El corazón es su propio destino.

PHILIP JAMES BAILEY

C A P Í T U L O D I E C I N U E V E

Un día aciago - Otra conversación con un obrero - Me rebajo a promotor de rastrillos benéficos - El fantasma de la catedral - Una visita - Trato de averiguar los nombres de dos obreros - Hallado por fin el tocón del pájaro del obispo -La reacción de Tossie - La ejecución de María Estuardo - Baine expresa una opinión estética - La reacción de Tossie - Albert Memorial, bellezas del Limpiaplumas - Abundancia de los nombres de flor en la época victoriana - Una premonición - Trato de averiguar el nombre del coadjutor - Una pelea - Una brusca partida

—¡Cerrada! —dijo Tossie.

—¿Cerrada? —pregunté, y miré a Verity. Se había puesto mortalmente pálida.

—Cerrada —repitió la señora Mering—. Es justo lo que dijo madame Iritosky, «Cuidado», y la letra «C». Estaba tratando de advertirnos.

Como para demostrar su argumento, empezó a llover.

—No es posible que esté cerrada —murmuró Verity, mirando incrédula el cartel—. ¿Cómo puede estar cerrada?

—Baine —llamó la señora Mering—. ¿A qué hora sale el próximo tren?

«Ojalá no lo sepa», pensé. Si Baine no sabía el horario, teníamos al menos un cuarto de hora mientras regresaba al trote hasta la estación para comprobarlo y volvía: un cuarto de hora para idear algo.

Pero estábamos hablando de Baine, claramente el antecesor de Jeeves, aunque fuera un asesino y, bien pensado, Jeeves siempre había tenido un lado bastante siniestro.

—A las 2.08, madam —dijo—. Va a Reading. O hay un expreso a las 2.46, a Goring.

—Cogeremos el de las 2.08. Goring es muy vulgar.

—Pero ¿qué hay de lady Godiva? —quiso saber Verity, desesperada—. Debe tener algún motivo para querer que viniera usted a Coventry.

—No estoy en absoluto convencida de que fuera su espíritu, sobre todo dadas las circunstancias —le respondió la señora Mering—. Creo que madame Iritosky tenía razón y que había un espíritu maligno en acción. Baine, dígale al conductor que nos lleve a la estación.

—¡Esperen! —grité, y salté del carruaje derechito a un charco—. Ahora mismo vuelvo. Quédense aquí.

Y eché a correr a lo largo de la pared de la torre.

—¿Adonde va? —oí que preguntaba la señora Mering—. Baine, vaya y dígale al señor Henry que vuelva inmediatamente.

Rodeé a la carrera la esquina de la iglesia, cerrándome el cuello de la chaqueta para protegerme de la lluvia.

Recordaba que entre los escombros y la reconstrucción había una puerta en la cara sur de la catedral y otra en la norte, y si era necesario aporrearía la puerta de la sacristía hasta que alguien respondiera.

Pero no fue necesario. La puerta sur estaba abierta. Había un obrero de pie en el porche, a resguardo de la lluvia, discutiendo con un joven con alzacuellos.

—Me prometió que la tribuna estaría terminada el día veintidós. Estamos a quince y ni siquiera han empezado a pulir los bancos nuevos —decía el cura, pálido y con los ojos desorbitados aunque quizá debido al obrero.

El obrero puso cara de haber oído todo aquello antes y de saber que lo oiría de nuevo.

—No podemos empezar a pulir, señor, hasta que hayan limpiado todo el polvo de la tribuna.

—Bien, pues entonces completen el trabajo de la tribuna.

Sacudió la cabeza.

—No podemos. Bill, que estaba colocando las vigas de acero, se ha ido a casa enfermo.

—Bien, ¿y cuándo volverá? El trabajo debe estar finalizado para el domingo veintidós. Ésa es la fecha de nuestro festival.

El obrero le dedicó un encogimiento de hombros idéntico al que yo había visto que un electricista dedicaba a lady Schrapnell hacía tres semanas, y se me ocurrió que era una lástima que ella no estuviera allí. Lo habría agarrado por la oreja y el trabajo habría quedado terminado el sábado veintiuno.

—Podría ser mañana, podría ser el mes que viene. No veo por qué necesitan bancos nuevos, de todas formas. Me gustaban los antiguos.

—Usted no es miembro del clero —dijo el cura, con los ojos cada vez más fuera de las órbitas—, ni experto en arquitectura eclesiástica moderna. El mes que viene no nos vale. Las reformas deben estar terminadas el día veintidós.

El obrero escupió en el porche mojado y entró en la iglesia.

—Discúlpeme —dije, acercándome corriendo al curita antes de que desapareciera—. Me preguntaba si podríamos visitar la iglesia.

—¡Oh, no! —dijo él, mirando desesperado a su alrededor como un ama de casa rodeada por invitados inesperados—. Estamos metidos en reformas importantes de la tribuna y el campanario. La iglesia está oficialmente cerrada hasta el treinta y uno de julio. Entonces el vicario estará encantado de ofrecerles un recorrido.

—Eso sería demasiado tarde —dije—. Son las reformas lo que hemos venido a ver. La iglesia de Muchings End las necesita urgentemente. El altar es claramente medieval.

—Oh, pero la cosa es que estamos tratando de preparar el festival de la iglesia y…

—¡Un festival! ¡Qué maravillosa coincidencia! La señora Mering acaba de organizar uno en Muchings End.

—¿La señora Mering? —dijo el cura, mirando hacia la puerta como si deseara escapar por ella—. Oh, pero la iglesia no está en condiciones para las damas. No podrán ver el coro ni el altar. Hay serrín por todas partes, y herramientas.

—A las damas no les importará —dije, subiendo los tres escalones para colocarme firmemente entre la puerta y él—. El serrín es exactamente lo que hemos venido a ver.

Baine llegó corriendo con un paraguas, que me entregó. Se lo devolví.

—Vaya y traiga el carruaje —le dije—. Dígale a la señora Mering que podemos visitar la iglesia.

Lo cual viene a demostrar que frecuentar a lady Schrapnell y sus antepasadas te enseña un par de detalles sobre cómo hacer las cosas.

—¡Deprisa! —apremié a Baine. Echó a correr a través de la llovizna, que se convertía rápidamente en un chaparrón.

—En realidad, no creo que una visita a esta hora sea aconsejable —dijo el cura—. Los trabajadores están instalando una barandilla nueva en el coro y yo tengo una cita con la señorita Sharpe referente a la mesa de labores.

—Montarán ustedes un rastrillo, por supuesto —dije.

—¿Un rastrillo? —preguntó el cura, inseguro.

—Es lo último en festivales. Ah, aquí vienen. —Bajé los escalones mientras el carruaje se detenía; cogí de la mano a Verity y la saqué del coche—. ¡Qué buena suerte! St. Michael está abierta después de todo, y el coadjutor se ha ofrecido a mostrarnos la iglesia. Rápido —murmuré entre dientes—. Antes de que cambie de opinión.

Verity subió deprisa los escalones, le sonrió animosamente al cura, y se asomó a la puerta.

—Oh, ven a ver esto, Tossie —llamó y entró.

Terence ayudó a Tossie a bajar y entrar en la iglesia; yo asistí a la señora Mering, sujetando sobre su cabeza el paraguas que Baine me había dado.

—Oh, cielos —dijo ella, mirando ansiosamente las nubes—. El tiempo parece amenazador. Quizá deberíamos volver a casa antes de que estalle la tormenta.

—Algunos de los trabajadores dicen haber visto un espíritu —comenté sin perder un instante—. Uno de ellos se marchó enfermo a casa tras la experiencia.

—¡Qué maravilloso!

Llegamos a la altura del coadjutor, que estaba de pie en el umbral retorciéndose las manos.

—Me temo que se sentirán tristemente decepcionados con St. Michael, señora Mering. Estamos…

—Preparan el festival anual. Señora Mering, tiene usted que hablarle de nuestros limpiaplumas de dalia —le corté descaradamente y la metí en la iglesia—. Tan ingeniosos, y hermosos, además.

Un trueno resonó tan fuerte que pensé que me había golpeado un rayo por mentiroso.

—Oh, cielos —dijo la señora Mering.

—Me temo que es un momento desafortunado para hacer un recorrido por la iglesia —dijo el cura al mismo tiempo—. El vicario está fuera, y la señorita Sharpe…

Abrí la boca para decir: «Un recorrido breve, al menos, ya que estamos aquí». No tuve que hacerlo. Sonó un segundo trueno y los cielos se abrieron.

La señora Mering y el coadjutor entraron en la iglesia apartándose de la lluvia; Baine, siempre dispuesto, avanzó y cerró la puerta.

—Parece que estaremos aquí un rato, madam —dijo, y oí que Verity suspiraba aliviada.

—Bien —dijo el coadjutor—, ya que están aquí, ésta es la nave. Como ven, estamos haciendo reformas.

No había exagerado sobre el serrín o la suciedad. Tenía casi tan mal aspecto como después del bombardeo: el presbiterio bloqueado por tablones de madera; los bancos cubiertos por lonas sucias; montones de troncos ocultaban el coro, de donde llegaban contundentes golpes.

—Estamos modernizando la iglesia —explicó el cura—. Los adornos estaban irremisiblemente pasados de moda. Yo esperaba sustituir el campanario por un carillón moderno, pero el Comité de Renovaciones se negó a considerarlo. Terriblemente anticuados. Pude persuadirlos sin embargo para quitar las galerías y muchas de las antiguas tumbas y monumentos, que abarrotaban las capillas. Algunas databan del siglo catorce. —Puso los ojos en blanco—. Simplemente arruinaban el aspecto de la iglesia.

Le dedicó una sonrisa caballuna a Tossie.

—¿Querría ver la nave, señorita Mering? Hemos instalado luz eléctrica.

Verity se acercó a mí.

—Averigua su nombre —susurró.

—Cuando las obras estén acabadas —decía el cura—, la iglesia será una iglesia completamente moderna que durará cientos de años.

—Cincuenta y dos —murmuré yo.

—¿Cómo dice?

—Nada. ¿Van a modernizar también la torre?

—Sí. La torre y la aguja han sido rehechos por completo. Con cuidado por aquí, señoras —le ofreció el brazo a Tossie.

La señora Mering lo aceptó.

—¿Dónde está la cripta? —preguntó.

—¿La cripta? Por allí. —Señaló en dirección a la reja—. Pero no va a ser modernizada.

—¿Cree usted en el mundo del más allá? —preguntó la señora Mering.

—Yo… por supuesto —contestó él, asombrado—. Soy un hombre de iglesia —le sonrió de oreja a oreja a Tossie—. Naturalmente, de momento sólo soy coadjutor, pero espero que me ofrezcan una plaza el año que viene en Sussex.

—¿Está familiarizado con Arthur Conan Doyle? —quiso saber la señora Mering.

—Yo… sí —dijo él, todavía más asombrado—. Es decir, he leído Un estudio en escarlata. Fascinante historia.

—¿No ha leído sus escritos sobre espiritismo? ¡Baine! —llamó al mayordomo, que esperaba con los paraguas junto a la puerta—. Traiga el ejemplar de La Luz que tiene la carta de Arthur Conan Doyle.

Baine asintió, abrió la pesada puerta y desapareció en el diluvio subiéndose el cuello de la chaqueta.

La señora Mering se volvió hacia el coadjutor.

—Habrá oído hablar, naturalmente, de madame Iritosky —dijo, conduciéndolo firmemente en dirección a la cripta.

El cura parecía sorprendido.

—¿Tiene algo que ver con los rastrillos benéficos?

—Ella tenía razón. Noto la presencia de los espíritus aquí. ¿Tienen alguna historia de fantasmas en St. Michael?

—Bueno, la verdad es que hay una leyenda de un espíritu que ha sido visto en la torre. La leyenda data del siglo catorce, creo —dijo él, y franquearon los tablones hasta el otro lado.

Tossie los miró insegura, tratando de decidir si seguirlos o no.

—Ven a ver esto, Tossie —la llamó Terence, de pie ante una inscripción en metal—. Es un monumento a Gervase Scrope. Escucha lo que dice: «Aquí yace una pobre pelota de tenis arrojada, de la primavera al otoño fue lanzada».

Tossie se acercó obediente a leerla y luego se fijó en una pequeña placa de metal dedicada a los Botoner, que habían construido la catedral.

—¡Qué mono! —comentó—. Escucha: «William y Adam construyeron la torre, Ann y Mary construyeron la aguja. William y Adam construyeron la iglesia con decoro, Ann y Mary construyeron el coro».

Continuó contemplando un gran monumento de mármol a Mary Bridgeman y la señora Eliza Samwell, y luego La parábola de la oveja perdida, un óleo. Seguimos deambulando por la nave, pisando tablones y sacos de arena, y deteniéndonos ante cada una de las capillas.

—Oh, me gustaría tener una guía —dijo Tossie, frunciendo el ceño ante la pila bautismal de mármol Purbeck—. ¿Cómo saber nadie dónde mirar sin una guía?

Terence y ella pasaron a la capilla de los Sombrereros.

Verity se detuvo y tiró suavemente de mi chaqué hasta hacerme retroceder.

—Deja que se adelanten —dijo en un susurro.

Me detuvo obediente ante una escultura de una mujer con traje jacobeo que databa de 1609. «En memoria de Ann Sewell. Digno acicate para los demás de todas las santas virtudes».

—Obviamente, una antepasada de lady Schrapnell —sentenció Verity—. ¿Has averiguado el apellido del coadjutor?

«¿Y cuándo he tenido oportunidad de hacerlo?», pensé.

—¿Crees que es el señor C? Parece embobado con ella.

—Todos los hombres se quedan embobados con ella —dijo Verity, mirando a Tossie, que estaba colgada del brazo de Terence y reía—. La cuestión es, ¿está ella embobada por él? ¿Ves el tocón del pájaro del obispo?

—Todavía no —contesté, mirando en derredor. Las flores ante los tablones del coro estaban en sencillos jarrones de latón; las rosas cubiertas de serrín de la capilla de los Sombrereros estaban en un cuenco de plata.

—¿Dónde se supone que está?

—En el otoño de 1940, contra la rejilla de la capilla de los Herreros —dije yo—. En el verano de 1889, no tengo ni idea. Puede estar en cualquier parte.

Incluyendo debajo de uno de los toldos verdes o detrás de cualquiera de los tablones.

—Quizá deberíamos preguntárselo al coadjutor cuando regrese —dijo ella ansiosa.

—No podemos.

—¿Por qué no?

—Primero, no es el tipo de cosa que estaría en la Baedeker. El turista medio, que es lo que se supone que somos nosotros, nunca habría oído hablar de él. Segundo, todavía no es el tocón del pájaro del obispo. No se convirtió en el tocón del pájaro del obispo hasta 1926.

—¿Qué fue hasta entonces?

—Una urna labrada de hierro con pedestal. O posiblemente una compota de frutas.

Los martillazos tras los tablones cesaron bruscamente y se oyó el sonido espectral de un juramento.

Verity miró a Tossie y Terence, que señalaban una vidriera, y luego preguntó:

—¿Qué ocurrió en 1926?

—Hubo una reunión de la Cofradía de Camareras particularmente sarcástica —dije—, durante la cual alguien propuso la compra de un tocón de pájaro (que era una especie de jarrón alto de cerámica popular de la época) para poner las flores en la nave. El obispo acababa de instituir medidas de recorte presupuestario para la catedral, y la propuesta fue rechazada con el argumento de que era un gasto innecesario y que debía de haber algo en alguna parte que pudieran usar; por ejemplo, la urna de hierro con pedestal que llevaba veinte años guardada en la cripta. Más tarde, con algo de amargura, la llamaron «la idea del obispo de un tocón de pájaro». Con el tiempo se abrevió a…

—El tocón del pájaro del obispo.

—Pero si no era el tocón del pájaro del obispo cuando Tossie lo vio, ¿cómo sabe lady Schrapnell lo que vio?

—Lo describió con considerable detalle en sus diarios a lo largo de los años. Cuando lady Schrapnell propuso por primera vez su proyecto, se envió a un historiador a la primavera de 1940 para identificarlo a partir de las descripciones.

—¿Podría haberlo robado el historiador?

—No.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Fui yo.

—Prima —llamó Tossie—. Ven a ver lo que he encontrado.

—Tal vez lo ha encontrado sin nosotros —dije, pero no era más que otro monumento, éste con una fila tallada de cuatro niños en pañales.

—¿No es mono? —dijo Tossie—. Mira a los queridín-queridines bebés.

La puerta sur se abrió y entró Baine, empapado y protegiendo el ejemplar de La Luz debajo de la chaqueta.

—¡Baine! —exclamó Tossie.

Él se acercó, dejando un reguero de agua.

—¿Sí, señorita?

—Hace frío aquí dentro. Traiga mi chal persa. El rosa con flecos. Y el de la señorita Brown.

—Oh, no es necesario. —Verity miró compasiva el aspecto empapado de Baine—. No tengo nada de frío.

—Tonterías. Tráigalos los dos. Y procure que no se mojen.

—Sí, señorita —dijo—. Los traeré en cuanto le haya entregado la revista a su madre.

Tossie arrugó los labios en un puchero.

—Oh, mira, prima —dijo Verity antes de que pudiera exigirle a Baine que trajera los chales inmediatamente—. Estos misereres muestran las siete obras piadosas.

Y Tossie fue obedientemente a la capilla de los Marroquineros para admirarlos, y luego a la tumba de mármol negro del altar, diversas bóvedas y un monumento con una inscripción particularmente larga e ilegible.

Verity aprovechó la oportunidad para llevarme a un aparte.

—¿Y si no está aquí? —susurró.

—Está —dije—. No desapareció hasta 1940.

—Quiero decir, ¿y si no está aquí por culpa de la incongruencia? ¿Y si los acontecimientos han cambiado y ya lo han trasladado a la cripta o vendido en un rastrillo?

—El festival no es hasta la semana que viene.

—¿En qué pasillo dijiste que estaba en 1940? —preguntó ella, dirigiéndose muy resuelta al fondo de la nave.

—Este pasillo —traté de alcanzarla—, delante de la capilla de los Herreros; pero eso no significa que esté ahora…

Me detuve, porque allí estaba.

Quedaba clarísimo por qué habían puesto el tocón del pájaro del obispo en aquel pasillo en concreto. En 1889 la luz de esta parte de la nave era muy tenue y una de las columnas lo ocultaba del resto de la iglesia.

Y una de las damas de la Cofradía de Camareras había hecho cuanto había podido, disimulando la parte superior con grandes peonías colgantes y entrelazando enredaderas sobre los centauros y una de las esfinges. Era también más nuevo, y por tanto más brillante, lo cual tendía a ocultar algunos de los detalles. No parecía ni la mitad de feo.

—Santo Dios —se escandalizó Verity—. ¿Es eso? —su voz resonó por toda la cúpula—. Es absolutamente espantoso.

—Sí, bueno, eso ya se sabe. Baja la voz.

Señalé a un par de obreros al fondo de la nave. Uno de ellos, con una camisa azul y un pañuelo ennegrecido, cambiaba tablones de un montón a otro. El segundo, con la boca llena de clavos, martilleaba ruidosamente una tabla dispuesta sobre un caballete.

—Lo siento —susurró Verity, contrita—. Ha sido todo un trauma. Nunca lo había visto. —Señaló torpemente uno de los adornos—. ¿Qué es eso, un camello?

—Un unicornio —contesté—. Los camellos están a este lado, aquí, junto a la descripción de la venta de José en Egipto.

—¿Y qué es eso? —preguntó ella, señalando un gran grupo sobre un ramillete forjado de rosas y cardos.

—La ejecución de María Estuardo —dije—. A los victorianos les gustaba el arte realista.

—Y recargado. No me extraña que lady Schrapnell tuviera problemas para encontrar un artesano que hiciera una reproducción.

—Carruthers y yo habíamos hecho bocetos —dije—. Creo que el artesano se negó alegando principios morales.

Verity lo observó con intensidad, la cabeza ladeada.

—Eso no puede ser un caballito de mar.

—El carro de Neptuno —contesté—. Y eso de ahí es la separación de las aguas del mar Rojo. Junto a Leda y el cisne.

Ella acercó la mano y tocó el ala extendida del cisne.

—Tenías razón al decir que era indestructible.

Asentí, mirando su solidez de hierro forjado. Aunque el tejado se le cayera encima, apenas le haría una muesca.

—Y las cosas horribles no se destruyen nunca —continuó ella—. Era una ley. La estación de St. Paneras no resultó afectada por el Blitz. Ni el Albert Memorial. Y esto sí que es horrible.

Estuve de acuerdo. Ni siquiera las peonías colgantes y la enredadera ocultaban ese hecho.

—¡Oh! —exclamó Tossie detrás de nosotros, en un arrebato de alegría—. ¡Es la cosa más bonita que he visto jamás!

Llegó corriendo, seguida por Terence, y se quedó mirándolo, las manos enguantadas unidas bajo la barbilla.

—Oh, Terence, ¿no es la cosa más hermosa que has visto en tu vida?

—Bueno… —dudó Terence.

—¡Mira los queridos cupidos! ¡Y el sacrificio de Isaac! ¡Oh! ¡Oh! —Soltó una serie de grititos que hicieron que el obrero que daba los martillazos alzara la cabeza, irritado. Vio a Tossie, escupió los clavos al suelo y le dio un codazo a su compañero. El compañero dejó de serrar. El del martillo le dijo algo que le hizo estallar en una amplia sonrisa mellada. Se llevó la mano a la gorra para saludar a Tossie.

—Ya sé —le murmuré a Verity—. Averigua sus nombres.

Como tenían la impresión de que iba a chivarme al cura por sus miraditas tardé algún tiempo pero, cuando volví, Tossie seguía dando vueltas alrededor del tocón del pájaro del obispo.

—¡Oh, mirad! —mini gritó—. ¡Aquí está Salomé!

—Widge y Baggett —le susurré a Verity—. No saben el apellido del cura. Lo llaman Ojos Saltones.

—Y mirad —exclamó Tossie—. ¡Ahí está la bandeja, y allí la cabeza de Juan el Bautista!

Todo esto estaba muy bien, pero no parecía una experiencia capaz de cambiar una vida. Tossie había soltado ooós y eeés por el zueco de porcelana en el rastrillo. Y por las cajitas para las agujas de punto de la señorita Stiggins. Y aunque estuviera experimentando una Epifanía (descrita por cierto sobre Neptuno y su carro en el lado que daba a la columna), ¿dónde estaba el señor C?

—¡Oh, ojalá tuviera uno! —exclamó entusiasmada—. Para nuestro querido hogar, Terence, cuando nos casemos. ¡Uno exactamente igual!

—¿No es un poco grande? —dijo Terence.

La puerta sur se abrió de golpe y entró Baine, que parecía surgido del naufragio del Hesperus, cargando un paquete envuelto en hule.

—¡Baine! —llamó Tossie, y él chapoteó hasta nosotros.

—Le he traído su chal, señorita. —Apartó la esquina de una lona de un banco, soltó el bulto y empezó a desenvolverlo sin tardanza.

—Baine, ¿qué opinas de esto? —le preguntó Tossie, indicando el tocón del pájaro del obispo—. ¿No le parece la más hermosa pieza de arte que ha visto jamás?

Baine se enderezó y la miró, parpadeando agua.

Hubo una pausa bastante prolongada mientras Baine se escurría la manga.

—No.

—¿No? —dijo Tossie, con un gritito.

—No.

Se inclinó sobre el banco y abrió el hule para descubrir los chales, bien doblados y perfectamente secos. Se enderezó de nuevo, buscó dentro de su chaqueta un pañuelo mojado, se secó las manos en él y cogió el chal rosa por las puntas.

—Su chal, señorita —dijo, tendiéndoselo.

—Ahora no lo quiero. ¿Qué quiere decir con que no?

—Quiero decir que la escultura es una atrocidad espantosa, vulgarmente concebida, mal diseñada y toscamente ejecutada —dijo él, doblando el chal cuidadosamente y colocándolo de nuevo en el montón.

—¿Cómo se atreve a decir eso? —Tossie tenía las mejillas muy rojas.

Baine se enderezó.

—Usted perdone, señorita. Pensaba que me estaba preguntando mi opinión.

—Así es, pero esperaba que me dijera que le parecía precioso.

Él inclinó un poco la cabeza.

—Como usted desee, señorita.

Miró el tocón del pájaro del obispo, el rostro impasible.

—Es muy bonito.

—No deseo nada. —Ella dio una patadita en el suelo—. ¿Cómo no puede parecerle precioso? ¡Mire los niñitos del bosque! ¡Y el dulce gorrioncillo con una hoja de fresa en la boca!

—Como usted desee, señorita.

—Y deje de decir eso —bufó ella, los volantes temblando de ira—. ¿Por qué dice que es una atrocidad?

Él extendió la mano hacia el tocón del pájaro del obispo.

—Esto es sobrecargado, artificial y —señaló a los niños del bosque— sensiblero. Su intención es atraer a la clase media, carente de educación estética.

Tossie se volvió hacia Terence.

—¿Vas a dejarle que diga esas cosas? —preguntó.

—Es un poquito recargado —dijo Terence—. ¿Y eso qué se supone que es? —añadió, señalando el Minotauro—. ¿Un caballo o un hipopótamo?

—Un león —especificó Tossie, enfurecida—. Y ahí está Androcles quitándole una espina de la pata.

Miré a Verity. Se estaba mordiendo los labios.

—Y no es sensiblero —le dijo Tossie a Baine.

—Como usted desee, señorita.

La oportuna llegada del coadjutor y la señora Mering le salvó la vida.

—La caballería romana —murmuró Verity.

—Directamente debajo de Baco, sujetando un puñado de uvas —respondí.

—Espero que considere la idea de celebrar un rastrillo en su feria —decía la señora Mering, guiando al cura hacia nosotros—. La gente tiene muchísimos tesoros en los desvanes; son artículos excelentes para venderlos en los rastrillos.

Se detuvo al ver el tocón del pájaro del obispo.

—Algo como esto, por ejemplo. O un paragüero. Los jarrones son muy útiles. Teníamos uno de porcelana con una catarata pintada que se vendió en nuestra fiesta por…

Tossie la interrumpió.

—A usted le parece hermoso, ¿verdad? —le dijo al cura.

—Por supuesto. Lo considero un ejemplo de todo lo mejor del arte moderno —dijo él—. Representaciones excelentes y un alto tono moral. Sobre todo la descripción de las Siete Plagas de Egipto. Lo donó hace varios años la familia Trubshaw a la muerte de Emily Jane Trubshaw. Ella lo compró en la Gran Exposición; era su posesión más querida. El vicario trató de disuadirlos para que no lo donaran. Pensaba que debía seguir en posesión de la familia, pero fueron inflexibles.

—Creo que es la cosa más hermosa que he visto en mi vida —dijo Tossie.

—Estoy de acuerdo —respondió el cura—. Siempre me ha recordado el Albert Memorial.

—Yo adoro el Albert Memorial —dijo Tossie—. Lo vi de refilón cuando fuimos a Kensington a oír a la señora Guppy hablar de ectoplasma y no descansé hasta que papá me llevó a verlo. ¡Me encantan los mosaicos y la torre dorada! —Unió las manos—. ¡Y la estatua del príncipe leyendo el catálogo de la Gran Exposición!

—Es un monumento extraordinario —dijo Terence.

—E indestructible —murmuró Verity.

—Considero las esculturas que representan los cuatro continentes particularmente logradas —comentó el cura—, aunque en mi opinión Asia y África no son demasiado adecuadas para las damas jóvenes.

Tossie se ruborizó.

—A mí el elefante me pareció absolutamente encantador. Y el friso de grandes científicos y arquitectos.

—¿Ha visto alguna vez la estación de St. Paneras? —preguntó el cura—. También la considero un ejemplo extraordinario de arquitectura. ¿Le gustaría tal vez ver el trabajo que estamos haciendo en la iglesia? No está, por supuesto, a la altura del Albert Memorial, pero J. O. Scott ha hecho una labor excelente.

Cogió el brazo de Tossie y la llevó hasta el coro.

—Las galerías han sido despejadas y se han retirado todos los bancos.

Señaló los arcos del techo, todavía agarrado al brazo de Tossie.

—Scott ha hecho insertar travesaños de hierro en cada una de las vigas de madera para sostener las paredes de la tribuna y hacerlas mucho más fuertes. Es un ejemplo clásico de la superioridad de los materiales modernos de construcción comparados con las anticuadas madera y piedra.

—Oh, eso creo yo también —dijo Tossie ansiosamente.

En realidad, era un ejemplo clásico de tratar de hacer virar el Titanic. Cuando la catedral se incendió la noche del catorce de noviembre, las vigas de hierro se doblaron y luego se desplomaron, llevándose consigo los arcos del techo y las columnatas internas. Sin esas vigas, la iglesia se habría mantenido en pie. Las paredes externas y la torre, que no habían sido reformadas para reforzarlas, resistieron.

—Cuando acabemos las reformas —le decía el cura a Tossie—, tendremos una iglesia digna de esta edad moderna, una iglesia que será un tesoro dentro de cientos de años. ¿Le gustaría ver las modificaciones que estamos haciendo en la torre?

—Oh, sí —asintió Tossie, haciendo oscilar graciosamente sus rizos.

Algo sonó junto a la puerta sur y alcé la mirada, esperando ver a Baine con el chal persa. Era una joven con un vestido gris. Llevaba una cesta grande y tenía la nariz larga; cruzó la nave hasta el tocón del pájaro del obispo con rápidos pasos que sonaban a staccatto, como disparos de rifle.

—Señorita Sharpe —dijo el curita, con aspecto sorprendido—. Permítame presentarle…

—Sólo he venido a entregar esto para la feria —lo cortó la señorita Sharpe. Le acercó bruscamente la cesta y luego la retiró cuando vio que el coadjutor agarraba el brazo de Tossie—. Son limpiaplumas. Dos docenas. —Se dio la vuelta—. Los dejaré en la sacristía.

—Oh, pero ¿no puede quedarse, señorita Sharpe? —le pidió el cura, librando su brazo del de Tossie—. Señorita Mering, permítame presentarle a la señorita Delphinium Sharpe.

Me pregunté si sería pariente de la señora Chattisbourne.

—Esperaba discutir con usted la disposición de los puestos del festival, señorita Sharpe —dijo el cura.

—No podré asistir al festival. Dejaré esto en la sacristía —repitió ella. Se dio la vuelta e inició de nuevo sus disparos de fusil al cruzar otra vez la nave.

—Nos encantaría ver la estación de St. Paneras, ¿verdad, mamá? —dijo Tossie. Una puerta se cerró con estruendo.

—Es un prístino ejemplo de neogótico —contestó el cura, vacilando un poco—. Creo que la arquitectura debería reflejar la sociedad, sobre todo las iglesias y las estaciones de ferrocarril.

—Oh, y yo también.

—Yo… —empezó la señora Mering, y Tossie y el curita se volvieron. Miraba el tocón del pájaro del obispo con una extraña y dubitativa expresión en la cara.

—¿Qué pasa, mamá?

La señora Mering se llevó la mano al pecho y frunció un poco el ceño, como hace la gente que intenta decidir si se ha roto un diente.

—¿Está enferma? —preguntó Terence, sujetándola por el brazo.

—No. Tengo una sensación rara… —Frunció el ceño—. Estaba mirando el… —Hizo un gesto con la mano hacia el tocón del pájaro del obispo— y de repente, yo…

—¿Has recibido un mensaje de los espíritus? —preguntó Tossie.

—No, no un mensaje —dijo la señora Mering, sondeando el diente—. Yo… una sensación rarísima…

—¿Una premonición? —instó Tossie.

—Sí —contestó la señora Mering, pensativa—. Tú… —Frunció el ceño, como si tratara de recordar un sueño; luego se volvió y contempló el tocón del pájaro del obispo—. Tenía… Debemos volver a casa inmediatamente.

—Oh, pero no pueden irse todavía —dijo Verity.

—Quería discutir con usted la Caza del Tesoro —dijo el cura, mirando decepcionado a Tossie—. Y la disposición de las mesas de baratijas. ¿No pueden quedarse al menos hasta el té?

—¡Baine! —llamó la señora Mering, ignorándolos a ambos.

Baine apareció en la puerta sur, sosteniendo un paraguas sobre su cabeza.

—Baine, debemos regresar de inmediato a casa —le ordenó la señora Mering, y cruzó la nave hacia él.

Baine se apresuró a su encuentro con el paraguas.

—¿Ha sucedido algo? —le preguntó a Tossie.

—He recibido una advertencia —dijo la señora Mering, que ya parecía más recuperada—. ¿Cuándo sale el próximo tren?

—Dentro de once minutos —respondió él inmediatamente—. Pero es un tren local. El siguiente expreso para Reading no llega hasta las 4.18.

—Traiga el carruaje. Luego adelántese hasta la estación y diga que retengan el tren para nosotros. Y cierre ese paraguas. Trae mala suerte abrir un paraguas bajo techo. ¡Mala suerte! —Se agarró el corazón—. Oh, ¿y si llegamos demasiado tarde?

Baine se debatía para cerrar el paraguas. Se lo cogí, y él asintió agradecido y se marchó corriendo a la estación.

—¿No quiere sentarse, tía Malvinia? —preguntó Verity.

—No, no. —La señora Mering agitó la mano—. Mira a ver si ya ha llegado el carruaje. ¿Sigue lloviendo?

Seguía, y el carruaje estaba allí. Terence y el conductor la ayudaron a bajar los escalones y luego a montarse.

Aproveché el momentáneo retraso para estrechar la mano del cura.

—Gracias por mostrarnos la iglesia. ¿Señor…?

—¡Señor Henry! —llamó la señora Mering desde el carruaje—. Perderemos el tren.

La puerta sur se abrió de golpe y la señorita Sharpe salió y bajó rápidamente los escalones ante nosotros y se perdió por la calle Bayley. El cura se la quedó mirando.

—Adiós —dijo Tossie, asomada a la ventanilla—. Me encantaría ver St. Paneras.

Lo intenté otra vez, el pie en el peldaño del carruaje.

—Buena suerte con su feria eclesiástica, ¿señor…?

—Gracias —me respondió él, ausente—. Adiós, señorita Mering, señora Mering. Si me disculpan…

Echó a correr detrás de la señorita Sharpe.

—¡Señorita Sharpe! —llamó—. ¡Espere! ¡Delphinium! ¡Dellie!

—Creo que no he entendido su nombre… —dije, asomado a la ventanilla.

—¡Señor Henry! —exclamó la señora Mering—. ¡Conductor!

Y nos marchamos.