¡Y bésame, Kate! Nos casaremos en domingo.

PETRUCHIO

C A P Í T U L O V E I N T I D Ó S

Optimismo inherente al viaje en el tiempo - Una partida de madrugada - Un problema - Gladys y Gladys - Finch ha desaparecido - Anécdotas de los recursos maternales de las gatas - Una partida retrasada - Escuchando a hurtadillas - Coles - Verity ha desaparecido - Baine cita a Shakespeare - Propuesta de leyes sobre el analfabetismo - Resuelto el misterio del diario empapado de agua - Una partida prematura

Me sentí mejor por la mañana. Cuando a las seis bajé con Cyril, la lluvia había cesado, el cielo era azul y la hierba mojada resplandecía como diamantes. Y los viajes en el tiempo son por naturaleza optimistas. Si no lo arreglas una vez, tienes innumerables ocasiones de hacerlo, o al menos alguien las tiene.

Al cabo de una semana o de un año, cuando la forense por fin consiguiera descifrar el diario, Carruthers o Warder o algún recluta nuevo podrían volver al día quince y encargarse de que el señor C hiciera la entrada de rigor.

No habíamos tenido éxito, pero en este mismo instante ellos podían haber resuelto el misterio de Waterloo y la autocorrección. En este mismo instante tal vez T. J. y el señor Dunworthy estuvieran enviando a alguien para interceptarme camino de la estación de Oxford e impedirme que conociera a Terence y arruinara su vida amorosa. O para separar al profesor Peddick y el profesor Overforce. O para impedir que Verity se metiera en el Támesis y rescatara a Princesa Arjumand. O enviándome a la Primera Guerra Mundial para que me recuperara del vértigo transtemporal.

La gata nadaría hasta la orilla, Terence conocería a Maud y la Luftwaffe bombardearía Londres. Y yo nunca conocería a Verity. Un pequeño precio que pagar por salvar el universo. Merecía la pena el sacrificio.

Y yo no tendría ninguna sensación de pérdida porque ni siquiera la habría conocido. Me pregunté de pronto si Terence lo tenía, si sabía de algún modo que no había conocido a su verdadero amor. Y si así era, ¿qué sentía? ¿Una pena sensiblera, como uno de sus poemas victorianos? ¿Le reconcomía una necesidad insatisfecha? ¿O sólo notaba una sombra gris cubriéndolo todo?

Llevé a Cyril al establo. Princesa Arjumand había bajado con nosotros, y se adelantó entre la hierba mojada, la cola en alto, volviendo periódicamente para enroscarse en las patas traseras de Cyril y mis tobillos. Algo sonó junto al establo, y las grandes puertas empezaron a abrirse.

—Escondeos —dije, recogiendo a Princesa Arjumand y agachándome al abrigo de la puerta de la cocina. El palafrenero, con aspecto de acabar de despertarse, abrió las puertas; el cochero sacó dos caballos y el carruaje para llevar al profesor Peddick y el coronel Mering a la estación.

Miré hacia la casa. Baine sacaba el equipaje y lo dejaba en los escalones. El profesor Peddick estaba tras él, con toga académica y birrete, apretando su olla de peces contra el estómago y hablando con Terence.

—Vamos —le susurré a Cyril, y me dirigí al costado del establo. Princesa Arjumand se debatía salvajemente en mis manos, tratando de liberarse. La solté. Cruzó el césped como una bala. Dejé a Cyril en la puerta del establo.

—Haz como si hubieras estado aquí toda la noche —dije, y Cyril se acercó de inmediato a su saco de arpillera, dio tres vueltas, se tumbó y se puso a roncar con fuerza.

—Buen chico —dije, y salí del establo.

Choqué con Terence.

—¿Has traído a Cyril?

—Acabo de dejarlo. ¿Por qué? ¿Ocurre algo? ¿Me ha visto la señora Mering?

El negó con la cabeza.

—Baine me ha despertado esta mañana para decirme que el coronel Mering estaba enfermo y que yo tendría que acompañar al profesor Peddick a Oxford. Parece que pilló un resfriado ayer por pescar truchas. La señora Mering quiere asegurarse de que el profesor llega a casa. En realidad, me parece buena idea. Es probable que alguna colina le recuerde la batalla de Hastings o algo por el estilo y se baje del tren. Pensaba llevarme a Cyril. Serán como unas vacaciones para él. —Se detuvo y continuó otra vez—. Sobre todo ya que ayer no fue a Coventry. ¿Está en el establo?

—Junto a las balas de paja —dije. Pero, cuando abrió la puerta, Cyril estaba justo al otro lado meneando la cola, más o menos.

—¿Te gustaría hacer un viaje en tren, viejo amigo? —preguntó Terence, y los dos se dirigieron alegremente a la casa.

Esperé a que el carruaje partiera y Baine regresara a la casa y luego me acerqué al laburno antes de que el palafrenero saliera bostezando de regreso a los establos.

Atravesé el jardín de hierbas y el campo de croquet hacia el mirador.

Había alguien allí. Rodeé el sauce llorón y me acerqué desde detrás de las lilas. Una figura oscura estaba sentada en uno de los bancos. ¿Quién podía estar sentado allí a aquellas horas? ¿La señora Mering, cazando fantasmas? ¿Baine, poniéndose al día en su lectura?

Separé las ramas para ver mejor y me duché la chaqueta y los pantalones. Fuera quien fuese, iba abrigado con una capa y una capucha le cubría la cabeza.

¿Terence? ¿Esperando una cita con el amante que cambiaría su vida? ¿O el misterioso señor C en persona?

Desde mi posición no veía la cara de la figura. Tenía que pasar al otro lado del mirador. Solté con cuidado las ramas, me empapé otra vez y pisé de lleno a Princesa Arjumand.

—¡Miauuuuu! —aulló ella, y la figura se puso en pie de un salto sujetándose la capa. La capucha cayó hacia atrás.

—¡Verity! —exclamé.

—¿Ned?

—¡Miauuu! —se quejó Princesa Arjumand. La recogí para ver si la había lastimado—. Miau —dijo ella, y empezó a ronronear.

La llevé junto a Verity.

—¿Qué haces aquí?

Verity estaba tan pálida como uno de los espíritus de la señora Mering. La capa, que debía ser una capa de noche de algún tipo, estaba empapada; debajo llevaba un camisón blanco.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —pregunté. Princesa Arjumand se debatía. La solté—. No tenías que ir a informar. Te dije que yo lo haría cuando dejara a Cyril. ¿Qué dijo el señor Dunworthy de…?

Y entonces vi su cara.

—¿Qué pasa?

—La red no se abre.

—¿Qué quieres decir con eso de que no se abre?

—Quiero decir que llevo aquí tres horas. No se abre.

—Siéntate y explícame exactamente qué ha sucedido —le pedí, indicando el banco.

—¡No se abre! No podía dormir. He pensado que cuanto antes informáramos, mejor. Habría vuelto antes de que nadie se levantara. Así que he venido al punto de salto y la red no se ha abierto.

—¿El punto de salto no estaba?

—No, sí que está. Se ve el brillo. Pero cuando entro en él, no sucede nada.

—¿No habrás hecho algo mal? ¿Seguro que te encontrabas en el lugar que corresponde?

—Me he puesto en una docena de sitios distintos —dijo ella, impaciente—. ¡No se abre!

—Muy bien, muy bien. ¿Podía haber alguien? ¿Alguien que te hubiese visto? La señora Mering o Baine o…

—Lo he pensado. Antes del tercer intento me he acercado al río y al estanque y al jardín, pero no había nadie.

—¿No llevas nada de esta época?

—Lo he pensado también, pero éste es el camisón que llevaba en el equipaje, y no, no ha sido remendado ni se le ha cosido un botón nuevo ni nada.

—Tal vez seas tú. Lo intentaré yo.

—Ya lo había pensado —dijo ella, más alegre—. El próximo salto va a ser de un momento a otro.

Me condujo al mirador y, una vez allí, a un jardincillo junto a un puñado de peonías rosadas. Ya había un leve destello en la hierba. Comprobé rápidamente mi ropa. Chaqueta, pantalones de franela, calcetines, zapatos y camisa. Eran los que había traído.

El aire titiló y me puse en el mismo centro del césped. La luz empezó a aumentar.

—¿Es esto lo que sucedió cuanto lo intentaste?

La luz murió bruscamente. La condensación brilló sobre las peonías.

—Sí —dijo Verity.

—Quizá sea por el cuello de mi camisa —dije, desabrochándomelo y tendiéndoselo—. No distingo el mío de los que me prestó Elliott Chattisbourne.

—No es el cuello. No hay nada que hacer. Estamos atrapados aquí. Igual que Carruthers.

Tuve una súbita visión en la que me quedaba allí para siempre, jugando al croquet y tomando kedgeree para desayunar y recorriendo en barca el Támesis mientras Verity hundía la mano en las aguas marrones y me miraba por debajo de su sombrero con lacitos.

—Lo siento, Ned. Todo esto es culpa mía.

—No estamos atrapados —le aseguré—. Muy bien. Seamos Harriet y lord Peter y repasemos todas las posibilidades.

—Ya he considerado todas las posibilidades —contestó ella, tensa—. Y lo único que tiene sentido es que todo se está viniendo abajo, como T. J. dijo que pasaría.

—Tonterías. Hacen falta años para que una incongruencia destroce el continuum. Ya viste los modelos. Puede que se esté desmoronando en 1940, pero no una semana después de la incongruencia.

Parecía como si quisiera creerme.

—Muy bien —dije, con más confianza de la que sentía—. Vuelve a casa y vístete antes de que nos pongas a los dos en un compromiso y tenga que casarme contigo.

Eso al menos la hizo sonreír.

—Y luego desayuna, para que la señora Mering no piense que has desaparecido y envíe una partida en tu búsqueda. Después de desayunar, dile que vas a dibujar y vuelve aquí y espérame. Voy a buscar a Finch para contar con otra opinión.

Ella asintió.

—Probablemente no será nada, un contratiempo que Warder no ha advertido todavía. O tal vez haya cancelado todos los saltos de regreso hasta que rescate a Carruthers. Sea lo que fuere, llegaremos al fondo del asunto.

Ella volvió a asentir, un poco más alegre. Me marché a casa de los Chattisbourne deseando creer algo de lo que había dicho y que los victorianos no vivieran tan lejos unos de otros.

Una criada con un delantal de volantes y cofia abrió la puerta.

—Gladys, necesito hablar con el señor Finch, el mayordomo —dije en cuanto recuperé el aliento. Me sentí como el soldado de la batalla de Maratón que llevó corriendo el mensaje hasta Esparta. Se había muerto después de entregarlo, ¿no?—. ¿Está aquí?

—Lo siento mucho, señor. —La criada hizo una reverencia aún peor que las de Jane—. El señor y la señora Chattisbourne no están en casa. ¿Quiere dejar su tarjeta?

—No. Es con el señor Finch con quien quiero hablar. ¿Está aquí?

No la habían preparado para esta contingencia, estaba claro.

—Puede dejar su tarjeta, si quiere —insistió, y me tendió una pequeña bandeja de plata con filigranas.

—¿Adonde han ido el señor y la señora Chattisbourne? —insistí—. ¿Los llevó el señor Finch?

Ella parecía completamente deshecha.

—El señor y la señora Chattisbourne no están en casa —dijo, y me cerró la puerta en la cara.

Di la vuelta hasta la puerta de la cocina y llamé. Me atendió otra criada. Esta llevaba un delantal de tela y un pañuelo e iba armada con un pelapatatas.

—Necesito hablar con el mayordomo, el señor Finch, Gladys —dije.

—El señor y la señora Chattisbourne no están aquí —dijo ella, y me temí que iba a recibir el mismo portazo, pero añadió—: Han ido a Donnington, a la Venta de Baratijas de St. Michael.

—Es con el señor Finch con quien tengo que hablar. ¿Los acompañaba?

—No. Está en Little Rushlade comprando coles. Se ha ido esta mañana con una cesta enorme para traerlas.

—¿Cuándo? —quise saber, preguntándome si lo alcanzaría.

—Antes de desayunar. Apenas había amanecido. No sé qué tienen de malo las coles del granjero Gamm, camino abajo, pero él dice que sólo lo mejor para la mesa de la señora Chattisbourne. Y yo digo que una col es tan buena como cualquier otra. —Hizo una mueca—. Son tres horas de caminata por lo menos.

Tres horas. No tenía sentido seguirlo y no volvería lo suficientemente pronto para justificar la espera.

—Cuando vuelva, ¿quiere decirle que el señor Henry de los Mering ha estado aquí y que por favor vaya a verlo de inmediato?

Ella asintió.

—Aunque imagino que estará hecho polvo cuando regrese. No sé por qué ha decidido ir hoy, después de la noche que hemos pasado. Señorita Mermelada tuvo gatitos anoche, y vaya rato que pasamos hasta que averiguamos dónde los había escondido.

Me pregunté si las reglas sobre discutir de sexo no se aplicaban a la servidumbre, o si una vez que los gatitos eran un hecho, se convertían en un tema de conversación aceptable.

—La última vez fue en el sótano —dijo ella—, y una vez que abren los ojos, no hay manera de encontrarlos a todos para ahogarlos. Nunca descubrimos dónde escondió los de la vez anterior. Esa Señorita Mermelada es una picarona, vaya si lo es.

—Sí, bueno, si quiere por favor entregarle mi mensaje en cuanto vuelva —dije, poniéndome el sombrero.

—La vez anterior a ésa, fue en la caja de costura de la señorita Pansy. Y la vez anterior en el cajón forrado del armario de arriba. La picarona sabe que intentarán coger a sus gatitos, ¿sabe? Por eso los esconde en los lugares más peculiares. ¡Cuando la gata de los Mering tuvo gatitos el pasado invierno los escondió en la bodega y tardaron casi tres semanas en encontrarlos! Dieron con ellos en Navidad, y vaya día que pasaron cazándolos a todos. ¡Cuando yo estaba al servicio de la viuda Wallace, la gata tuvo todos sus gatitos en el horno!

Conseguí escapar después de varias anécdotas más sobre las madres gata llenas de recursos y volví a la carrera al mirador.

Al principio no vi a Verity. Supuse que tal vez lo había intentado de nuevo mientras yo estaba fuera y había tenido éxito, pero se hallaba al otro lado del mirador, sentada bajo un árbol. Llevaba el vestido blanco con el que yo la había visto por primera vez e inclinaba el cuello graciosamente sobre el cuaderno de dibujo.

—¿Ha habido suerte?

—¡Qué va! —Se puso en pie—. ¿Dónde está Finch?

—Por ahí comprando coles en un pueblo cercano —dije—. Le he dejado un mensaje para que venga a Muchings End en cuanto regrese.

—Un mensaje. Eso es buena idea. Podríamos tratar de enviar un mensaje. —Miró especulativamente su cuaderno—. No traerías nada de papel, ¿no?

Sacudí la cabeza.

—Todo lo que traje se perdió cuando volcó la barca. No, espera. Tengo algunos billetes. —Los saqué del bolsillo—. Pero ¿con qué escribimos?

—Nos arriesgaremos a que un mililitro o así de grafito sea un artículo no significativo —dijo, alzando el lápiz.

—Eso es demasiado grueso. Volveré a la casa y traeré una pluma y tinta. ¿Cuándo será la próxima recogida?

—Ahora —dijo Verity, y señaló el aire titilante.

No había tiempo para ir corriendo a la casa y volver, mucho menos para escribir «No podemos pasar» y nuestras coordenadas.

—Tendremos que esperar a la próxima ocasión —le dije.

Verity apenas me escuchaba. Contemplaba el creciente brillo sobre la hierba. Dio un paso hasta colocarse en el centro y me tendió el cuaderno y el lápiz.

—¿Ves? —dijo. El brillo se redujo inmediatamente—. Sigue sin abrirse.

Y desapareció en un titilar de condensación.

Bueno, y eso fue todo. El continuum no se había roto, al menos no todavía, y no estábamos atrapados. Ah, bien, probablemente era lo mejor. Odiaba con todas mis fuerzas el kedgeree y los partidos de croquet eran mortales. Y si la catedral de Coventry era alguna señal, el final del verano traería montones de festivales y rastrillos benéficos.

Consulté el reloj de bolsillo. Las IX y media. Tenía que volver a la casa antes de que alguien me viera y se preguntara qué estaba haciendo allí. Con suerte podría tomar un poco de kedgeree o arenques ahumados del Ciervo Acorralado.

Iba hacia el jardín cuando casi choqué con Baine.

Contemplaba sombrío el Támesis. Escruté el agua, buscando a Princesa Arjumand agitando las patas blancas en medio de la corriente.

No la vi, pero Baine iba a verme a mí de un momento a otro. Me escondí entre las lilas, tratando de no agitar ninguna hoja, y casi choqué con Princesa Arjumand.

—Miauuu —dijo ella con fuerza—. Miauuu.

Baine se volvió y miró hacia las lilas, el ceño fruncido.

—Miauuu —insistió Arjumand.

—Shhh —dije yo, llevándome un dedo a los labios. Ella empezó a frotarse contra mis piernas, maullando con fuerza. Me agaché a recogerla y choqué contra una rama muerta. Se rompió y sus hojas se sacudieron bruscamente.

Baine se acercó a las lilas. Empecé a pensar excusas. ¿Una pelota de croquet perdida? ¿Y qué hacía yo jugando solo al croquet a las nueve de la mañana? ¿Sonámbulo? No, iba vestido. Me volví desesperado hacia el mirador, calibrando la distancia y el tiempo que faltaba para la siguiente recogida. Demasiado lejanas ambas cosas. Y, conociendo a Princesa Arjumand, saltaría en el último minuto y causaría otra incongruencia en el continuum. Tendría que ser una pelota de croquet perdida.

—Miau —dijo Princesa Arjumand. Baine alzó las manos para separar los matorrales.

—Baine, venga aquí inmediatamente —le ordenó Tossie desde el sendero—. Deseo hablar con usted.

—Sí, señorita —respondió él, y se dirigió hacia donde estaba ella, vestida con volantes, lazos y encajes y sosteniendo su diario.

Aproveché la distracción para coger a Princesa Arjumand y perderme entre las lilas. Ella se apretujó contra mi pecho y empezó a ronronear.

—¿Sí, señorita?

—Insisto en que se disculpe ante mí —dijo Tossie imperiosa—. No tenía derecho a decir lo que dijo ayer.

—Tiene usted razón —contestó Baine, solemne—. No era cosa mía expresar mi opinión, aunque me fuera solicitada, y pido disculpas por hablar como lo hice.

—Miau —dijo Princesa Arjumand. Atento como estaba a la conversación, me había olvidado de acariciarla; ella puso su pata amablemente sobre mi mano—. Miau.

Tossie miró alrededor, distraída, y yo me escondí aún más entre los matorrales.

—Admita que era una hermosa obra de arte.

Hubo una pausa prolongada y luego Baine dijo tranquilamente:

—Como usted desee, señorita Mering.

Las mejillas de Tossie se ruborizaron.

—No «como yo desee». El reverendo señor Doult dijo que era… —hubo una pausa— «un ejemplo de todo lo mejor del arte moderno». Lo anoté en mi diario.

—Sí, señorita.

Sus mejillas se pusieron aún más rojas.

—¿Se atreve a discutir con un hombre de hábitos?

—No, señorita.

—Mi prometido el señor St. Trewes dijo que era extraordinario.

—Sí, señorita —dijo Baine tranquilamente—. ¿Eso será todo, señorita?

—No, no será todo. Exijo que admita que se equivocó usted y que no es una atrocidad sentimentaloide.

—Como usted desee, señorita.

—No como yo desee —dijo ella, dando una patadita—. Deje ya de decir eso.

—Sí, señorita.

—El señor St. Trewes y el reverendo Doult son caballeros. ¿Cómo se atreve a contradecir sus opiniones? No es más que un vulgar criado.

—Sí, señorita —dijo él, cansado.

—Deberían despedirle por ser tan insolente con sus superiores.

Hubo otra larga pausa y luego Baine dijo:

—Todas las anotaciones de su diario y todos los despidos del mundo no cambian la verdad. Galileo se retractó cuando lo amenazaron con la tortura, pero eso no hizo que el sol girara alrededor de la tierra. Si me despide, ese jarrón seguirá siendo vulgar, yo seguiré teniendo razón, y su gusto seguirá siendo plebeyo, no importa lo que escriba en su diario.

—¿Plebeyo? —dijo Tossie, roja como un tomate—. ¿Cómo se atreve a hablarle así a su ama? Queda despedido. —Señaló imperiosamente la casa—. Recoja sus cosas inmediatamente.

—Sí, señorita —dijo Baine—. Epur si muove.

—¿Qué? —preguntó Tossie, granate de ira—. ¿Qué ha dicho?

—He dicho, ahora que me ha despedido, que ya no soy miembro del servicio y que por tanto estoy en posición de hablar libremente —dijo él, tranquilo.

—No está en posición de hablarme en absoluto —dijo Tossie, alzando el diario como un arma—. Márchese de inmediato.

—Me atreví a decirle la verdad porque consideré que se lo merecía —dijo Baine con toda seriedad—. Sólo pretendía de corazón lo mejor para usted, como siempre he hecho. Ha sido usted bendecida con grandes dones; no sólo con dinero, posición y belleza, sino con inteligencia y una aguda sensibilidad, además de un buen corazón. Y sin embargo dilapida esas riquezas en el croquet y los lazos y las obras de arte de segunda. Tiene a su disposición una biblioteca de las grandes mentes del pasado, y sin embargo lee novelas tontas de Charlotte Yonge y Edward Bulwer-Lytton. Teniendo la oportunidad de estudiar ciencia, conversa con charlatanes vestidos con sábanas y untados de pintura fosforescente. En lugar de las glorias de la arquitectura gótica admira una imitación barata y, frente a la verdad, da pataditas en el suelo como una niña malcriada y exige que le cuenten cuentos de hadas.

Fue todo un discurso, tras el cual esperé que Tossie lo golpeara en la cabeza con el diario y se marchara en un arrebato de volantes. En cambio dijo:

—¿Piensa que soy inteligente?

—Lo pienso. Con estudio y disciplina, sería usted capaz de cosas maravillosas.

Desde mi puesto de observación entre las lilas, sus caras me quedaban ocultas, pero tuve la sensación de que verlas era importante. Me moví a la izquierda, hacia un matorral menos espeso… y me topé de bruces con Finch. Casi solté a Princesa Arjumand. La gata maulló y Finch dio un respingo.

—Shh —les dije a ambos—. Finch, ¿ha recibido el mensaje que le he dejado en casa de los Chattisbourne? —susurré.

—No, he estado en Oxford —respondió Finch, sonriendo—, donde, me complace decir, mi misión fue un completo éxito.

—Shh. Baje la voz. El mayordomo y Tossie tienen una discusión.

—¿Una discusión? —Arrugó los labios—. Un mayordomo nunca discute con su patrón.

—Bueno, pues éste sí.

Finch se arrastraba bajo las lilas.

—Me alegro de haberle encontrado —dijo, levantándose con una cesta llena de coles—. ¿Dónde está la señorita Kindle? Tengo que hablar con ustedes dos.

—¿Cómo que «dónde está la señorita Kindle»? ¿No acaba de decirme que viene del laboratorio?

—Así es.

—Entonces tiene que haberla visto. Acaba de saltar.

—¿Al laboratorio?

—Claro que al laboratorio. ¿Cuánto tiempo ha estado allí antes de regresar?

—Una hora y media. Hemos discutido la siguiente fase de mi misión, pero no ha regresado nadie durante ese tiempo.

—¿Podría haber llegado sin que se dieran cuenta? —dije—. ¿Mientras discutían?

—No, señor. Estábamos en la zona de la red y la señorita Warder vigilaba con atención la consola a causa de Carruthers. —Pareció pensativo—. ¿Ha habido algún problema con la red?

—¿Problema? —Me olvidé de que teníamos que hablar en voz baja—. ¡Llevamos cinco horas intentando que esa maldita cosa se abra!

—Shh —dijo Finch—. Baje la voz. —Pero apenas importaba que la hubiese levantado. Baine y Tossie se estaban hablando a gritos.

—¡Y no me cite a Tennyson! —dijo Tossie, furiosa.

—No era Tennyson —le respondió Baine—. Era William Shakespeare, un autor eminentemente citable. «¿Piensas que un pequeño ruido asusta mis oídos? ¿Acaso no he oído gran algarabía en el campo y la artillería del cielo tronando en las alturas?».

—¿Que la red no se abre? —preguntó Finch.

—De eso trataba mi mensaje. No se abría para ninguno de los dos. Verity llevaba intentándolo desde las tres. —Se me ocurrió una idea—. ¿Cuándo se ha ido usted de aquí?

—A las dos y media.

—Justo antes de que Verity lo intentara. ¿Cuánto deslizamiento hubo?

—Ninguno —contestó Finch, preocupado—. ¡Oh, cielos! El señor Lewis dijo que algo como esto podría suceder.

—¿Algo como qué?

—Algunos de sus modelos de Waterloo mostraron aberraciones en la red, debido a la incongruencia.

—¿Qué tipo de aberraciones? —pregunté, alzando otra vez la voz.

—Fallos de apertura, errores en el destino.

—¿Qué quiere decir con «errores en el destino»?

—En dos de las simulaciones, el historiador fue enviado a otro destino en el salto de regreso. No sólo hubo deslizamiento posicional, sino una localización espacio-temporal completamente distinta. México en 1872, en uno de los casos.

—Tengo que decírselo a Dunworthy —dije, yendo hacia el punto de salto—. ¿Cuánto hace que ha venido usted?

—He venido a las ocho y diecinueve —respondió él, corriendo detrás de mí y sacando su reloj de bolsillo—. Hace doce minutos.

Bien. Eso significaba que sólo faltaban cuatro minutos para la siguiente recogida. Llegué al mirador y rodeé el lugar por donde Verity había pasado.

—¿Cree que es una buena idea, señor? —dijo Finch, preocupado—. Si la red no funciona adecuadamente…

—Verity podría estar en México o Dios sabe dónde.

—Pero habría regresado, señor, en cuanto se diera cuenta de que era un destino equivocado, ¿no?

—No si la red no se abre —dije, tratando de encontrar el lugar donde se había colocado Verity.

—Tiene razón. ¿Qué puedo hacer, señor? Esperan que vuelva de Little Rushlade —indicó la cesta—, pero podría…

—Será mejor que lleve sus coles a los Chattisbourne y luego se reúna conmigo aquí. Si no estoy, salte y dígale al señor Dunworthy lo que ha sucedido.

—Sí, señor. ¿Y si la red no se abre, señor?

—Se abrirá —dije, sombrío.

—Sí, señor —respondió él, y se marchó con la cesta.

Miré con intensidad la hierba, deseando que el titilar comenzara. Todavía tenía a la gata en brazos y no podía soltarla sin más. Era probable que entrara en la red en el último minuto, y otra incongruencia era lo último que necesitábamos.

Todavía quedaban tres minutos. Volví a meterme entre las lilas, cerca de Tossie y Baine, con la intención de soltar a la gata donde ellos la vieran.

Las cosas no habían mejorado.

—¿Cómo se atreve? —decía Tossie.

—«¡No, ven, Kate! —decía Baine—. No debes parecer tan airada».

—¿Cómo se atreve a llamarme Kate, como si fuera una criada común como usted?

Me agaché y solté a Princesa Arjumand, que echó a correr hacia Tossie, y yo regresé al punto de salto.

—Tengo la intención de decirle a mi prometido lo insolente que ha sido conmigo —gritó Tossie. Al parecer no había reparado en Princesa Arjumand—. Cuando el señor St. Trewes y yo estemos casados, tengo previsto que se presente al Parlamento y apruebe una ley que declare ilegal que los criados lean libros y tengan ideas.

Hubo un leve zumbido y el aire empezó a temblar. Me puse en el centro.

—Y pretendo anotar en mi diario todo lo que me ha dicho, para que mis hijos y los hijos de mis hijos sepan qué grosero, insolente, bárbaro y vulgar… ¿qué está haciendo?

La red empezó a titilar con más fuerza y no me atreví a salir de ella. Estiré el cuello, tratando de ver por encima de las lilas.

—¿Qué está haciendo? —chilló Tossie—. ¡Suélteme! —Una sarta de grititos—. ¡Suélteme ahora mismo!

—Sólo pretendo de corazón lo mejor para usted —dijo Baine.

Miré la luz creciente, tratando de calcular cuánto tiempo tenía. No lo suficiente, y no podía arriesgarme a esperar al siguiente salto, no con Verity perdida Dios sabía dónde. México pasó por una revolución en la década de 1870, ¿no?

—¡Haré que lo detengan por esto! —Una serie de golpes, como de alguien dando puñetazos sobre el pecho de otra persona—. ¡Arrogante, monstruo, incivilizado matón!

—«Y así apagaré su testarudez y malhumor —citó Baine—. Que hable aquel que mejor sepa domar a una fierecilla».

El aire a mi alrededor se llenó de luz.

—Todavía no —dije, y como en respuesta, titiló un poco—. ¡No! —repetí, sin saber si quería que la red se abriera.

—¡Suélteme! —exigió Tossie.

—¡Como usted desee, señorita!

La luz de la red destelló y me envolvió.

—¡Espera! —dije mientras se cerraba, y me pareció oír un chapuzón.