La maldición ha caído sobre mí —exclamó la dama de Shalott.

ALFRED TENNYSON

C A P Í T U L O V E I N T I U N O

Explicaciones y recriminaciones - Otra premonición - Nuestra corporeidad puesta en duda - Una tormenta - Resuelto el misterio de los telegramas - Una tranquila velada en casa - Una llegada - Apodos de la infancia - El establecimiento de los rastrillos benéficos como tradición continuada - Declive y caída

Pasamos el resto del viaje entre explicaciones y recriminaciones.

—Pensaba que habías dicho que le envió un telegrama a su hermana —dijo Terence.

—Eso pensé. Le pregunté: «¿Envió sus telegramas?». Él dijo: «Sí», y me mostró los resguardos amarillos.

—Bueno, pues se habrá olvidado de pagarlos o algo. El funeral es mañana a las diez.

—Madame Iritosky trató de advertirme —dijo la señora Mering, apoyada en tres cojines y una manta doblada que Baine había traído—. «Cuidado con el mar», dijo. ¡Cuidado con el mar! ¡Estaba tratando de decirme que el profesor Peddick se había ahogado!

—Pero no se ahogó —dije yo—. Todo es un malentendido. Se cayó al río, y Terence y yo lo sacamos. Seguramente el profesor Overforce creyó que se había ahogado cuando no pudo encontrarlo.

—¿Se cayó al río? —dijo la señora Mering—. Creía que su barca había volcado.

—Lo hizo —aclaró Terence—, pero al día siguiente. Oímos un chapoteo y yo pensé que era Darwin, porque había bastantes árboles junto a la orilla. Pero no, era el profesor Peddick. Tuvo suerte de que llegáramos en el momento adecuado para salvarlo o habría sido su final. El destino. «¡Ah, feliz destino, que aferraste las faldas de la feliz casualidad!». Porque se hundía por tercera vez y pasamos un apuro del diablo…

—¡Señor St. Trewes! —le reprendió la señora Mering, obviamente recuperándose—. ¡Hay damas presentes!

Terence pareció desazonado.

—Oh, les pido perdón. Con la excitación de relatar la historia, yo…

La señora Mering asintió, sin hacerle caso.

—¿Dice usted que el profesor Peddick se cayó al río?

—Bueno, en realidad el profesor Overforce… verá, estaban discutiendo de historia y el profesor Peddick dijo…

Yo había dejado de prestar atención y miraba ausente la pared, como había hecho la señora Mering durante su premonición. Algo que alguien había dicho… por un momento casi lo tuve: la solución al misterio, la pista significativa. Verity tenía razón: lo habíamos estado analizando desde un punto de vista equivocado… Pero sólo lo tuve un instante, luego se perdió. Era algo que había dicho uno de ellos. ¿La señora Mering? ¿Terence? Miré a Terence, tratando de recordar.

—… y entonces el profesor Peddick dijo que Julio César no era irrelevante y fue entonces cuando el profesor Overforce se fue al agua.

—¡El profesor Overforce! —dijo la señora Mering, indicando a Verity que le acercara las sales—. Me ha parecido que había dicho que se cayó el profesor Peddick.

—En realidad fue empujado.

—¡Empujado!

No sirvió de nada. Fuera cual fuese mi premonición, se había ido. Y obviamente era el momento de intervenir.

—El profesor Peddick resbaló y cayó —dije—. Lo rescatamos y tratamos de llevarlo de regreso a casa, pero él insistió en venir con nosotros río abajo. Nos detuvimos en Abingdon para que le enviara un telegrama a su hermana contándole sus planes, pero es evidente que el telegrama no llegó. Al ver que el profesor había desaparecido, la hermana lo dio por muerto, cuando en realidad estaba vivo y con nosotros.

Ella tomó una profunda bocanada de sales.

—Con ustedes —dijo, mirando especulativamente a Terence—. Hubo una ráfaga de viento, helado. Alcé la cabeza y allí estaban ustedes, de pie en la oscuridad. ¿Cómo sé que no son todos espíritus?

—Tome. Palpe —dijo Terence, ofreciendo su brazo—. «Demasiada, demasiada carne sólida».

Ella apretó la manga torpemente.

—Ya ve —dijo él—. Bastante real.

La señora Mering no parecía convencida.

—El espíritu de Katie Cook parecía sólido. El señor Crookes le rodeó la cintura durante una sesión y dijo que parecía bastante humana.

Sí, bueno, había una explicación para eso, y para el hecho de que los espíritus tuvieran un parecido inusitado con personas envueltas en sábanas. Con aquellos argumentos nunca íbamos a poder demostrar que estábamos vivos.

—Y traían a Princesa Arjumand —dijo la señora Mering, continuando con su teoría—, a la que madame Iritosky había declarado en el Más Allá.

—Princesa Arjumand no es un espíritu —explicó Verity—. Baine la ha pillado en el estanque esta mañana, tratando de coger el Black Moor del coronel Mering. ¿No es cierto, Baine?

—Sí, señorita, pero he podido llevármela antes de que causara ningún daño.

Lo miré, preguntándome si se la habría llevado al centro del Támesis, o si el incidente de Verity la había asustado demasiado para intentarlo de nuevo.

—Arthur Conan Doyle dice que los espíritus comen y beben en la otra vida igual que nosotros aquí —dijo la señora Mering—. Dice que la otra vida es igual que nuestro mundo, pero más pura y más feliz. Además los periódicos nunca publicarían algo que no es cierto.

Y así continuó, hasta que hicimos trasbordo en Reading y el tema cambió a lo mal que se había portado el profesor Peddick.

—¡Hacer que sus seres queridos pasen una angustia tan terrible! —exclamó la señora Mering, de pie en el andén, viendo a Baine luchar con el equipaje—. Dejarlos sentados junto a la ventana, esperando ansiosamente su regreso, y luego, a medida que las horas pasan, ver que todo vestigio de esperanza se evapora. ¡Es la cima absoluta de la crueldad! Si hubiera sabido lo poco que le importa el afecto de sus seres queridos, nunca le habría abierto nuestra casa y ofrecido nuestra hospitalidad. ¡Nunca!

—¿No deberíamos enviar un telegrama y advertir al profesor Peddick de la inminente tormenta? —le susurré a Verity mientras subíamos los escalones del otro tren.

—Cuando he salido a coger el abanico —dijo ella, observando a Tossie y Terence, que caminaban por delante de nosotros—, ¿ha entrado alguien en el compartimento?

—Ni un alma.

—¿Y Tossie ha permanecido allí todo el tiempo?

—Ha ido a buscar a Baine cuando su madre se ha desmayado.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

—Sólo lo suficiente para traer a Baine —dije. Luego, al ver su aspecto abatido, añadí—: Puede que chocara con alguien en el pasillo. Y todavía no hemos llegado a casa. Podría encontrarse a alguien aquí. O en la estación de Muchings End.

Pero el revisor que la condujo a nuestro compartimento tenía al menos setenta años, y no había ni un alma, con cuerpo o sin él, en el lluvioso andén de Muchings End. Ni en casa. A excepción del coronel Mering y el profesor Peddick.

Decididamente, tendría que haber enviado un telegrama.

—Tuve idea maravillosa —dijo el coronel, saliendo feliz a saludarnos bajo la lluvia.

—Mesiel, ¿dónde está tu paraguas? —le cortó la señora Mering antes de que pudiera llegar más lejos—. ¿Dónde está tu abrigo?

—No los necesito. Sólo salía ver mi nuevo tancho plateado de manchas rojas. Perfectamente seco —dijo el coronel, aunque iba bastante mojado y su bigote estaba flácido—. No podía esperar contarte nuestra idea. Absolutamente espléndida. Pensamos venir directamente a decirla, ¿verdad, profesor? ¡Grecia!

La señora Mering, a quien Baine ayudaba a bajar del carruaje a la vez que sostenía un paraguas sobre su cabeza, miró con precaución al profesor Peddick, como si aún no estuviera segura de su corporeidad.

—¿Grecia?

—Termópilas —dijo el coronel regocijado—. Maratón, el Helesponto, el estrecho de Salamina. Hemos repasado la batalla hoy. Se me ha ocurrido. La única forma de ver trazado del terreno. Imaginar los ejércitos.

Resonó un trueno espantoso que él ignoró.

—Vacaciones para toda familia. Ordenar el ajuar de Tossie en Roma. Visitar a madame Iritosky. Recibí telegrama de ella diciendo iba al extranjero. Agradable viajecito. —Se detuvo y esperó, sonriente, la respuesta de su esposa.

Al parecer, la señora Mering había decidido que el profesor Peddick estaba vivo, al menos por el momento.

—Dígame, profesor Peddick —dijo, con una voz más helada que un témpano—, antes de partir en este «viajecito», ¿pretende informar a su familia de sus planes? ¿O permitirá que sigan llevando luto, como han hecho hasta ahora?

—¿Luto? —dijo el profesor, poniéndose los quevedos.

—¿Perdona, querida? —se desconcertó el coronel.

Sonó otro trueno extremadamente oportuno.

—Mesiel —explicó la señora Mering—, has estado alojando una víbora en tu seno. —Extendió un dedo acusador hacia el profesor Peddick—. Este hombre ha engañado a aquellos que le ofrecieron su amistad, que lo aceptaron. Y lo que es mucho, mucho peor: ha traicionado a sus seres queridos.

El profesor Peddick se puso los quevedos y miró a través de ellos.

—¿Víbora?

Se me ocurrió que podríamos quedarnos allí de pie toda la noche sin que el profesor llegara a comprender la calamidad que se le había venido encima. Dudé de si intervenir, sobre todo ya que volvía a llover.

Miré a Verity; ella miraba esperanzada el camino vacío.

—Profesor Peddick —empecé a decir, pero la señora Mering le había plantando ya delante el Oxford Chronicle.

—Lea esto —ordenó.

—¿Se teme ahogado? —dijo él, poniéndose los quevedos y luego quitándoselos otra vez.

—¿No le envió un telegrama a su hermana —preguntó Terence— diciéndole que venía río abajo con nosotros?

—¿Telegrama? —farfulló él vagamente, dándole la vuelta al Chronicle como si la respuesta pudiera estar detrás.

—Esos telegramas que envió usted en Abingdon —dije—. Le pregunté si había enviado los telegramas y me dijo que sí.

—Telegramas. Ah, sí, ahora recuerdo. Envié un telegrama al doctor Maroli, el autor de una monografía sobre la firma de la Carta Magna. Y otro al profesor Edelswein, de Viena.

—Se supone que tenía que enviar uno a su hermana y su sobrina —dijo Terence—, comunicándoles su paradero.

—Oh, cielos —dijo él—. Pero Maud es una muchacha sensata. Cuando no volví a casa, sin duda supo que me había ido de expedición. No es como la mayoría de las mujeres, temerosas e irritables y siempre pensando que te ha atropellado un tranvía.

—Ellas no piensan que lo ha atropellado un tranvía —dijo la señora Mering, sombría—. Piensan que se ha ahogado. El funeral es mañana a las diez.

—¿Funeral? —preguntó él mirando el periódico—. Servicios a las diez. Catedral de Christ Church —leyó—. ¿Por qué demontres van a celebrar un funeral? No estoy muerto.

—Eso dice usted —dijo la señora Mering, recelosa.

—Debe enviarles un telegrama inmediatamente —recomendé antes de que ella le pidiera palparle la manga.

—Sí, inmediatamente —me dio la razón la señora Mering—. Baine, traiga útiles de escribir.

Baine inclinó la cabeza.

—Tal vez estarían más cómodos en la biblioteca —dijo y, afortunadamente, nos hizo entrar en la casa.

Baine trajo pluma, tinta, papel y un limpiaplumas en forma de erizo; luego té, galletas y bollitos de mantequilla en una bandeja de plata. El profesor Peddick redactó un telegrama para su hermana y otro para el decano de Christ Church, Terence fue al pueblo a enviarlos y Verity y yo aprovechamos su partida para entrar en la sala de desayunos y planear nuestro siguiente movimiento.

—¿Que es cuál? —dijo Verity—. No había nadie en la estación. Ni aquí. Le pregunté a la cocinera. No ha venido nadie en todo el día. En cuanto deje de llover, creo que deberíamos saltar y decirle al señor Dunworthy que hemos fracasado.

—El día no se ha acabado aún. Quedan la cena y la sobremesa. Verás cómo el señor C aparece durante la sopa y anuncia que están prometidos en secreto desde Pascua.

—Quizá tengas razón —dijo Verity sin convicción.

Pero durante la cena no sucedió nada, excepto que la señora Mering volvió a contar su premonición, que ahora había adquirido tintes más elaborados.

—Y mientras estaba allí en la iglesia, me pareció ver el espíritu de lady Godiva ante mí (vestida, por supuesto), con una túnica azul Coventry, con su largo pelo suelto, y mientras yo permanecía allí, transfigurada, ella alzó su mano blanca y brillante en gesto de advertencia y dijo. «Las cosas no son lo que parecen».

Nada sucedió tampoco durante los cigarros y el oporto, excepto que oímos una descripción completa de los méritos del tancho plateado de manchas rojas del coronel. Me encontré esperando que cuando volviéramos a reunirnos con las damas estuvieran sentadas alrededor de un náufrago o un duque desheredado, escuchando ansiosamente su relato de cómo se perdió en la tormenta. Cuando el coronel Mering abrió las puertas correderas, la señora Mering estaba tendida en el diván, al parecer abrumada de nuevo y aspirando profundamente el perfume de su pañuelo, Tossie estaba sentada ante el escritorio redactando su diario y Verity, en la mecedora, alzó la cabeza ansiosamente, como si esperara que el marino viniera con nosotros.

Llamaron a la puerta principal y Verity se levantó a medias dejando que el bordado se le cayera al suelo. No era otra cosa que Terence, que volvía de enviar los telegramas.

—Me ha parecido mejor esperar una respuesta de su hermana —dijo, tendiéndole el abrigo mojado y el paraguas a Baine. Le entregó al profesor Peddick dos sobres amarillos.

El profesor buscó sus quevedos, abrió los telegramas y procedió a leerlos en voz alta.

—«Tío. Encantada de oír noticias tuyas. Sabía que estabas bien. Todo mi amor. Tu sobrina».

—Querida Maudie —dijo—. Sabía que no perdería la cabeza. Eso demuestra las criaturas tan inteligentes que son las mujeres cuando están adecuadamente educadas.

—Educadas —intervino Tossie—. ¿Está ella estéticamente educada?

El profesor asintió.

—Arte, retórica, los clásicos, matemáticas. —Abrió el otro sobre—. Nada de esas tonterías de música y bordado. —Leyó el segundo telegrama en voz alta—. «Horace. ¿Cómo has podido? Ceremonia ordenada. Flores y palio preparados. Te esperamos en el tren de las 9.32. El profesor Overforce se encarga de panegírico». ¡El profesor Overforce! —Se levantó—. Debo marchar a Oxford inmediatamente. ¿Cuándo sale el próximo tren?

—No hay más trenes a Oxford esta noche —dijo Baine, la guía Bradshaw ambulante—. El primer tren de mañana es a las 7.14, desde Henley.

—Debo cogerlo. Haga mis maletas de inmediato. ¡Overforce! No quiere hacer un panegírico. Quiere desacreditar mi teoría de la historia y promocionar la suya. Va detrás del Sillón Haviland. ¡Fuerzas naturales! ¡Poblaciones! ¡El asesino!

—¿Asesino? —chilló la señora Mering. Temí tener que pasar otra vez por todo el asunto de vivos-o-muertos, pero el profesor Peddick no le dio ni siquiera la oportunidad de pedir las sales.

—No es que el asesinato cuente en su teoría de la historia. —Se sentó, aferrado al telegrama—. El asesinato de Marat, de los dos pequeños príncipes en la Torre, el asesinato de Darnley, nada de eso tuvo ningún efecto en el curso de la historia según Overforce. La acción individual es irrelevante para la historia. El honor no importa en la teoría de Overforce, ni importan los celos, la locura o la suerte. Nada de eso influye en los acontecimientos. Ni Thomas Moro, ni Ricardo Corazón de León, ni Martín Lutero.

Y así continuó.

La señora Mering trató de interrumpirlo una o dos veces y luego se recostó contra el diván. El coronel Mering cogió el periódico (no el Oxford Chronicle). Tossie, la barbilla apoyada en una mano, jugueteó abstraída con un gran limpiaplumas en forma de clavel. Terence extendió las piernas hacia el fuego. Princesa Arjumand se acurrucó en mi regazo y se quedó dormida.

La lluvia golpeaba la ventana, el fuego chisporroteaba, Cyril roncaba. Verity apuñalaba decididamente su bordado y no dejaba de mirar el reloj de bronce dorado de la repisa, que parecía haberse parado.

—En la batalla de Hastings —decía el profesor Peddick—, el rey Harold murió alcanzado en el ojo por una flecha. Un tiro de suerte que determinó el resultado de la batalla. ¿Cómo explica la suerte la teoría de la historia de Overforce?

La puerta principal resonó con fuerza y Verity se pinchó el dedo con la aguja. Terence se enderezó, parpadeando. Baine, que añadía troncos a la chimenea, se levantó y fue a atender la puerta.

—¿Quién puede ser, a estas horas? —preguntó la señora Mering.

«Por favor —pensé—, que sea el señor C».

—¡Fuerzas naturales! ¡Poblaciones! —vociferaba el profesor Peddick—. ¿Cómo encaja en esa teoría la batalla de Jartún?

Oí voces apagadas en el vestíbulo: la de Baine y otro hombre. Miré a Verity, que se estaba chupando el dedo pinchado, y luego hacia la puerta del saloncito.

Apareció Baine.

—El reverendo señor Arbitage —dijo, y el coadjutor entró, la lluvia le goteaba del sombrero.

—Absolutamente imperdonable venir de visita tan tarde, lo sé —se excusó, tendiéndole el sombrero a Baine—, pero tenía que pasarme por aquí y decirles cómo fue la fiesta. Estuve en Lower Hedgebury en una reunión del Comité de Caridad de los Suburbios y todo el mundo se quedó boquiabierto por nuestro éxito. Un éxito —sonrió afectadamente—, que atribuyo por completo a su idea de celebrar un rastrillo, señora Mering. El reverendo Chichester quiere instituir uno para su Festival de Verano para la Misión de Muchachas Desgraciadas.

—¿El reverendo Chichester? —me interesé inclinándome hacia delante.

—Sí —respondió él ansiosamente—. Quería saber si estaría usted dispuesta a prestar su experiencia para la empresa, señora Mering. Y la señorita Mering y la señorita Brown, por supuesto.

—El reverendo Chichester —dije—. Creo que he oído hablar de él. ¿Joven, soltero, moreno, con bigote?

—¿El reverendo Chichester? Santo cielo, no. Noventa años, por lo menos. Bastante afectado por la parálisis, me temo, pero aún activo para las buenas obras. Y muy interesado en el Más Allá.

—No me extraña —murmuró el coronel Mering desde las profundidades de su periódico—. Ya tiene un pie en el otro barrio.

—El Juicio Final puede estar a sólo un paso de todos nosotros —dijo el reverendo Arbitage, frunciendo los labios—. «Temed a Dios y glorificadlo, pues la hora de su juicio está por venir». Revelaciones: 14,7.

Era un verdadero engorro. Petulante, remilgado, sin sentido del humor. La pareja perfecta para Tossie. Y no parecía haber más candidatos.

—Arbitage —dije—. ¿Es ése su apellido completo?

—¿Usted perdone?

—Mucha gente tiene un apellido compuesto hoy en día. Edward Burne-Jones, Elizabeth Barrett Browning, Edward Bulwer-Lytton. Pensé que tal vez Arbitage fuera la abreviatura de Arbitage-Culpeppere o Arbitage-Chutney.

—Arbitage es mi apellido completo —dijo él, enderezándose—. Eustace Hieronymous Arbitage.

—Y no hay apodos, supongo, para un hombre que se dedica a su trabajo —comenté—. ¿En la infancia, tal vez? Mi hermana me llamaba Caracolitos, por mis rizos de bebé. ¿Tenía usted el pelo rizado?

—Creo —dijo el reverendo Arbitage—, que fui calvo hasta los tres años.

—Ah —dije yo—. ¿Cariñín, tal vez? ¿O Cuqui?

—Señor Henry —me llamó la atención la señora Mering—, el señor Arbitage está tratando de contarnos los resultados de la fiesta.

—Sí, bueno —continuó el reverendo, sacándose del bolsillo un cuaderno de cuero—, descontando los gastos llegamos a dieciocho libras, cuatro chelines y ocho peniques. Más que suficiente para pintar los murales de las paredes y poner un púlpito nuevo. Puede que incluso tengamos suficiente para comprar un óleo para la capilla de las damas. Quizás un Holman-Hunt.

—¿Cuál piensa usted que es el sentido del arte, señor Arbitage? —preguntó Tossie de repente.

—Edificar e instruir —respondió él al instante—. Todo arte debe apuntar a una moral.

—Como La luz del mundo —dijo ella.

—En efecto. «Pues mirad, estuve en la puerta y llamé…». Revelaciones: 3,20. —Se volvió hacia la señora Mering—. ¿Entonces puedo decirle al reverendo Chichester que cuenta con su ayuda?

—Me temo que no —contestó la señora Mering—. Partimos para Torquay pasado mañana.

Verity alzó la cabeza, muy sorprendida, y el coronel bajó el periódico.

—Mis nervios —continuó la señora Mering, mirando al profesor Peddick—. Tantas cosas inquietantes han sucedido en los últimos días. Siento la necesidad de consultar con el doctor Fawleigh. Quizás haya oído usted hablar de él. Es experto en espiritismo. Ectoplasmas. Y desde allí viajaremos a Kent para conocer a los padres del señor St. Trewes y hacer los preparativos para la boda.

—Ah —dijo el señor Arbitage—. Pero volverán en agosto, supongo. Nuestra fiesta de verano ha sido un éxito tal que he decidido que deberíamos tener una Feria del Día de San Bartolomé y, por supuesto, querremos una adivinadora. Y un rastrillo. La señora Chattisbourne prefería un campeonato de cartas, pero le he dicho que el rastrillo estaba destinado a convertirse en una tradición. La señorita Stiggins donó un zapatero, y mi tía abuela va a enviarme un grabado de La batalla de Naseby.

—¡Ah, sí, Naseby! —dijo el profesor Peddick—. La carga de caballería del príncipe Rupert. Un ejemplo clásico de cómo se puede estar al borde del éxito y luego ver cómo se convierte en derrota, todo por falta de previsión.

Se discutió un poco más acerca de los peligros de actuar sin pensar y luego el reverendo Arbitage nos dio su bendición y se marchó con viento fresco.

Tossie apenas pareció darse cuenta.

—Estoy cansada —dijo en cuanto Baine lo acompañó a la salida. Besó a su padre y luego a su madre.

—Estás pálida —le comentó la señora Mering—. El aire del mar te sentará bien.

—Sí, mamá —contestó ella, como si estuviera pensando en otra cosa—. Buenas noches. —Y subió las escaleras.

—Es hora de que nos retiremos todos —anunció la señora Mering, poniéndose en pie—. Ha sido un día largo —dirigió al profesor Peddick una mirada gélida— y lleno de acontecimientos para todos nosotros. Mesiel, tendrás que levantarte temprano mañana para acompañar al profesor Peddick en su viaje.

—¿Acompañar al profesor Peddick? —tartamudeó el coronel—. No puedo dejar mi tancho plateado de manchas rojas.

—Estoy segura de que querrás asegurarte de que el profesor Peddick no desaparece por el camino —dijo ella inflexible—. Estoy segura de que no querrás ser responsable de dejar a la familia desinformada y afligida por segunda vez.

—No, por supuesto que no —respondió el coronel, derrotado—. Me encantará llevarlo a casa, profesor Peddick.

Mientras consultaban con Baine los horarios de trenes, me acerqué a Verity y susurré:

—Informaré por la mañana cuando lleve a Cyril al establo.

Ella asintió, aturdida.

—Muy bien. —Echó una última ojeada alrededor, como si todavía esperara que fuera a aparecer el señor C—. Buenas noches —dijo, y subió las escaleras.

—Vamos, Cyril. —Terence me miró con toda la intención—. Es hora de que vayas al establo. —Pero yo no prestaba atención.

Estaba mirando el escritorio, donde Tossie había dejado su diario.

—Subo dentro de un momento —dije, colocándome delante con disimulo—. Quería buscar un libro para leer.

—¡Libros! —se quejó la señora Mering—. Demasiada gente lee libros hoy en día. —Y salió de la habitación.

—Vamos, Cyril —llamó Terence. Cyril se puso en pie—. ¿Sigue lloviendo fuera, Baine?

—Me temo que sí, señor —contestó Baine, y fue a abrirles la puerta principal.

—¡La carga de Pickett! —le decía el profesor Peddick al coronel Mering—. En la batalla americana de Gettysburg. ¡Otro excelente ejemplo de actuar sin pensar! ¿Cómo explicaría Overforce la carga de Pickett?

Y salieron juntos.

Cerré tras ellos la puerta del saloncito y corrí al escritorio. El diario estaba abierto. La pluma y el limpiaplumas cubrían los dos tercios inferiores de la página. En la parte superior estaba escrito: «Quince de junio». Debajo, «Hoy hemos ido a Cov… —Alcé el limpiaplumas— entry». Después nada. Fuera lo que fuese que había registrado para la posteridad sobre el gran día, no lo había hecho aún, pero podría haber pistas sobre el señor C en entradas anteriores.

Cerré el diario, cogí del estante los dos volúmenes de Declive y caída del Imperio romano de Gibbon, escondí el diario entre ellos y me di la vuelta con los libros en la mano.

Baine estaba allí.

—Me encantará llevarle su diario a la señorita Mering si no le resulta inconveniente, señor —dijo.

—Excelente —contesté, y lo saqué de entre los Gibbon—. Iba a subírselo.

—Como usted desee, señor.

—No, está bien. Lléveselo usted. Creo que daré un paseo antes de acostarme.

Una explicación claramente ridícula con la lluvia golpeando las puertas. No se la creyó más de lo que había creído que yo iba a llevarle el diario a Tossie. Pero se limitó a repetir:

—Como usted desee, señor.

—¿Ha venido alguien esta noche? —pregunté—. Aparte del reverendo Arbitage, me refiero.

—No, señor.

—¿Ni a la puerta de la cocina? ¿Un buhonero? ¿O alguien buscando refugio de la tormenta?

—No, señor. ¿Es todo, señor?

Sí, eso era todo. ¿Y dentro de unos años, qué? La Luftwaffe eliminaría la RAF y aterrizaría en Dover, y los nietos de Tossie y Terence los combatirían en las playas y en las zanjas y en el prado de Christ Church y en Iffley sin conseguir nada. Colgarían banderas nazis en los balcones del palacio de Buckingham y marcharían al paso de la oca por Muchings End y Oxford y Coventry. Bueno, al menos Coventry no ardería. Sólo el Parlamento. Y la civilización.

Y el continuum espacio-temporal se corregiría tarde o temprano. A menos que los científicos de Hitler descubrieran los viajes en el tiempo.

—¿Será eso todo, señor? —repitió Baine.

—Sí —dije—. Eso será todo. —Y me volví a abrir la puerta.

Entró la lluvia. Estar empapado y helado, de algún modo, me pareció lo adecuado. Me asomé.

—Me he tomado la libertad de poner al amigo del señor St. Trewes en su habitación, señor —me informó Baine.

—Gracias —dije de corazón. Me volví y me dirigí hacia las escaleras.

—Señor Henry.

—¿Sí?

Pero fuera lo que fuese lo que pretendía decir, debió pensárselo mejor.

—Un libro excelente —dijo—. Declive y caída.

—Edificante e instructivo —dije yo, y me fui a la cama.