En toda mi experiencia… todavía no me he encontrado nunca con una insignificancia.

WILKIE COLLINS, La Piedra Lunar

C A P Í T U L O D I E C I O C H O

Una buena noche de sueño - Un alias - Súbita partida - Más alias - El futuro de madame Iritosky predicho - Resuelto el misterio del limpiaplumas - El tocón del pájaro del obispo como arma homicida - Un robo - Resuelto el misterio de los rubíes - Resuelto el misterio del diario - Una partida dilatada - En el tren a Coventry - Un contratiempo

Hizo falta casi una hora y un frasco de benceno para librar a Cyril de la Pintura Luminosa Balmain’s, con la ayuda de Princesa Arjumand. Los vapores debieron afectarnos, porque lo siguiente que recuerdo es que Baine me sacudía y decía:

—Siento despertarlo, señor, pero son más de las seis y el coronel Mering me pidió que lo levantara a él y al profesor Peddick a las siete.

—Umm —dije yo, tratando de despertar. Cyril se acurrucó más entre las sábanas.

—Jimmy Slumkin, señor —dijo Baine, vertiendo agua caliente en la palangana.

—¿Qué?

—El verdadero nombre del conde. Jimmy Slumkin. Lo dice su pasaporte.

Slumkin. Bien, se acabó que el conde fuera el misterioso señor C, lo cual era probablemente buena cosa; pero deseé tener al menos un sospechoso. El problema de los lord Peter y monsieur Poirot de Verity era que siempre tenían demasiados sospechosos. Nunca había oído hablar de un misterio en el que el detective no tuviera ninguno.

Me levanté y saqué los pies de la cama.

—¿Con «s» o con «c»?

Baine dejó de afilar la navaja y se volvió a mirarme con curiosidad.

—¿Disculpe, señor?

—Slumkin. ¿Se escribe con «s» o con «c»?

—Con «s». ¿Por qué, señor?

—Madame Iritosky le dijo a la señorita Mering que se casaría con alguien cuyo apellido empezaría por «c» —dije, novelando un poquito la verdad.

Él volvió a sus navajas.

—¿De veras? Quizá la «c» era de conde.

—No, especificó claramente un tal señor C. No conoce usted ningún caballero probable en la zona cuyo apellido empiece por esa letra, ¿verdad?

—¿Caballero? No, señor.

Me afeitó y me vistió y luego traté de sacar a Cyril de la cama.

—Esta vez no voy a llevarte en brazos.

—Es una mañana bastante fría y nublada —dijo Baine, como quien no quiere la cosa—. Será mejor que se ponga un abrigo.

—¿Nublada? —dije, luchando para arrastrar a Cyril hasta el borde de la cama.

—Sí, señor —contestó Baine—. Parece que pronto va a llover.

Baine no había exagerado. Parecía que iba a llover de un momento a otro, y sentí como si hubiera hecho un salto en mitad de diciembre. Cyril olisqueó la puerta y salió corriendo escaleras arriba antes de que pudiera agarrarlo y volverlo a bajar.

—No hace tanto frío en el establo —le dije, lo cual era una mentira cochina. Estaba helado, y oscuro. El palafrenero debía de haberse quedado dormido también.

Tanteé en busca de cerillas y una lámpara y la encendí.

—Hola —me saludó Verity. Estaba sentada en un montón de balas de paja, balanceando las piernas—. ¿Dónde has estado?

—¿Qué haces aquí?

—Madame Iritosky y el conde se han marchado a las cuatro. Han sobornado al palafrenero para que los llevara a la estación.

Cyril, que sostiene ser incapaz de subir un solo peldaño de escalera sin ayuda, dio un portentoso salto y se encaramó en el regazo de Verity.

—Hola, Cyril —dijo ella—. Pensé que tal vez tendrías razón y que el conde De Vecchio sería el señor C, así que los seguí para asegurarme de que no se llevaban a Tossie.

—No es el señor C. Se llama Jimmy Slumkin.

—Lo sé —dijo ella, acariciando a Cyril tras las orejas—. También conocido por Tom Higgins, conde De Fanaud, y Bob Comadreja Wexford. Regresé cuando se marcharon y comprobé los archivos de Scotland Yard. También sé por qué han estado aquí.

—¿Para poner tierra de por medio?

—Probablemente —dijo ella. Cyril se volvió de lado, suspirando. Verity le acarició el estómago—. Parece que madame Iritosky dio una sesión especial en la Sociedad de Investigaciones Psíquicas para que comprobaran su autenticidad. La ataron de pies y manos y la encerraron en su mueblecito, después de lo cual apareció el espíritu de Cleopatra tocando la pandereta. Bailó alrededor de la mesa, tocando a los participantes y diciéndoles que tuvieran cuidado con el mar.

Me sonrió.

—Desgraciadamente, uno de los miembros de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas se sintió tan abrumado por los encantos de Cleopatra que, a pesar de las advertencias de madame Iritosky, la agarró por la muñeca y trató de sentarla en su regazo.

—¿Y entonces qué?

—El espíritu le tiró del pelo y lo mordió. Él soltó un alarido y, en ese momento, otro miembro de la sociedad encendió las luces, abrió el mueblecito…

—Que estaba, curiosamente, vacío.

—Y le arrancó los velos a Cleopatra, que resultó ser madame Iritosky. Tres días más tarde su cómplice y ella partieron para Francia, donde fue desenmascarada por Richet, que creía en todo el mundo, y después se marcharon a Calcuta, donde aprendió unos cuantos trucos nuevos de un faquir indio. En 1922 se fue a América, justo a tiempo para ser descubierta como fraude por Houdini, y después regresó a Oxford, donde Arthur Conan Doyle declaró: «La mayor médium que he visto jamás. No puede haber ninguna duda sobre la autenticidad de sus talentos».

Miró cariñosamente a Cyril.

—Cuando tengamos a Tossie conectada a salvo con el señor C —dijo, rascándole las orejas—, creo que te llevaré conmigo.

Me miró con picardía.

—Estoy bromeando. He abjurado de las incongruencias. Pero me gustaría tener un bulldog.

—A mí también.

Inclinó la cabeza.

—Todavía no han rescatado a Carruthers —dijo—. La red sigue sin abrirse. Warder opina que tal vez sea un bloqueo temporal. Ha pasado a una intermitencia acelerada de cuatro por hora para ver si puede superarlo.

—¿Ha resuelto T. J. el misterio de por qué la incongruencia pasó las defensas de la red?

—No. Pero ha resuelto por qué Napoleón perdió la batalla de Waterloo —sonrió. Luego añadió, más en serio—: Y por fin ha logrado generar una incongruencia.

—¿Una incongruencia? ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Ha sido sólo una incongruencia simulada. Y no es del tipo adecuado. Ocurrió como parte de una autocorrección. Fue uno de esos simulacros donde hacía que un historiador matara a Wellington. Cuando introdujo un segundo historiador en la simulación, el historiador robó el rifle que el primer historiador iba a usar para dispararle a Wellington y lo trajo a través de la red, así que eso impidió una incongruencia en vez de causar una. Pero me dijo que te dijera que eso demuestra al menos que es teóricamente posible traer algo a través de la red, aunque no se aplique a nuestro caso.

Teóricamente posible. Eso seguía sin resolver el problema de abrir la red para que el primer historiador fuera a matar a Wellington.

—¿Algo más?

—No. El señor Dunworthy y él se alegraron de que hayamos podido persuadir a Tossie para ir a Coventry. Los dos piensan que el hecho de que no hayan podido encontrar ningún deslizamiento aumentado alrededor del punto de salto original significa que la incongruencia fue a corto plazo y que todo lo que necesita para corregirse a sí misma es que la llevemos a St. Michael a tiempo. —Volvió a agachar la cabeza—. Si lo hace, habremos acabado aquí y tendremos que enfrentarnos a lady Schrapnell. Prometí que te ayudaría a encontrar el tocón del pájaro del obispo, así que he decidido esperarte.

Se quitó a Cyril del regazo y sacó una pluma, un tintero y unas hojas de papel de su bolsillo y lo colocó todo sobre la paja.

—¿Para qué es esto?

—Para hacer una lista de todo cuanto puede haberle sucedido al tocón del pájaro del obispo. Lord Peter Wimsey y Harriet Vane hicieron una lista en Tengo su cadáver.

—No se puede hacer una lista de todas las posibilidades —dije—. El continuum es un sistema caótico, ¿recuerdas?

Ella me ignoró.

—En un misterio de Agatha Christie, siempre hay una posibilidad que no has considerado, y ésa es la solución al misterio. Muy bien —dijo, mojando la pluma en la tinta—. Una, el tocón del pájaro del obispo estaba en la catedral durante el bombardeo y resultó destruido en el incendio. Dos, estaba en la catedral, sobrevivió al incendio y fue encontrado en los escombros. Tres —dijo, escribiendo rápidamente—, fue rescatado durante el bombardeo.

Sacudí la cabeza.

—Lo único que se salvó fue una bandera, además de dos candelabros, un crucifijo de madera y los libros del altar. Hay una lista.

—Estamos anotando todas las posibilidades. Más tarde, eliminaremos las que son imposibles.

Que hasta ahora eran las tres.

—Cuatro, sobrevivió al bombardeo, aunque no aparece en la lista por algún motivo, y está guardado en alguna parte.

—No —dije yo—. La señora Bittner repasó todas las cosas que había en la catedral cuando la vendieron, y no estaba allí.

—Lord Peter no le llevaba la contraria a Harriet cuando ella hacía una lista. Cinco, no estaba en la iglesia durante el bombardeo. Lo retiraron en algún momento entre el día diez y el catorce de noviembre.

—¿Por qué?

—Para protegerlo. Con las vidrieras.

Sacudí la cabeza.

—Fui al rectorado de Hampton Lucy. Lo único que tenían de Coventry eran las vidrieras.

—Oh. Bueno, ¿y si algún miembro de la congregación se llevó a casa el tocón del pájaro del obispo para salvarlo? ¿O para pulirlo o algo, de forma que no estaba en la catedral esa noche?

—Si eso sucedió, ¿por qué no lo devolvieron?

—No lo sé —dijo ella, mordiéndose los labios—. Quizás esa persona murió durante el bombardeo, a causa de una bomba explosiva, y quien lo heredó no sabía que pertenecía a la catedral.

—O pensó para sí: «No puedo hacerle esto al pueblo de Coventry. Ya van a tener que sufrir la pérdida de su catedral. No puedo hacer que carguen además con el tocón del pájaro del obispo».

—En serio —dijo ella—. ¿Y si no lo devolvió porque fue destruido durante la incursión aérea, por una bomba o algo?

Negué con la cabeza.

—Ni siquiera una bomba de alto poder explosivo destruiría el tocón del pájaro del obispo.

Ella soltó la pluma.

—Me alegro de que vayamos a Coventry hoy. Por fin veré el tocón del pájaro del obispo. No puede ser tan malo como dices.

Pareció pensativa.

—¿Y si el tocón del pájaro del obispo estuviera relacionado con un crimen? Fue usado como arma homicida. Se manchó de sangre y por eso lo robaron: para impedir que nadie averiguara lo del asesinato.

—Has leído demasiadas novelas de misterio.

Volvió a introducir la pluma en la tinta.

—¿Y si está guardado en la catedral, pero dentro de otra cosa, como en La carta robada de Poe?

Empezó a escribir, pero se detuvo y miró la pluma. Se sacó del bolsillo un limpiaplumas naranja en forma de dalia.

—¿Qué haces? —dije.

—Limpio la pluma —contestó. La metió en la dalia y la limpió entre capas de tela.

—¡Es un limpiaplumas! —dije—. ¡Un limpia plumas! ¡Se usa para limpiar plumas!

—Sí —dijo ella, mirándome con vacilación—. Había tinta en la punta. Podría haber dejado un chapón en el papel.

—¡Naturalmente! ¡Por eso la limpias en un limpiaplumas!

—¿Cuántos saltos has hecho, Ned?

—Eres una chica maravillosa, ¿lo sabes? —dije, agarrándola por los hombros—. Has resuelto un misterio que me lleva mortificando desde 1940. Te besaría…

De la casa llegó un alarido que nos heló la sangre en las venas, y Cyril enterró la cara entre las patas.

—¿Y ahora qué? —dijo Verity. Parecía decepcionada.

Le solté los hombros.

—¿El soponcio diario?

Se levantó y empezó a limpiarse la paja de la falda.

—Será mejor que sea algo que no nos impida ir a Coventry —dijo—. Ve tú primero. Yo entraré por la cocina.

—¡Mesiel! —chilló la señora Mering—. ¡Oh, Mesiel!

Partí hacia la casa, esperando encontrar a la señora Mering tendida entre su colección de objetos de arte. Pero no: estaba de pie a media escalera, en bata. Llevaba el pelo recogido en dos trenzas y agitaba una caja vacía forrada de terciopelo.

—¡Mis rubíes! —le lloraba al coronel, que al aparecer acababa de salir del salón de desayunos. Todavía tenía la servilleta en la mano—. ¡Los han robado!

—¡Lo sabía! ¡Nunca tendría que haber permitido que esa médium entrara en casa! —dijo el coronel, tan aturdido que pronunció la frase sin comerse palabras. Tiró la servilleta—. ¡Ladrones!

—¡Oh, Mesiel —la señora Mering apretujó la caja de las joyas contra su pecho—, no creerás que madame Iritosky tenga nada que ver con esto!

Entonces apareció Tossie.

—¿Qué ha pasado, mamá?

—¡Tocelyn, ve a ver si falta alguna de tus joyas!

—¡Mi diario! —exclamó Tossie; salió corriendo y casi chocó con Verity, que debía de haber subido por las escaleras de atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó Verity—. ¿Qué ocurre?

—¡Robados! —dijo el coronel sucintamente—. ¡Dile a madame Comosellame y a ese conde que bajen inmediatamente!

—Se han marchado —anunció Verity.

—¿Marchado? —jadeó la señora Mering; pensé que iba a desplomarse escaleras abajo.

Eché a correr hacia arriba y Verity hacia abajo. Sostuvimos a la señora Mering y la llevamos al saloncito. La depositamos, sollozando, en el sofá de pelo de caballo.

Tossie apareció sin aliento en lo alto de las escaleras.

—¡Oh, mamá, mi collar de granates ha desaparecido! —chilló, bajando las escaleras—. ¡Y mis perlas y mi anillo de amatista!

Pero en vez de entrar en el saloncito, desapareció pasillo abajo y volvió a aparecer un momento después, con su diario.

—¡Gracias al cielo que escondí el diario en la biblioteca! Supuse que entre todos los demás libros nadie lo advertiría.

Verity y yo nos miramos.

—Sabía que todos esos golpes en las mesas no serían para nada bueno —dijo el coronel Mering—. ¿Dónde está Baine? ¡Llámalo!

Verity se acercó al cordón, pero Baine ya estaba allí, con una vasija de porcelana cascada.

—Suelte eso —ordenó el coronel Mering— y vaya a buscar al alguacil. El collar de la señora Mering ha desaparecido.

—Y mi anillo de amatista —dijo Tossie.

—Cogí los rubíes de la señora Mering y las otras joyas anoche para limpiarlas —dijo Baine—. La última vez que las llevaron las damas advertí que parecían un poco opacas. —Rebuscó en la vasija—. Las he dejado toda la noche en remojo dentro de una solución de vinagre y bicarbonato.

Sacó el collar de rubíes y se lo tendió al coronel Mering.

—Iba a devolverlas a sus fundas. Se lo habría mencionado a la señora Mering, pero estaba muy ocupada con sus invitados.

—¡Lo sabía! —dijo la señora Mering desde el sofá—. Mesiel, ¿cómo has podido sospechar de la querida madame Iritosky?

—Baine, compruebe si está la cubertería de plata —comentó el coronel—. Y los Rubens.

—Sí, señor. ¿A qué hora quieren que traigan los carruajes?

—¿Carruajes? ¿Para qué?

—Para llevarnos a Coventry —dijo Tossie—. Vamos a ir a la iglesia de St. Michael.

—¡Bah! —bufó el coronel Mering—. No vamos a ninguna parte. ¡Ladrones en el vecindario! ¡Nunca se sabe cuándo pueden volver!

—Pero tenemos que ir —dijo Verity.

—Los espíritus nos convocaron —añadió Tossie.

—¡Pamemas y tonterías! —farfulló el coronel—. ¡Probablemente idearon todo el asunto para hacernos salir de la casa y poder volver y robar nuestras posesiones!

—¿Idearon? —dijo la señora Mering, levantándose majestuosamente del sofá—. ¿Estás dando a entender que el mensaje espiritual que recibimos anoche no era genuino?

El coronel la ignoró.

—No necesitaremos carruajes. Y será mejor asegurarnos de que los caballos están allí. No se sabe qué… —De pronto pareció recordar algo—. ¡Mi Black Moor!

Pensé que era improbable que madame Iritosky robara los peces de colores, aunque se hubiera quedado con las ganas en materia de rubíes, pero no parecía buena idea decirle eso al coronel. Me retiré para dejarle paso cuando salió como una bala por la puerta.

La señora Mering volvió a hundirse en el sofá.

—¡Oh, que tu padre dude de la autenticidad de madame Iritosky! ¡Es una suerte que se haya marchado y no esté aquí para oír tan viles acusaciones! —Pensó en algo—. ¿Qué razón dio para su partida, Baine?

—No fui consciente de su marcha hasta esta mañana —dijo Baine—. Parece que se marcharon durante la noche. Me sorprendí enormemente. Le había dicho a madame Iritosky que estaba seguro de que escribiría usted a la Sociedad de Investigaciones Psíquicas esta mañana y les pediría que vinieran a ser testigos de la manifestación. Supuse naturalmente que se quedaría para eso, pero quizá tenía asuntos urgentes en otra parte.

—Sin duda —aseguró la señora Mering—. La llamada de los espíritus no puede ignorarse. ¡Pero la Sociedad de Investigaciones aquí! ¡Qué emocionante habría sido!

El coronel regresó, con Princesa Arjumand bajo el brazo y aspecto sombrío.

—¿Está a salvo su Black Moor, señor? —pregunté ansiosamente.

—Por el momento —contestó él, soltando la gata en el suelo.

Tossie la recogió.

—No es coincidencia que vinieran cuando lo hicieron, el día antes de que llegara mi tancho plateado de manchas rojas —dijo el coronel—. ¡Baine! Quiero que monte guardia en el estanque todo el día. ¡Nunca se sabe cuándo pueden volver!

—Baine va a venir conmigo —le anunció la señora Mering, levantándose del sofá; parecía una valquiria, con sus trenzas y la luz de la batalla en los ojos—. Y nosotros nos vamos a Coventry.

—¡Paparruchas! No vais a ninguna parte. ¡Hay que quedarse aquí y defender las fortificaciones!

—Entonces iremos sin ti. La llamada de los espíritus no puede ignorarse. Baine, ¿cuándo es el próximo tren a Coventry?

—A las nueve y cuatro minutos, madam —respondió Baine al momento.

—Excelente —dijo ella, dándole la espalda al coronel—. Traiga el carruaje a las ocho y cuarto. Partiremos para la estación a las ocho y media.

Él así lo hizo, pero nosotros no. No a las nueve y media. Ni a las diez. Por suerte había trenes a las 9.49, las 10.17 y las 11.05, cosa que Baine, la guía Bradshaw ambulante, anunció cada vez que sufrimos un retraso.

Hubo varios. La señora Mering declaró que el drama de la mañana la había debilitado y que no podía partir sin tomar antes un sustancioso desayuno de morcilla, kedgeree e hígados de pollo rellenos. Tossie no encontró los guantes lavanda. Jane trajo el chal equivocado.

—No, no, la cachemira es demasiado calurosa para junio —dijo la señora Mering—. El chal de tartán, el de Dunfermline.

—Vamos a perdernos al señor C —dijo Verity, que esperaba en el vestíbulo mientras la señora Mering volvía a cambiarse de sombrero.

—No —contesté—. Todavía falta media hora para las 11.26 y el diario no decía nada de la hora del día en que tuvo lugar. Relájate.

Ella asintió.

—He estado pensando en el tocón del pájaro del obispo —dijo—. ¿Y si alguien escondió algo dentro para impedir que lo robaran? Volvieron para sacarlo pero no hubo tiempo, así que se lo llevaron todo. —Miró hacia las escaleras—. ¿Qué puede retrasarlas tanto? Son casi las once.

Tossie bajó las escaleras con los guantes lavanda y una miscelánea de faralaes lavanda. Se asomó a la puerta.

—Parece que va a llover —anunció, frunciendo el ceño—. No veremos el paisaje si llueve, mamá —le dijo a la señora Mering, que bajaba las escaleras—. Quizá deberíamos esperar a mañana.

—¡No! —exclamó Verity—. ¿Y si lady Godiva tiene algo urgente que decirnos?

—Sí que parece que va a llover —dijo la señora Mering—. ¿Ha cogido Baine los paraguas?

—Sí —contesté yo. También las guías, la fiambrera, las sales, una lámpara de alcohol, el bordado de la señora Mering, la novela de Tossie, el Tennyson de Terence, varios ejemplares de la revista semanal psíquica La luz y un puñado de mantitas y chales, todo lo cual consiguió empaquetar tan bien que aún había sitio para nosotros en los dos carruajes, aunque probablemente era buena cosa que el profesor Peddick hubiera decidido quedarse con el coronel.

—Quisiera discutir varios puntos relacionados con la batalla de las Termópilas con el coronel —le dijo a la señora Mering.

—Bien, no deje que se quede fuera si llueve —contestó ella, al parecer un poco más calmada con su marido—. Se resfriará.

Terence trajo a Cyril y lo ayudó a subir al carruaje.

—Señor St. Trewes —dijo la señora Mering con tonos wagnerianos—. No estará usted pensando en llevar a esa criatura.

Terence se detuvo a media acción, mientras las patas traseras de Cyril colgaban en el aire.

—Cyril es un perfecto caballero en los trenes —dijo—. Ha ido a todas partes: Londres, Oxford, Sussex. Le encanta mirar por la ventanilla; ya sabe, los gatos que pasan y esas cosas. Y siempre se lleva estupendamente con los revisores.

Pero no con la señora Mering.

—Un vagón de tren no es lugar para un animal —declaró.

—Y yo llevo mi vestido de viaje nuevo —dijo Tossie, palmeando los faralaes con un guante lavanda.

—Pero se sentirá muy decepcionado —dijo Terence, y lo bajó reacio al suelo.

—¡Tonterías! —exclamó la señora Mering—. Los perros no tienen sentimientos.

—No importa, Cyril —terció el profesor Peddick—. Puedes venir conmigo al estanque. Siempre me han gustado mucho los perros. Y también a mi sobrina Maud. Les da de comer de su plato.

Y se marcharon juntos.

—Suba, señor St. Trewes —dijo la señora Mering—. Nos hará llegar tarde al tren. Baine, ¿ha traído usted mis gemelos?

Finalmente partimos para la estación a las diez y media.

—Recuerda —me dijo Verity mientras la ayudaba a subir al carruaje—, en el diario de Tossie sólo pone «el viaje a Coventry». No se menciona qué parte del viaje. El señor C podría ser alguien que está en la estación o en el tren.

Llegamos a la estación a las 11.09. El tren ya se había ido, cosa que probablemente nos vino bien porque tardamos casi diez minutos en bajar a todo el mundo y todas las cosas del carruaje. Cuando llegamos al andén, no había nadie.

—¡No veo por qué el tren no pudo haber esperado! —dijo la señora Mering—. Unos pocos minutos seguro que no suponen ninguna diferencia. ¡Qué desconsideración!

—Sé que va a llover y que se me estropeará el vestido de viaje —se quejó Tossie, mirando al cielo—. Oh, Terence, espero que no llueva el día de nuestra boda.

—«Un día de fiesta, tan alegre, tan brillante» —citó Terence, pero ausente, mirando hacia Muchings End—. Si llueve, espero que el profesor Peddick no deje a Cyril fuera.

—Espero que no decidan ir a pescar con este tiempo —dijo la señora Mering—, con el pecho tan débil que tiene Mesiel. Pilló un catarro terrible la primavera pasada. ¡Estuvo en cama dos semanas, con una tos espantosa! El doctor dijo que era un milagro que no acabara en neumonía. Señor Henry, vaya a ver si hay algún rastro del tren.

Me dirigí a la otra punta del andén para comprobarlo. Cuando regresé, Verity se había apartado de los demás.

—He estado pensando en el tocón del pájaro del obispo. En La piedra lunar, la joya fue robada por alguien que no sabía que lo había hecho. Estaba sonámbulo y la metió dentro de algo; luego una segunda persona se la robó. ¿Y si la persona que la cogió…?

—¿Estaba sonámbula? ¿En la catedral de Coventry?

—No. No sabía que estaba cometiendo un delito.

—¿Exactamente cuántos saltos hiciste la semana pasada? —pregunté.

Baine volvió a aparecer, con un mozo de equipajes que tenía al menos setenta años, y entre los dos y el palafrenero empezaron a trasladar nuestro equipaje del carruaje al borde del andén. Verity miró especulativamente al mozo.

—No —dije—. Estuvo casada con él durante más de cuarenta años. Eso significa que tendría que vivir hasta los ciento veinte.

—¿Ve algún signo del tren, señor Henry? —llamó la señora Mering.

—No, me temo que no —dije, acercándome a ella.

—¿Dónde puede estar? Espero que llegar tarde no sea un presagio. Señor Henry, ¿se han ido ya los carruajes?

—Tenemos que ir a Coventry hoy —dijo Verity—. ¿Qué pensaría de nosotros madame Iritosky si ignoráramos el mensaje de los espíritus?

—Ella misma no pensó más que en partir en mitad de la noche en respuesta al mensaje que recibió —elucubré yo, deseando que el maldito tren se apresurara y llegara de una vez—. Y no tengo dudas de que el tiempo mejorará cuando lleguemos a Coventry.

—Y hay cosas preciosas en Coventry —aseguró Verity… y no se le ocurrió ninguna.

—Tinte azul —dije yo—. El famoso tinte azul Coventry. Y los lazos.

—Tal vez me compre algunos para el ajuar —dijo Tossie.

—El profesor Peddick tiende a despistarse —lamentó Terence—. No se perderá y dejará a Cyril, ¿verdad?

—Lazos azules, creo, para el sombrero de paseo —continuó Tossie—. O azul bebé, tal vez. ¿Qué opinas, mamá?

—¿Por qué no llegan estos trenes a la hora indicada en vez de hacernos esperar durante horas?

Y así sucesivamente. El tren llegó exactamente a las 11.32. Se detuvo en la estación con una impresionante vaharada de vapor y Verity prácticamente empujó a todo el mundo a bordo, sin dejar de buscar a alguien susceptible de ser el señor C.

Baine ayudó a la señora Mering a subir los escalones y a llegar al compartimento; luego volvió para supervisar al mozo que cargaba nuestras pertenencias. Jane acomodó a la señora Mering en su asiento, le dio los anteojos, el bordado, encontró su pañuelo y su chal, y luego hizo una reverencia y bajó los escalones.

—¿Adonde va? —le pregunté a Verity, viendo a Jane correr por el andén hacia la parte trasera del tren.

—A segunda clase. Los criados no viajan con sus patronos.

—¿Cómo se las apañan sin ellos?

—No lo hacen. —Se recogió las faldas y subió los escalones.

Desde luego, no lo hacían. Baine volvió en cuanto todo estuvo a bordo para traerle a la señora Mering una mantita para el regazo y preguntarle si necesitaba algo más.

—Un cojín. Estos asientos son muy incómodos.

—Sí, madam —dijo él, y se marchó al galope. Regresó en menos de un minuto, despeinado y sin aliento, con un cojín decorado con brocados.

—El tren para Reading es un tren de pasillo, madam —jadeó—, pero éste sólo tiene compartimentos. Sin embargo, la atenderé en cada parada.

—¿No había trenes directos para Coventry?

—Sí, madam. A las 10.17. El tren está a punto de salir, madam. ¿Algo más?

—Sí, la guía Baedeker. Y una manta para poner los pies. El estado de estos compartimentos es penoso.

Obviamente, la señora Mering nunca había estado en el metro. Es una verdad universal temporal que la gente nunca aprecia su propia época, sobre todo en lo que a los transportes concierne. Los contemporáneos del siglo veinte se quejaban de los vuelos cancelados y los precios de la gasolina; los del siglo dieciocho se quejaban de las carreteras enlodadas y los salteadores de caminos. Sin duda, los griegos del profesor Peddick se quejaban de los caballos recalcitrantes y las ruedas que se les caían de los carros.

Yo había viajado en tren en un pasado más reciente, en la década de 1940, a Hampton Lucy, para ver si el tocón del pájaro del obispo estaba allí con las vidrieras. Los trenes iban repletos de soldados, las ventanillas estaban cubiertas de cortinas negras y habían quitado todas las molduras para convertirlas en munición. Y además, aunque no hubiera habido una guerra de por medio, no se parecía en nada a lo presente.

Los asientos de respaldo alto estaban tapizados de terciopelo verde y las paredes eran de caoba pulida con un dibujo de flores. Lujosas cortinas verdes colgaban de las ventanas. Las lámparas de gas con abrazaderas a ambos lados cubiertas por pantallas cristal esmerilado, los portaequipajes de arriba, los posabrazos, las anillas de las cortinas: todo era de bronce pulido.

Decididamente, nada que ver con el metro. Y, cuando el tren avanzó lentamente (con Baine a la carrera para traer la Baedeker y la manta y luego volver a segunda clase) y aumentaba su velocidad a través del hermoso paisaje cubierto de neblina, decididamente no hubo nada de lo que quejarse.

Eso no impidió que la señora Mering se quejara del hollín que entraba por la ventanilla (Terence la cerró), el calor del compartimento (Terence volvió a abrirla y echó las cortinas), lo oscuro del día, lo incómodo del viaje, la dureza del cojín que le había traído Baine.

Dejaba escapar un gritito cada vez que el tren se detenía, o arrancaba, o rodeaba una curva, y uno grande cuando el revisor vino a pedirnos los billetes. Era aún más viejo que el mozo de equipajes, pero Verity se inclinó hacia delante dispuesta a leer el nombre de su placa. Cuando se marchó, se sentó pensativa en su asiento.

—¿Cómo se llamaba el revisor? —le pregunté cuando nos bajamos en la estación de Reading, donde íbamos a cambiar de tren.

—Edwards —contestó ella, contemplando el andén—. ¿Ves a alguien que parezca dispuesto a casarse con Tossie?

—¿Qué hay de Crippen, allí delante? —dije, indicando con la cabeza un joven pálido de aspecto tímido que no paraba de mirar las vías y meterse el dedo nerviosamente en el cuello de la camisa.

—Ninguna de las esposas de Crippen consiguió permanecer casada con él cincuenta años —dijo ella, observando a un hombre grande e irritable con patillas que no dejaba de gritar «¡Mozo! ¡Mozo!» sin conseguir nada. El eficiente Baine los había puesto a todos en movimiento antes incluso de que el tren se parara y dirigía la disposición de los efectos de las Mering.

—¿Y ése? —dije, señalando un niño de cinco años vestido de marinerito.

Un joven con sombrero de paja y bigote llegó corriendo al andén y miró ansioso alrededor. Verity me agarró del brazo. El joven vio a Tossie, allí de pie con la señora Mering y Jane, y se encaminó hacia ella sonriente.

—¡Horace! —saludó una muchacha de otro grupo de tres damas, y Horace echó a correr hacia ella y empezó a pedir disculpas por llegar tarde a recibirla.

Miré culpable a Terence, pensando en el crucial encuentro que le había hecho perder.

El joven se marchó con las tres damas y el de las patillas cogió él mismo sus maletas y se marchó, lo cual dejaba solo a Crippen, que ahora miraba con recelo a un guardia de la estación.

Pero aunque él o el joven del sombrero se hubieran quedado de pronto anonadados, Tossie no habría reparado en ellos. Estaba demasiado ocupada planeando su boda.

—Llevaré flores de azahar en el ramo —dijo—, o rosas blancas. ¿Qué te parece, Terence?

—«Dos rosas en un tallo de un esbelto ramaje —citó Terence, mirando anhelante a una mujer que llevaba un terrier—, en dulce comunión crecían».

—Pero las flores de azahar tienen un olor tan dulce.

—Hay demasiados trenes —dijo la señora Mering—. No pueden necesitar tantísimos trenes.

Baine por fin metió a todo el mundo y todas las cosas en el tren y consiguió un compartimento aún más opulento; partimos hacia Coventry. Al cabo de unos minutos, un revisor, éste mucho más joven y bastante atractivo, vino por el pasillo y picó nuestros billetes. Tossie, sumida en los preparativos de su ajuar, ni siquiera lo miró. ¿Y qué nos hacía pensar que cuando llegáramos a Coventry repararía en el señor C, concentrada como estaba en sus planes de boda con Terence? ¿Qué nos hacía pensar que repararía siquiera en el tocón del pájaro del obispo?

Lo haría. Tenía que hacerlo. El viaje a Coventry había cambiado su vida e inspirado a su tatara-tatara-tataranieta a destrozar la nuestra.

Baine llegó tras unos kilómetros, extendió servilletas de lino blanco sobre nuestros regazos y sirvió un almuerzo suntuoso. Eso alegró considerablemente a todo el mundo (excepto quizás a Baine, que hizo aproximadamente doscientos viajes entre primera y segunda clase, trayéndonos roast beef y bocadillos de pepinillo y a la señora Mering un pañuelo limpio, sus otros guantes, las tijeras de coser y, por ninguna razón en concreto, la guía de ferrocarriles Bradshaw).

Terence miró por la ventanilla y anunció que estaba despejando, y luego que podía ver Coventry. Antes de que Jane y Baine tuvieran tiempo de recogerlo todo y doblar la mantita de la señora Mering, nos encontramos en el andén de Coventry esperando a que Baine descargara nuestro equipaje y nos buscara un carruaje. No había despejado, ni parecía que fuera a hacerlo. Una fina bruma llenaba en el aire y el contorno de la ciudad estaba difuso y gris.

Terence había recordado un poema adecuado para la ocasión y lo recitaba:

—«Esperaba un tren en Coventry —citó—. Ciudad de tres torres…».

Se detuvo, aturdido.

—Por cierto, ¿dónde hay tres torres? Yo sólo veo dos agujas.

Miré hacia donde señalaba. Una, dos y una estructura alta en forma de caja destacaban contra el cielo gris.

—Están reparando la aguja de St. Michael —explicó Baine, debatiéndose bajo un puñado de mantas y chales—. El mozo me ha dicho que la iglesia está siendo ampliamente restaurada en estos momentos.

—Eso explica por qué lady Godiva nos habló —dijo la señora Mering—. El lugar de descanso de su espíritu habrá sido perturbado.

La bruma se convirtió en llovizna y Tossie soltó un gritito.

—¡Mi vestido de viaje! —gimió.

Baine apareció, abriendo paraguas.

—He conseguido un carruaje cerrado, madam —le dijo a la señora Mering, tendiéndonos los paraguas a Terence y a mí para que cubriéramos a las damas.

Jane subió a un carricoche con el almuerzo y las mantas y los chales y le dijeron que se reuniera con nosotros en la iglesia, y nos dirigimos a la ciudad. Los cascos de los caballos resonaban por las estrechas calles empedradas bordeadas por viejos edificios de madera. Un albergue Tudor con un cartel pintado colgado sobre la puerta, estrechas tiendas de ladrillo donde se vendían lazos y bicicletas, casas aún más estrechas con ventanas divididas por columnas y altas chimeneas. El viejo Coventry. Todo esto sería destruido por el fuego junto con la catedral esa noche de noviembre de 1940, pero era difícil imaginarlo mientras trotábamos por las calles mojadas y plácidas.

El cochero detuvo los caballos en la esquina de St. Mary, la calle por la que habían desfilado el preboste Howard y su pequeña banda llevando los candelabros y las cruces y la bandera del regimiento que habían rescatado de la catedral en llamas.

Nopullivál carruahimáhmapayá —dijo el conductor, con un acento impenetrable.

—Dice que no puede llevar el carruaje más allá —tradujo Baine—. Al parecer el camino a la catedral está bloqueado.

Me incliné hacia delante.

—Dígale que vaya por esta calle hasta Little Park. Eso nos llevará a las puertas de la cara oeste de la iglesia.

Baine se lo transmitió. El conductor sacudió la cabeza y dijo algo irreconocible, pero hizo dar la vuelta a los caballos y retrocedió por la calle Earl.

—Oh, ya noto los espíritus —dijo la señora Mering, llevándose la mano al pecho—. Está a punto de suceder algo. Lo sé.

Giramos en Little Park hacia la catedral. Divisé la torre al final de la calle. No era extraño que no viéramos la tercera aguja desde la estación de tren. Estaba cubierta por un andamiaje de madera desde un tercio de su altura hasta arriba, y, con la única diferencia de que los toldos eran grises en vez de plástico azul, parecía exactamente igual que cuando la había visto la semana anterior desde la puerta de peatones de Merton. Lady Schrapnell era más auténtica de lo que pensaba.

Las pilas de ladrillos rojos y los montones de arena del patio parecían también los mismos. Me preocupó que todo el camino de acceso a la iglesia estuviera bloqueado, pero no. El conductor detuvo el carruaje ante las puertas oeste. Sobre ellas había un gran cartel escrito a mano.

—El sacristán de Iffley ha estado aquí —dije; luego vi lo que decía:

Cerrado por reparaciones del

1 de junio al 31 de julio