Comprendimos con horror y consternación intensos… que no se podía hacer nada más.
HOWARD, preboste de la catedral
En el laboratorio - Una llegada largamente retrasada - Una carta al director - En la torre - Averiguo mi localización espacio-temporal - En la catedral - Actúo sin pensar - Cigarros - Un dragón - Un desfile - En la comisaría - En un refugio - Pescando - Encuentro a Verity por fin - «¡Nuestra hermosa, hermosísima catedral!» - Una respuesta
Que fuera el 2057, no el 2018. Alcé la cabeza, y sí, lo era. Warder, inclinada sobre mí, me tendía una mano para ayudarme a levantarme. Cuando vio que era yo, se enderezó y se llevó las manos a las caderas.
—¿Qué está haciendo aquí? —demandó.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —dije, levantándome—. ¿Qué demonios haría en 1395? ¿Qué haría en Blackwell’s en 1933? Quiero saber dónde está Verity.
—Salga de la red —ordenó ella, regresando ya a la consola. Empezó a teclear. Los velos de la red empezaron a alzarse.
—Averigüe dónde está Verity —dije, siguiéndola—. Saltó ayer y algo fue mal. Ella…
Warder agitó una mano pidiendo silencio.
—Once de diciembre —dijo al oído de la consola—. Dos de la tarde.
—No lo comprende —insistí—. Verity está perdida. Algo le pasa a la red.
—Un momentito. —Contemplaba las pantallas—. Seis de la tarde. Diez de la noche. Carruthers está atrapado en Coventry y yo intento…
—Verity puede estar atrapada en una mazmorra. O en mitad de la batalla de Hastings. O en la jaula del león en el zoo. —Golpeé la consola—. ¡Busque dónde está!
—Un momentito —dijo ella—. Doce de diciembre. Dos de la madrugada. Seis de la madrugada…
—¡No! —exclamé, apartándole el oído de la consola—. ¡Ahora!
Ella se levantó, enfadada.
—Si hace algo que ponga en peligro esta recogida…
El señor Dunworthy y T. J. entraron, las cabezas juntas, escuchando preocupados por un portátil.
—… otra zona de deslizamiento aumentado —decía T. J.—. Mire, aquí está…
—Déme ese oído —me exigió Warder furiosa. Los dos hombres alzaron la cabeza.
—Ned. —El señor Dunworthy se me acercó rápidamente—. ¿Cómo fue Coventry?
—No fue.
Warder recuperó el oído y empezó a suministrarle horas.
—Ningún señor C, ninguna «experiencia que cambió mi vida». Verity trató de regresar para decírselo, pero no lo consiguió. Dígale a Warder que tiene que encontrarla.
—Estoy programando la acelerada —explicó Warder.
—No me importa lo que esté haciendo. Puede esperar. ¡Quiero que averigüe dónde está, ahora mismo!
—Dentro de un momento, Ned —dijo el señor Dunworthy tranquilamente. Me cogió por el brazo—. Tratamos de sacar a Carruthers.
—¡Carruthers puede esperar! ¡Saben dónde está, por el amor de Dios! ¡Verity podría estar en cualquier parte!
—Dime qué ha pasado —dijo él, todavía muy tranquilo.
—La red ha empezado a desmoronarse. Eso es lo que ha pasado. Verity saltó para decirle que fracasamos en Coventry y, justo después, Finch llegó y me dijo que ella no había vuelto al laboratorio. Así que traté de venir y decírselo, pero acabé en el año 2018, y luego en Blackwell’s en 1933, y luego en una…
—¿Has estado en este laboratorio en el 2018? —dijo el señor Dunworthy, mirando a T. J.—. Ahí es donde estaba la zona de deslizamiento. ¿Qué has visto, Ned?
—Y luego en el campanario de la catedral de Coventry en el 1395 —terminé.
—Error de destino —comentó T. J., preocupado.
—Dos de la tarde. Seis de la tarde —dijo Warder, los ojos fijos en la pantalla.
—La red se está desmoronando y Verity está ahí fuera, en alguna parte. Tienen que rastrearla y…
—Warder —dijo el señor Dunworthy—, detenga la acelerada. Necesitamos…
—Espere, tengo algo.
—Ahora —dijo el señor Dunworthy—. Quiero la localización de Verity Kindle.
—Un momenti…
Y Carruthers apareció en la red.
Llevaba la misma ropa que la última vez que lo vi: un mono del SAB y un casco no reglamentario, pero sin una mota de hollín.
—¡Bueno, ya era hora! —exclamó, quitándose el casco.
Warder corrió hacia la red, apartó los velos y le rodeó el cuello con los brazos.
—¡Estaba tan preocupada! —dijo—. ¿Te encuentras bien?
—Casi me arrestan por no tener carné de identidad —dijo Carruthers, un poquito sorprendido—. Y estuve así de cerca de volar hecho migas cuando estalló una bomba de efecto retardado, pero por lo demás estoy bien.
Se libró de los brazos de Warder.
—Pensaba que algo iba mal con la red y que me quedaría atrapado durante toda la guerra. ¿Dónde demonios se habían metido?
—Tratando de rescatarte —dijo Warder, sonriéndole—. También creíamos que algo iba mal con la red. Entonces se me ocurrió ejecutar una acelerada para ver si podíamos pasar, fuera cual fuese el bloqueo. —Enlazó el brazo en el suyo—. ¿Seguro que estás bien? ¿Puedo traerte algo?
—Puede traerme a Verity. ¡Ahora! —tercié—. Quiero que examine esos parámetros de inmediato.
Dunworthy asintió.
—¡Muy bien! —replicó Warder, y se dirigió en tromba a la consola.
—No ha tenido problemas para regresar, ¿no? —le preguntó T. J. a Carruthers.
—Aparte de que la maldita red no quiso abrirse durante tres semanas, no.
—Me refiero a si no fue a otro destino antes de regresar aquí.
Carruthers sacudió la cabeza.
—¿Y no tiene ninguna idea de por qué no se abría la red?
—No —respondió Carruthers—. Una bomba de efecto retardado estalló a un centenar de metros del punto de salto. Se me ocurrió que tal vez lo hubiera afectado.
Me acerqué a la consola.
—¿Hay algo?
—No —respondió Warder—. Y no se quede ahí. Me impide concentrarme.
Volví con Carruthers, que se había sentado ante el simulador de T. J. y se estaba quitando las botas.
—Hay una cosa buena en todo esto —dijo, sacándose un calcetín sucísimo—. Puedo asegurar definitivamente a lady Schrapnell que el tocón del pájaro del obispo no estaba entre los escombros. Removimos cada pulgada de la catedral y no estaba allí. El caso es que estaba en la catedral durante el bombardeo. La jefa del Comité Floral, esa horrible solterona llamada señorita Sharpe… ya conocen el tipo: pelo gris, nariz larga, dura como un clavo; ella lo vio a las cinco de esa tarde. Iba de regreso a casa tras una reunión del Comité de Esfuerzos para el Festival de Adviento y Envío de Paquetes a los Soldados, y advirtió que algunos de los crisantemos que contenía empezaban a marchitarse; se paró a quitarlos.
Yo escuchaba sólo a medias. Observaba a Warder, que golpeaba las teclas, miraba la pantalla, se inclinaba hacia atrás pensativa, golpeaba más teclas. «No tiene ni idea de dónde está Verity», pensé.
—¿Entonces cree que fue destruido durante el incendio? —preguntó Dunworthy.
—Sí, y todo el mundo también, excepto esa vieja arpía, la señorita Sharpe. Insiste en que fue robado.
—¿Durante el bombardeo? —preguntó Dunworthy.
—No. Dice que en cuanto sonaron las sirenas volvió y montó guardia, así que tuvo que ser robado entre las cinco y las ocho, y quien se lo llevó sabía que iba a haber un bombardeo esa noche.
La pantalla se llenó rápidamente de números. Warder se inclinó hacia delante tecleando a toda velocidad.
—¿Tiene los parámetros?
—Estoy en ello —dijo, irritada.
—Se le había metido en la cabeza y no paraba —continuó Carruthers, quitándose el otro calcetín y echándolo en su bota—. Interrogó a todos los que habían estado cerca de la catedral o dentro de ella durante el bombardeo, acusó al cuñado del sacristán, incluso escribió una carta al director del periódico local sobre el tema. Le dio la lata a todo el mundo. No tuve que hacer ningún trabajo de investigación. Ella lo hizo todo. Si alguien hubiera robado el tocón del pájaro del obispo, pueden estar seguros de que ella lo habría descubierto.
—Ya lo tengo —dijo Warder—. Verity está en Coventry.
—¿Coventry? —pregunté—. ¿En qué día?
—El catorce de noviembre de 1940.
—¿Dónde?
Ella tecleó y aparecieron las coordenadas.
—Eso es la catedral —dije—. ¿A qué hora?
Ella tecleó un poco más.
—A las ocho y cinco de la noche.
—El bombardeo. —Me encaminé hacia la red—. Envíeme.
—Si la red funciona mal… —dijo T. J. dudoso.
—Verity está allí. En mitad de una incursión aérea.
—Envíelo —ordenó el señor Dunworthy.
—Lo hemos intentado antes, ¿recuerdas? —dijo Carruthers—. Nadie pudo acercarse al lugar, incluido tú. ¿Qué te hace pensar…?
—Dame el mono y el casco.
Él miró al señor Dunworthy y luego empezó a desnudarse.
—¿Qué llevaba Verity? —le preguntó el señor Dunworthy.
Carruthers me tendió el mono y me lo puse encima de la chaqueta.
—Un vestido blanco de cuello alto. —Al decirlo me di cuenta de que había hecho una suposición errónea: su ropa no crearía una incongruencia en mitad de un bombardeo aéreo. Nadie repararía siquiera en ella. O si alguien lo hacía, supondría que iba en camisón.
—Tenga, llévese esto. —T. J., me tendió una gabardina.
—Quiero una intermitencia de cinco minutos —dije, cogiendo la gabardina y entrando en la red. Warder bajó el velo.
—Si llegas al campo de guisantes —dijo Carruthers—, el granero está al oeste.
La red empezó a titilar.
—Ten cuidado con los perros. Y la esposa del granjero…
Me encontré allá donde había empezado. Y en medio de una oscuridad total. La negrura significaba que era la noche siguiente, o cualquiera de un millar de noches, de cientos de miles de noches de la catedral desde la Edad Media. Y mientras tanto Verity en medio de un bombardeo. Todo cuanto podía hacer era mantenerme al margen y esperar que la maldita red se abriera.
—¡No! —Aplasté el puño contra la dura roca. El mundo explotó a mi alrededor.
Hubo una vaharada y luego un golpe. Las baterías antiaéreas empezaron a disparar al este. La oscuridad se volvió de un azul blancuzco y después de un estallido rojo olí el humo.
—¡Verity! —grité, y corrí por las escaleras hasta las campanas, acordándome esta vez de contar los peldaños. Había la suficiente luz anaranjada para ver y un leve olor a humo.
Llegué a la terraza de las campanas y grité hacia lo alto.
—¡Verity! ¿Estás ahí arriba?
Palomas, sin duda descendientes de la que yo había molestado seiscientos años antes, bajaron aleteando despavoridas por la torre hacia mi cara.
Verity no estaba allí arriba. Bajé las escaleras, corriendo, hasta el peldaño en el que había aparecido, y empecé a contar otra vez.
Treinta y uno. Treinta y dos.
—¡Verity! —grité por encima del zumbido de los aviones y el alarido de la sirena antiaérea que había empezado a sonar, tardía e innecesariamente.
Cincuenta y tres, cincuenta y cuatro, conté.
—¡Verity! ¿Dónde estás?
Llegué al último peldaño. Cincuenta y ocho. «Recuerda esto», me dije, y abrí la puerta de la torre y salí al porche oeste. El olor era más fuerte aquí, con un matiz rico y acre, como de humo de cigarro.
—¡Verity! —grité, empujando la pesada puerta interna de la torre. Y salí a la nave.
La iglesia estaba oscura excepto por la iluminación de la cruz y una luz rojiza en las ventanas de la primera planta. Traté de calcular qué hora era. La mayoría de las explosiones y sirenas parecían provenir del norte. Había un montón de humo cerca del órgano, pero ninguna llama salía de la capilla de los Marroquineros, que había sido alcanzada la primera. Así que no podían ser más de las ocho y media, y Verity no podía llevar aquí más de unos minutos.
—¡Verity! —llamé, y mi voz resonó en la iglesia oscura.
La capilla de los Merceros había sido alcanzada en la primera andanada de incendiarias. Recorrí el pasillo principal hacia el coro, deseando haberme traído una linterna.
Los antiaéreos pararon y luego empezaron otra vez con renovados esfuerzos; el zumbido de los aviones aumentó. Hubo un estruendo de bombas al este y las llamaradas iluminaron las ventanas. La mitad de ellas. Habían retirado los cristales de la otra mitad para salvaguardarlos y ésas estaban cubiertas con tablones o papel negro; pero tres de las ventanas del norte seguían intactas y las descargas verdosas hacían que iluminaran momentáneamente la iglesia con un enfermizo tono rojo y azul. No veía a Verity por ninguna parte. ¿Dónde se habría metido? Esperaba que se hubiera quedado cerca del punto de salto, pero tal vez el bombardeo la había asustado y se había refugiado en alguna parte. Pero ¿dónde?
El zumbido de los aviones se convirtió en un rugido furioso.
—¡Verity! —grité por encima del estruendo. Hubo un castañeteo sobre el tejado, como si cayera granizo y luego un golpeteo y gritos apagados.
Los bomberos que apagaban las incendiarias en el tejado. ¿Los había oído Verity y se había escondido en alguna parte para que no la vieran?
Hubo un estrépito en lo alto y luego un chisporroteo. Miré hacia arriba y fue buena cosa que lo hiciera, porque me libré por los pelos de ser alcanzado por una incendiaria.
Cayó sobre uno de los bancos, siseando y escupiendo chispas ardientes sobre el banco de madera. Cogí un himnario del banco siguiente y derribé la incendiaria al suelo. La bomba rodó por el pasillo y se detuvo contra el borde de otro banco.
La aparté de una patada, pero la madera humeaba ya. La incendiaria escupía y chisporroteaba retorciéndose como un ser vivo. Golpeó el reclinatorio y empezó a arder con una llama al rojo blanco.
«Un extintor», pensé, y miré alrededor desesperadamente pero debían de habérselos llevado todos al tejado. Había un cubo colgado junto a la puerta sur. Corrí a cogerlo, esperando que contuviera arena. Así era.
Corrí otra vez por la nave y vacié el cubo sobre la incendiaria y el reclinatorio y me aparté, esperando a que se moviera.
No lo hizo. La empujé con el pie al centro del pasillo y comprobé que el fuego del reclinatorio se hubiera apagado. El cubo de arena que le había echado encima había rodado bajo uno de los bancos. Para que el sacristán lo encontrara al día siguiente y se echara a llorar.
Me quedé allí mirándolo, pensando en lo que acababa de hacer. Había actuado sin pensar, como Verity cuando se lanzó al agua por la gata. Pero no había ninguna posibilidad de cambiar el curso de la historia: la Luftwaffe estaba corrigiendo ya cualquier posible incongruencia.
Miré hacia la capilla de los Merceros. Las llamas ya lamían el techo de madera tallada y ningún cubo de arena iba a poder apagarlas. Al cabo de dos horas la catedral entera estaría ardiendo.
Hubo un golpe sordo cuando algo aterrizó cerca de la capilla de los Marroquineros, iluminándola por un instante. En los segundos transcurridos antes de que la luz muriera vi la cruz de madera del siglo quince con la talla de un niño arrodillado delante. Al cabo de media hora, el preboste Howard la vería, tras una cortina de llamas, y toda la zona este de la iglesia estaría ardiendo.
—¡Verity! —grité, y mi voz resonó en la iglesia a oscuras—. ¡Verity!
—¡Ned!
Me di la vuelta.
—¡Verity! —grité, y volví corriendo por el pasillo principal. Me detuve en el fondo de la nave—. ¡Verity! —Volví a gritar, y me quedé quieto, escuchando.
—¡Ned!
Fuera de la iglesia. La puerta sur. Corrí entre los bancos, tropezando con los reclinatorios, y crucé hasta la puerta sur.
Había un puñado de gente congregada fuera, mirando ansiosamente el tejado. Dos jóvenes de aspecto duro, con las manos en los bolsillos y apoyados descuidadamente contra una farola de la esquina, discutían sobre un fuego al oeste.
—¿Qué es ese olor a cigarros? —preguntaba el más alto, tan tranquilamente como si estuvieran discutiendo sobre el tiempo.
—El estanco de la esquina de Broadgate —dijo el más bajo—. Tendríamos que ir y hacernos con algunos cigarritos antes de que se queme todo.
—¿Ha visto a una muchacha salir de la catedral? —le pregunté a la persona más cercana, una mujer de edad mediana con un pañuelo.
—No va a extenderse, ¿verdad? —me preguntó ella.
«Sí», pensé.
—Los bomberos están allí —respondí—. ¿Ha visto a una chica salir corriendo de la iglesia?
—No —dijo ella, y siguió mirando el tejado.
Corrí por Bayley Lane y luego retrocedí por un lado de la iglesia, pero no había ni rastro de ella. Debía de haber salido por alguna de las otras puertas. No por la sacristía. Los hombres del retén de bomberos entraban y salían por allí. La puerta oeste.
Corrí hacia ella. Había un puñado de gente acurrucada en el porche: una mujer con tres niñas pequeñas, una anciana envuelta en una manta, una muchacha con uniforme de criada. Una mujer de pelo gris con la nariz grande y una banda en el brazo con las siglas WAS estaba delante de las puertas, cruzada de brazos.
—¿Ha visto salir a una chica de la iglesia en los últimos minutos? —le pregunté.
—No se permite entrar a nadie en la iglesia excepto a los miembros del retén de bomberos —dijo acusadora, y su voz me recordó la de alguien, pero no tuve tiempo de ponerme a pensar quién.
—Pelirroja —dije—. Lleva un… un camisón blanco largo.
—¿Un camisón? —desaprobó ella.
Un miembro del SAB, grueso y bajo, se asomó.
—Tengo órdenes de despejar esta zona —dijo—. Los bomberos necesitan libres todos los accesos a la catedral. Muévanse.
La mujer de las niñas cogió en brazos a la más pequeña y salió del porche. La anciana la siguió.
—Venga —le dijo el guardia a la criada, que parecía paralizada de miedo—. Usted también, señorita Sharpe —indicó a la mujer del pelo gris.
—No tengo intención de ir a ninguna parte —dijo ella, cruzándose de brazos desafiante—. Soy la vicepresidenta de la Cofradía de Camareras del Altar de la Catedral y la jefa del Comité Floral.
—No importa quién sea —dijo el guardia—. Tengo órdenes de despejar estas puertas para los bomberos. Ya he despejado la puerta sur, y ahora es su turno.
—Guardia, ¿ha visto a una joven pelirroja? —interrumpí.
—Me han encomendado que proteja esta puerta contra los saqueadores —dijo la mujer, empinándose—. Estoy aquí desde que ha empezado el bombardeo y pretendo quedarme toda la noche, si es necesario, para proteger la catedral.
—Y yo pretendo despejar esta puerta —respondió el guardia, empinándose también.
Yo no tenía tiempo para aquello. Me interpuse entre ambos.
—Estoy buscando a una joven desaparecida —dije, empinándome—. Pelirroja. Camisón blanco.
—Pregunte en la comisaría de policía —dijo el guardia. Señaló el camino por el que yo había venido—. La calle de St. Mary abajo.
Me marché corriendo, preguntándome quién ganaría. Seguro que la jefa del Comité Floral. ¿A quién me recordaba? ¿A Mary Botoner? ¿A lady Schrapnell? ¿A una de las damas cubiertas de pieles de Blackwell’s?
El guardia no había hecho un buen trabajo despejando la puerta sur. El mismo grupito de personas seguía allí, y los dos jóvenes continuaban apoyados en la farola. Corrí por el lado sur de la catedral hacia Bayley Lane y me topé con la procesión.
Yo había leído lo que el sargento de policía había descrito como «solemne procesión» de cuando los bomberos rescataron los tesoros que pudieron y los llevaron a la comisaría para salvaguardarlos. Me lo había imaginado así: un decoroso desfile, con el preboste Howard a la cabeza llevando los colores del Regimiento de Warwickshire, y luego los demás con los candelabros y el cáliz y el sagrario a paso medido, y el crucifijo de madera al final. Al principio no lo reconocí.
Porque no era una procesión, era una tromba, una estampida, la Vieja Guardia de Napoleón salvando frenéticamente lo que podía de Waterloo. Recorrían la calle a la carrera: el canónigo con un candelabro bajo cada brazo y un puñado de vestimentas; un adolescente con el cáliz y un extintor corriendo por su vida; el preboste con la bandera, que enarbolaba como una lanza, casi tropezando con el trapo.
Me detuve a verlos como si fueran un desfile, y eso acabó con una de las posibilidades que Verity había propuesto. Nadie llevaba el tocón del pájaro del obispo.
Entraron corriendo en la comisaría de policía. Debieron soltar sus tesoros sin mucha ceremonia en la primera superficie libre que encontraron, porque tardaron menos de un minuto en salir y regresar a la puerta de la sacristía.
Un hombre calvo con un mono azul los recibió a la mitad de las escaleras, sacudiendo la cabeza.
—No hay nada que hacer. Hay demasiado humo.
—Tengo que coger el Evangelio y las Epístolas —dijo el preboste Howard, y lo empujó y atravesó la puerta.
—¿Dónde demonios están los bomberos? —preguntó el adolescente.
—¿Los bomberos? —Se desesperó el canónigo, mirando al cielo—. ¿Dónde demonios está la puñetera RAF?
El adolescente corrió de regreso por la calle Bayley hasta la comisaría para decirles que volvieran a llamar a los bomberos, y yo le seguí.
Los tesoros rescatados estaban colocados en una patética fila sobre la mesa del sargento, la bandera del regimiento apoyada contra la pared de detrás.
—Bueno, pues inténtelo otra vez —le decía el muchacho al sargento—. Todo el tejado está en llamas.
Observé los tesoros. Los candelabros, el crucifijo de madera. Había además un pequeño montón de libros de oraciones manoseados que no constaba en la lista, y un grupito de sobres de ofrendas y un sobrepelliz de monaguillo. Me pregunté cuántos otros artículos rescatados había dejado fuera de su lista el preboste Howard. Pero el tocón del pájaro del obispo no estaba allí.
El muchacho salió corriendo. El sargento cogió el teléfono.
—¿Ha visto a una mujer pelirroja? —le pregunté antes de que pudiera llamar a los bomberos.
Él sacudió la cabeza, manteniendo la mano sobre el receptor.
—Lo más probable es que esté en uno de los refugios.
Un refugio. Naturalmente. El lugar ideal para quedarse durante un bombardeo. Ella habría tenido el suficiente sentido común para no permanecer fuera.
—¿Dónde está el más cercano?
—Baje por la calle Little Park —dijo él, cogiendo el teléfono—. Siga por Bayley y gire a la izquierda.
Le di las gracias con un movimiento de cabeza y me puse en marcha. Los incendios se acercaban. Todo el cielo era de un naranja ahumado, y había llamas amarillas delante de Trinity Church. Los reflectores picoteaban el cielo, que se volvía más brillante por momentos. También hacía más frío, cosa que parecía imposible. Me soplé las manos heladas mientras corría.
No encontré el refugio. En mitad de la manzana, una casa había recibido un impacto directo y se había convertido en una montaña de escombros humeantes; junto a ella ardía una frutería. Todo el resto de la calle estaba silencioso y oscuro.
—¡Verity! —grité, temeroso de oír una respuesta de entre los escombros, y recorrí la calle buscando con atención el anuncio de un refugio en alguno de los edificios. Lo encontré, tirado en medio de la calle. Miré alrededor, tratando de decidir de qué dirección podría haberlo traído el impacto—. ¡Hola! —grité puerta tras puerta—. ¿Hay alguien ahí?
Finalmente lo encontré, casi al fondo de la calle, prácticamente junto a la catedral, en un semisótano que no ofrecía ninguna protección de nada, ni siquiera del frío.
Era una habitación pequeña y sucia, sin mueble alguno. Posiblemente dos docenas de personas, algunas en bata, estaban sentadas en el suelo contra las paredes reforzadas con sacos de arena. Una lámpara que colgaba de una viga se agitaba violentamente cada vez que caía una bomba; debajo, un niño pequeño con protectores en las orejas y en pijama jugaba a las cartas con su madre.
Escruté la oscuridad, buscando a Verity, aunque era evidente que no estaba allí. ¿Dónde estaba?
—¿Ha visto alguien a una muchacha con un camisón blanco? Es pelirroja.
Permanecieron sentados como si no me hubieran oído, mirando aturdidos hacia delante.
—¿Tienes algún seis? —dijo el niño pequeño.
—Sí —respondió la madre, tendiéndole una carta.
Las campanas de la catedral empezaron a sonar, resonando por encima del firme clamor de las baterías antiaéreas y el silbido y el estruendo de las bombas explosivas. Las nueve.
Todo el mundo alzó la cabeza ante el sonido.
—Son las campanas de la catedral —dijo el niño pequeño, mirando al techo—. ¿Tienes alguna reina?
—No —contestó su madre, mirando su mano y luego al techo—. Coge otra. Así es como se sabe si la catedral está a salvo si se oyen las campanas.
Tenía que salir de allí. Subí los escalones y volví a la calle. Las campanas sonaban con fuerza, dando la hora. Lo harían toda la noche, marcando las horas, tranquilizando a la gente de Coventry mientras los aviones zumbaban en el cielo y la catedral ardía hasta consumirse.
El puñado de gente congregado ante la puerta sur había cruzado la calle para ver mejor las llamas que surgían del tejado de la catedral. Los dos jóvenes seguían en la farola. Corrí hacia ellos.
—No servirá de nada —dijo el alto—. Ahora nunca lo apagarán.
—Estoy buscando a una joven, una muchacha…
—¿No lo hacemos todos? —dijo el bajo, y los dos se echaron a reír.
—Es pelirroja —insistí—. Lleva un camisón blanco.
Esto, naturalmente, provocó una risotada.
—Creo que está en uno de los refugios de por aquí, pero no sé dónde están.
—Hay uno Little Park abajo —dijo el alto.
—Ya he estado en ése. No está allí.
Los dos parecieron pensativos.
—Hay uno camino de la calle Gosford pero nunca llegará hasta allí —dijo el bajo—. Una mina de tierra estalló y bloqueó la carretera.
—Podría estar en la cripta —dijo el alto, y al ver mi expresión añadió—: La cripta de la catedral. Hay un refugio allí abajo.
La cripta. Por supuesto. Varias docenas de personas se habían refugiado allí la noche del bombardeo. Permanecieron dentro hasta las once, mientras la catedral ardía sobre sus cabezas, y luego fueron conducidas hasta la salida.
Me abrí paso entre los mirones hasta la puerta sur y subí los escalones.
—¡No puede entrar ahí! —gritó la mujer del pañuelo.
—Patrulla de rescate —grité a mi vez, y entré.
El extremo oeste de la iglesia seguía oscuro, pero había luz más que suficiente en el santuario y la cancela. Las sacristías ardían, así como la capilla de los Marroquineros y, arriba, la tribuna sacaba humo de color bronce. En la capilla de los Sombrereros las llamas lamían el Cristo con la oveja perdida en brazos. Páginas ardientes de la orden de servicio revoloteaban por la nave, esparciendo cenizas.
Traté de recordar el trazado por los planos de lady Schrapnell. La cripta se encontraba bajo la capilla de San Lorenzo, en el pasillo norte, justo al oeste de la capilla de los Pañeros.
Recorrí la nave esquivando las amenazantes órdenes de servicio y tratando de recordar dónde estaban los escalones. A la izquierda del atril.
Muy por delante, en el coro, atisbé un destello de algo que se movía.
—¡Verity! —grité, y corrí por la nave.
La figura se dirigió al santuario a través del coro. Capté un destello de blanco entre los bancos.
Las incendiarias resonaban en el tejado y alcé la mirada; luego me volví hacia el coro. La figura, si era una figura, había desaparecido. Por encima de la entrada a la capilla de los Pañeros, una orden de servicio, pillada en la corriente de aire, bailaba y revoloteaba.
—¡Ned!
Me di la vuelta. La débil voz de Verity parecía provenir de detrás de mí y de muy lejos, pero ¿era un efecto del aire recalentado de la iglesia? Corrí por el coro. No había nadie allí ni en el santuario. La orden de servicio se retorció en la corriente de aire de la capilla de los Pañeros y luego, ardiendo, cayó sobre el altar.
—¡Ned! —gritó Verity, y esta vez no tuve duda. Estaba fuera de la iglesia. Por la puerta sur.
Eché a correr gritando su nombre, dejando atrás a los curiosos que miraban el tejado y a la pareja apoyada en la farola.
—¡Verity!
La vi casi de inmediato. Estaba a medio camino de la calle Little Park, charlando con el grueso guardia del SAB; la falda de su vestido largo blanco ondeaba tras ella.
—¡Verity! —llamé, pero el estruendo era demasiado grande.
—No, no comprende usted —le gritaba ella al guardia—. No quiero un refugio público. Estoy buscando a un joven con bigote…
—Señorita, mis órdenes son despejar esta zona de civiles…
—¡Verity! —grité, prácticamente en su oído. La agarré por el brazo.
Ella se volvió.
—¡Ned! —dijo, y se arrojó en mis brazos—. Te he estado buscando.
—Yo también.
—No tienen nada que hacer aquí —nos reprendió el guardia. Hubo un silbido y un largo chillido durante el cual no oí lo que decía—. Esta zona es sólo para servicios oficiales. Los civiles no pueden estar… —Se detuvo. Hubo un súbito estallido ensordecedor y el guardia desapareció en una lluvia de polvo y ladrillos.
—¡Eh! —grité—. ¡Guardia! ¡Guardia!
—¡Oh, no! —Verity agitó las manos como si tratara de dispersar el polvo—. ¿Dónde está?
—Aquí abajo —señalé, excavando frenéticamente entre los ladrillos.
—No puedo encontrarlo —dijo Verity, apartando ladrillos—. ¡No, espera, aquí está su mano! ¡Y su brazo!
El guardia apartó el brazo violentamente y se levantó, limpiándose de polvo el mono.
—¿Se encuentra bien? —preguntamos los dos al unísono.
—Claro que estoy bien —tosió él—. ¡Y no gracias a ustedes! ¡Civiles! No saben lo que hacen. Podrían haber matado a alguien lanzando ladrillos de esa forma. Interferir en las actuaciones oficiales del SAB es una infracción punible con…
Los aviones volvieron a zumbar en las alturas. Alcé la cabeza. El cielo se iluminó con bruscos destellos y hubo otro alarido más cercano.
—Será mejor que salgamos de aquí —empujé a Verity hacia una escalera que conducía a un sótano y al estrecho refugio de un portal.
—¿Estás bien? —pregunté, mirándola. Tenía el pelo caído hacia un lado y el traje roto manchado de hollín. También tenía hollín en la cara y una mancha de sangre en la mano izquierda—. ¿Estás herida?
—No. Me he golpeado con uno de los arcos de la iglesia. Estaba oscuro, y no veía por dónde iba. —Estaba tiritando—. ¿Cómo p-puede hacer tanto f-frío cuando t-toda la ciudad está ardiendo?
—Toma. Ponte esto. —Me quité la gabardina y se la eché sobre los hombros—. Cortesía de T. J., parece.
—Gracias —dijo ella, temblando.
Hubo otro estallido y quedamos cubiertos de tierra. La empujé hacia el interior del portal y la abracé.
—Esperaremos a que esto amaine un poco, y luego volveremos a la catedral y regresaremos a un clima más cálido —dije, tratando de hacerla sonreír—. Tenemos un diario por robar y hay que encontrarle marido a Tossie. Supongo que no habrá nadie por aquí dispuesto a cambiar todo esto —agité la mano hacia el cielo iluminado por el fuego— por hablar como un tontito y Princesa Arjumand, ¿no? No, supongo que no.
El efecto no fue el que yo pretendía.
—Oh, Ned —dijo Verity, y se echó a llorar.
—¿Qué pasa? Sé que no debería hacer chistes en medio de un bombardeo. Yo…
Ella sacudió la cabeza.
—No es eso. Oh, Ned, no podemos volver a Muchings End. Estamos atrapados aquí. —Hundió la cara en mi pecho.
—¿Como Carruthers, quieres decir? Lo sacaron. También nos sacarán a nosotros.
—No, no lo comprendes —dijo, mirándome sollozante—. No podemos llegar al punto de salto. El incendio…
—¿A qué te refieres? La torre no ardió. Eso y la aguja fueron las únicas cosas que se salvaron. Ya sé que el dragón del Comité Floral monta guardia en la puerta oeste, pero podemos llegar desde la otra…
—¿La torre? —dijo ella, desconcertada—. ¿Qué quieres decir?
—¿No has aparecido en la torre?
—No. En el santuario. He permanecido allí durante una hora, esperando que volviera a abrirse, y entonces han empezado los incendios y he tenido miedo de que los bomberos me pillaran, así que he salido a buscarte…
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Sabía que vendrías en cuanto descubrieras dónde estaba —dijo ella, tan tranquila.
—Pero… —dije, y decidí no contarle que habíamos intentado llegar allí durante dos semanas y no habíamos podido acercarnos siquiera.
—… y cuando he vuelto a la iglesia el santuario estaba ardiendo. Y la red no se abre si hay fuego.
—Tienes razón —dije—, pero tanto da. Yo he llegado a la torre, que sólo se chamuscó un poco. Tenemos que atravesar la nave para llegar hasta allí, así que será mejor que nos movamos.
—Un momentito. —Se puso la gabardina y luego le quitó el cinturón y lo utilizó para sujetarse la falda larga a la altura de las rodillas—. ¿Pasaré ahora por ser de 1940? —dijo, abrochándose la gabardina.
—Estás maravillosa.
Subimos las escaleras y regresamos a la catedral. La zona este del tejado ardía. Y los bomberos habían llegado por fin. Un camión estaba aparcado en la esquina y tuvimos que pasar por encima de una maraña de mangueras y saltar charcos iluminados de naranja para llegar a la puerta sur.
—¿Dónde están los bomberos? —preguntó Verity cuando llegamos al grupito de gente congregada allí.
—No hay agua —respondió un niño de unos diez años, vestido con un jersey finito—. Los krauts han alcanzado los depósitos.
—Han ido a Priory Row a buscar otra boca de riego.
—No hay agua —murmuró Verity.
Miramos hacia la catedral. Buena parte del techo se consumía lanzando chispas cerca del ábside y salían llamas de las ventanas destrozadas.
—Nuestra hermosa, hermosísima catedral —dijo un hombre que teníamos detrás.
El niño me tiró del brazo.
—No se va a perder, ¿verdad?
Iba a perderse. A las diez y media, cuando finalmente encontraran una boca de riego que funcionara, el tejado estaría completamente quemado. Los bomberos intentarían enfocar con la manguera el santuario y la capilla de las Damas, pero el agua se acabaría casi de inmediato, y después sólo sería cuestión de tiempo que el tejado se consumiera y las vigas de hierro que J. O. Scott había colocado para reducir la tensión en los arcos empezaran a doblarse y a fundirse con el calor, arrastrando los arcos del siglo quince y el tejado que se desplomarían sobre el altar y los misereres tallados y el órgano de Handel y la cruz de madera con el niño arrodillado a sus pies.
Nuestra hermosa, hermosísima catedral. Yo siempre la había catalogado en la misma categoría que el tocón del pájaro del obispo, como una irritante antigualla, y sin duda había catedrales más hermosas. Pero allí y entonces al verla arder, comprendí lo que había significado para el preboste Howard construir la nueva catedral, por fea y modernista que fuera. Lo que había significado para Lizzie Bittner no venderla por cuatro perras. Y comprendí por qué lady Schrapnell había estado dispuesta a luchar contra la Iglesia anglicana y la Facultad de Historia y el Ayuntamiento de Coventry y el resto del mundo por volver a construirla.
Miré a Verity. Las lágrimas le corrían silenciosamente por el rostro. La rodeé con mis brazos.
—¿No hay nada que podamos hacer? —dijo, sin ninguna esperanza.
—La volveremos a construir. Como si fuera nueva.
De momento teníamos que regresar al interior y llegar a la torre. Pero ¿cómo?
La multitud no nos dejaría entrar nunca en la iglesia en llamas, no importaba qué pretexto se me ocurriera, y la puerta oeste estaba protegida por un dragón. Y cuanto más esperáramos, más peligroso sería cruzar la nave hasta la puerta de la torre.
Hubo un sonido metálico por encima del estruendo de los antiaéreos.
—¡Otra brigada de bomberos! —gritó alguien y a pesar de que no había agua, todo el mundo, incluso los dos tipos que estaban apoyados en la farola, corrieron hacia el extremo este de la iglesia.
—Ésta es nuestra oportunidad —dije—. No podemos esperar más. ¿Preparada?
Ella asintió.
—Espera —dije, y rasgué dos tiras largas del borde ya desgarrado de su vestido.
Me detuve y las empapé en el charco dejado por una de las mangueras. El agua estaba helada. Las escurrí.
—Póntela sobre la nariz y la boca —dije, tendiéndole una—. Cuando lleguemos al interior, quiero que te dirijas al fondo de la nave y luego te pegues a la pared. Si nos separamos, la puerta de la torre está justo dentro de la puerta oeste, a tu izquierda.
—¿Si nos separamos? —dijo ella, atándose la máscara.
—Enróllate esto en la mano derecha —ordené—. Los pomos de la puerta estarán calientes. El punto de salto está cincuenta y ocho escalones hacia arriba, sin contar el suelo de la torre.
Me envolví la mano en la tira restante.
—Pase lo que pase, sigue adelante. ¿Preparada?
Ella asintió, mirando con espanto por encima de la máscara.
—Ponte detrás de mí —dije. Abrí con cautela la hoja derecha de la puerta. Ninguna llama brotó de allí, sólo una vaharada de humo color bronce. Me aparté y luego eché un vistazo al interior.
Las cosas no estaban tan mal como me temía. La parte este de la iglesia estaba oscurecida por el humo y las llamas, pero el humo seguía siendo lo suficientemente escaso para ver, y parecía que aquella parte del tejado aguantaba todavía. Las ventanas, a excepción de la de la capilla de los Herreros, habían volado, y el suelo estaba cubierto de trozos de cristal azul y rojo.
—Cuidado con los cristales —empujé a Verity ante mí—. ¡Inspira profundamente y adelante! Estoy detrás de ti —dije, y abrí la puerta del todo.
Echó a correr, conmigo pisándole los talones y esquivando el calor. Llegó a la puerta y la abrió.
—¡La puerta de la torre está a tu izquierda! —grité, aunque posiblemente no me oía debido al furioso clamor del fuego.
Ella se detuvo y mantuvo la puerta abierta.
—¡Sube! —grité—. ¡No me esperes!
Empecé a recorrer los últimos metros.
—¡Sube!
Hubo un rumor y me volví. Miré hacia el santuario, pensando que uno de los arcos se desplomaba. Hubo un rugido ensordecedor y la ventana de la capilla de los Herreros estalló en un estrépito de fragmentos chispeantes.
Me agaché, cubriéndome la cara con el brazo, pensando en el mismo momento en que caía de rodillas que era una bomba explosiva. Pero eso era imposible. La catedral no recibió ningún impacto directo.
Lo parecía. El estallido sacudió la catedral y la llenó de una cegadora luz blanca.
Me incorporé, tambaleándome; luego me detuve y miré al otro lado de la nave. La fuerza del impacto había despejado momentáneamente la catedral de humo y, con la luz blanca, pude verlo todo: la estatua sobre el púlpito envuelta en llamas, la mano alzada como la de un hombre ahogado; los bancos de la capilla de los Niños, sus insustituibles misereres ardiendo con una extraña luz amarilla; el altar de la capilla de los Sombrereros. Y la reja de la capilla de los Herreros.
—¡Ned!
Me dirigí hacia allí. Sólo di unos cuantos pasos. La catedral se estremeció y una viga ardiente cayó delante de la capilla de los Herreros, sobre los bancos.
—¡Ned! —chilló Verity desesperada—. ¡Ned!
Otra viga, sin duda reforzada de acero por J. O. Scott, se desplomó sobre la primera levantando una negra vaharada de humo que cubrió toda la zona norte de la iglesia.
No importaba. Ya había visto suficiente.
Corrí y atravesé la puerta de la torre y empecé a subir las escaleras iluminadas por el fuego, preguntándome qué demonios iba a decirle a lady Schrapnell. En aquel instante, iluminado por la bomba, lo había visto todo: las placas en las paredes, el águila pulida del atril, las columnas ennegrecidas. Y en el pasillo norte, delante de la reja, el florero de acero forjado, vacío.
Lo habían quitado para salvarlo, después de todo. O lo habían donado como chatarra. O lo habían vendido en un rastrillo.
—¡Ned! —gritó Verity—. ¡Deprisa! ¡La red se está abriendo!
Lady Schrapnell estaba equivocada. El tocón del pájaro del obispo no estaba allí.