Hacia el Valle de la Muerte

ALFRED TENNYSON, La carga de la Brigada Ligera

C A P Í T U L O D I E C I S I E T E

En el recibidor - Una convocatoria - Baine deshace las maletas y hace un interesante descubrimiento - Sorprendentes anécdotas de la segunda visión de Jane - Preparativos para la sesión - Compadezco a Napoleón - Joyas - Duelo de médiums - Una manifestación espectral

Madame Iritosky esperaba en el recibidor con nueve piezas de equipaje, un gran mueble negro lacado y el conde De Vecchio.

—¡Madame Iritosky! —exclamó la señora Mering—. ¡Qué deliciosa sorpresa! ¡Y el conde! ¡Baine, vaya a buscar al coronel y dígale que tenemos invitados! ¡Estará encantado! Ya conocen a la señorita Brown —dijo, indicando a Verity—, y éste es el señor Henry.

La habíamos seguido hasta la casa, mientras Verity murmuraba:

—¿Qué está haciendo aquí? Creía que nunca salía de su casa.

—Es un placer, signor Henree —me saludó el conde De Vecchio con una inclinación de cabeza.

—¿Por qué no nos han hecho saber que venían? —dijo la señora Mering—. Baine podría haberlos ido a recibir a la estación.

—Yo misma no lo supe hasta anoche —dijo madame Iritosky—, cuando recibí un mensaje del Más Allá. No se puede ignorar una convocatoria de los espíritus.

No tenía el aspecto que yo esperaba. Era una mujer bajita y regordeta, chata, con el pelo gris despeinado y un vestido marrón bastante gastado. Su sombrero estaba gastado también, y las plumas que lo coronaban parecían apropiadas para un gallo. Era el tipo de persona que uno habría esperado que la señora Mering despreciara; en cambio, estaba prácticamente besándole los pies.

—¡Un mensaje de los espíritus! —La señora Mering dio una palmada—. ¡Qué apasionante! ¿Qué dijeron?

—«¡Ve!» —dijo dramáticamente madame Iritosky.

Avanti!—explicó el conde De Vecchio—. Golpearon la mesa. «Ve».

—«¿Ir adonde?», les pregunté —continuó madame Iritosky—. Y esperé a que golpearan su respuesta. Pero sólo hubo silencio.

—Silencio —corroboró el conde.

—«¿Ir adonde?», volví a preguntar. Y, de repente, allí en la mesa, ante mí, estaba aquella luz blanca que crecía y crecía hasta convertirse en… —hizo una pausa dramática— su carta.

—¡Mi carta! —jadeó la señora Mering. Di un paso hacia ella, temiendo que tuviéramos otro soponcio entre manos, pero se recuperó después de tambalearse un momento—. Le escribí, hablándole de los espíritus que he visto —me dijo—. ¡Y ahora la han mandado llamar!

—Están tratando de decirle algo —dijo madame Iritosky, mirando al techo—. Siento su presencia. Están ahora entre nosotros.

Y también estaban Tossie y Terence y Baine. Y el coronel Mering, con aspecto enormemente irritado. Llevaba botas de pescar y sostenía una red.

—¿Qué es todo esto? —gruñó—. Mejor sea importante. Discutía la batalla de Monmouth con Peddick.

—Señorita Mering, amor mia —dijo el conde, dirigiéndose inmediatamente hacia Tossie—. Estoy encantado de volver a verla. —Se inclinó sobre la mano de Tossie como si fuera a besarla.

—¿Cómo está usted? —dijo Terence, colocándose ante ella y extendiendo la mano, envarado—. Terence St. Trewes, el prometido de la señorita Mering.

El conde y madame Iritosky intercambiaron una mirada.

—¡Mesiel, nunca adivinarás quién ha venido! —dijo la señora Mering—. ¡Madame Iritosky, permítame presentarle a mi esposo, el coronel Mering!

—Hrrumm —murmuró el coronel a través de su bigote.

—Te dije que había visto un espíritu, Mesiel —dijo la señora Mering—. Madame Iritosky ha venido a contactar con él por nosotros. Dice que los espíritus nos acompañan incluso ahora.

—No veo cómo —gruñó el coronel—. No hay espacio para ellos en este maldito vestíbulo. Tengo una casa. No veo por qué todos tenemos que quedarnos aquí con maletas.

—Oh, desde luego —dijo la señora Mering, como si advirtiera por primera vez lo abarrotado que estaba el recibidor—. Vengan, madame Iritosky, conde, déjenme conducirlos al salón. Baine, que Jane traiga té y lleve las cosas de madame Iritosky y el conde De Vecchio a sus habitaciones.

—¿Incluido el mueblecito, madam? —preguntó Baine.

—El… —La señora Mering miró, sorprendida, el montón de equipaje—. ¡Cielos, qué cantidad de equipaje! ¿Va de viaje, madame Iritosky?

Ella y el conde volvieron a intercambiar una mirada.

—¿Quién lo sabe? —dijo madame Iritosky—. Si los espíritus mandan, yo obedezco.

—Oh, por supuesto —convino la señora Mering—. No, Baine, madame Iritosky necesitará el mueblecito para nuestras sesiones. Llévelo al saloncito.

Me pregunté dónde demonios cabría, entre todas las otomanas y biombos y aspidistras.

—Y lleve el resto de las cosas arriba, y deshaga las maletas —continuó la señora Mering.

—¡No! —dijo madame Iritosky bruscamente—. Prefiero desempaquetar mis propias cosas. Las líneas psíquicas de fuerza, ya sabe.

—Por supuesto —le dio la razón la señora Mering, que probablemente no tenía más idea de lo que eran las líneas psíquicas de fuerza que el resto de nosotros—. Después del té, quiero llevarla a nuestros jardines y enseñarle el lugar donde vi por primera vez al espíritu.

—¡No! Mis poderes están muy disminuidos por el largo viaje. ¡Trenes! —Madame Iritosky se estremeció—. Después del té, debo descansar. Mañana puede enseñarme toda la casa y los terrenos.

—Por supuesto —dijo la señora Mering, decepcionada.

—Examinaremos Muchings End en busca de habitantes espirituales —dijo madame Iritosky—. Hay decididamente una presencia espiritual aquí. Estableceremos comunicaciones.

—¡Oh, qué divertido! —se emocionó Tossie—. ¿Habrá manifestaciones?

—Posiblemente —respondió madame Iritosky, llevándose de nuevo la mano a la frente.

—Está usted cansada, madame Iritosky —dijo la señora Mering—. Debe sentarse y tomar un poco de té.

Condujo a madame Iritosky y al conde a la biblioteca.

—¿Por qué no me hablaste del conde De Vermicelli? —le preguntó Terence ansiosamente a Tossie mientras los seguían.

—De Vecchio —dijo Tossie—. Es terriblemente guapo, ¿verdad? Iris Chattisbourne dice que todos los italianos son guapos. ¿Crees que es así?

—¡Espíritus! —exclamó el coronel, golpeándose el muslo con la red de pesca—. ¡Paparruchas! ¡Sarta de tonterías!

Y regresó a la batalla de Monmouth.

Baine, que había estado mirando desaprobador el equipaje, hizo una reverencia y se marchó a la cocina.

—¿Bien? —dije cuando todos se marcharon—. ¿Qué hacemos ahora?

—Prepararnos para esta noche —respondió Verity—. ¿Sobrevivió al naufragio esa cesta cubierta donde llevabas a Princesa Arjumand?

—Sí. Está en mi armario.

—Bien. Tráela y ponla en el saloncito. Tengo que coserme la caja de garrapiñadas a las ligas.

Empezó a subir las escaleras.

—¿Sigues planeando celebrar la sesión con madame Iritosky, aquí?

—Mañana es quince. ¿Tienes una idea mejor?

—¿No podríamos sugerirle a Tossie una excursión a Coventry… igual que para ver la iglesia de Iffley?

—No fue a ver la iglesia de Iffley, fue a ver a Terence. Y ya la has oído: está que se muere por examinar los terrenos y ver manifestaciones. No estará dispuesta a perdérselo.

—¿Qué hay del conde De Vecchio? ¿Podría ser el señor C? Ha aparecido en el momento preciso, y si alguien parece adecuado para tener un alias, es él.

—No puede ser. Tossie estuvo felizmente casada con el señor C durante sesenta años, ¿recuerdas? El conde De Vecchio se gastaría todo su dinero y la abandonaría en Milán dentro de tres meses.

Tuve que estar de acuerdo.

—¿Qué crees que están haciendo aquí?

Verity frunció el ceño.

—No lo sé. Supuse que el motivo por el que madame Iritosky nunca celebraba sesiones espiritistas fuera de su casa era que la tenía toda llena de trampillas y pasadizos secretos. —Abrió la puerta del mueblecito—. Pero algunos de sus efectos son portátiles. —Cerró la puerta—. O quizás ha venido a investigar. Ya sabes, fisgar en los cajones, leer cartas, mirar retratos familiares.

Alzó un daguerrotipo de una pareja pasando junto a un cartel de madera que decía «Loch Lommond».

—«Veo a un hombre con chistera» —dijo, llevándose los dedos a la frente—. Está junto a… un cuerpo de agua… un lago, creo. Sí, decididamente un lago, y entonces la señora Mering grita: «¡Es el tío George!». Eso es lo que hacen: recopilan información para convencer a los incautos. Y no es que la señora Mering necesite dejarse convencer. Es peor que Arthur Conan Doyle. Madame Iritosky probablemente planea pasar su «descanso» fisgando en los dormitorios y recopilando munición para la sesión.

—Quizá podría robar por nosotros el diario de Tossie.

Ella sonrió.

—¿Qué dijo Finch exactamente sobre el diario? ¿Dijo que era decididamente el quince?

—Dijo que el señor Dunworthy le dijo que nos dijera que la forense había descifrado la fecha, y que era el quince.

—¿Dijo Finch cómo lo hizo la forense? Un cinco se parece mucho a un seis, ya sabes, o a un ocho. Y si fuera el dieciséis o el dieciocho, tendríamos tiempo para… voy a hablar con él —dijo—. Si la señora Mering pregunta adonde he ido, dile que a invitar al reverendo Arbitage a la sesión. Y mira a ver si encuentras dos trozos de alambre de un palmo y medio de longitud.

—¿Para qué?

—Para la sesión. Finch no metería una pandereta en tu equipaje, ¿verdad?

—No. ¿Crees que deberías hacer esto? Recuerda lo que pasó ayer.

—Voy a hablar con Finch, no con la forense. —Se puso los guantes—. De todas formas, estoy completamente recuperada. No te encuentro nada atractivo —dijo, y salió por la puerta principal.

Subí a mi habitación, cogí la cesta cubierta y la metí en el saloncito. Verity no había dicho qué quería hacer con ella, así que la dejé en la chimenea, detrás del cortafuegos, donde no era probable que Baine la viera y la guardara cuando trajera el mueblecito.

Cuando volví a salir al pasillo Baine me esperaba en el vestíbulo, ahora vacío de equipaje.

—¿Puedo hablar un momento con usted, señor? —Miró ansiosamente en dirección a la biblioteca—. ¿En privado?

—Por supuesto —dije yo, y le dejé que me condujera a mi habitación, esperando que no fuera a hacerme más preguntas sobre las condiciones de vida en los Estados Unidos.

Cerré la puerta detrás de nosotros.

—No habrá vuelto a arrojar a Princesa Arjumand al río, ¿no?

—No, señor. Es sobre madame Iritosky. Al deshacer sus maletas, señor, he encontrado unos artículos extremadamente preocupantes.

—Creía que madame Iritosky había dicho que ella misma desharía sus maletas.

—Una dama nunca deshace su equipaje —dijo él—. Cuando he abierto los baúles, he encontrado diversos artículos desafortunados: varillas plegables, trompetas, campanillas, pizarrines, un acordeón con un mecanismo para que suene solo, alambres, varios metros de tela negra y velos, y un libro de trucos. ¡Y esto!

Me tendió un frasquito.

Leí la etiqueta en voz alta.

—«Pintura Luminosa Balmain’s».

—Me temo que Madame Iritosky no es una auténtica médium, sino un fraude.

—Eso parece. —Abrí el frasco. Contenía un líquido entre verdoso y blancuzco.

—Me temo que sus intenciones y las del conde De Vecchio hacia los Mering son deshonrosas —dijo—. He tomado la precaución de guardar las joyas de la señora Mering.

—Excelente idea.

—Pero es la influencia de madame Iritosky sobre la señora Mering lo que más me preocupa. Temo que pueda caer presa de algún nefando plan de madame Iritosky y del conde —hablaba apasionadamente y con auténtica preocupación—. Mientras tomaban el té, madame Iritosky le ha leído la mano a la señorita Mering. Le dijo que veía un matrimonio en su futuro. Un matrimonio con un extranjero. La señorita Mering es una joven impresionable. No ha sido educada para pensar científicamente ni para examinar sus sentimientos con lógica. Me temo que haga alguna locura.

—Se preocupa usted realmente por ella, ¿verdad? —dije, sorprendido.

Su cuello se ruborizó.

—Tiene muchos defectos. Es engreída y alocada y tonta, pero eso se debe a su pobre educación. Ha sido malcriada y consentida, pero en el fondo es buena. —Parecía cohibido—. Tiene poco conocimiento del mundo. Por eso he acudido a usted.

—La señorita Brown y yo también estamos preocupados —le confesé—. Planeamos intentar persuadir a la señorita Mering para que nos acompañe mañana de excursión a Coventry y así apartarla del conde y madame Iritosky.

—Oh —dijo él, aliviado—. Es un plan excelente. Si hay algo que yo pueda hacer para ayudar…

—Será mejor que devuelva esto antes de que madame Iritosky lo eche en falta. —Le tendí con pesar el frasquito de Pintura Luminosa Balmain’s. Habría sido perfecta para escribir «Coventry» en la mesa de la sesión.

—Sí, señor. —Cogió el frasco.

—Y tal vez no sea mala idea esconder la cubertería de plata.

—Ya lo he hecho, señor. Gracias, señor. —Fue hacia la puerta.

—Baine —dije—. Hay algo que puede hacer. Estoy convencido de que De Vecchio no es un conde auténtico. Creo que existe la posibilidad de que viaje usando un alias. Cuando deshaga su maleta, si hay papeles o correspondencia…

—Comprendo, señor. Y si hay algo más que pueda hacer, señor, por favor hágamelo saber. —Hizo una pausa—. Sólo quiero lo mejor para la señorita Mering.

—Lo sé —contesté, y bajé a la cocina a buscar un alambre fuerte y fino.

—¿Alambre? —preguntó Jane, secándose las manos en el delantal—. ¿De qué tipo, sor?

—Para atar mi portamanteo. El cierre está roto.

—Baine se lo arreglará —dijo ella—. ¿Tendrán una sesión esta noche, ahora que esa madam ha venido?

—Sí.

—¿Cree que habrá trompetas? Mi hermana Sharon sirve en Londres. Su señora tuvo una sesión, y una trompeta flotó sobre la mesa y tocó ¡Caen las sombras de la noche!

—No sé si habrá trompetas. Baine está ocupado con el equipaje del conde De Vecchio y no quiero molestarlo. Necesito dos trozos de alambre de un par de palmos de longitud.

—Puedo darle un trozo de cordel. ¿Servirá?

—No. —Deseé haberle dicho sencillamente a Baine que robara el alambre del baúl de madame Iritosky—. Tiene que ser alambre.

Ella abrió un cajón y empezó a rebuscar.

—Tengo la segunda visión, ¿sabe? Mi madre también la tenía.

—Umm —dije, asomándome al cajón. Vi una gran variedad de utensilios inidentificables, pero ningún alambre.

—Cuando Sean se rompió el cuello de la camisa aquella vez, lo vi todo en un sueño. Tengo una sensación rara en la boca del estómago cada vez que va a pasar algo malo.

«¿Como esta sesión?», pensé.

—Anoche soñé con una especie de barco grande. Recuerda mis palabras, le dije a la cocinera esta mañana, alguien de esta casa se va a ir de viaje. ¡Y entonces esta tarde aparece esa madam, y vinieron en tren! ¿Cree que habrá una manifestación esta noche?

«Espero sinceramente que no —pensé—, aunque con Verity nunca se sabe».

—¿Qué tienes planeado exactamente? —le pregunté cuando regresó, justo antes de la cena—. No irás a vestirte con velos o algo así, ¿no?

—No —susurró ella, entristecida. Estábamos sentados ante las puertas acristaladas del saloncito, esperando entrar a cenar. La señora Mering relataba los sonidos de los ronquidos nocturnos de Cyril con Tossie en el sofá («¡El aullido de un lobo en una horrible tormenta!»), y el profesor Peddick y el coronel mantenían cautivo a Terence con historias de pesca en el rincón, junto a la chimenea, así que teníamos que hablar en voz baja. Ni madame Iritosky ni el conde habían bajado todavía y presumiblemente estaban «descansando». Esperé que no hubieran pillado a Baine con las manos en la masa.

—Creo que lo mejor es simplificar las cosas —dijo Verity—. ¿Has conseguido los alambres?

—Sí —contesté, sacándomelos de la chaqueta—. Después de hora y media de escuchar las experiencias con la segunda visión de Jane. ¿Para qué los quieres?

—Para golpear la mesa —dijo ella, moviéndose ligeramente para que no pudieran vernos desde dentro—. Cada extremo se dobla en forma de gancho. Luego, antes de la sesión, te metes un alambre en cada manga. Cuando las luces se apagan, los sacas hasta que sobresalgan de tus muñecas y los enganchas bajo el borde de la mesa. Así puedes levantar la mesa y seguir agarrado a las manos de tu compañero.

—¡Levantar la mesa! —dije, volviendo a metérmelos en el bolsillo—. ¿Qué mesa? ¿Esa enorme cosa de palisandro del saloncito? Ningún alambre va a levantar esa mesa.

—Sí que lo hará. Funciona según el principio de la palanca.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo leí en una novela de misterio.

Naturalmente.

—¿Y si alguien me pilla?

—No lo harán. Estará oscuro.

—¿Y si alguien dice que quiere las luces encendidas?

—La luz impide que los espíritus se materialicen.

—Qué conveniente.

—Muchísimo. Tampoco aparecen si hay algún escéptico presente. O si alguien trata de interferir con la médium o con alguien del círculo. Así que nadie te verá cuando levantes la mesa.

—Si puedo levantarla. Pesa una tonelada.

—La señorita Climpson lo hizo. En Fuerte veneno. Tuvo que hacerlo. A lord Peter se le acababa el tiempo. Igual que a nosotros.

—¿Has hablado con Finch?

—Sí. Por fin. He tenido que ir hasta la granja de Baker. Había ido a comprar espárragos. ¿Qué pretende?

—¿Y la cifra era decididamente un cinco?

—No era una cifra. Estaba escrito. Y no hay otro número que empiece por «q». Era claramente el quince de junio.

—El quince de junio —dijo el profesor Peddick desde la chimenea—. La víspera de la batalla de Quatre Bras y los aciagos errores que condujeron al desastre de Waterloo. Fue ese día cuando Napoleón cometió el error de confiar la toma de Quatre Bras al general Ney. Un día aciago.

—Será un día aciago, desde luego, si no llevamos a Tossie a Coventry —murmuró Verity—. Esto es lo que haremos. Golpearás la mesa una o dos veces. Madame Iritosky preguntará si hay algún espíritu presente y yo daré un golpecito para decir que sí. Y entonces, ella me preguntará si tengo un mensaje para alguien, y lo deletrearé.

—¿Lo deletrearás?

—Con golpes. La médium recita el alfabeto y el espíritu da un golpe cuando llega a la letra.

—Parece bastante lento —dije—. Creía que en el Más Allá lo sabían todo. Podrían utilizar un medio de comunicación más eficaz.

—Lo hicieron, la mesa Ouija, pero no se inventó hasta 1891, así que tendremos que contentarnos.

—¿Cómo vas a hacer los golpes?

—Tengo la mitad de la caja de garrapiñadas cosida a una liga y la otra mitad a la otra. Cuando uno las rodillas, produce un golpe hueco muy bueno. Lo probé en mi habitación.

—¿Cómo impides que golpeen cuando no quieres? —pregunté, mirándole la falda—. En mitad de la cena, por ejemplo.

—Tengo una liga más alta que otra. La bajaré hasta el mismo punto después de que nos sentemos a la mesa para la sesión. Lo que necesito es que impidas que madame Iritosky dé golpes.

—¿También tiene una caja de garrapiñadas?

—No. Lo hace con los pies. Chasquea los dedos como las hermanas Fox. Si mantienes tu pierna apretada contra la suya para detectar cualquier movimiento, no creo que trate de dar golpecitos, al menos hasta que yo haya indicado «Ir a Coventry».

—¿Estás segura de que esto funcionará?

—Funcionó para la señorita Climpson. Además, tiene que haber funcionado. Ya oíste a Finch. El diario de Tossie dice que fuimos a Coventry el día quince, así que tuvo que haber ido. Así que tuvimos que haberla convencido. Así que la sesión tuvo que tener éxito.

—Esto es una insensatez.

—Estamos en la época victoriana. Las mujeres no tenían que ser sensatas. —Enganchó su brazo en el mío—. Aquí vienen madame Iritosky y el conde. ¿Vamos a cenar?

Fuimos a cenar. El menú consistió en lenguado a la plancha, chuletitas de cordero y Napoleón a la discusiva.

—Nunca tendría que haber pasado la noche en Fleurus —dijo el coronel Mering—. Si hubiera continuado hasta Quatre Bras, la batalla habría tenido lugar veinticuatro horas antes y Wellington y Blücher nunca habrían unido sus fuerzas.

—¡Pamemas! —protestó el profesor Peddick—. Tendría que haber esperado a que el terreno se secara después de la tormenta. Nunca tendría que haber avanzado en el lodo.

Parecía bastante injusto. Ellos tenían, después de todo, la ventaja de saber cómo habían salido las cosas, mientras que todo lo que Napoleón y Verity y yo teníamos era un puñado de comunicados de batalla y una fecha en un diario ilegible.

—¡Majaderías! —dijo el coronel Mering—. Tendría que haber atacado más temprano y tomado Ligny. Nunca habría habido una batalla en Waterloo si hubiera hecho eso.

—Debió usted ver muchas batallas mientras estuvo en la India, coronel —intervino madame Iritosky—. Y gran número de fabulosos tesoros. ¿Trajo algunos de ellos a casa? ¿Las esmeraldas de un rajá, quizás? ¿O una piedra lunar prohibida del ojo de un ídolo?

—¿Qué? —farfulló el coronel a través del bigote—. ¿Piedra lunar? ¿ídolo?

—Sí, ya sabes, papá —dijo Tossie—. La piedra lunar. Es una novela.

—¡Bah! Nunca he oído hablar de ella.

—De Wilkie Collins —insistió Tossie—. La piedra lunar fue robada, y hay un detective y arenas movediza y el héroe lo hizo, sólo que se la llevó sin saberlo. Tienes que leerla.

—No tiene sentido ahora que me has contado el final —dijo el coronel Mering—. Y no hay ídolos enjoyados.

—Pero Mesiel me trajo un precioso collar de rubíes —dijo la señora Mering—. De Benarés.

—¡Rubíes! —Madame Iritosky lanzó una mirada al conde De Vecchio—. ¡De verdad!

—¿Qué uso puede dar la signora a los rubíes teniendo una joya como su hija? —dijo el conde—. Es como un diamante. No, como un zaffiro perfetto.

Miré a Blaine, que servía la sopa sombrío.

—Madame Iritosky contactó una vez con el espíritu de un rajá —dijo la señora Mering—. ¿Cree que habrá manifestaciones en nuestra sesión de esta noche, madame Iritosky?

—¿Esta noche? —preguntó madame Iritosky, alarmada—. No, no, no habrá ninguna sesión esta noche. Ni mañana. Estas cosas no pueden hacerse con prisas. Necesito tiempo para prepararme espiritualmente.

Y sacar las trompetas, pensé. Miré a Verity, esperando una expresión tan sombría como la de Baine, pero ella se estaba tomando su sopa tan tranquila.

—Y tal vez las manifestaciones no sean posibles aquí —continuó madame Iritosky—. Los fenómenos visibles sólo ocurren cerca de lo que nosotros llamamos portales, enlaces entre nuestro mundo y el mundo de más allá…

—Pero si aquí hay un portal —interrumpió la señora Mering—. Estoy segura. He visto espíritus en la casa y en los terrenos. Tengo la certeza de que, si nos ofrece una sesión esta noche, tendremos una manifestación.

—No debemos agotar a madame Iritosky —dijo Verity—. Tiene razón. Los viajes en tren son agotadores y no debemos pedirle que fuerce demasiado sus maravillosos poderes psíquicos. Tendremos que celebrar la sesión de esta noche sin ella.

—¿Sin mí? —dijo madame Iritosky, gélida.

—No soñaríamos con utilizar sus poderes espirituales para un asunto pequeño y doméstico como éste. Cuando haya recuperado sus fuerzas, tendremos una auténtica sesión.

Madame Iritosky abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla, poniendo exactamente la misma cara que el ryunkin de ojos de globo del coronel Mering.

—¿Pescado? —dijo Baine, inclinándose sobre ella con el plato de lenguado.

El reverendo Arbitage llegó a las nueve. Aproveché la oportunidad de las subsiguientes presentaciones para meterme los alambres bajo las mangas, y todos nosotros (excepto Madame Iritosky, que se había excusado a toda prisa y se había marchado arriba, y el coronel Mering, que murmuró «¡Sandeces!» y se marchó a la biblioteca a leer su periódico) fuimos en tropel al saloncito y nos sentamos alrededor de la mesa de palisandro que de ninguna manera iba yo a poder levantar, con palanca o sin palanca.

Verity me indicó que me sentara a su lado. Lo hice e, inmediatamente, sentí un peso en el regazo.

—¿Qué es eso? —susurré sin que me vieran Terence, el conde y el reverendo Arbitage, que corrían tratando de sentarse junto a Tossie.

—La cesta de Princesa Arjumand —respondió Verity—. Ábrela cuando te dé la señal.

—¿Qué señal? —pregunté, y noté una brusca patada en la espinilla.

El conde y el reverendo Arbitage ganaron la batalla, y Terence se quedó con el reverendo y la señora Mering. El profesor Peddick se sentó junto a mí.

—A Napoleón le interesaba el espiritismo —dijo—. Celebró una sesión en la Gran Pirámide de Gizeh.

—Tenemos que cogernos de la mano —le dijo el conde a Tossie, cogiendo la suya—. Así…

—Sí, sí, tenemos que cogernos de la mano —repitió la señora Mering—. ¡Vaya, madame Iritosky!

Madame Iritosky se encontraba en la puerta, envuelta en una ondulante túnica púrpura con amplias mangas.

—He sido convocada por los espíritus para servirles de guía esta noche en la separación del velo. —Se tocó la frente con el dorso de la mano—. Es mi deber, no importa lo que me cueste.

—¡Qué maravilloso! —exclamó la señora Mering—. Venga y siéntese. Baine, traiga una silla para madame Iritosky.

—No, no —dijo madame Iritosky, indicando la silla del profesor Peddick—. Es ahí donde convergen las vibraciones teleplásmicas.

El profesor Peddick se cambió de silla.

Al menos madame Iritosky no se había sentado junto a Verity, pero estaba junto al conde De Vecchio, lo que significaba que tendría una mano libre.

Y junto a mí, lo que significaba que yo lo iba a tener un poco más difícil para levantar la mesa.

—Hay demasiada luz. Tiene que haber oscuridad… —Contempló el salón—. ¿Dónde está mi mueble?

—Sí, Baine —dijo la señora Mering—. Le dije que lo metiera aquí.

—Sí, madam. —Baine hizo una reverencia—. Una de las puertas estaba rota y no cerraba bien, y lo llevé a la cocina para repararlo. Lo he hecho ya. ¿Quiere que lo traiga ahora?

—¡No! —negó madame Iritosky—. No será necesario.

—Como usted desee.

—Siento que no habrá manifestaciones esta noche. Los espíritus sólo desean hablarnos. Unan sus manos —ordenó madame Iritosky, arrastrando sus voluminosas mangas púrpura sobre la mesa.

Agarré su mano izquierda y la sujeté firmemente.

—¡No! —dijo ella, soltándose—. Suave.

—Lo siento muchísimo —dije—. Soy nuevo en estas cosas.

Ella volvió a poner su mano en la mía.

—Baine, apague las luces —ordenó—. Los espíritus sólo pueden venir a nosotros a la luz de las velas. Traiga una vela. Aquí —indicó un florero junto a su codo.

Baine encendió la vela y apagó las luces.

—No enciendan las luces bajo ningún concepto —ordenó ella—. Ni intenten tocar a los espíritus o a la médium. Podría ser peligroso.

Tossie soltó una risita, y madame Iritosky empezó a toser. Su mano soltó la mía. Aproveché la oportunidad para sacar los alambres de mis muñecas y engancharlos bajo la mesa.

—Ustedes perdonen. Mi garganta —dijo madame Iritosky, y volvió a deslizar su mano en la mía. Si Baine hubiera encendido las luces habría sido peligroso, desde luego. Yo habría apostado cualquier cosa a que habría revelado la mano del conde De Vecchio en la mía. Por no mencionar mi propio truquito.

Hubo un leve roce a mi derecha. Verity, colocando su liga en posición.

—Nunca he estado en una sesión espiritista antes —dije en voz alta, para cubrirla—. No oiremos malas noticias, ¿verdad?

—Los espíritus hablan según su voluntad —sentenció madame Iritosky.

—¿No es excitante? —dijo la señora Mering.

—Silencio —ordenó madame Iritosky en tono sepulcral—. Espíritus, os llamamos desde el Otro Lado. Venid y decidnos nuestro destino.

La vela se apagó.

La señora Mering gritó…

—Silencio —dijo madame Iritosky—. Ya vienen.

Hubo una larga pausa durante la cual varias personas tosieron, y entonces Verity me dio una patada en la espinilla. Le solté la mano, bajé la mía hacia mi regazo y abrí la tapa de la cesta.

—Siento algo —dijo Verity, lo cual no era cierto porque Princesa Arjumand estaba rozando mis piernas.

—Yo también lo siento —dijo el reverendo Arbitage tras un instante—. Ha sido como un viento frío.

—¡Oh! —exclamó Tossie—. Acabo de notarlo ahora mismo.

—¿Hay un espíritu aquí? —dijo madame Iritosky, y me incliné hacia delante y tiré con las muñecas.

Sorprendentemente, la mesa se movió. Sólo un poquito, pero lo suficiente para que Tossie y la señora Mering soltaran ambas sus grititos característicos y Terence exclamara:

—¡Vaya!

—Si estás aquí, espíritu —dijo madame Iritosky, irritada—, háblanos. Un golpe para decir que sí, dos para decir que no. ¿Eres un espíritu amistoso?

Contuve la respiración.

La caja de garrapiñadas hizo clac, y restauró mi fe en las novelas de misterio.

—¿Eres Gitcheewatha? —preguntó madame Iritosky.

—Es su espíritu de control —explicó la señora Mering—. Es un jefe indio piel roja.

Clac, clac.

—¿Eres el espíritu que vi la otra noche? —preguntó la señora Mering.

Clac.

—Lo sabía.

—¿Quién eres? —dijo fríamente madame Iritosky.

Silencio.

—Quiere que usemos el alfabeto —dijo Verity, e incluso en la oscuridad noté que madame Iritosky la miraba.

—¿Deseas comunicarte por medio del alfabeto? —dijo la señora Mering llena de excitación.

Clac. Y, entonces, un segundo clac, un sonido diferente, como de alguien chasqueando los dedos.

—¿No deseas comunicarte con el alfabeto? —dijo la señora Mering confundida.

Clac, y una brusca patada en la espinilla.

—Sí quiere —dije apresuradamente—. A, B, C…

Clac.

—C —dijo Tossie—. Oh, madame Iritosky, usted me dijo que tuviera cuidado con el mar[6].

—¿Qué más? —preguntó la señora Mering—. Continúe, señor Henry.

No mientras hubiera un pie suelto por ahí. Me adelanté en la silla, estirando la pierna izquierda hasta que toqué la falda de madame Iritosky y apreté mi pie contra el suyo.

—ABCDEFGHIJK —dije rápidamente, mi pie tenso contra el suyo—, LMNO…

Clac.

Ella retiró la pierna. Me pregunté qué sucedería si le agarraba la rodilla con la mano.

Era demasiado tarde.

—ABCD… —dijo la señora Mering, y el chasquido volvió a repetirse.

—¿COD?

—Cod, bacalao —dijo el profesor Peddick—. Gaddu callerias, del cual la variedad más interesante es el romero de Gales.

—«¿Quieres caminar un poco más rápido? —cito Terence—, le dijo un romero a un…».

—Cod, códice, Cody… —dijo el reverendo Arbitage—. ¿Eres el fantasma de Buffalo Bill Cody?

—¡No! —grité antes de que nadie pudiera golpear una respuesta—. Sé lo que es. No es una C, es una G. La C y la G son casi iguales —dije, esperando que nadie se diera cuenta de que las letras habían sido pronunciadas, no escritas, y que no estaban cerca en el alfabeto—. G-O-D. Está tratando de deletrear Godiva. ¿Eres el espíritu de lady Godiva?

Un clac decisivo y, afortunadamente, volvimos al buen camino.

—¿Lady Godiva? —preguntó la señora Mering, insegura.

—¿No es la que cabalgó completamente des…? —dijo Tossie.

—¡Tossie! —exclamó la señora Mering.

—Lady Godiva fue una mujer muy santa —dijo Verity—. Sólo le preocupaba el bienestar de su pueblo. Su mensaje debe ser muy urgente.

—Sí —dije yo, apretando la pierna de madame Iritosky—. ¿Qué tratas de decirnos, lady Godiva? ABC…

Clac.

Deletreé todo el alfabeto otra vez, decidido a no dejar ningún espacio para que madame Iritosky insertara un golpe.

—ABCDEFGHIJK…

Llegué hasta la M. Hubo un golpe brusco, como un dedo muy molesto al chasquear. Lo ignoré y continué hasta la O, pero no sirvió de nada.

—M —dijo la señora Mering—. CM.

—¿Qué clase de palabra empieza por CM? —preguntó Terence.

—¿Podría estar diciendo «come», venir? —dijo Tossie.

—Sí, por supuesto —contestó la señora Mering—. Pero ¿adonde quiere que vayamos? ABC…

Y Verity dio un golpe, pero no entendí de qué iba a servirnos. Nunca llegaríamos hasta la O, mucho menos hasta la V.

—A… —dijo la señora Mering.

Pisé con fuerza a madame Iritosky, pero demasiado tarde. Golpe. La furia del golpe era inconfundible esta vez. Parecía que se hubiera roto un dedo.

—C-A… —dijo la señora Mering.

—Cat, gata —se pronunció madame Iritosky—. El espíritu está tratando de comunicar noticias de la gata de la señorita Mering. —Su voz cambió bruscamente—. Les traigo noticias de Princesa Arjumand —dijo con un ronco susurro—. Está aquí con nosotros, en el Más Allá…

—¿Princesa Arjumand? ¿En el Más Allá? —dijo Tossie—. ¡Pero no puede ser! Ella…

—No se apene por su muerte. Es feliz allí.

Princesa Arjumand eligió este momento para saltar sobre la mesa, asustando a todo el mundo y haciendo que Tossie soltara un gritito.

—¡Oh, Princesa Arjumand! —dijo Tossie feliz—. Ya sabía yo que no habías muerto. ¿Por qué dice el espíritu que sí, madame Iritosky?

No esperé a que se inventara una respuesta.

—El mensaje no era gata. c-a… ¿Qué tratabas de decirnos, espíritu? —y recité el alfabeto lo más rápido que pude—. ABCDEFGHIJKLMNOPQRSTUV…

Verity dio un golpe.

—¿C-A-V? —dijo Tossie—. ¿Qué es eso? ¿Caverna? ¿Quiere que vayamos a una caverna?

—¿Cav? —dije yo—. ¿Cuv?

—Coventry —sentenció la señora Mering. La habría besado—. Espíritu, ¿quieres que vayamos a Coventry?

Un ferviente clac.

—¿Dónde de Coventry? —dije yo, apoyando todo mi peso en el zapato de madame Iritosky, y empecé a recitar el alfabeto al galope.

Verity decidió muy sabiamente no tratar de decir Saint. Dio un golpe en la M, la I y la C, y no muy seguro de cuánto tiempo podría sujetar a madame Iritosky, dije.

—St. Michael.

Obtuve un clac de confirmación.

—¿Quieres que vayamos a la iglesia de St. Michael?

Otro clac, y retiré el pie.

—La iglesia de St. Michael —repitió la señora Mering—. Oh, madame Iritosky, tenemos que ir mañana a primera hora…

—¿Eres un espíritu maligno? —preguntó.

Golpe.

Esperé a que Verity diera otro golpe más, pero no hubo más que un frenético roce. Debía de habérsele subido la caja de garrapiñadas por la rodilla.

—¿Estás siendo controlado por un no creyente? —preguntó madame Iritosky.

Golpe.

—Baine, encienda las luces —ordenó madame Iritosky—. Hay alguien dando golpes que no es un espíritu.

Y a mí iban a pillarme con los alambres asomando de las mangas. Traté de retirar la mano de la de madame Iritosky (o de la del conde), pero fuera quien fuese tenía una tenaza de acero.

—¡Baine! ¡Las luces! —ordenó madame Iritosky. Prendió una cerilla y encendió la vela.

Una bocanada de aire sopló desde las puertas acristaladas, y la vela se apagó.

Tossie chilló, e incluso Terence se quedó boquiabierto. Todo el mundo miró hacia las hinchadas cortinas. Hubo un sonido, como un gemido grave, y algo luminoso apareció tras las cortinas.

—¡Dios mío! —exclamó el reverendo Arbitage.

—Una manifestación —jadeó la señora Mering.

La forma flotó lentamente hacia las puertas abiertas, ladeándose ligeramente a babor y brillando con una luz verdosa espectral.

La mano que sujetaba la mía se relajó y me subí los alambres por las mangas hasta los codos. Junto a mí, noté a Verity subiéndose las faldas y luego metiendo la caja de garrapiñadas por el lado de mi bota derecha.

—¡Conde De Vecchio, vaya a encender las luces! —ordenó madame Iritosky.

—¡Un fantasma! —exclamó el conde, y se santiguó.

Verity se enderezó y cogió mi mano.

—Oh, manifestación, ¿eres el espíritu de lady Godiva?

—Conde De Vecchio —insistió madame Iritosky—, ¡le ordeno que abra el gas!

La forma alcanzó las puertas y entonces pareció alzarse y tomar la forma de una cara. Una cara velada de grandes ojos oscuros y nariz aplastada. Y mandíbulas.

La mano de Verity, sujetando la mía, sufrió un ligero espasmo.

—Oh, espíritu —dijo, la voz controlada—. ¿Deseas que vayamos a Coventry?

La forma se apartó despacio de la puerta y luego se dio la vuelta y se desvaneció, como si le hubieran echado encima una tela negra. Las puertas se cerraron de golpe.

—Nos ordena que vayamos a Coventry —dije yo—. No podemos ignorar la llamada de los espíritus.

—¿Han visto eso? —dijo el conde De Vecchio—. ¡Era horrible, horrible!

—He visto a un serafín encarnado —dijo embelesado el reverendo Arbitage.

Las luces se encendieron, revelando a Baine, de pie tan tranquilo, junto a la lámpara de la mesa de mármol, ajustando la llama.

—¡Oh, madame Iritosky! —dijo la señora Mering, desplomándose sobre la alfombra—. ¡He visto el rostro de mi querida madre!