—¿Sabes remar? —preguntó la oveja, tendiéndole un par de agujas de coser mientras hablaba.
—Sí, un poquito… pero no en tierra, y no con agujas —empezó a decir Alicia. De repente las agujas se convirtieron en remos en sus manos, y descubrió que estaban en un pequeño bote deslizándose entre las orillas. Así que no tuvo más remedio que poner todo su empeño.
LEWIS CARROLL
Llegada - En el laboratorio - Trato de averiguar mi situación espacio-temporal - Me escondo - Zuleika Dobson - A la escucha - Tesoros de diversas catedrales - En una librería - La atemporalidad de la ropa masculina - La atemporalidad de los libros - Más escuchas - Estropeando los finales de las novelas de misterio - En una mazmorra - Murciélagos - Trato de usar las pequeñas células grises - Me quedo dormido - Otra conversación más con un obrero - Origen de una leyenda de fantasmas en la catedral de Coventry - Llegada
Dondequiera que estuviese, no era el laboratorio. La habitación se parecía a una de las antiguas salas de conferencias de Balliol. Había una pizarra en una pared y, encima, la guía de un anticuado mapa desplegable, y en la puerta un montón de carteles pegados.
Pero obviamente se estaba utilizando como laboratorio. Sobre una mesa larga de metal había una fila de primitivos ordenadores y monitores digitales, todos enlazados por medio de cables grises, amarillos y naranja, y un puñado de adaptadores.
Me volví hacia la red que acababa de atravesar. No era más que un círculo de tiza, con una gran cruz marcada en el centro. Detrás, y unidos a ella por una maraña de cables e hilos de cobre de aspecto aún más peligroso, había un aterrador conjunto de condensadores, cajas de metal llenas de diales y pomos, metros de tubería de PVC, gruesos cables, enchufes y resistencias, todo unido con cinta aislante ancha. Tenía que ser el mecanismo de la red, aunque no me veía tratando de cruzar la calle con semejante artilugio y mucho menos retrocediendo en el tiempo.
Me asaltó una idea horrible. ¿Y si aquello era el laboratorio después de todo? ¿Y si la incongruencia había alterado algo más que el matrimonio de Maud y Terence y el bombardeo de Berlín?
Me dirigí hacia la puerta, deseando con todas mis fuerzas que las notas no fueran del 2057. Y que no estuvieran en alemán.
No lo estaban. La de arriba decía: «Prohibido aparcar en el Broad, Parks Road, y en el aparcamiento de Naffield College. Se avisará a la grúa». Me pareció fascista, pero las autoridades de tráfico siempre parecían fascistas. Y no había ninguna esvástica en la nota, ni en el calendario de trenes de encima. Una nota grande rosa decía: «La matrícula del tercer trimestre ha finalizado ya. Si no han pagado, por favor pasen por Administración inmediatamente».
E, inevitablemente, debajo: «Rastrillo de los Huérfanos de la Pandemia y St. Michael en la Feria de Caridad de North Gate. 15 de mayo, de 10 de la mañana a 4 de la tarde. Ofertas. Elefantes blancos. Tesoros».
Bueno, definitivamente no era la Inglaterra nazi. Y la Pandemia había tenido lugar también.
Examiné las notas. Ninguna ponía el año ni fecha alguna aparte del inminente rastrillo de St. Michael en North Gate, pero ni siquiera eso era seguro. Había visto carteles con más de un año de antigüedad en el tablón de anuncios de Balliol.
Me acerqué a las ventanas, quité la cinta de una esquina y aparté el papel. Contemplé el patio frontal de Balliol en un hermoso día de primavera. Las lilas de la capilla estaban en flor y en el centro del patio una gran haya extendía sus hojas.
Ahora había un castaño en el centro del patio. Tenía por lo menos treinta años. Me encontraba antes del 2020, entonces, pero después de la Pandemia. El horario de trenes me daba a entender que antes de que el Metro hubiera llegado a Oxford y después de la invención de los viajes temporales. Entre el 2013 y el 2020, por tanto.
Volví a los ordenadores. El monitor central parpadeaba, «Pulse reinicio».
Lo hice, y los velos descendieron sobre la red de golpe. No eran transparentes, sino de sucio terciopelo rojo oscuro; parecían sacados de un teatro de aficionados.
«¿Destino?», parpadeaba ahora la pantalla. Yo no tenía ni idea de qué sistema de coordenadas usaban en los años veinte. El señor Dunworthy me había contado historias sobre los viajes espaciales casi a ciegas que habían realizado en los primeros días, sin las coordenadas Pulshaski, sin salvaguardas o comprobaciones de perímetros o idea de adonde iban o de si regresarían. Los viejos tiempos.
Pero al menos el ordenador funcionaba en inglés y no en un código primitivo. «¿Situación actual?», tecleé.
La pantalla se puso en blanco y empezó a pitar.
«Error».
Pensé un instante y tecleé: «Pantalla de ayuda».
La pantalla se puso en blanco y así se quedó. Maravilloso.
Empecé a pulsar las teclas de función. La pantalla parpadeó.
«¿Destino?».
Algo sonó en la puerta. Busqué frenéticamente alrededor algún lugar donde esconderme. No había ninguno excepto la red, que no era un buen sitio. Me lancé tras las cortinas de terciopelo rojo y las corrí.
Fuera quien fuese, que estaba en la puerta, tenía dificultades para entrar. Oí un montón de sacudidas y meneo de llaves antes de que la puerta se abriera.
Me retiré hasta el centro de la red y me quedé muy quieto. Oí el sonido de la puerta al cerrarse, luego silencio.
Permanecí allí, escuchando. Nada. ¿Había cambiado de opinión y había vuelto a salir? Di un cuidadoso paso hacia el borde y separé las cortinas un milímetro. Una joven preciosa estaba de pie junto a la puerta, mordiéndose los labios y mirándome directamente.
Combatí el impulso de dar un salto atrás. No me había visto. Tampoco estaba seguro de que estuviera viendo la red. Parecía perdida en alguna visión interna.
Llevaba un vestido blanco hasta las pantorrillas que podría haber sido de cualquier década desde 1930 en adelante, y el pelo rojo largo recogido en la cola de caballo típica del Milenio. Pero eso no significaba nada necesariamente. Los historiadores de los cincuenta la llevaban también, así como trenzas y redecillas y cintitas: cualquier cosa para que el pelo largo que necesitaban para los saltos no les molestase.
La muchacha parecía más joven que Tossie, pero probablemente no lo era. Llevaba un anillo de casada. Me recordó vagamente a alguien. No a Verity, aunque su expresión decidida me la recordó. Y tampoco a lady Schrapnell ni a ninguna de sus antepasadas. ¿Alguien a quien había conocido en alguno de mis rastrillos?
La miré con atención, tratando de recordar. El color del pelo era la clave. ¿Debería haber sido más claro? ¿Rubio rojizo, tal vez?
Se quedó allí durante un minuto largo con la misma expresión que tenía Verity (asustada, furiosa, decidida), y luego se acercó rápidamente a los ordenadores, saliendo de mi campo de visión.
Otra vez silencio. Escuché el chasquido de las teclas y esperé que no estuviera preparando un salto, tecleando indicaciones para que se alzara el velo.
No veía nada desde aquel ángulo. Me acerqué con cuidado al siguiente hueco en la cortina y me asomé. Ella estaba de pie delante de los ordenadores, contemplándolos o, más bien, mirándolos sin ver, con la misma expresión de determinación.
Y algo más que yo nunca había visto en el rostro de Verity, ni siquiera cuando Terence nos dijo que Tossie y él estaban prometidos: una sombra de temeraria desesperación.
Se oyó un ruido en la puerta. La mujer se volvió e inmediatamente se dirigió hacia ella. Y salió de mi campo de visión otra vez. La persona de la puerta obviamente tenía una llave. Cuando regresé a mi primer punto de observación un hombre estaba de pie en el umbral, mirándola.
Vestía vaqueros, un jersey raído y gafas. Su pelo era castaño claro y llevaba el corte largo e indeterminado que los historiadores adoptan porque se adapta al estilo de casi cualquier época. También me resultaba familiar, aunque probablemente era sólo por la expresión de su cara, que podía haber visto en cualquier parte. Y bien que debería: era la expresión que yo ponía cada vez que miraba a Verity.
Llevaba un grueso fajo de papeles y carpetas, y todavía tenía en la mano la llave del laboratorio.
—Hola, Jim —saludó ella, de espaldas a mí, y deseé poder ver también su cara.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo él con una voz que conocía tan bien como la mía propia. ¡Santo Dios! Estaba mirando al señor Dunworthy.
¡El señor Dunworthy! Me había contado historias sobre los inicios de los viajes en el tiempo, pero siempre había pensado en él como, ya saben, el señor Dunworthy. No me lo había imaginado delgaducho ni torpe. Ni joven. Ni enamorado de una mujer que no podía ser suya.
—He venido a hablar contigo —dijo ella—. Y con Shoji. ¿Dónde está?
—Reunido con los jefazos —respondió el señor Dunwor… Jim—. Otra vez.
Se acercó a la mesa y soltó su carga de papeles y carpetas.
Me cambié de sitio, esperando que no me vieran.
—¿Es mal momento? —preguntó ella.
—El peor —contestó él, buscando algo entre los papeles—. Tenemos un nuevo jefe en la Facultad de Historia desde que te marchaste para casarte con Bitty. Arnold P. Lassiter. P de Prudence. Es tan prudente que no hemos hecho un salto desde hace tres meses. «El viaje en el tiempo es algo que no debe emprenderse sin un conocimiento completo de su funcionamiento». Lo cual significa rellenar impresos y más impresos. Quiere análisis completos de cada salto… de los que está dispuesto a autorizar, claro, que son pocos y de uvas a peras… comprobaciones de parámetros, gráficas de deslizamiento, estadísticas de probabilidad de impacto, comprobaciones de seguridad… —Dejó de buscar—. ¿Cómo has entrado en el laboratorio?
—No estaba cerrado —mintió ella. Giré la cabeza, tratando de encontrar un ángulo desde donde ver su cara.
—Maravilloso —dijo Jim—. Si Prudence lo descubre, le dará un ataque.
Encontró la carpeta que quería y la sacó del montón.
—¿Porqué no está contigo Bitty el obispo? —preguntó, en un tono bastante beligerante.
—Está en Londres, apelando la declaración de la Iglesia anglicana.
La cara de Jim cambió.
—He oído decir que Coventry va a ser declarada no esencial. Lo siento, Lizzie.
Coventry. Lizzie. Estaba hablando con Elizabeth Bittner, la esposa del último obispo de Coventry. La frágil dama de pelo blanco que yo había entrevistado. No era extraño que hubiera pensado que su pelo debería ser más claro.
—No esencial —dijo ella—. Una catedral no esencial. La religión será declarada no esencial a continuación, y luego el Arte y la Verdad. Por no mencionar la Historia. —Caminó hacia las ventanas ennegrecidas y la perdí de vista.
«¿Quieres quedarte quieta?», pensé.
—Es tan injusto —dijo—. Han conservado Bristol, ¿sabes? ¡Bristol!
—¿Por qué no se salvó Coventry del recorte? —dijo Jim, moviéndose de forma que tampoco pude verlo.
—La Iglesia anglicana declaró que todas las iglesias y catedrales tenían que autofinanciarse al setenta y cinco por ciento, lo cual implica que acudan los turistas. Y los turistas sólo quieren ver tumbas y tesoros. Canterbury tiene a Becket, Winchester tiene a Jane Austen y un frontal negro de mármol Tournai, y St. Martin’s-in-the-Fields está en Londres, que tiene la Torre y el Museo de Cera de Madame Tussaud. Nosotros teníamos tesoros. Por desgracia, fueron destruidos por la Luftwaffe en 1940 —dijo amargamente.
—¿Qué me dices de la vidriera del baptisterio de la nueva catedral?
—Sí. Por desgracia también tenemos una iglesia que parece una fábrica y unas vidrieras mal orientadas y los tapices más feos que existen. Mediados del siglo diecinueve no fue un buen periodo para el arte. Para la arquitectura tampoco.
—Vienen a ver las ruinas de la antigua catedral, ¿no?
—Algunos. No los suficientes. Bitty trató de convencer al Comité de Apropiaciones de que Coventry es un caso especial, de su importancia histórica, pero no funcionó. La Segunda Guerra Mundial fue hace mucho tiempo. Casi nadie la recuerda —suspiró—. La apelación no prosperará tampoco.
—¿Qué pasará entonces? ¿Tendréis que cerrar?
Ella debió sacudir la cabeza.
—No podemos permitirnos cerrar. La diócesis está demasiado endeudada. Tendremos que vender. —Apareció bruscamente en mi campo de visión, la expresión decidida—. La Iglesia del Más Allá ha hecho una oferta. Es una secta de la New Age. Tableros ouija, manifestaciones, conversaciones con los muertos. Eso lo matará, ¿sabes?
—¿Se quedará completamente sin trabajo?
—No —dijo ella tristemente—. La religión no es esencial, lo que significa que el clero es duro de eliminar. Las ratas abandonando el barco y todo eso. Le han ofrecido un puesto de canónigo en Salisbury.
—Bien —dijo Jim, demasiado apasionadamente—. Salisbury no está en la lista no esencial, ¿no?
—No. Tiene un montón de tesoros. Y a Turner. Es una lástima que no viniera a Coventry a pintar. Pero no lo comprendes. Bitty no soporta vender. Desciende de Thomas Botoner, que construyó la catedral original. Ama esa catedral. Hará cualquier cosa por salvarla.
—Y tu harías cualquier cosa por él.
—Sí —dijo ella, mirándolo fijamente—. La haría. —Inspiró profundamente—. Por eso he venido a verte. Tengo que pedirte un favor.
Avanzó ansiosamente un paso hacia él, y los dos desaparecieron de mi campo de visión.
—Estaba pensando que si pudiéramos llevar a la gente a través de la red para visitar la catedral, para verla arder, se darían cuenta de lo que significó, de lo importante que fue.
—¿Llevar a la gente atrás? —dijo Jim—. Tenemos problemas para que Lassiter apruebe saltos de investigación, imagínate excursiones turísticas.
—No serían excursiones turísticas —dijo ella, y parecía herida—. Sólo unas cuantas personas seleccionadas.
—¿El Comité de Apropiaciones?
—Y algunos reporteros de vid. Si tuviéramos al público de nuestro lado… si lo vieran con sus propios ojos, se darían cuenta…
Jim debía estar sacudiendo la cabeza, porque ella se detuvo y cambió de táctica.
—No tendríamos que volver necesariamente al bombardeo —dijo ella rápidamente—. Podríamos ir a las ruinas de después, o… o a la antigua catedral. Podría ser en plena noche, cuando no hubiera nadie en la catedral. Si vieran el órgano y el miserere de la Danza de la Muerte y la cruz de los niños del siglo quince con sus propios ojos, se darían cuenta de lo que significó perder una vez la catedral de Coventry, y no permitirían que volviera a suceder.
—Lizzie —dijo Jim, y su tono no se prestaba a confusión. Y ella tenía que saber que era imposible. Oxford nunca había permitido viajes turísticos, ni siquiera en los viejos tiempos, ni tampoco en la red.
Ella lo sabía.
—No comprendes —dijo, desesperada—. Eso lo matará.
La puerta se abrió y entró un muchachito bajito y delgaducho de rasgos asiáticos.
—Jim, ¿has calculado el parámetro…?
Se detuvo, mirando a Lizzie. Ella debió ser todo un fenómeno en Oxford. Como Zuleika Dobson.
—Hola, Shoji.
—Hola, Liz. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Cómo ha ido la reunión con Prudence? —preguntó Jim.
—Como era de esperar —dijo Shoji—. Ahora está preocupado por el deslizamiento. ¿Cuál es su función? ¿Por qué fluctúa tanto? —Puso una voz aguda y afectada, imitando la de Lassiter—. «Debemos considerar todas las posibles consecuencias antes de iniciar la acción». —Recuperó su propia voz—. Quiere un análisis completo de las pautas de deslizamiento de todos los saltos realizados antes de autorizar saltos nuevos.
Cruzó mi campo de visión y se acercó a los ordenadores.
—Estás bromeando —dijo Jim, siguiéndolo—. Tardaremos seis meses. Nunca iremos a ninguna parte.
—Creo que ésa es la idea básica —comentó Shoji, sentándose ante el ordenador central y empezando a teclear—. Si no vamos a ninguna parte, no hay ningún riesgo. ¿Por qué están corridos los velos?
No había ningún registro de un viajero temporal del futuro, ni tampoco del pasado, materializado de repente en el laboratorio de Balliol. Lo que significaba que no me habían pillado o que tendría que idear una historia más que convincente. Traté de pensar en una.
—Si no vamos a ninguna parte —dijo Jim—, ¿cómo vamos a aprender sobre los viajes temporales? ¿Le dijiste que la ciencia consiste en experimentar?
Shoji pulsaba las teclas del tablero.
—«No estamos hablando de una clase de química, señor Fujisaki —dijo con voz afectada mientras tecleaba—. Esto es el continuum espacio-temporal».
Las cortinas empezaron a alzarse torpemente.
—Sé lo que es el continuum —dijo Jim—, pero…
—Jim —llamó Lizzie, todavía fuera de mi campo de visión pero no por mucho tiempo, y los dos se volvieron a mirarla—. ¿Se lo preguntarás al menos? Significa…
Y me encontré en un rincón de Blackwell’s. Sus maderas oscuras y sus paredes repletas de libros no son sólo instantáneamente reconocibles, sino atemporales. Por un momento pensé que había regresado al 2057 y que volver al laboratorio iba a ser una simple cuestión de recorrer a la carrera el Broad hasta Balliol; pero, en cuanto asomé la cabeza por la estantería, supe que no iba a ser tan sencillo. Por las ventanas de Blackwell’s vi que nevaba. Y había un Daimler aparcado delante del Sheldonian.
No era el siglo veintiuno y, ahora que miraba alrededor, tampoco el final del siglo veinte. No había terminales, ni libros en rústica, ni fotocopias. Libros de tapa dura, la mayoría con solapa, en tonos azules y verdes y marrones.
Una dependienta se acercaba hacia mí con un cuaderno en la mano y un lápiz amarillo tras la oreja.
Era demasiado tarde para esconderme en un rincón. Ya me había visto. Por fortuna, la ropa de hombre, contrariamente a la de mujer, no ha cambiado demasiado a lo largo de los años. Todavía se ven chaquetas marineras y pantalones de franela en Oxford, aunque normalmente no en pleno invierno. Con suerte, podría pasar por estudiante de primero.
La dependienta llevaba un estilizado vestido azul marino que sin duda Verity podría haber situado en su mes exacto, pero a mí todas las décadas de mediados del siglo veinte me parecen iguales. ¿1950? No, llevaba el cabello recogido en un severo moño y abrochados los cordones de los zapatos. ¿Principios de los cuarenta?
No. Las ventanas estaban intactas y no había cortinas negras ni sacos de arena apilados junto a la puerta. Además la empleada tenía un aspecto demasiado próspero para tratarse de después de la guerra. Los años treinta.
El destino habitual de Verity eran los años treinta. Tal vez la red me había enviado por error a las coordenadas de uno de sus antiguos saltos. O tal vez ella estaba allí.
No, no podía estar aquí. Mi ropa podía pasar, pero no el vestido largo de cuello alto y el pelo recogido de ella.
La gama de tiempos y lugares en los que Verity podía estar sin crear una incongruencia sólo con su aspecto era muy limitada… y la mayoría eran civilizados, gracias al cielo.
—¿Puedo ayudarlo, señor? —me preguntó la dependienta, mirando mi bigote con expresión de desaprobación. Me había olvidado de él. ¿Iban los hombres afeitados en los años treinta? Hercule Poirot llevaba bigote, ¿no?
—¿Puedo ayudarlo, señor? —repitió ella, más severamente—. ¿Busca algún libro en concreto?
—Sí —dije. ¿Y qué libros podían tener en Blackwell’s en mil novecientos treinta y tantos? El señor de los anillos. No, ése era posterior a Adiós, Mr. Chips. Ése había sido publicado en 1934. Pero, ¿en qué momento me encontraba? No veía ninguna fecha escrita en la libreta de la dependienta y lo último que necesitábamos, con el continuum desplomándose alrededor de nuestras orejas, era otra incongruencia.
—El declive y la caída del Imperio romano —dije, para estar seguro—. De Gibbon.
—Ése debe estar en la primera planta —dijo ella—. En la sección de historia.
Yo no quería subir a la primera planta. Quería quedarme cerca del punto de salto. ¿Qué había en la misma planta? Al cabo de ochenta años, habría metaficción y autobiografías, pero dudaba que en ese momento las hubiera. A través del espejo. No, ¿y si los libros infantiles estaban en una tienda separada?
—Las escaleras están justo allí, señor —dijo ella, quitándose el lápiz de detrás de la oreja y señalando con él.
—¿Tienen Tres hombres en una barca, de Jerome?
—Tendré que comprobarlo —dijo ella, y se marchó a la trastienda.
—Por no mencionar al perro —dije y, en cuanto rodeó una estantería, corrí de regreso a mi esquina.
Casi esperaba que la red estuviera abierta o titilando débilmente en preparación, pero no había más que estanterías de libros del suelo al techo para indicarme que había estado alguna vez allí… o para darme una pista de en qué año me encontraba.
Empecé a coger libros y a abrirlos por la página de créditos. 1904, 1930, 1921, 1756. Ése es el problema de los libros. Son atemporales. 1892,1914, sin fecha. Pasé la página. No había fecha tampoco. Volví atrás y leí el título. Naturalmente. La Historia de Heródoto, que el coronel y el profesor Peddick habían estado leyendo justo el día anterior.
La campanita de la puerta sonó. Me asomé con cuidado, esperando que fuera Verity. Eran tres mujeres de mediana edad con estola de piel y sombrero de ala caída.
Se detuvieron justo en la puerta, sacudiéndose amorosamente la nieve de las pieles como si fueran animales de compañía, y hablando con voces agudas y nasales.
—¡… y se fugó con él! —dijo la de la derecha. Su estola parecía una versión de Princesa Arjumand aplastada—. ¡Qué romántico!
—¡Pero es un granjero! —se escandalizó la del centro. Su estola se parecía más a Cyril y era casi igual de ancha.
—No me importa si es un granjero —dijo la tercera—. Me alegra que se casara con él. —Tenía la mejor estola de todas: una ristra entera de zorros con las cabezas colgando y ojitos de cristal brillantes—. De no haberlo hecho seguiría atrapada en Oxford participando en comités de la iglesia y organizando rastrillos benéficos. ¿Qué es lo que quería comprar? Se lo he dicho a Howard esta mañana, tenía que acordarme de comprarlo cuando fuera a Blackwell’s. ¿Qué podrá ser?
—Tengo que comprar algo para el cumpleaños de mi ahijada —dijo la que llevaba a Cyril sobre los hombros—. ¿Qué le llevo? Alicia, supongo, aunque nunca comprenderé por qué les gusta a los niños. Ir de un sitio a otro sin motivo ni razón. Aparecer y desaparecer.
—¡Oh, mirad! —dijo la de la ristra de zorros. Había cogido un libro con una solapa verde del mostrador. Su mano enguantada de color de zorro cubría el título, pero vi el nombre de la autora: Agatha Christie.
—¿Habéis leído el último? —les preguntó a las otras.
—No —respondió la que llevaba a Cyril sobre los hombros.
—Sí —dijo Princesa Arjumand—, y es…
—Alto —dijo la ristra de zorros, alzando la mano enguantada en gesto de advertencia—. No me cuentes el final. —Se volvió hacia Cyril—. Cora siempre estropea los finales. ¿Recuerdas El asesinato de Roger Ackroyd?
—Eso fue diferente. Quisiste saber por qué tanto alboroto en los periódicos, Miriam —dijo a la defensiva Princesa Arjumand—. No podía explicártelo sin decir quién era el asesino. De todas formas, éste no se parece en nada a Roger Ackroyd. Hay una chica que se supone que está planeando un asesinato, o al menos eso es lo que tú piensas. En realidad…
—No me cuentes el final —dijo la Zorritos.
—No voy a hacerlo —respondió con dignidad Princesa Arjumand—. Solamente iba a decirte que lo que tú piensas que es un crimen no lo es, y que las cosas no son lo que parecen.
—Como en El misterio de la estilográfica —dijo la envuelta en Cyril—. Lo que consideras el primer crimen resulta ser el segundo. El primero había sucedido años antes. Nadie sabía siquiera que se había cometido el primer crimen, y el asesino…
—No me lo digas —protestó Zorritos, cubriéndose los oídos con las manos enguantadas.
—Lo hizo el mayordomo —dijo Cyril.
—Creía que no lo habías leído —dijo Zorritos, quitándose las manos de los oídos.
—No lo he hecho. Siempre es el mayordomo —contestó Cyril, y las luces se apagaron.
Pero era de día, y aunque algo hubiera sucedido con la electricidad, tendría que haber entrado suficiente luz por las ventanas de Blackwell’s para ver.
Extendí la mano hacia la estantería que tenía delante y palpé con cuidado. Noté algo frío y duro, como piedra. Di un cauteloso paso hacia delante… casi me precipité al vacío.
Mi pie estaba sobre la nada. Retrocedí, tambaleándome, y me senté en una piedra. Una escalera. Palpé alrededor. Noté la dura pared de piedra que bajaba. Una escalera de caracol con escalones estrechos en forma de cuña, lo que significaba que me encontraba en una torre. O en una mazmorra.
En el aire flotaba un olor frío y mohoso, lo que probablemente significaba que no me encontraba en una mazmorra. Una mazmorra habría olido muchísimo peor. Pero, de haber sido una torre, la luz se habría filtrado por algún ventanuco en las alturas y no lo hacía. No podía verme la mano delante de la cara. Una mazmorra.
«O —pensé esperanzado— tantos saltos sin rumbo me han provocado un vértigo transtemporal tan fuerte que me he quedado completamente ciego».
Rebusqué en los bolsillos una cerilla y la rasqué contra la pared. No hubo suerte. Muros de roca, peldaños de piedra a mi alrededor. Decididamente, una mazmorra. Lo que significaba que probablemente no estaba en el Oxford del 2018. Ni del 1933.
En el siglo diecisiete abundaban las mazmorras. Y lo mismo desde el siglo dieciséis hasta el doce. Antes de eso, en Inglaterra había principalmente establos y chozas de paja. Maravilloso. Atrapado en una mazmorra normanda de la Edad Media.
O en una esquina de la Torre de Londres, en cuyo caso los turistas vendrían subiendo las escaleras dentro de pocos minutos. Pero, de algún modo, no creía que fuera así. Los peldaños, a la breve luz de la cerilla, parecían nuevos y, cuando palpé la pared, no encontré ningún pasamanos.
—¡Verity! —grité a la oscuridad. Mi voz resonó en la piedra y el silencio.
Me levanté, apoyándome en la pared con ambas manos, y empecé a subir con mucho cuidado, buscando con el pie el borde del siguiente escalón. Un escalón. Dos.
—¡Verity! ¿Estás aquí?
Nada. Busqué el siguiente escalón. Cedió bajo mi peso. Empecé a caer, agité los brazos violentamente, tratando de recuperar el equilibrio y me lastimé una mano. Resbalé dos escalones y caí sobre una rodilla.
Si Verity estaba aquí, tendría que haberlo oído. Pero volví a llamar.
—¡Verity!
Hubo una explosión de sonido: un violento batir de alas que parecía precipitarse directamente hacia mí. Murciélagos. Maravilloso. Agité un brazo invisible delante de mi cara.
Los aleteos se intensificaron pero, aunque forcé la vista en la oscuridad, nada vi.
Los aleteos venían directos hacia mí. Un ala me rozó el brazo. Maravilloso. Los murciélagos también eran ciegos. Agité los brazos en la oscuridad y el aleteo se volvió más frenético y luego remitió, revoloteando por encima de mí. Me senté muy despacio, en silencio.
Muy bien. Lo más inteligente era sentarme allí y aguardar a que se abriera la red. Esperaba no estar atrapado permanentemente como Carruthers.
—¡Y mientras tanto, Verity perdida en alguna parte! —grité, y lo lamenté al instante. Los murciélagos volvieron a atacar. Pasaron unos buenos cinco minutos antes de que desistieran.
Permanecí quieto y escuché. O bien aquella mazmorra era completamente a prueba de sonidos o yo no me encontraba en ninguno de los tres últimos siglos. El mundo no ha estado verdaderamente en silencio desde el principio de la revolución industrial. Incluso en la época victoriana había trenes y barcos de vapor y en las ciudades el traqueteo del tráfico que pronto se convertiría en un clamor. Y tanto en el siglo veinte como en el veintiuno hay un zumbido electrónico siempre presente. Allí, ahora que los murciélagos habían vuelto a la calma, no había ningún sonido.
¿Y ahora qué? Probablemente me mataría si intentaba más exploraciones, y probablemente me perdería la apertura de la red en el proceso. Suponiendo que fuera a abrirse.
Busqué en mi bolsillo otra cerilla y el reloj. Las X y media. Warder había establecido una intermitencia de media hora en el punto de salto de Muchings End y yo sólo había estado en el laboratorio veinte minutos, en Blackwell’s probablemente quince. Lo que significaba que la red se abriría en cualquier momento. «O no», pensé, recordando a Carruthers.
¿Y mientras tanto, qué? ¿Quedarme allí sentado y contemplar la oscuridad? ¿Preocuparme por Verity? ¿Tratar de dilucidar qué había sucedido con el tocón del pájaro del obispo?
Según Verity, no era necesario que los detectives fueran a ninguna parte ni hicieran nada. Podían sentarse en un cómodo sillón (o una mazmorra) y resolver el misterio usando simplemente «las pequeñas células grises». Y yo tenía misterios más que suficientes de los que ocuparme: ¿Quién demonios habría querido robar el tocón del pájaro del obispo? ¿Quién era el señor C y por qué rayos no había aparecido todavía? ¿En qué andaba metido Finch? ¿Qué estaba haciendo yo en medio de la Edad Media?
Pero la respuesta a eso estaba clara. Verity y yo habíamos fracasado, y el continuum empezaba a desmoronarse. Carruthers atrapado en Coventry y después el deslizamiento en los saltos de regreso y luego Verity… nunca tendría que haberla dejado marchar. Tendría que haberme dado cuenta de lo que sucedía cuando la red no quiso abrirse. Tendría que haberme dado cuenta de lo que iba a suceder cuando Tossie no conoció al señor C.
Era uno de los escenarios del peor de los casos de T. J., una incongruencia demasiado devastadora para que el continuum consiguiera repararla. «Mire aquí —había dicho T. J., señalando la informe imagen gris— y aquí; hay deslizamiento radicalmente aumentado pero no puede contener la incongruencia, y aquí se ve que los refuerzos empiezan a fallar y la red va funcionando peor a medida que el curso de la historia se altera».
El curso de la historia. Terence se casa con Tossie en vez de con Maud y un piloto diferente vuela en la misión a Berlín y falla al calcular el blanco o es alcanzado por los antiaéreos, o le parece que oye algo raro en el motor y se da la vuelta y los otros aviones, pensando que ha recibido órdenes, lo siguen, o se pierden por culpa de él, como se perdieron los pilotos alemanes dos noches antes o, de algún modo, la falta de la presencia de su nieto en el mundo influye sobre la historia del desarrollo aeronáutico o la cantidad de gasolina en Inglaterra o el clima. Y el bombardeo nunca se produce.
La Luftwaffe no contraataca bombardeando Londres. No bombardea Coventry. Así que no hay ningún proyecto de restauración. Y ninguna lady Schrapnell para enviar a Verity a 1889. Y las paradojas se multiplican y alcanzan la masa crítica y la red empieza a desmoronarse: atrapa a Carruthers en Coventry y me envía a mí más y más atrás en el tiempo. Éste es el gato que soltó la bomba que destruyó la casa que Jack construyó.
Empezaba a hacer frío. Me subí las solapas de la chaqueta, deseando que fuera de cheviot.
Pero si era el peor de los casos, ¿por qué no había habido ningún aumento de deslizamiento en el salto de Verity? «Mire aquí —me había dicho T. J. mostrándome una simulación tras otra—, cada incongruencia tiene esta zona de deslizamiento radicalmente aumentado alrededor del foco». Excepto la nuestra.
Nueve minutos de deslizamiento en el primer salto, entre los dos y los treinta en todos los demás, una media de catorce para cada salto a la época victoriana. Sólo dos zonas de deslizamiento aumentado, y una de ellas se debía a Ultra.
Me quité la chaqueta y me relié en ella como si fuera una manta, temblando y pensando en Ultra.
Ultra tenía también un sistema de seguridad. La primera línea de defensa era secreta. Pero si había una ruptura, ponían en acción su sistema secundario de defensas, como habían hecho en el Norte de África.
Habían estado utilizando a Ultra para localizar y hundir los convoyes que transportaban combustible a Rommel. Como eso podría haber levantado la sospecha de que los códigos habían sido descifrados, enviaron cada vez un avión espía para que el convoy lo divisara y así los nazis echaran la culpa del hundimiento a que habían sido avistados.
Sin embargo, en una ocasión, la densa niebla impidió que el avión encontrara el convoy, y, en su pánico para asegurarse de que el combustible no llegara a Rommel, la RAF y la Royal Navy aparecieron a la vez para hundirlo y casi se cargaron la tapadera.
Así que el jefe de Ultra puso en funcionamiento un plan de refuerzo. Se difundieron rumores en el puerto de Malta, se envió un mensaje en código fácilmente descifrable a un agente inexistente y se dispusieron las cosas para que fuera interceptado. El mensaje agradecía al agente su información sobre el convoy y le concedía un ascenso. Los nazis se pasaron los siguientes seis meses detectando rumores y buscando al agente. Sin sospechar que teníamos a Ultra.
Y si ese plan hubiese fracasado, habrían intentado otra cosa. Y aunque todos los planes hubieran fracasado, lo habrían hecho después, no durante la rotura.
No importaba lo grave que fuera la incongruencia: el continuum tendría que haber intentado impedirla. En cambio, había añadido nueve minutos de deslizamiento, nueve minutos que habían enviado a Verity al momento exacto para salvar a la gata, cuando cinco minutos en cada sentido habrían impedido que eso sucediera. Era como si el continuum le hubiera echado un vistazo a la incongruencia y se hubiera desplomado, como la señora Mering.
Verity había dicho que buscara el único pequeño detalle que no encajaba, pero nada de todo aquello encajaba. ¿Por qué, si el continuum intentaba repararse a sí mismo, no me había enviado a Muchings End para que devolviera la gata antes de que la señora Mering fuera a consultar con madame Iritosky? ¿Por qué me había enviado tres días más tarde y justo a tiempo para impedir que Terence conociera a Maud? Y el mayor de todos los pequeños detalles, ¿por qué había permitido la red la incongruencia si se suponía que se desconectaba automáticamente?
«Comprenda que todas estas situaciones son hipotéticas —había dicho T. J.—. En todos estos casos, la red se negó a abrirse».
Era imposible acercarse a Waterloo. O al Teatro Ford. O a la calle Franz-Joseph. Si la gata era tan esencial para el curso de la historia, ¿por qué no era imposible acercarse a Muchings End? ¿Por qué no hubo aumento de deslizamiento en el salto de Verity, donde hacía falta, y sí tanto en Oxford en abril del 2018? ¿Y cómo, si el deslizamiento lo separaba todo, había pasado yo?
Habría sido bonito si la respuesta hubiera estado allí, en el laboratorio del 2018. Pero era obvio que, fuera lo que fuese lo que había causado el deslizamiento, no era nada que Jim Dunworthy o Shoji Fujisaki hubieran hecho. No estaban realizando ningún salto.
Sin duda, de estar allí, Hercule Poirot habría encontrado una solución evidente no sólo al Misterio de la Enigmática Incongruencia, sino también al de los Pequeños Príncipes en la Torre, Jack el Destripador, y quién voló St. Paul’s. Pero no estaba ni tampoco el arrojado lord Peter Wimsey, y si así hubiera sido les habría quitado la chaqueta para abrigarme las rodillas.
De algún modo, mientras reflexionaba había notado una irregularidad en la absoluta negrura entre las piedras; eso significaba que entraba luz por alguna parte.
Me aplasté contra la pared, pero la luz, o más bien la levísima carencia de oscuridad no fluctuaba ni crecía como una antorcha que bajara desde las alturas.
No se trataba tampoco del amarillo rojizo de una linterna. Era sólo una sombra de negro más gris. Yo debía estar realmente bajo los efectos del vértigo transtemporal, porque pasaron otros cinco minutos antes de que se me ocurriera la otra posibilidad: que la total oscuridad se debía a que era de noche; yo estaba en una torre, después de todo, y la salida estaba abajo.
Y me costó una caída y un arañazo en la mano derecha al agarrarme para darme cuenta de que si esperaba otra media hora, podría ver por dónde iba y salir de allí sin matarme.
Me senté en el escalón, apoyé la cabeza contra el muro y observé cómo crecía el gris.
Había hecho la suposición de que la oscuridad significaba una mazmorra y, en consecuencia, había estudiado las cosas al revés. ¿Era eso lo que estábamos haciendo también en relación con la incongruencia? ¿Habíamos supuesto algo que no debíamos?
La historia estaba llena de suposiciones erróneas: Napoleón creyó que Ney había tomado Quatre Bras; Hitler que la invasión se produciría en Calais; los sajones del rey Harold que los hombres de Guillermo el Conquistador se retiraban en vez de conducirlos a una trampa.
¿Habíamos hecho una suposición equivocada respecto a la incongruencia? ¿Había alguna forma de contemplarla que lo explicara todo, desde la falta de deslizamiento en el salto de Verity al exceso del 2018? ¿Alguna forma de contemplarla en la que todo encajara: Princesa Arjumand y Carruthers y el tocón del pájaro del obispo y todos aquellos malditos rastrillos y curas, por no mencionar al perro…? ¿Algo que le diera un sentido a todo?
Debí quedarme dormido, porque cuando abrí los ojos era de día y había voces subiendo por las escaleras.
Miré desesperado la estrecha torre como buscando algún sitio donde esconderme, y luego eché a correr escaleras arriba.
Había subido al menos cinco peldaños cuando me di cuenta de que tenía que contarlos para saber dónde estaba exactamente el punto de salto. Seis, siete, ocho, conté en silencio, rodeando la siguiente curva. Nueve, diez, once. Me detuve, presté atención.
—¿Hastyeh doon awthaslattes?—dijo la mujer.
Sonaba a inglés medieval, lo que significaba que yo tenía razón y estaba en la Edad Media.
—Goadahdahm Boetenneher, thahslattes aymacoom —respondió el hombre.
—Thahslattes maun bayendoon uvthisse wyke —dijo la mujer.
—Tha khannabay —dijo él.
No comprendía lo que decían, pero había oído esta conversación varias veces, la última delante de la puerta sur de la iglesia de St. Michael. La mujer exigía saber por qué no se había hecho algo. El hombre daba excusas.
La mujer, que debía ser una antepasada remota de lady Schrapnell, decía que no le importaba, que había que hacerlo a tiempo para el rastrillo.
—Thatte khana bay, Goadahdahm Boetenneher —dijo él—. Tha wolde hahvneedemorr holpen thanne isseheer.
—So willetby, Gruwens —dijo la mujer.
Hubo un golpe de piedra sobre piedra, y la mujer exclamó:
—Lokepponthatt, Gruwens! The steppe bay loossed.
Le estaba gritando a causa del escalón suelto. Dios. Esperé que lo pusiera bien a caldo.
—Ye chargeyesette at nought —dijo ella.
—Ne gan speken rowe —la tranquilizó el obrero.
Todavía seguían subiendo. Miré hacia el final de la torre, preguntándome si habría una habitación o una terraza arriba.
—Tha willbay doone bylyve, Goadahdahm Boetenneher?
Botoner. ¿Podría la mujer ser Ann Botoner, o Mary, que habían construido la aguja de la torre de la catedral de Coventry? ¿Y podría ser ésta la torre?
Me puse otra vez en marcha, tratando de no hacer ningún ruido y contando los escalones. Diecinueve, veinte.
Una terraza daba a un espacio abierto. La observé.
Las campanas. O donde estarían las campanas cuando fueran instaladas. Acababa de averiguar mi localización espacio-temporal. Era la torre de la catedral de Coventry en el año que fue construida: 1395.
No podía oírlos. Volví a las escaleras, bajé con cautela dos escalones… y casi choqué con ellos.
Estaban justo debajo de mí. Vi la parte superior de una cabeza rematada por una cofia blanca. Volví de un salto a la terraza y seguí subiendo las escaleras… y casi pisé a una paloma.
El animal gritó y echó a volar, aleteando como un murciélago ante mí, y luego pasó de largo y bajó a la terraza.
—Shoo!—gritó dama Botoner—. Shoo! Thah divils minion!
Esperé, preparado para huir y tratando de no jadear, pero ellos no subieron más. Sus voces resonaban de un modo raro, como si hubieran ido al otro lado de la terraza. Al cabo de un minuto bajé hasta donde pudiera verlos.
El hombre llevaba un sayo marrón, calzas de cuero, y tenían en el rostro una expresión de dolor. Sacudía la cabeza.
—Nay, Gadahdahm Marree —dijo—. It wool bayfortnicht ahthelesst.
Mary Botoner. Contemplé intrigado a esta antepasada del obispo Bittner. Llevaba un vestido marrón rojizo, con cortes en las anchas mangas que dejaban al descubierto un sayo amarillo, y abrochado por un cinturón de metal que le quedaba un poco bajo. La cofia de lino estaba tensa sobre una cara gruesa y madura. Me recordó a alguien. ¿Lady Schrapnell? ¿La señora Mering? No, alguien más viejo. ¿De pelo blanco?
Señalaba las cosas y sacudía la cabeza.
—Thahtoormaun baydoon ah Freedeywyke —dijo.
El obrero sacudió la cabeza violentamente.
—Tah kahna bay, Goadahdahm Boetenneher.
La mujer dio una patadita en el suelo.
—So willetbay, Gruwens.—Se dio la vuelta para volver a las escaleras.
—Bootdahmuh Boetenneher…—suplicó el obrero, siguiéndola.
Me arrastré tras ellos, manteniéndome siempre un tramo más arriba.
—Gottabovencudna do swich…—dijo el obrero, tras ella.
Yo casi había vuelto al punto de lanzamiento.
—Whattebey thisse?—preguntó la mujer.
Bajé con cautela un peldaño y luego otro, hasta que pude verlos. Mary Botoner seguía señalando algo en la pared.
—Thisse maun bey wroughtengain —dijo y, por encima de su cabeza, como un halo, vi un leve resplandor.
«Ahora no —pensé—, no después de esperar toda una noche».
—Bootdahmuh Boetenneher…—dijo el obrero.
—So willet bey.—Mary Botoner golpeó con su dedo huesudo la pared.
El resplandor iba en aumento. Uno de ellos alzaría la cabeza de un momento a otro y lo vería.
—Takken under eft!—exclamó ella.
«Vamos, vamos. Dile que arreglarás el escalón», pensé.
—Thisse maun bey takken bylyve —dijo ella, y siguió por fin bajando las escaleras. El obrero puso los ojos en blanco, se tensó el cinturón de cuerda alrededor de la gruesa barriga y la siguió.
Dos peldaños. Tres. La cabeza de Mary Botoner desapareció tras la curva de la torre y luego volvió a aparecer.
—Youre hyre isse neyquitte till allise doone.
No podía esperar más, aunque me vieran. La gente de la Edad Media creía en los ángeles… Con suerte, me tomarían por uno.
El resplandor empezó a brillar. Bajé corriendo los escalones y salté sobre la paloma, que levantó el vuelo con un salvaje graznido.
—Guttgottimhaben —dijo el obrero, y los dos se volvieron a mirarme.
Mary Botoner se santiguó.
—Holymarr remothre…
Y yo me zambullí en la red que ya se cerraba y caí de bruces sobre el bendito suelo del laboratorio.