece que deberías demostrar un poco más de preocupación por tu pobre tío, Verity. Estoy terriblemente decepcionada…

—Buenos días —saludé.

Verity me miró agradecida.

—¿Cómo está el coronel esta mañana? Confío en que se sienta mejor. Acabo de verlo ahí fuera.

—¿Fuera? —dijo la señora Mering, llevándose una mano al pecho—. Se le dijo que no bajara esta mañana. Enfermará de muerte. Señor St. Trewes —le dijo a Terence, que acababa de entrar y se había quedado junto a la puerta, con aspecto abatido—. ¿Es cierto? ¿Ha salido mi marido? Debe ir a traerlo inmediatamente.

Terence se dio la vuelta para obedecer.

—¿Dónde está Tossie? —preguntó petulante la señora Mering—. ¿Por qué no ha bajado todavía? Verity, dile a Jane que la traiga.

Terence volvió a aparecer, con el coronel y Jane detrás.

—He tenido que ir al estanque —dijo el coronel, carraspeando—. A comprobar cosas. No puedo dejar a mis peces japoneses con esa gata suelta. Me ha parado esa muchacha tonta… nunca recuerdo su nombre… la doncella…

—Colleen —dijo Verity automáticamente.

—Jane. —La señora Mering dirigió una dura mirada a Verity.

—Me ha dicho con muchos aspavientos que viniera inmediatamente —dijo el coronel—. ¿Qué pasa?

Se volvió hacia ella, que tragó saliva, inspiró profunda y entrecortadamente y presentó una carta sobre una bandeja de plata.

—Ejem, ¿qué es esto? —dijo el coronel.

—El correo, sor.

—¿Por qué no lo trae Baine? —preguntó la señora Mering. Cogió la carta de la bandeja—. Sin duda es de madame Iritosky, explicando por qué se marchó tan apresuradamente —comentó, abriéndola. Se volvió hacia Jane—. Dile al señor Baine que venga. Y a Tossie que baje. Querrá oír esta carta.

—Sí, señora —dijo Jane, y huyó.

—Espero que haya puesto su dirección —la señora Mering desplegó varias páginas escritas—, para poder escribirle y contarle nuestra experiencia con los espíritus en Coventry. —Frunció el ceño—. Vaya, no es de madame…

Se detuvo a leer la carta en silencio.

—¿De quién es la carta, querida? —preguntó el coronel.

—Oh. —La señora Mering se desmayó.

Fue un desmayo real esta vez. La señora Mering chocó contra la mesita, decapitó la planta, rompió la cúpula de cristal que cubría el arreglo de plumas y acabó con la cabeza sobre el banquito de terciopelo para los pies.

Las páginas de la carta revolotearon a su alrededor.

Terence y yo nos lanzamos hacia ella.

—¡Baine! —tronó el coronel, tirando del cordón—. ¡Baine!

Verity le colocó un cojín bajo la cabeza y empezó a abanicarla con la carta.

—¡Baine! —aulló el coronel.

Jane apareció en la puerta. Parecía aterrorizada.

—Dile a Baine que venga inmediatamente —gritó él.

—No puedo, sor —respondió ella, retorciendo el delantal.

—¿Por qué no?

Jane se apartó de él.

—Se ha ido, sor.

—¿Cómo que se ha ido? ¿Irse adonde?

Ella había retorcido el delantal completamente, en un nudo.

—La carta —dijo, escurriendo las puntas.

—¿Qué quieres decir, que ha ido a la oficina de Correos? Bueno, pues ve y tráelo. —La sacó de la habitación—. ¡Maldita madame Iritosky! ¡Trastornar a mi esposa cuando él no está aquí! ¡Maldita tontería espiritista!

—Nuestra hija —dijo la señora Mering, agitando los párpados. Miró la carta con la que Verity la estaba abanicando—. ¡Oh, la carta! La aciaga carta…

Y se desmayó otra vez.

Jane llegó corriendo con las sales de olor.

—¿Dónde está Baine? —tronó el coronel Mering—. ¿No lo has traído? Y dile a Tossie que baje inmediatamente. Su madre la necesita.

Jane se sentó en la silla dorada, se cubrió la cabeza con el delantal y empezó a lloriquear.

—Pero bueno, ¿qué es esto? —carraspeó el coronel—. Levántate, muchacha.

—Verity —dijo la señora Mering, cogiéndola débilmente por el brazo—. La carta. Léela. Yo no puedo soportar…

Verity, obediente, dejó de abanicar y alzó la carta.

—«Queridísimo papá y queridísima mamaíta» —dijo, y entonces fue ella la que pareció a punto de desmayarse.

Di un paso en su dirección pero sacudió la cabeza sin decirme nada y siguió leyendo.

—«Queridísimo papá y queridísima mamaíta. Para cuando leáis esto seré una mujer casada».

—¿Casada? —dijo el coronel Mering—. ¿Qué quiere decir casada?

—«Y seré más feliz de lo que nunca he sido o podría haber imaginado —siguió leyendo Verity—. Lamento mucho haberos decepcionado de esta forma; sobre todo a papá, que está enfermo. Pero temía que de saber mis intenciones prohibiríais mi matrimonio, y sé que cuando lleguéis a conocer al querido Baine como yo…».

Su voz se quebró. Luego continuó, pálida como la muerte:

—«Como yo, lo veréis no como un sirviente sino como el hombre más bueno, más amable y mejor del mundo, y nos perdonaréis a ambos».

—¿Baine? —dijo el coronel Mering, aturdido.

—Baine —susurró Verity. Dejó caer la carta en su regazo y me miró desesperada, sacudiendo la cabeza—. No. No puede ser.

—¿Se ha fugado con el mayordomo? —preguntó Terence.

—¡Oh, señor St. Trewes, mi pobre muchacho! —exclamó la señora Mering, llevándose la mano al pecho—. ¿Está usted destrozado?

No parecía destrozado. Parecía anonadado, con esa vaga e indecisa expresión que tienen los soldados cuando acaban de perder una pierna o se les dice que se les devuelve a casa y aún no lo comprenden.

—¿Baine? —el coronel Mering miró a Jane—. ¿Cómo ha pasado una cosa así?

—Sigue leyendo, Verity —dijo la señora Mering—. Debemos conocer lo peor.

—Lo peor —murmuró Verity, y recogió la carta—. «Sin duda sentiréis curiosidad por saber cómo se ha producido todo esto tan rápidamente».

Lo cual era una forma suave de expresarlo.

—«Todo empezó en nuestro viaje a Coventry».

Verity se detuvo, incapaz de continuar.

La señora Mering le quitó la carta, impaciente.

—«… nuestro viaje a Coventry —leyó—, un viaje al que ahora sé que nos guiaron los espíritus para que encontrara a mi verdadero amor». ¡Lady Godiva! ¡La hago completamente responsable de esto! —Cogió otra vez la carta—. «Mientras estábamos allí admiré una urna con pedestal de hierro forjado que ahora sé que era de un gusto execrable, completamente carente de sencillez tanto en la forma como en el diseño, pero yo nunca había recibido formación adecuada en asuntos de Sensibilidad Artística ni educación en Literatura y Poesía; sólo era una niña malcriada, ignorante e irreflexiva.

«Le pedí a Baine, pues así es como aún pienso en él, aunque ahora debo aprender a llamarlo William y amado esposo. ¡Esposo! ¡Qué dulce el sonido de esa preciosa palabra! Le pedí que coincidiera en mi alabanza de la urna. No quiso. No sólo no quiso, sino que la llamó horrible y me dijo que mi gusto era plebeyo.

«Nadie me había llevado la contraria hasta entonces. Cuantos me rodeaban coincidían en cada una de mis opiniones y estaban de acuerdo con todo lo que decía, excepto la prima Verity, que me había corregido una o dos veces… pero eso lo achaco a que no está casada ni tiene perspectivas de estarlo. Traté de ayudarla a peinarse de una forma más atractiva, pero no pude hacer mucho por ella, pobrecilla».

—Eso es lo que se llama quemar los puentes —murmuré.

—«Quizás, ahora que estoy casada, el señor Henry repare en ella —siguió leyendo la señora Mering—. Traté de hacérsela valer, pero, ay, él sólo tenía ojos para mí. Harían una buena pareja, bien avenida al menos, aunque no sean guapos ni listos».

Todos los puentes.

—«Yo no estaba acostumbrada a que me contradijeran y, al principio, me enfurecí. Pero cuando te desmayaste en el tren camino de casa, mamá, y lo traje fue tan fuerte y rápido y servicial al ayudarte, mamá, que fue como si lo viera con nuevos ojos, y me enamoré de él en ese mismo instante, en el vagón del tren».

—Todo es culpa mía —murmuró Verity—. Si no hubiera insistido en que fuéramos a Coventry…

—«Pero fui demasiado testaruda para admitir mis sentimientos. Al día siguiente me enfrenté a él y le pedí que se disculpara. Se negó, nos peleamos, y me arrojó al río. Luego me besó y, ¡oh, mamá, fue tan romántico! Igual que Shakespeare, cuyas obras mi amado esposo me está haciendo leer, empezando por La fierecilla domada».

La señora Mering soltó la carta.

—¡Leer libros! ¡Ésa es precisamente la causa de todo! ¡Mesiel, nunca tendrías que haber contratado a un sirviente que leyera libros! Te hago completamente responsable de esto. Siempre leyendo a Ruskin y Darwin y Trollope. ¡Trollope! ¿Qué clase de apellido es ése para un autor? Y el apellido que tiene él. Los criados deberían tener apellidos corrientes. «Lo usaba cuando trabajaba para lord Dunsany», dijo. «Bueno, pues no lo va a usar aquí», le dije yo. Claro, ¿qué se puede esperar de un hombre que se niega a vestirse para cenar? También él lee libros. Malditas cosas socialistas. Bentham y Samuel Butler.

—¿Quién? —dijo el coronel, confuso.

—Lord Dunsany. Un hombre terrible; pero tiene un sobrino que heredará medio Hertfordshire y Tossie podría haber sido recibida en la corte, y ahora… ahora…

Se tambaleó y Terence cogió las sales. Ella las apartó, irritada.

—¡Mesiel! ¡No te quedes ahí! ¡Haz algo! ¡Tiene que haber algún medio de detenerlos antes de que sea demasiado tarde!

—Es demasiado tarde —murmuró Verity.

—Tal vez no. Tal vez se han marchado esta mañana —dije yo, recogiendo las páginas de la carta y mirándolas por encima. Estaban cubiertas con la letra florida de Tossie y docenas de signos de exclamación y subrayados y chapones en algunos sitios.

«Tendría que haber comprado un limpiaplumas en el rastrillo», pensé tontamente.

—«Es inútil que tratéis de detenernos —leí—. Cuando recibáis esta carta ya nos habremos casado en el registro de Surrey e iremos de camino a nuestro nuevo hogar. Mi amadísimo esposo (¡ah, la más preciosa de las palabras!), cree que nos irá mejor en una sociedad menos esclavizada por la arcaica estructura de clases, en un país donde uno pueda usar el apellido que quiera. Con ese fin navegamos hacia América, donde mi esposo (¡ah, otra vez esa dulce palabra!) insiste en ganarse la vida como filósofo. Princesa Arjumand nos acompaña, pues no podría soportar separarme de ella como de vosotros, y papá probablemente la habría matado cuando se enterara de lo del pez de colores».

—¿Mi ryunkin nacarado de cola partida? —dijo el coronel, levantándose de la silla—. ¿Qué pasa con él?

—«Se lo comió. Oh, querido papá, ¿podrás encontrar en tu corazón perdón para ella y para mí?».

—Debemos desheredarla —dijo la señora Mering.

—Desde luego —convino el coronel Mering—. ¡Ese ryunkin costaba doscientas libras!

—¡Colleen! ¡Quiero decir, Jane! Deja de lloriquear y tráeme inmediatamente mi escritorio. Voy a escribirle y a decirle que de hoy en adelante no tenemos hija.

—Sí, señora. —Jane se limpió la nariz con el delantal. Me la quedé mirando, pensando en Colleen / Jane y en que la señora Chattisbourne llamaba a todas sus criadas Gladys, y tratando de recordar exactamente qué había dicho la señora Mering sobre Baine: «Lo usaba cuando trabajaba para lord Dunsany». ¿Y qué había dicho la señora Chattisbourne el día en que fuimos a recoger las cosas para el rastrillo? «Siempre he pensado que no es el nombre lo que hace al mayordomo, sino la formación».

Colleen / Jane entró en la habitación, cargada con el escritorio y moqueando.

—El nombre de Tocelyn nunca volverá a pronunciarse en esta casa —dijo la señora Mering, sentándose a la mesa—. A partir de ahora su nombre nunca saldrá de mis labios. Todas las cartas de Tocelyn serán devueltas sin abrir.

Cogió una pluma y tinta.

—¿Cómo sabremos dónde enviar nuestra carta diciéndole que está desheredada si no abrimos las suyas? —preguntó el coronel Mering.

—Es demasiado tarde, ¿verdad? —me dijo Verity—. No hay nada que hacer.

Yo no la escuchaba. Recogí las páginas de la carta y les di la vuelta, buscando el final.

—A partir de hoy llevaré luto —anunció la señora Mering—. Jane, sube y plancha mi alepín negro. Mesiel, cuando alguien te pregunte, debes decir que nuestra hija ha muerto.

Localicé el final de la carta. Tossie la había firmado: «Vuestra arrepentida hija, Tocelyn», y luego había garabateado Tocelyn y firmado con su apellido de casada.

—Escucha esto —le dije a Verity, y empecé a leer.

—«Por favor, decidle a Terence que sé que nunca me olvidará, pero que debe intentarlo; que no envidie nuestra felicidad, pues Baine y yo estábamos destinados el uno al otro».

—Si de verdad se ha marchado y se ha casado con esa persona —dijo Terence, viendo la luz por fin—, entonces he sido liberado de mi compromiso.

Yo lo ignoré.

—«Mi amadísimo William no cree en el destino —insistí—, dice que todos somos criaturas con libre albedrío. Cree que las esposas deben tener opiniones e ideas propias, pero ¿qué más puede haber sido eso sino el destino? Pues si Princesa Arjumand no hubiera desaparecido, nunca habríamos ido a Coventry».

—No —dijo Verity—. Por favor.

—Tienes que escuchar el resto —dije—. «Y si yo no hubiera visto la urna, nunca nos habríamos unido. Escribiré en cuanto nos hayamos instalado en América. Vuestra arrepentida hija —leí, recalcando cada palabra—, señora de William Patrick Callahan».