Todo hombre encuentra su Waterloo.
WENDELL PHILLIPS
Retirada - Trato de averiguar el nombre del guarda de la estación - La premonición de la señora Mering, posibles significados de - Chales - Alias de clérigos - Predicción sobre el futuro de Eglantine - John Paul Jones - Té, los desafortunados efectos revitalizadores del - Aportes - Periódicos - Abanicos - Otro soponcio más - Baine al rescate - Un titular sorprendente
El viaje de regreso a casa se pareció bastante a la retirada de Napoleón de Waterloo: un montón de pánico, prisa y confusión, seguidos de inacción y desesperación. Casi dejamos plantada a Jane en la carrera a la estación, la señora Mering amenazó con volver a desmayarse y cayó otro chaparrón justo cuando nos poníamos en marcha. Terence estuvo a punto de saltarle un ojo a Tossie cuando trataba de abrir los paraguas. Baine retenía al tren a base de fuerza bruta.
—Deprisa —le dije a la señora Mering, ayudándola a bajar del cabriolé—. El tren va a partir.
—No, no, no puede marcharse sin nosotros —protestó ella, con auténtica urgencia—. Mi premonición…
—Entonces debemos apresurarnos —dijo Verity, cogiéndola del otro brazo. La empujamos por el andén hasta primera clase.
El guarda de la estación, que todavía discutía con Baine, se rindió al ver a Tossie luchando con sus faldas y su parasol empapado y la ayudó a subir, llevándose galantemente la mano al sombrero.
—Lo sé —murmuré—. Averigua su nombre.
No hubo tiempo para encontrar a un mozo. Terence y yo, ignorando los convencionalismos de clase, sacamos las maletas, bolsos, paquetes, mantas y a Jane del cabriolé y los llevamos en volandas hasta el vagón de segunda clase. Volví a la carrera para pagarle al conductor, que se largó en cuanto tuvo el dinero en las manos como si lo persiguieran los prusianos de Blücher, y volví a correr por el andén. El tren había empezado a moverse, sus pesadas ruedas giraban con una lenta pero implacable aceleración. El guarda de la estación se apartó del borde del andén, las manos a la espalda.
—¿Cómo se llama usted? —jadeé, corriendo.
Fuera cual fuese su respuesta, el silbato del tren la ahogó por completo. El tren empezó a ganar velocidad.
—¿Qué? —grité. El silbato volvió a sonar.
—¿Qué? —gritó él.
—Su nombre.
—¡Ned! —gritó Terence desde el andén de primera clase—. ¡Venga ya!
—¡Ya voy! ¿Cómo se llama? —le grité al guardia, y salté al tren.
Fallé. Agarré la barra de bronce con la mano derecha y me quedé colgado un instante. Terence me cogió por el brazo izquierdo y me aupó al escalón. Así la barra y me di la vuelta. El guarda trotaba hacia la estación, la cabeza encogida dentro del cuello alzado de la chaqueta.
—¡Su nombre! —le grité a la lluvia, pero él ya había desaparecido dentro de la estación.
—¿Qué estabas haciendo? —dijo Terence—. Por poco acabas como Ana Karénina.
—Nada. ¿Cuál es nuestro compartimento?
—El tercero al fondo.
Empezó a recorrer el pasillo hacia el lugar donde se hallaba Verity, mirando el andén, que se alejaba rápidamente de nosotros. La lluvia resonaba sobre sus tablones vacíos.
—«Tu destino es el más común de todos los destinos —citó Terence—. En cada vida debe caer algo de lluvia. Algunos días deben ser oscuros y ominosos».
Y abrió la puerta del compartimento. La señora Mering estaba desplomada sobre los cojines en un estado próximo al colapso, con un pañuelo de encaje ante la nariz.
—¿Estás segura de que no fue la madre de Tossie quien tuvo la experiencia que cambió su vida? —le susurré a Verity.
—Señor Henry, Verity, vengan a sentarse —nos pidió la señora Mering, agitando el pañuelo. Capté una vaharada de violetas de Parma—. Y cierren la puerta. Hay corriente.
Entramos. Cerré la puerta. Nos sentamos.
—«Y con destino a casa, alegremente, emprendemos el camino» —citó Terence, sonriéndole a todo el mundo.
Nadie le devolvió la sonrisa. La señora Mering lloriqueaba en su pañuelo, Verity parecía preocupada y Tossie, acurrucada en un rincón, lo miraba con mala cara.
Si había tenido una experiencia capaz de alterar su vida, ciertamente no lo parecía. Se la veía cansada, malhumorada y mojada. Los volantes de organdí estaban flácidos y no revoloteaban, y habían empezado a deshacérsele los rizos.
—Al menos podríamos habernos quedado para el té, mamá —lamentó—. El coadjutor pretendía invitarnos, estoy segura. No se puede decir que éste fuera el único tren. Si hubiéramos cogido el de las 5.36, habríamos tenido tiempo de sobra para tomar el té.
—Cuando una tiene una terrible premonición —contestó la señora Mering, obviamente sintiéndose mejor—, no se para a tomar el té. —Agitó el pañuelo y capté otra sofocante vaharada de violetas—. Traté de decirle a Mesiel que viniera con nosotros.
—¿Especificó su premonición si era el coronel Mering quien corría peligro? —preguntó Verity.
—No —respondió la señora Mering, y adoptó otra vez aquella extraña expresión de sondearse un diente—. Había… había agua. —Soltó un gritito—. ¿Y si se ha caído en el estanque y se ha ahogado? Su nuevo pez de colores tenía que llegar hoy. —Se hundió de nuevo contra los cojines, olisqueando el pañuelo.
—Papá sabe nadar —argumentó Tossie.
—Podría haberse golpeado la cabeza con el bordillo de piedra —dijo obstinada la señora Mering—. Algo terrible ha sucedido. ¡Lo noto!
No era la única. Miré de reojo a Verity. Parecía calmadamente desesperada. Teníamos que hablar.
—¿Puedo traerle algo, señora Mering? —dije. No estaba seguro de cómo sacar a Verity del compartimento. Tal vez consiguiera que el revisor le trajera un mensaje. Cruzaría ese puente ferroviario cuando llegara a él—. Aquí hace bastante frío. ¿Puedo traerle una mantita de viaje?
—Hace frío —dijo ella—. Verity, ve y dile a Jane que quiero mi chal escocés. Tossie, ¿quieres el tuyo?
—¿Qué? —preguntó Tossie sin interés, mirando por la ventanilla.
—Tu chal. ¿Lo quieres?
—¡No! —negó Tossie violentamente.
—Tonterías. Hace frío aquí dentro. —La señora Mering se volvió hacia Verity—. Trae el chal de Tossie.
—Sí, señora Mering —dijo Verity, y salió.
—Hace frío aquí dentro —repetí a mi vez—. ¿Le pido al revisor que traiga una estufa? ¿O un ladrillo caliente para sus pies?
—No. ¿Por qué demontres no quieres el chal, Tossie?
—Quiero té —le dijo Tossie a la ventanilla—. ¿Crees que carezco de educación estética?
—Por supuesto que no —aseguró la señora Mering—. Hablas francés. ¿Adonde va, señor Henry?
Retiré la mano de la puerta del compartimento.
—Pensaba en salir a la plataforma de observación un momento —dije, sacando una pipa como prueba.
—Tonterías. Está diluviando ahí fuera.
Me senté, derrotado. Verity volvería al cabo de un momento y habríamos perdido nuestra oportunidad. Como la habíamos perdido en Coventry.
—Señor St. Trewes —dijo la señora Mering—, vaya y dígale a Baine que traiga un poco de té.
—Yo lo haré —dije, y salí del compartimento antes de que pudiera detenerme. Verity ya estaría de vuelta con el chal. Si conseguía alcanzarla antes de que llegara al vagón de segunda clase, podríamos…
Una mano salió del penúltimo compartimento, me agarró de la manga y me arrastró al interior.
—¿Dónde te has metido? —dijo Verity.
—No es fácil escapar de la señora Mering —repliqué, echando un vistazo al pasillo para asegurarme de que no venía nadie antes de cerrar la puerta del compartimento.
Verity corrió las cortinas.
—La verdadera cuestión es qué hacemos ahora. —Se sentó—. Estaba segura de que llevarla a Coventry sería suficiente. Vería el tocón del pájaro del obispo, conocería a Como-se-llame-que-empieza-por-cé, su vida cambiaría, y la incongruencia se arreglaría.
—No sabemos que no lo haya hecho. Quizá su vida haya cambiado y no lo sepamos todavía. Están esos hombres del andén de Reading, y el cochero, y el coadjutor. Y el que se parecía a Crippen. Y Cyril. No debemos olvidar que su nombre empieza por «C».
Ella ni siquiera sonrió.
—Tossie no le dejó venir a Coventry, ¿recuerdas?
Me senté frente a ella.
—Personalmente, apuesto por el coadjutor —dije—. Tiene los ojos un poco saltones y es demasiado pomposo para mi gusto, pero Tossie ya ha demostrado qué gusto tan retorcido tiene, y ya viste cómo la miraba. Apuesto a que aparece en Muchings End mañana con un pretexto cualquiera: ha decidido volverse espiritista, o quiere consejo para la competición de cocos o algo parecido. Se enamoran, ella deja tirado a Terence como si fuera una colilla, y lo siguiente que sabemos es que cuelgan las amonestaciones para el enlace de la señorita Tossie Mering y el reverendo…
—Doult —dijo Verity.
—Es una teoría perfectamente válida. Ya los oíste a los dos hablar sobre el Albert Memo… ¿Cómo has dicho?
—Doult. D-O-U-L-T —repitió ella—. El reverendo Doult.
—¿Estás segura?
Ella asintió, sombría.
—La señora Mering me ha dicho su nombre cuando subíamos al carruaje. «Un joven de buenas intenciones, el reverendo Doult, pero carece de inteligencia. Niega la lógica de la vida en el más allá», me ha dicho.
—¿Estás segura de que era Doult y no…?
—¿Colt? Estoy segura —sacudió la cabeza—. El coadjutor no era el señor C.
—Bueno, pues entonces debe de haber sido uno de los hombres del andén de Reading. O el coadjutor de Muchings End.
—Se llama Arbitage.
—Eso dice él. ¿Y si usa un alias?
—¿Un alias? Es sacerdote.
—Lo sé. La iglesia no estaría dispuesta a perdonar la mala conducta y los devaneos de su juventud, y por eso tiene que usar un nombre falso. Su constante presencia en Muchings End demuestra que está interesado por ella. Y, por cierto, ¿a qué se debe esta peculiar fascinación que ejerce sobre los curitas?
—Todos necesitan esposas que los ayuden con la escuela dominical y los festivales de la iglesia.
—Rastrillos benéficos —murmuré—. Lo sabía. El reverendo Arbitage está interesado en el espiritismo. Le interesa destrozar iglesias antiguas. Le…
—No es el señor C. Lo busqué. Se casó con Eglantine Chattisbourne.
—¿Eglantine Chattisbourne?
Ella asintió.
—En 1897. Se convirtió en vicario de St. Albans en Norwich.
—¿Qué tal el guarda de la estación? —dije—. No he entendido su nombre. Él…
—Tossie ni siquiera lo ha mirado. No ha mostrado el más mínimo interés por nadie en todo el día. —Se acomodó cansada en el asiento—. Tenemos que aceptarlo, Ned. La experiencia que cambió su vida no se ha producido.
Parecía tan desanimada que pensé que tenía que tratar de animarla.
—El diario no decía que la experiencia fuera en Coventry —dije—. Lo único que decía era: «Nunca olvidaré el día que fuimos a Coventry». Podría haber sucedido en el camino de vuelta a casa. La señora Mering tuvo una premonición de que algo terrible iba a suceder —le sonreí—. Quizás haya un choque de trenes y el señor C saque a Tossie de entre los restos.
—Un choque de trenes —dijo ella, nostálgica. Se levantó y recogió el chal—. Será mejor que volvamos antes de que la señora Mering envíe a alguien a buscarnos —añadió, resignada.
Abrí la puerta.
—Sucederá algo, ya lo verás. Todavía está el diario. Y el proyecto relacionado de Finch, sea lo que fuere. Y todavía nos quedan media docena de estaciones y un cambio de trenes antes de llegar a Muchings End. Tal vez Tossie choque con el señor C en el andén de Reading. O quizás ya lo ha hecho. Como no volvías, su madre la ha enviado a buscarte y, cuando el tren se ha estremecido al tomar una curva, ha caído en sus brazos. Arrollador, con título, tan insufrible como ella, y además da la casualidad de que es el escultor del tocón del pájaro del obispo; Tossie está en su compartimento ahora mismo, discutiendo con él sobre arquitectura victoriana.
Pero no era así. Seguía en su rincón, mirando malhumorada por la ventanilla.
—Estáis ahí —dijo la señora Mering—. ¿Dónde os habíais metido? Estoy casi congelada.
Verity se apresuró a ponerle el chal sobre los hombros.
—¿Le ha dicho a Baine que queríamos nuestro té?
—Voy a hacerlo ahora mismo —dije, la mano en el pomo de la puerta—. Me he encontrado a la señorita Brown de camino y la he acompañado de vuelta.
Y me escabullí.
Esperaba encontrarme a Baine sumido en La revolución industrial de Toynbee o en Orígenes del hombre de Darwin, pero tenía el libro abierto sobre el asiento junto a él, y estaba contemplando la lluvia. Al parecer pensaba en su estallido estético y en las consecuencias que iba a traerle, porque dijo sombrío:
—Señor Henry, ¿puedo hacerle una pregunta sobre los Estados Unidos? Ha estado usted allí. ¿Es cierto que América es la tierra de las oportunidades?
La verdad es que tendría que haber estudiado el siglo diecinueve. Todo lo que recordaba de él era una guerra civil y varias fiebres del oro.
—Decididamente, es un país donde todo el mundo es libre de expresar su opinión —dije—, y lo hace. Sobre todo en los estados del Oeste. A la señora Mering le gustaría tomar té.
Me fui a la plataforma trasera y me quedé allí con mi pipa, fingiendo fumar y contemplando la lluvia. Se había reducido a una llovizna. Unas nubes densas flotaban sobre los caminos enfangados por los que pasábamos, en la retirada hacia París.
Verity tenía razón. Teníamos que aceptarlo. El señor C no iba a aparecer en Reading ni en ninguna otra parte. Habíamos intentado reparar el costurón en el continuum atando de nuevo los hilos, llevando a Tossie al lugar mencionado en el día mencionado.
Pero en un sistema caótico no existía un simple costurón. Cada acontecimiento estaba conectado con todos los demás. Cuando Verity se internó en el Támesis, cuando yo me dirigí a la estación de ferrocarril, docenas, miles de acontecimientos se modificaron. Incluido el paradero del señor C el quince de junio de 1889. Habíamos roto todos los hilos a la vez, y el tejido en el telar del espacio-tiempo se había hecho pedazos.
—«Voló la tela y flotó ampliamente —dije en voz alta—. “La maldición ha caído sobre mí”, exclamó la dama de Shalott».
—Eh, ¿qué es eso? —dijo una voz de hombre, abriendo la puerta y saliendo a la plataforma. Era fornido, con unas patillas enormes y una pipa Meerschaum que vació violentamente—. ¿Maldición, dice? —encendió la pipa.
—Tennyson —contesté.
—Poesía —gruñó él—. Un montón de basura, si quiere mi opinión. Arte, escultura, música, ¿qué utilidad tienen en la vida real?
—Exactamente —dije, tendiéndole la mano—. Ned Henry. ¿Cómo está usted?
—Arthur T. Mitford —contestó él, aplastándomela con la suya.
Bueno, merecía la pena intentarlo.
—No creo en el destino —dijo, chupando ferozmente su pipa—. Ni en el hado, ni en el sino. Un montón de basura. Un hombre se labra su propio futuro.
—Espero que tenga razón.
—Claro que tengo razón. Mire a Wellington.
Vacié el tabaco de mi pipa en los raíles y regresé al compartimento. Mire a Wellington. Y a Juana de Arco en Orleans. Y a John Paul Jones. Habían tenido éxito cuando todo parecía perdido.
Y el continuum era más duro de lo que parecía. Tenía deslizamientos y refuerzos y redundancias. «Te perdí en un lugar, nos encontramos en otro». Y si era así, lo que yo le había dicho a Verity podía ser cierto y el señor C podía estar en el andén de Reading. O en nuestro compartimento en este mismo instante, picando los billetes o engullendo golosinas.
No estaba. Pero Baine sí, repartiendo tazas de porcelana y sirviendo té, que tuvo el desafortunado efecto de revivir a la señora Mering. Se enderezó en el asiento, arregló su chal de cuadros y se dispuso a amargarnos la vida a todos.
—Tossie —dijo—. Siéntate con corrección y bébete el té. Has sido tú quien lo ha pedido. Baine, ¿no ha traído limón?
—Veré si lo venden en la estación, madam —respondió él, y se marchó.
—¿Por qué es una parada tan larga? —dijo la señora Mering—. Tendríamos que haber tomado un expreso. Verity, este chal no da ningún calor. Tendrías que haberle dicho a Jane que trajera el de cachemira.
El tren se puso en marcha.
Varios minutos después Baine volvió a aparecer, con aspecto de haber tenido que correr para cogerlo.
—Me temo que no tenían limones, madam —dijo, sacando del bolsillo una botella de leche—. ¿Le apetece leche?
—¿De quién sabe qué clase de vaca? Este té está tibio.
Baine sacó una lámpara de alcohol y procedió a calentar más agua mientras la señora Mering buscaba otra víctima a su alrededor.
—Señor St. Trewes —le dijo a Terence, que se había retirado tras su libro de poemas—, está demasiado oscuro para leer aquí. Se estropeará la vista.
Terence cerró el libro y se lo guardó en el bolsillo, con aspecto del hombre que acababa de darse cuenta de dónde se ha metido. Baine encendió las lámparas y sirvió más té.
—Qué grupo más aburrido son todos —dijo la señora Mering—. Señor Henry, háblenos de los Estados Unidos. La señora Chattisbourne dice que le contó usted que estuvo en el Oeste combatiendo a los indios.
—Brevemente —dije, preguntándome si iba a preguntarme a continuación por cabelleras cortadas. Pero tenía otra idea en mente.
—¿Tuvo la oportunidad mientras estuvo en el Oeste de asistir a una de las sesiones espiritistas de la baronesa Eusapia en San Francisco?
—Me temo que no.
—Lástima —le dijo, y estaba claro que opinaba que me había perdido las mejores atracciones turísticas—. Eusapia es famosa por sus transportes.
—¿Transportes? —preguntó Terence.
—Objetos transportados a través del aire desde localizaciones distantes —dijo ella.
«Eso es —pensé—. Lo que le pasó al tocón del pájaro del obispo. Fue transportado a San Francisco en una sesión».
—… flores y fotografías —decía la señora Mering—, y una vez transportó un nido de gorrión desde China. ¡Con el gorrión dentro!
—¿Cómo sabe que era un gorrión chino? —preguntó Terence, dubitativo—. No trinaba en chino, ¿no? ¿Cómo sabe que no era un gorrión californiano?
—¿Es verdad que los criados en América no saben cuál es su sitio —dijo Tossie, mirando a Baine— y que sus amas les permiten expresar sus opiniones sobre educación y arte como si fueran sus iguales?
Pareció que el universo iba a desplomarse allí mismo, en aquel compartimento.
—Yo… uh… —dije.
—¿Vio usted un espíritu, señora Mering, cuando tuvo su premonición? —preguntó Verity, tratando de cambiar de tema.
—No, era… —dijo ella, y otra vez puso aquella extraña expresión hacia dentro de ensimismamiento—. Baine, ¿cuántas paradas hace este tren espantoso?
—Ocho, madam.
—Nos quedaremos todos congelados antes de llegar a casa. Vaya y dígale al revisor que nos traiga una estufa. Y tráigame una mantita para las rodillas.
Y así sucesivamente. Baine trajo la mantita y un ladrillo caliente para los pies de la señora Mering, y unos polvos para el dolor de cabeza que la señora Mering nos había provocado a todos pero que ella reclamó para sí.
—Desde luego, espero que no pretenda tener perros después de casarse —le dijo a Terence, y le hizo reducir la intensidad de las lámparas porque le lastimaban los ojos. En la siguiente estación, envió a Baine a comprar un periódico—. Mi premonición es que algo horrible va a suceder. Quizás haya habido un robo. O un incendio.
—Creía que habías dicho que tu premonición tenía algo que ver con el agua —dijo Tossie.
—Los incendios se apagan con agua —replicó ella con dignidad.
Llegó Baine, como si hubiese estado a punto de volver a perder el tren.
—Su periódico, madam.
—El Oxford Chronicle no. —Lo rechazó la señora Mering, apartándolo—. El Times.
—El vendedor no tenía el Times —informó Baine—. Miraré si hay un ejemplar en el vagón de fumadores.
La señora Mering se desplomó contra su asiento. Terence cogió el periódico rechazado y empezó a leerlo. Tossie siguió mirando sin ningún interés por la ventanilla.
—Hace calor aquí dentro. Verity, ve a traer mi abanico.
—Sí, señora Mering —dijo ella agradecida, y escapó.
—¿Por qué insisten en sobrecalentar estos vagones de tren? —se quejó la señora Mering, abanicándose con su pañuelo—. Es una desgracia que tengamos que viajar en condiciones tan poco civilizadas. —Miró el periódico de Terence—. Simplemente no veo…
Se detuvo, mirando a Terence sin verlo.
Tossie alzó la cabeza.
—¿Qué pasa, mamá?
La señora Mering se levantó y dio un vacilante paso hacia la puerta.
—Esa noche en la sesión —dijo, y se desmayó en el acto.
—¡Mamá! —exclamó Tossie poniéndose en pie. Terence echó un vistazo alrededor de su periódico y luego lo dejó caer en un arrugado montón.
La señora Mering había caído de lado sobre la puerta, con la cabeza afortunadamente en el asiento y los brazos a cada lado.
Terence y yo la recogimos y la depositamos más o menos sobre el asiento, mientras Tossie revoloteaba a nuestro alrededor.
—¡Oh, mamá! —dijo, inclinándose sobre la forma inerte de la señora Mering—. ¡Despierta!
Le quitó el sombrero a su madre, aunque no parecía particularmente relacionado con el soponcio, y empezó a darle palmaditas en la mejilla.
—¡Oh, despierta, mamá!
No hubo respuesta.
—¡Háblame, mamá! —insistió Tossie, dándole palmaditas en la cara. Terence recogió el periódico que había dejado caer y se puso a abanicarla.
Todavía ninguna respuesta.
—Será mejor que traigas a Baine —le dije a Terence.
—Sí. Baine —convino Tossie—. Él sabrá qué hacer.
—Bien —contestó Terence, le tendió el periódico a Tossie y salió corriendo pasillo abajo.
—¡Mamá! —dijo Tossie, y siguió abanicando allá donde Terence lo había dejado—. ¡Háblame!
Los ojos de la señora Mering se abrieron.
—¿Dónde estoy? —preguntó con un hilo de voz.
—Entre Upper Elmscott y Oldham Junction —dijo Tossie.
—En el tren de Coventry —traduje yo—. ¿Se encuentra bien?
—¡Oh, mamá, nos has dado un susto tremendo! ¿Qué ha pasado?
—¿Pasado? —repitió la señora Mering, sentándose. Se palpó el cabello—. ¿Dónde está mi sombrero?
—Está aquí, mamá —dijo Tossie, tendiéndome el periódico y cogiendo el sombrero—. Te has desmayado. ¿Has tenido otra premonición?
—¿Premonición? —preguntó la señora Mering vagamente, tratando de ponerse el sombrero—. Yo no…
—Estabas mirando a Terence y has dejado de hablar como si hubieras visto un espíritu, y luego te has caído desmayada al suelo. ¿Ha sido lady Godiva?
—¿Lady Godiva? ¿Por qué demontres iba lady…? —se detuvo.
—¿Mamá? —dijo Tossie ansiosamente.
—Recuerdo. Pedimos a los espíritus noticias de Princesa Arjumand y las puertas se abrieron… —dijo, alzando la voz—. Debió de haber sido en ese momento… pregunté si se había ahogado…
Y se volvió a apagar como una luz. Su cabeza cayó de lado en el reposabrazos rosa y el sombrero le resbaló sobre la nariz.
—¡Mamá! —chilló Tossie.
—¿Tiene sales? —pregunté, levantando a la señora Mering.
—Las tiene Jane. Iré a traerlas. —Me tendió el periódico y se marchó por el pasillo.
—Señora Mering —dije, abanicándola con una mano y manteniéndola derecha con la otra. Tenía cierta tendencia a desplomarse de lado—. ¡Señora Mering!
Me pregunté si debería aflojarle el corsé, o al menos el cuello de la camisa, pero decidí esperar a Tossie. O a Verity. ¿Y dónde estaban?
La puerta se abrió de golpe y Terence entró al galope, jadeando.
—No encuentro a Baine por ninguna parte. «Ha desaparecido de la vista de los mortales». Quizás haya sido transportado. —Miró interesado a la señora Mering—. ¿Sigue inconsciente?
—Lo está otra vez —dije, abanicando—. ¿Alguna idea de qué ha provocado esto?
—Ninguna —contestó él, sentándose en el asiento de enfrente—. Estaba leyendo el periódico y de repente me miró como si yo fuera el fantasma de Banquo. «¿Es eso que ante mí veo una daga, su mango hacia mi mano?». Sólo que en este caso era el Oxford Chronicle, y se ha apagado como una vela. ¿Crees que ha sido por mi elección de lectura?
Sacudí la cabeza.
—Ha dicho algo sobre Princesa Arjumand y los espíritus.
Verity entró, con el abanico.
—Qué… —dijo, aturdida.
—Se ha desmayado. Tossie ha ido por las sales.
Tossie entró corriendo, seguida de Baine.
—¿Dónde está Jane? —dije, mirándola brevemente—. ¿Ha traído las sales?
—He traído a Baine —respondió ella, las mejillas muy sonrosadas por la prisa.
Baine se hizo inmediatamente cargo, arrodillándose delante de la señora Mering y quitándole el sombrero. Le desabrochó el cuello del vestido.
—Señor St. Trewes, abra la ventanilla. Señor Henry, si pudiera hacerme un poco de sitio, por favor.
—Con cuidado —dije, soltando el brazo de la señora Mering—. Tiene cierta tendencia a escorar a babor.
Pero él ya la había agarrado por ambos hombros. Me detuve junto a Verity, todavía con el periódico doblado en la mano.
—Tranquila ahora —dijo él, y le colocó la cabeza entre las rodillas.
—¡Baine! —dijo Tossie.
—Inspire profundamente —ordenó Baine, manteniendo la mano firmemente en su nuca—. Eso es. Profundamente. Bien. —Y la dejó sentarse.
—¿Qué…? —dijo ella, asombrada.
Baine sacó una petaca de coñac de su bolsillo y una tacita de porcelana.
—Beba esto —ordenó, colocándosela en la mano—. Eso es. Bien.
—¿Te encuentras mejor, mamá? ¿Por qué te has desmayado?
La señora Mering tomó otro sorbo de coñac.
—No recuerdo… Fuera lo que fuese, ahora me siento mucho mejor. —Le tendió la tacita a Baine—. ¿Cuánto falta para Muchings End?
Verity, de pie junto a mí, susurró:
—¿Qué ha pasado?
—No tengo ni la menor idea. Terence estaba leyendo el periódico —dije, alzándolo para ilustrarla—, y de repente…
Me detuve y me quedé mirando, como Macbeth.
Era el segundo artículo, justo sobre una noticia sobre la congestión de barcas en el Támesis.
AHOGADO PROFESOR DE BALLIOL, decía el titular, y debajo, en letras más pequeñas pero todavía bastante legibles (puesto que era el Oxford Chronicle y no el Times):
EL PROFESOR DE HISTORIA MATTHEW PEDDICK MUERTO EN ACCIDENTE FLUVIAL.