… no parece haber ninguna regla en concreto. Al menos, si las hay, nadie las cumple… y no tienes ni idea de lo confuso que es que todas las cosas estén vivas.
Alicia en el país de las Maravillas
Posibilidad de lluvia - Otro cisne - Lo que compra la gente en los rastrillos - Números tres, siete, trece, catorce, veintiocho - Me predicen el futuro - Las cosas no son lo que parecen - Me marcho al Más Allá - La batalla de Waterloo - Importancia de tener buena letra - Un día aciago - Número quince - Un plan - Una llegada inesperada
—No es culpa tuya —dijo Verity.
Estábamos preparando las cosas para el rastrillo de la mañana siguiente, nuestra primera oportunidad para hablar desde la «emocionante noticia», como lo expresó la señora Mering.
—Fue culpa mía —puntualizó Verity, colocando un zueco de porcelana con un molino azul y blanco—. Nunca tendría que haber dejado que T. J. me enviara a tantos saltos.
—Sólo tratabas de averiguar algo que nos ayudara —la animé, desenvolviendo una huevera—. Fui yo el que dejó solos a Terence y Tossie. —La dejé sobre el mostrador—. Y le di la idea. Ya lo oíste anoche. No se habría declarado si yo no hubiera dicho esa tontería de que «el tiempo vuela» y de que las «oportunidades se pierden».
—Sólo estabas haciendo lo que te pedí. —Abrió un abanico japonés—. «Vira el Titanic, Ned. No te preocupes. No golpeará el iceberg», dije.
—¿No está listo todavía? —preguntó la señora Mering, y los dos dimos un respingo—. Es casi la hora de inaugurar la fiesta.
—Estaremos preparados —aseguró Verity, colocando una sopera en forma de hoja de lechuga.
La señora Mering miró preocupada el cielo nublado.
—Oh, señor Henry, no lloverá, ¿verdad?
«Por supuesto que no —pensé—. El destino está en mi contra».
—No —respondí yo, desenvolviendo un boceto de Paolo y Francesca, otra pareja que terminó mal.
—Oh, bien —dijo ella, quitándole el polvo a un busto del príncipe Alberto—. Oh, allí está el señor St. Trewes. Tengo que hablar con él sobre la cabalgada del poni.
La observé con interés mientras asaltaba a Terence. Llevaba un vestido de fiesta azul, con todos los volantes y encajes y rosetones y lacitos de rigor, pero encima se había puesto una túnica vaporosa con vetas rojas, amarillas y púrpura, y alrededor de la frente llevaba una banda ancha de terciopelo con una gran pluma de avestruz.
—Es la adivinadora —explicó Verity, sacando unas tijeras de coser en forma de garza—. Cuando me lea la fortuna, tengo la intención de preguntarle dónde está el tocón del pájaro del obispo.
—Bien puede estar aquí —dije yo, tratando de encontrar un sitio donde colocar el banjo de la viuda Wallace—. Encajaría perfectamente.
Ella contempló el puñado de cosas del mostrador.
—Sí que parece que las hayan recogido con un rastrillo —dijo, añadiendo un tazón de doble asa al conjunto.
Lo miré con ojo crítico.
—Todavía falta algo —dije. Y fui y cogí un limpiaplumas de la caseta de Tossie y lo coloqué entre un pisapapeles y un puñado de soldados de latón—. Ya está. Perfecto.
—Excepto por el hecho de que Tossie y Terence están prometidos. Nunca tendría que haber supuesto que se quedaría con los Chattisbourne toda la tarde.
—La cuestión no es quién tiene la culpa de su compromiso, sino qué vamos a hacer ahora.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Verity, arreglando un par de figuritas de Arlequín y Colombina.
—Tal vez Terence duerma bien esta noche, recobre el sentido, y decida que todo ha sido un terrible error.
Ella sacudió la cabeza.
—Eso no nos ayudará. Los compromisos en la época victoriana eran considerados casi tan serios como el matrimonio. Un caballero no podía romper uno sin causar un enorme escándalo. A menos que Tossie lo rompa, Terence no puede librarse del compromiso.
—Lo que significa que tiene que conocer al señor C —dije yo—. Lo que significa que tenemos que averiguar quién es, y cuanto antes mejor.
—Lo que significa que uno de nosotros tiene que informar al señor Dunworthy y averiguar si la forense ha descifrado ya su nombre.
—Y ése seré yo —dije firmemente.
—¿Y si te pilla lady Schrapnell?
—Correré el riesgo. Tú desde luego no vas a ir a ninguna parte.
—Creo que probablemente es una buena idea. —Se llevó la mano a la frente—. He recordado algunas de las cosas que dije ayer en la barca. —Inclinó la cabeza—. Quiero que sepas que sólo dije esas cosas sobre lord Peter Wimsey y tu sombrero por el vértigo transtemporal y el desequilibrio hormonal, y no porque…
—Comprendido —la corté yo—. Cuando estoy en mis cabales, no te veo como una hermosa náyade que me arrastra y me arrastra a las profundidades para ahogarme en tu húmedo abrazo. Además —dije, sonriendo—, Pansy Chattisbourne y yo ya estamos comprometidos.
—Quizá te gustaría comprarle un regalo de compromiso, entonces —bromeó ella, y alzó una cosa de cerámica decorada con lazos dorados, lirios de cerámica rosa y un puñado de agujeritos.
—¿Qué es?
—No tengo ni idea. Te das cuenta de que tendrás que comprar algo, ¿verdad? La señora Mering nunca te lo perdonará si no lo haces.
Alzó una cesta de mimbre en forma de cisne.
—¿Qué tal esto?
—No, gracias. Cyril y yo no somos aficionados a los cisnes.
Verity cogió una cajita de latón en la que habían venido las garrapiñadas.
—Nadie comprará esto.
—Ahí es donde te equivocas —dije yo, sacando un ejemplar manchado de humedad de Una muchacha a la antigua usanza y colocándolo entre dos sujeta libros de mármol tallados en forma de Dido y Eneas, otra pareja con mal final. ¿No tenía la historia ninguna pareja famosa que se hubiera casado, asentado y vivido feliz para siempre?
—La gente compra cualquier cosa en los rastrillos benéficos —dije—. En la Feria de Caridad para los Niños Evacuados, una mujer compró una rama de árbol que había caído sobre la mesa.
—No mires ahora —dijo Verity, bajando la voz a un susurro—, pero aquí viene tu prometida.
Me volví para ver a Pansy Chattisbourne sonriéndome.
—Oh, señor Henry —dijo, riendo—, venga a ayudarme a montar la caseta de bagatelas.
Y me arrastró para arreglar cajitas de pañuelos bordadas.
—Las he hecho yo —dijo Pansy, mostrándome un par de zapatillas de ganchillo con un dibujo de pensamientos—. Trinitarias. Significa: «Estoy pensando en ti».
—Ah —dije yo, y cogí un punto de lectura bordado con la frase: «No atesoréis en la tierra, donde la polilla y el orín corroen, y donde los ladrones saquean y roban. Mateo 6,19.»
—No, no, no, señor Henry —dijo la señora Mering cerniéndose sobre mí y mis paños de té bordados como un pintoresco pájaro de presa—. Usted no tiene que estar aquí. Lo necesito ahí.
Me condujo por el jardín dejando atrás los puestos de bordados y la caseta de pesca y la competición de cocos y la tienda de té hasta un lugar al final del prado donde habían colocado un rectángulo de arena dentro de un marco de madera. Baine dividía la arena en cuadrados de un palmo con la hoja de una palita.
—Esto es nuestra Caza del Tesoro, señor Henry —dijo ella, entregándome un puñado de cartoncitos—. Esto es para numerar las casillas. ¿Tiene algún chelín, señor Henry?
Rebusqué en el monedero y lo vacié en mi mano.
Ella barrió con todas las monedas.
—Tres chelines para los premios menores —dijo, escogiendo tres monedas de plata y tendiéndomelas—, y el resto será un cambio excelente para el puesto de artículos de madera.
Me tendió una sola moneda de oro.
—Y necesitará esto —dijo—, para comprar tesoros en el rastrillo.
Decididamente, pariente de lady Schrapnell.
—Le dejaré escoger en qué casillas enterrar los chelines y el gran premio. Procure que nadie lo vea. Evite las casillas de las esquinas y todos los números de la suerte: el tres, el siete, el trece… la gente siempre los escoge primero, y si alguien encuentra el tesoro pronto no conseguiremos dinero para la restauración. También evite los números inferiores a doce: los niños siempre eligen su edad. Y el catorce. Hoy es catorce de junio, y la gente siempre escoge la fecha. Asegúrese de que sólo excaven en una casilla. Baine, ¿dónde está el gran premio?
—Aquí mismo, madam. —Baine le tendió un paquete marrón.
—El precio por cavar son dos peniques la casilla o tres por cinco peniques —dijo ella, deshaciendo el paquete—. Y aquí está nuestro gran premio.
Me tendió un plato con un dibujo del molino de Iffley y las palabras «Felices recuerdos del Támesis». Se parecía al que la viejecita de Abingdon había tratado de venderme.
—Baine, ¿dónde está la pala? —dijo la señora Mering.
—Aquí, madam —respondió él, y me tendió una palita y un rastrillo—. Es para alisar la arena cuando haya escondido el tesoro —me explicó.
—Baine, ¿qué hora es? —preguntó la señora Mering.
—Las diez menos cinco, madam —dijo él, y me pareció que a ella iba a darle un soponcio.
—¡Oh, todavía no estamos preparados! —exclamó—. Baine, vaya y explíquele al profesor Peddick cómo tiene que atender la caseta de pesca y traiga mi bola de cristal. Señor Henry, no hay tiempo que perder. Debe enterrar el tesoro inmediatamente.
Me encaminé hacia la arena.
—En la veintiocho tampoco. Ésa fue la casilla ganadora del año pasado. Ni en la dieciséis. Es el cumpleaños de la reina.
Se marchó, y yo me puse a esconder el tesoro. Baine había marcado treinta casillas. Eliminando la dieciséis, la veintiocho, la tres, la siete, la trece, la catorce y de la uno a la doce, por no mencionar las esquinas, no quedaban muchas posibilidades.
Eché un vistazo, por si había algún ladrón de «Recuerdos del Támesis» acechando en el seto y metí los tres chelines en la veintinueve, la veintitrés y la veintiséis. No, ésa quedaba en una esquina. La veintiuna. Y luego me quedé allí, tratando de decidir cuál era el lugar menos probable y preguntándome si tendría tiempo de ir a informar al señor Dunworthy antes de que empezara la fiesta.
Mientras me decidía, la campana de la iglesia de Muchings End empezó a sonar. La señora Mering soltó un gritito y la fiesta fue declarada oficialmente inaugurada. Enterré rápidamente el gran premio en la casilla dieciocho y empecé a rastrillar.
—La siete —dijo una voz infantil a mi espalda. Me di la vuelta. Era Eglantine Chattisbourne, con un vestido rosa y un lazo enorme. Llevaba la sopera de lechuga.
—Todavía no he abierto —dije, rastrillando otras casillas y luego agachándome para colocar los cartones con los números.
—Quiero cavar la número siete —dijo Eglantine, mostrándome cinco peniques—. Tengo tres intentos. Quiero la siete primero. Es mi número de la suerte.
Le tendí la pala, y ella soltó la lechuga y cavó durante varios minutos.
—¿Quieres probar en otra casilla? —le pregunté.
—Todavía no he terminado —dijo, y cavó un poco más.
Se levantó y escrutó las casillas.
—Nunca está en las esquinas —dijo, pensativa—. Y no puede ser la catorce. Nunca es la fecha. La doce —dijo por fin—. Es la edad que voy a cumplir.
Cavó un poco más.
—¿Está seguro de que ha puesto aquí los premios? —me acusó.
—Sí —dije yo—. Tres chelines y un gran premio.
—Puede decir que están aquí dentro y quedárselos.
—Están ahí dentro. ¿Qué casilla quieres para tu tercer intento?
—Ninguna —dijo, tendiéndome la pala—. Quiero pensar un poco.
—Como desee, señorita.
Extendió la mano.
—Quiero que me devuelva mis dos peniques. Para mi tercer intento.
Me pregunté si no sería pariente lejana de lady Schrapnell. Quizás Elliot Chattisbourne, a pesar de las apariencias, era el señor C después de todo.
—No tengo cambio.
Se marchó, volví a alisar las casillas y me apoyé contra un árbol, esperando más clientes.
No vino ninguno. Al parecer todos visitaban el rastrillo primero. El negocio fue tan lento durante la primera hora que podría haberme ido a hacer el salto sin dificultad a no ser por Eglantine, que estaba siempre cerca planeando en qué casilla invertir sus últimos dos peniques.
Y, cuando por fin se decidió por la número diecisiete y no encontró nada, me miró acusadora.
—Creo que mueve usted los premios de sitio cuando no hay nadie mirando —dijo, blandiendo la pala de juguete—. Por eso le he estado vigilando.
—Pero si me has estado vigilando —razoné—, ¿cómo podría haber movido los premios?
—No lo sé —dijo, sombría—, pero tiene que haberlo hecho. Es la única explicación. Siempre está en la diecisiete.
Ahora que se había quedado sin dinero, esperé que se marchara, pero se quedó por allí, viendo cómo un niño pequeño escogía la seis (su edad), y su madre la catorce (la fecha).
—A lo mejor es que nunca ha metido ahí los premios —dijo Eglantine cuando se marcharon, el niño pequeño llorando porque no había encontrado ningún premio—. A lo mejor sólo ha dicho que lo ha hecho.
—¿No te gustaría dar un paseo en poni? El señor St. Trewes está dando paseos en poni por allí.
—Los paseos en poni son para los niños pequeños —despreció ella.
—¿No te han dicho la buenaventura?
—Sí. La adivinadora dijo que veía un viaje largo en mi futuro.
«Cuanto antes mejor», pensé.
—Tienen unos limpiaplumas preciosos en el puesto de baratijas —dije desvergonzadamente.
—No quiero un limpiaplumas. Lo que quiero es el gran premio.
No me quitó ojo durante otra media hora. Entonces llegó el profesor Peddick.
—Parece la llanura de Runnymede —dijo, señalando el prado con sus casetas y su tienda de té—. Los lores, con sus marqueses y sus estandartes desplegados por el llano, esperando la llegada del rey Juan y su séquito.
—Hablando de Runnymede, ¿no deberíamos ir río abajo y luego volver a Oxford para ver a su hermana y su sobrina? Sin duda le echarán de menos.
—¡Bah! —dijo él—. Hay tiempo de sobra. Se quedarán todo el verano, y el coronel ha pedido un tancho plateado de manchas rojas que llegará mañana.
—Terence y yo podríamos acompañarlo a casa mañana en tren, sólo para comprobar cómo van las cosas, y luego podría regresar para ver el tancho plateado de manchas rojas.
—No es necesario. Maud es una chica muy capaz. Estoy seguro de que se las arregla muy bien. Y dudo que Terence esté dispuesto a ir, ahora que se ha prometido a la señorita Mering. —Sacudió la cabeza—. No es que apruebe demasiado estos compromisos a la carrera. ¿Qué opina de ellos, Henry?
—Que las paredes oyen —dije, mirando a Eglantine, que estaba junto a la Caza del Tesoro, las manos a la espalda, mirando intensamente las casillas.
—Es bonita, pero apenas sabe nada de historia —continuó el profesor Peddick, sin captar la indirecta—. Creía que Nelson perdió el brazo luchando contra la Armada Invencible.
—¿Va a cavar usted? —le preguntó Eglantine, acercándosele.
—¿Cavar?
—Para el tesoro.
—Como el profesor Schliemann excavó la antigua Troya —dijo él, cogiendo la palita—. Fuimus Troes; fuit Ilium.
—Tiene que pagar dos peniques primero —dijo Eglantine—. Y elegir un número.
—¿Elegir un número? —dijo el profesor Peddick, sacando dos peniques—. Muy bien. El quince, por el día y el año de la firma de la Carta Magna. —Entregó los dos peniques—. El quince de junio de 1215.
—Es mañana —dije yo—. Qué excelente ocasión para que vayamos a Runnymede, el mismo aniversario de la firma. Podríamos enviarle un telegrama a su hermana y su sobrina para que se reúnan con nosotros allí y bajar en barca mañana por la mañana.
—Demasiados curiosos —dijo el profesor—. Estropearían la pesca.
—El quince es un número muy pobre —dijo Eglantine—. Yo habría elegido el nueve.
—Toma —le dijo el profesor, tendiéndole la pala—. Cava tú por mí.
—¿Puedo quedarme lo que encuentre?
—Compartiremos los trofeos. Fortuna belli semper ancipiti in loco est[5].
—¿Qué me gano por cavar si no está en la quince?
—Limonada y pasteles en la tienda del té.
—No está en la quince —le aseguró Eglantine, pero empezó a cavar.
—Un día aciago, el quince de junio —dijo el profesor Peddick, observándola—. Napoleón condujo su ejército a Bélgica el quince de junio de 1814. Si hubiera continuado hasta Ligny en vez de detenerse en Fleurus, habría separado los ejércitos de Wellington y Blucher y ganado la batalla de Waterloo. Un día que cambió la historia para siempre, el quince de junio.
—Le había dicho que no estaba en la quince —acusó Eglantine—. Creo que no está en ninguna. ¿Cuándo tendré la limonada y los pasteles?
—Ahora, si quieres —dijo el profesor, cogiéndola del brazo y llevándosela hacia la tienda del té… y ahora yo podía saltar e informar al señor Dunworthy.
Me encaminé hacia el mirador. No había dado tres pasos cuando me topé con la señora Chattisbourne.
—Señor Henry, ¿ha visto usted a Eglantine?
Le dije que estaba en la tienda del té.
—Supongo que se habrá enterado de la deliciosa noticia del compromiso de la señorita Mering y el señor St. Trewes.
Dije que sí.
—Siempre me ha parecido que junio es el mes perfecto para los compromisos, ¿no le parece a usted, señor Henry? Y, hay tantas muchachas bonitas. No me sorprendería que usted se comprometiera también.
Le dije que Eglantine estaba en la tienda del té, otra vez.
—Gracias. Oh, y si ve al señor Finch, ¿quiere por favor decirle que casi nos hemos quedado sin vino de chirivía en la caseta de los productos al horno?
—Sí, señora Chattisbourne.
—Finch es un mayordomo encantador —dijo—. Tan atento. ¿Sabía que fue hasta Stowcester a buscar pasteles de semillas para la caseta? Se pasa todo el tiempo libre viajando por el campo, buscando exquisiteces para nuestra mesa. Ayer fue a por fresas a Farmer Bilton’s. Es sorprendente. El mejor mayordomo que hemos tenido jamás. Me paso las noches y los días preocupada por si me lo roban.
«Una preocupación legítima, dadas las circunstancias», pensé, y me pregunté qué andaría haciendo Finch en Stowcester y en Farmer Bilton’s. Y si la señora Chattisbourne se marcharía alguna vez.
Lo hizo, pero no antes de que aparecieran Pansy e Iris, riendo, y se gastaran dos peniques en las casillas tres y trece (sus números de la suerte). Para cuando me libré de ellas, había pasado casi media hora y Eglantine podría regresar en cualquier momento.
Corrí por el sendero hasta donde Terence estaba a cargo del poni y le pregunté si podía vigilar por mí la Caza del Tesoro durante unos minutos.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó receloso.
—Darle a la gente una pala y cobrarles dos peniques —dije, saltándome la parte de Eglantine.
—Lo haré —dijo Terence, atando el poni a un árbol—. Parece un trabajo sencillo comparado con esto. Me he pasado toda la mañana recibiendo patadas.
—¿Del poni? —pregunté, mirándolo con precaución.
—De los niños.
Le mostré el boceto de la Caza del Tesoro y le di la pala.
—Volveré dentro de un cuarto de hora —prometí.
—Tómate el tiempo que quieras.
Le di las gracias y me encaminé al mirador. Y casi lo conseguí. Al borde de los lirios, el cura me pilló.
—¿Está disfrutando de la fiesta, señor Henry?
—Enormemente. Yo…
—¿Le han dicho ya la buenaventura?
—Todavía no. Yo…
—Entonces tiene que hacerlo en este mismo momento —dijo, agarrándome por el brazo y empujándome hacia la tienda de la adivinadora—. Esto y el rastrillo benéfico son los puntos culminantes de la fiesta.
Me empujó a través de una puerta de lona roja y púrpura hacia una diminuta tienda cerrada donde la señora Mering estaba sentada ante una bola de cristal, que al parecer había conseguido recibir a tiempo de Felpham y Muncaster.
—Siéntese —dijo—. Debe cruzar mi palma con plata.
Le tendí la única moneda de oro que me había dejado. Ella me devolvió a cambio varias monedas de plata y luego pasó las manos sobre la bola de cristal.
—Veo… —dijo con voz sepulcral—. Vivirá usted una vida muy larga.
«Sólo parece larga», pensé.
—Veo… un largo viaje, muy largo… está usted buscando algo. ¿Es un objeto de gran valor? —Cerró los ojos y se pasó una mano por la frente—. El cristal está turbio… no puedo ver si tendrá éxito en su búsqueda.
—No puede ver dónde está, ¿no? —dije, inclinándome hacia delante para ver dentro de la bola—. El objeto.
—No —dijo ella, colocando las manos encima—. Las… las cosas no son lo que parecen. Veo… problemas… el cristal se está nublando… en el centro veo la… ¡Princesa Arjumand!
Di un salto de un palmo.
—¡Princesa Arjumand! ¡Gata molesta! —Rebuscó bajo su túnica—. No puedes entrar aquí, gata desobediente. Señor Henry, sea tan amable de devolvérsela a mi hija. Estropea el ambiente.
Me tendió a Princesa Arjumand, que tuve que soltar de su ropa garra a garra.
—Siempre causando problemas.
Llevé a Princesa Arjumand a la caseta del rastrillo y le pedí a Verity que le echara un ojo.
—¿Qué has averiguado del señor Dunworthy?
—No he ido todavía. Me ha secuestrado la señora Mering. No obstante, ha visto un largo viaje en mi futuro, lo que tal vez signifique que puedo ir ahora.
—Ha visto una boda en mi futuro —dijo Verity—. Esperemos que sea la de Tossie y el señor C.
Rodeé el mostrador, le tendí Princesa Arjumand y me escabullí. Eché a correr hacia el sendero y hasta el mirador y me escondí entre el matorral de lirios, esperando a que la red se abriera.
Tardó una eternidad en hacerlo. En ese tiempo me preocupé por si Eglantine o el cura me pillaban y luego, cuando la red finalmente empezó a titilar, por si lady Schrapnell me encontraba.
Hice el salto agazapado, dispuesto a saltar si lady Schrapnell estaba en el laboratorio. No estaba, al menos en la zona que pude ver. Parecía que el laboratorio se había convertido en una sala de guerra. Por toda la pared donde yo estaba sentado (¿hacía cuántos días?) había un conjunto de ordenadores tan grande que dejaba pequeña la consola de la red. Un grupo de monitores y pantallas tridimensionales llenaba toda la parte del laboratorio que no estaba ocupada por la red.
Warder se encontraba ante la consola, interrogando al nuevo recluta.
—Todo lo que sé es que él me dijo: «No voy a arriesgarme a que te quedes otra vez atrás. Entra en la red». Y lo hice —explicaba el recluta.
—¿Y Carruthers no dijo nada de hacer algo antes de seguirle? —preguntó Warder—. ¿No dijo si iba a comprobar algo?
Él sacudió la cabeza.
—Dijo: «Voy detrás de ti».
—¿Había alguien cerca?
Él volvió a sacudir la cabeza.
—Las sirenas se habían disparado. Y nadie vive en esa zona de la ciudad. Está todo quemado.
—¿Las sirenas se habían disparado? ¿Les atacaban? ¿Podría una bomba haber…? —alzó la cabeza de pronto y me vio—. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué le ha pasado a Kindle?
—Vértigo transtemporal avanzado, gracias a ustedes —contesté, abriéndome paso entre los velos—. ¿Dónde está el señor Dunworthy?
—En Corpus Christi, con la forense.
—Vaya a decirle que estoy aquí y que tengo que hablar con él ahora —le dije al nuevo recluta.
—Estoy intentando averiguar qué le ha pasado a Carruthers —replicó Warder, ruborizándose de furor—. No puede usted entrar aquí y…
—Esto es importante.
—¡Y Carruthers también! —replicó ella. Se volvió hacia el nuevo recluta—. ¿Había alguna bomba de acción retardada en la zona?
El recluta nos miró, inseguro.
—No lo sé.
—¿Qué quiere decir con que no lo sabe? —preguntó Warder, furiosa—. ¿Qué hay de los edificios y ruinas de la zona? ¿Eran inestables? ¡Y no me diga que no lo sabe!
—Será mejor que vaya a traer al señor Dunworthy —comentó el recluta.
—Alto ahí —exclamó Warder—. Vuelva ahora mismo. Tengo que hacerle algunas preguntas.
El recluta logró escapar, pasando ante T. J., que venía de camino con un puñado de libros, vids y discos.
—Oh, bien —dijo cuando me vio—. Quería mostrarles a ambos…
Se detuvo, miró alrededor.
—¿Dónde está Verity?
—En 1889. Le entró vértigo transtemporal haciendo todos esos saltos para usted.
—No revelaron nada —dijo él, tratando de soltar el montón sin que se le cayera—, lo que no tiene sentido. Hay necesariamente un deslizamiento aumentado alrededor del lugar. Mire, déjeme mostrárselo.
Me conducía hacia los ordenadores pero se detuvo, se acercó a la consola y le preguntó a Warder:
—¿Cuánto deslizamiento ha habido en el salto de Ned?
—No he tenido tiempo de calcularlo. ¡He estado intentando sacar de allí a Carruthers!
—Vale, vale. —T. J. alzó las manos a la defensiva—. ¿Podría por favor calcularlo?
Se volvió hacia mí.
—Ned, quiero mostrarle…
—¿Qué es eso del deslizamiento en mi salto? —dije yo—. No hay ningún deslizamiento en los saltos de regreso.
—Lo hubo en el último de Verity.
—¿Qué lo causa?
—No lo sabemos todavía. Trabajamos en ello. Venga aquí. Déjeme mostrarle lo que estamos haciendo. —Me llevó a los ordenadores—. ¿Le habló Verity de los simus de Waterloo?
—Más o menos.
—Muy bien, es muy difícil hacer un modelo informático adecuado de un acontecimiento histórico porque hay muchísimos factores desconocidos, pero Waterloo es una excepción. La batalla ha sido analizada y cada incidente descrito hasta nivel microscópico. Además —sus negros dedos empezaron a teclear rápidamente—, tiene varios puntos de crisis y diversos factores que podrían haber hecho que la batalla se decantase en cualquier sentido: las violentas tormentas del día dieciséis y diecisiete, la incapacidad del general Grouchy para llegar…
—La mala letra de Napoleón.
—Exactamente. El mensaje de Napoleón a D’Erlon y el fracaso en la toma de Hougoumont, entre otros.
Pulsó más teclas y se dio la vuelta para ver la fila de pantallas que había tras él.
—Muy bien, esto es lo que hemos estado investigando —dijo, cogiendo un lápiz óptico y acercándose a la pantalla central—. Esto es un simulacro de la batalla de Waterloo tal como realmente tuvo lugar.
La pantalla mostraba un borrón gris tridimensional con zonas más claras y más oscuras.
—Esto es la batalla —dijo él, encendiendo el lápiz y señalando el centro del borrón—. Y aquí —señaló los bordes— están las zonas situacionales y temporales adyacentes sobre las que influyó la batalla.
La luz corrió al centro y rápidamente señaló otros lugares.
—Aquí puede ver la lucha en Quatre Bras, la lucha por Wavre, la carga de la Vieja Guardia, la retirada.
Yo no veía más que borrones grises. Me sentí igual que me siento cada vez que un médico me muestra un escáner. «Aquí se ven los pulmones, el corazón…». Nunca veo nada de nada.
—Lo que he hecho es introducir incongruencias simuladas en el modelo y ver cómo cambia el simulacro.
Se trasladó a la pantalla de la izquierda. Por lo que yo podía decir, era idéntica a la del centro.
—En ésta, por ejemplo, Napoleón envió una orden ilegible a D’Erlon para que se volviera hacia Ligny, con el resultado de que situó a sus hombres detrás del flanco izquierdo de Napoleón en vez de por delante y los confundieron con el enemigo. Introduje a un historiador simulado aquí —señaló un punto gris—, que sustituyó la nota de Napoleón por una orden legible y, como puede ver, la imagen cambió radicalmente.
Tendría que aceptar su palabra.
—Cuando se introduce la incongruencia, se obtiene una pauta de deslizamiento radicalmente aumentado en el sitio —señaló con el lápiz óptico—, y ligeramente inferior en puntos próximos, aquí y aquí, y luego parches periféricos más pequeños mientras el sistema se corrige a sí mismo.
Miré con atención la pantalla, tratando de parecer inteligente.
—En este caso, el sistema pudo autocorregirse casi inmediatamente. D’Erlon pasó las órdenes a su segundo al mando, quien se las dio a un teniente, que no pudo oírle por el fuego de la artillería y envió las tropas al flanco izquierdo después de todo, y la situación se recondujo al esquema original.
Apuntó con el lápiz óptico la fila superior de pantallas.
—Probé con variables de gravedad diversa. En ésta, el historiador rompe la cerradura de la puerta de Hougoumont. En ésta, hace que un soldado de infantería falle el tiro, de forma que Letort no muere. En ésta, el historiador intercepta un mensaje entre Blücher y Wellington —explicó, señalando una pantalla tras otra—. Varían enormemente en su impacto sobre la situación y en cuánto tarda el continuum en autocorregirse.
Señaló más pantallas.
—Ésta tardó unos minutos, ésta tardó varios días. No parece haber ninguna correlación directa entre la gravedad de la incongruencia y sus consecuencias. En ésta —señaló la pantalla inferior izquierda—, matamos a Uxbridge para impedir su carga suicida, e inmediatamente su segundo al mando realizó la carga con el mismo resultado.
»Por otro lado, en esta otra —señaló una pantalla de la segunda fila—, hicimos que un historiador disfrazado de soldado prusiano tropezara y cayera durante la lucha por Ligny y la autocorrección fue enorme. Estuvieron implicados cuatro regimientos y al propio Blücher.
Se movió hacia una pantalla del centro.
—En ésta, cambiamos las circunstancias en La Sainte Haye. Los tejados de paja ardieron debido a los disparos de la artillería y hombres con cacerolas llenas de agua consiguieron apagar los fuegos haciendo cadena.
Señaló un punto cerca del centro.
—Introduje a un historiador aquí para robar una de las cacerolas. Creó una incongruencia importante, y lo interesante es que la autocorrección no sólo implicó un deslizamiento ampliado aquí y aquí —la luz señaló lo alto de la pantalla—, sino aquí, antes de 1814.
—¿Volvió al pasado y se corrigió a sí misma?
—Sí —dijo él—. En invierno de 1812 hubo una tremenda tormenta de nieve que causó un profundo socavón en la carretera, delante de La Sainte Haye. Debido a ello, un carro de bueyes que pasaba perdió parte de su carga, incluido un pequeño barril de madera de cerveza, que un criado encontró y se llevó a casa, a La Sainte Haye. El barril, sin la tapa, fue el sustituto de la cacerola desaparecida en la cadena de cubos, los incendios fueron apagados y la incongruencia quedó reparada.
Volvió al ordenador, pulsó más teclas y recuperó un nuevo conjunto de pantallas.
—Ésta, donde Gneisenau se retira a Liège, y ésta, donde el historiador ayuda a sacar un cañón del lodo, originaron autocorrecciones en el pasado también.
—¿Por eso hizo usted que Verity saltara a mayo? ¿Porque cree que la incongruencia pudo intentar compensarse antes de producirse?
—Pero no hemos encontrado ningún deslizamiento en ninguna parte excepto en su salto —dijo él, frustrado—. Cada uno de éstos —indicó la pantalla—, no importa lo grande o lo pequeña que fuera la autocorrección, sigue la misma pauta básica: deslizamiento radicalmente aumentado en el lugar, deslizamiento moderadamente aumentado en la zona inmediata y bolsas aisladas de deslizamiento lejos del lugar.
—Lo cual no encaja en absoluto con nuestra incongruencia —dije, contemplando la pantalla.
—No —respondió T. J.—. El deslizamiento en el salto de Verity fue de nueve minutos, y no he encontrado ningún aumento radical de deslizamiento en ningún lugar próximo. El único deslizamiento está en este amasijo del 2018, mucho más grande de lo que debiera estando tan lejos.
Se acercó al ordenador, tecleó algo y volvió a la pantalla de la izquierda, que cambió levemente.
—El único que ha estado cerca es éste —dijo—. Hicimos que el historiador disparara una andanada de artillería que mató a Wellington.
Palpó en sus bolsillos buscando el lápiz óptico, no lo encontró y se contentó con el dedo.
—¿Ve esto? Aquí y aquí tenemos deslizamiento radicalmente aumentado, pero no puede contener los acontecimientos alterados y discrepancias que se desarrollan aquí y aquí y aquí —dijo, señalando los tres puntos cercanos al foco—, y el aumento de deslizamiento cae bruscamente aquí, y aquí se ve —señaló más lejos— que los refuerzos empiezan a fallar y la red empieza a funcionar mal a medida que la historia altera su curso.
—Y Napoleón gana la batalla de Waterloo.
—Sí. Mire los paralelismos con su incongruencia, aquí. —Señaló un gris más oscuro—. Hay una bolsa de deslizamiento ampliado casi a setenta años del lugar, y aquí —señaló un punto de gris clarito—, en la falta de deslizamiento a tan corta distancia.
—Pero sigue habiendo un deslizamiento radicalmente aumentado en el sitio.
—Sí —dijo él, sombrío—. En todas las incongruencias que hemos probado. Excepto en la suya.
—Pero al menos ha demostrado que las incongruencias son posibles. Eso es algo, ¿no?
—¿Qué? —dijo él, aturdido—. Son sólo simulaciones matemáticas.
—Lo sé, pero ha demostrado lo que sucedería si…
Él sacudía la cabeza violentamente.
—Lo que sucedería si realmente tratáramos de enviar a un historiador a Waterloo para interceptar un mensaje o matar un caballo o dar direcciones es que la red no se abriría. Los historiadores llevan más de cuarenta años intentándolo. Nadie puede acercarse a menos de dos años y cien millas de Waterloo. —Agitó una mano ante las filas de pantallas, furioso—. Estos simulacros están todos basados en una red sin defensas.
Así que estábamos de vuelta a la casilla de salida.
—¿Podría algo haber anulado las defensas en el salto de Verity? —pregunté—. ¿O hacer que fallaran?
—Eso fue lo primero que comprobamos. No hubo indicaciones de que no se tratara de un salto perfectamente normal.
En ese momento llegó el señor Dunworthy, con aspecto preocupado.
—Lamento haber tardado tanto —dijo—. Fui a ver si la forense había hecho algún progreso en el nombre o en la fecha.
—¿Y lo ha hecho? —pregunté.
—¿Dónde está el recluta? —interrumpió Warder antes de que el señor Dunworthy pudiera contestar—. Se supone que debía volver con usted.
—Lo he enviado a la catedral para mantener ocupada a lady Schrapnell y que no viniera mientras Ned está aquí.
Y yo confié en que lo consiguiera tanto como confiaba en que encontrara el camino de su casa, así que sería mejor que fuéramos breves.
—¿Ha decodificado la forense el apellido del señor C?
—No. Ha reducido a ocho el número de letras y ha localizado la entrada de Coventry, y está trabajando en la fecha.
Bueno, era algo.
—Lo necesitamos en cuanto sea posible —dije—. Terence y Tossie se prometieron ayer.
—Oh, cielos —dijo el señor Dunworthy, y miró alrededor como si le hubiera gustado sentarse—. Los compromisos eran un asunto muy serio en la época victoriana —le dijo a T. J.
Se volvió hacia mí.
—Ned, ¿todavía no tenéis ninguna pista sobre la identidad del señor C?
—No, y aún no hemos conseguido apoderarnos del diario. Verity espera que el señor C vaya a la fiesta de hoy.
Traté de pensar si había algo más que pudiera decirles o preguntarles.
—T. J., ¿no ha dicho algo sobre el deslizamiento en los saltos de regreso?
—Oh, sí. ¡Warder! —llamó a través de la consola. Ella pulsaba teclas violentamente—. ¿Ha calculado ya el deslizamiento?
—Estoy intentando…
—Lo sé, lo sé, está intentando sacar a Carruthers de allí —dijo T. J.
—No —replicó ella—. Estoy intentando traer a Finch.
—Eso puede esperar. Necesito el deslizamiento del salto de Ned.
—¡Está bien! —rezongó ella, sus ojos de serafín echando chispas. Golpeó las teclas durante medio minuto—. Tres horas, ocho minutos.
—¡Tres horas! —exclamé.
—Es mejor que el último salto de Verity —comentó el señor Dunworthy—. Fueron dos días.
T. J. alzó las manos, las palmas hacia arriba, y se encogió de hombros.
—No ha habido ninguno en los simulacros.
Pensé en algo.
—¿Qué día es hoy?
—Viernes —dijo T. J.
—Faltan nueve días para la consagración —añadió el señor Dunworthy, pensando—. El cinco de noviembre.
—¡Nueve días! —exclamé—. ¡Santo Dios! Y supongo que el tocón del pájaro del obispo no habrá aparecido.
El señor Dunworthy sacudió la cabeza.
—Las cosas no pintan demasiado bien, ¿verdad, alférez Klepperman?
—Hay una cosa que sí. —T. J., volvió al ordenador—. Hice un puñado de escenarios con el bombardeo de Berlín.
Las pantallas cambiaron a una pauta ligeramente distinta de borrones grises.
—Fallo en el blanco, el avión alcanzado, el piloto herido, incluso eliminando piloto y avión, y nada de eso cambió el resultado. Londres sigue siendo bombardeada.
—Eso sí que es una buena noticia —dijo el señor Dunworthy con amargura.
—Bueno, al menos es algo —comenté yo, deseando creerlo.
La red titiló y apareció Finch. Esperó a que Warder alzase los velos antes de ir directamente al señor Dunworthy y decirle:
—Tengo excelentes noticias relacionadas con… —Se detuvo y me miró—. Estaré en su despacho, señor —dijo, y se marchó rápidamente.
—Quiero saber qué pretende Finch —dije—. ¿Lo ha enviado a ahogar a Princesa Arjumand?
—¿A ahogar…? —T. J. se puso a reír.
—¿Es así? —exigí—. Y no me diga que no tiene libertad para decirlo.
—No tenemos libertad para decirte cuál es la misión de Finch —dijo el señor Dunworthy—. Pero sí le diré que Princesa Arjumand está perfectamente a salvo y que te complacerán los resultados de la misión de Finch.
—Si Henry va a volver —dijo Warder irritada desde la consola—, necesito enviarlo ahora para poder empezar la búsqueda intermitente de Carruthers cada media hora.
—Necesitamos la información de la forense en cuanto la tenga —le recordé al señor Dunworthy—. Trataré de regresar esta noche o mañana.
El señor Dunworthy asintió.
—No tengo todo el día —dijo Warder—. Estoy intentando…
—Muy bien —dije, y me acerqué a la red.
—¿A qué hora quiere regresar? —preguntó Warder—. ¿Cinco minutos después de su partida?
La esperanza brotó de pronto como uno de los arco iris de Wordsworth.
—¿Puedo volver cuando quiera?
—Es un viaje en el tiempo —dijo Warder con retintín—. No tengo todo…
—A las cuatro y media —decidí. Con suerte, habría veinte minutos de deslizamiento y la fiesta habría terminado.
—¿A las cuatro y media? —preguntó Warder, beligerante—. ¿No lo echará nadie de menos?
—No. Terence estará encantado de no tener que volver con el poni.
Warder se encogió de hombros y empezó a establecer las coordenadas.
—Entre en la red —le dijo, y pulsó la tecla para enviarme.
La red titiló y yo me enderecé el sombrero y la corbata y volví felizmente a la fiesta. Seguía nublado, así que el sol no me indicaba qué hora era y el reloj era inútil. La multitud parecía haber menguado un poquito. Eran al menos las tres y media. Me acerqué a la caseta del rastrillo para informar a Verity de que no tenía nada que contarle.
No estaba allí. La tienda estaba a cargo de Rose e Iris Chattisbourne, que trataron de venderme un almirez de plata.
—Está en la tienda del té —dijeron, pero tampoco estaba allí.
Cyril sí. Esperaba inútilmente a que alguien le diera un bocadillo. Daba la impresión de que llevaba allí todo el día. Le compré un bollo de mermelada y para mí un pastelito y una taza de té que me llevé a la Caza del Tesoro.
—No has tardado mucho —dijo Terence—. Te he dicho que te tomaras todo el tiempo que quisieras.
—¿Qué hora es? —pregunté, mi gozo en un pozo—. El reloj… se me ha parado.
—«Era el mejor compañero» —citó Terence—. Son las doce y media. Supongo que no te gustaría encargarte del poni un ratito —dijo esperanzado.
—No.
Se dirigió lentamente hacia el sendero y yo me bebí el té y me comí el pastelito y pensé en lo injusto del destino.
Fue una tarde muy larga. Eglantine, que le había sacado otros cinco peniques a una de sus hermanas, se pasó la mayor parte de la tarde agachada en la arena, planeando su estrategia.
—Creo que ninguna de las casillas contiene el gran premio —dijo, después de haber gastado dos peniques en la número dos.
—Con toda seguridad sí que lo tiene. Lo puse allí yo mismo, lo creas o no.
—Le creo. El reverendo Arbitage lo vio hacerlo. Pero alguien debe de haberlo robado cuando aquí no había nadie.
—Siempre ha habido alguien.
—Puede que hayan entrado por detrás —dijo ella—. Mientras estábamos charlando.
Volvió a agacharse, y yo continué con mi pastelito que estaba aún más duro que el que había comprado en las Oraciones por el servicio de la RAF y la Venta de Artículos Horneados, y pensé en el tocón del pájaro del obispo.
¿Lo había robado alguien cuando no miraba nadie? Yo había dicho que nadie lo querría, pero mira las cosas que compra la gente en los rastrillos. Quizás un saqueador lo había sacado de entre los escombros, después de todo. O quizás Verity tenía razón y lo habían evacuado de la catedral poco antes del bombardeo. O bien estaba en la catedral durante la incursión aérea, o no lo estaba, pensé, mirando las casillas de arena.
Eran las dos únicas posibilidades. Y de todas formas tenía que estar en alguna parte. Pero ¿dónde? ¿En la número dieciocho? ¿La número veinticinco?
A la una y media el cura vino a relevarme para que pudiera «tener un almuerzo adecuado» y «echar un vistazo a la fiesta». El «almuerzo adecuado» consistió en un bocadillo de paté de pescado (del cual di la mitad a Cyril) y otra taza de té, seguido de un paseo por las casetas.
Gané un anillo de cristal rojo en el estanque de pesca, compré un forro de ganchillo para la tetera, una bola olorosa hecha con una naranja rellena de tréboles, un cocodrilo de porcelana y una jarra de gelatina de manos de ternera. Le dije a Verity que no había conseguido la fecha ni el apellido del señor C y volví a la Caza del Tesoro. Cuando Eglantine no miraba, enterré el cocodrilo en la número nueve.
La tarde se prolongó. La gente escogió la cuatro, dieciséis, veintiuno y veintinueve, y consiguieron encontrar dos de los chelines. Eglantine se gastó sin ningún éxito el resto de sus cinco peniques y se marchó enfurruñada. En un determinado momento, Baine llegó con Princesa Arjumand y me la puso en los brazos.
—¿Podría vigilarla un ratito, señor Henry? La señora Mering desea que me encargue del concurso de los cocos y me temo que Princesa Arjumand no se puede quedar sola ni un momento —dijo, mirándola con intensidad.
—¿Otra vez el ryunkin nacarado de ojos de globo?
—Sí, señor.
Una caja grande llena de arena no parecía un lugar terriblemente bueno para ella tampoco.
—¿Por qué no puedes pasarte todo el día durmiendo al sol como el gato con manchas del Rastrillo benéfico de la Natividad de la Virgen María? —dije.
Ella maulló y se frotó la nariz contra mi mano.
La acaricié, pensando que era una lástima que no se hubiera ahogado y alcanzado la no-significancia para que la red se hubiera cerrado cuando traté de devolverla. Me la podría haber quedado.
Por supuesto, no me la podría haber quedado. Algún multimillonario la habría conseguido, y con un solo gato no se podía sustituir toda una especie extinguida. Ni siquiera clonándolo. Pero claro, pensé mientras la rascaba detrás de las orejas, era una gata muy bonita. Excepto para el ryunkin nacarado. Y el leucisco azul de doble agalla del profesor Peddick.
Finch llegó corriendo. Miró apurado alrededor, se inclinó hacia delante y dijo:
—Tengo un mensaje para usted del señor Dunworthy. Me dijo que le dijera que habló con la forense y que ha descifrado la fecha del viaje a Coventry. Dijo…
—Mamá dice que tiene que dejarme hacer tres intentos más —dijo Eglantine, surgiendo de la nada—, y le dará cinco peniques cuando la fiesta termine.
Finch miró nervioso a la niña.
—¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado, señor?
—Eglantine —dije—. ¿Te gustaría encargarte de la Caza del Tesoro durante unos minutos?
Ella sacudió la cabeza virtuosamente.
—Quiero cavar. A la persona encargada no se le permite ganar premios. Quiero la número dos.
—Lo siento —dije—. Este caballero está antes. Señor Finch, ¿qué casilla le gustaría?
—¿Casilla?
—Una casilla para cavar —dije, indicando el recuadro de arena—. Como hay treinta casillas, la mayoría de la gente escoge una fecha. Si es una de las que aparecen aquí —añadí, recordando que la fecha podía ser el treinta y uno—. ¿Tiene alguna fecha concreta en mente, señor Finch?
—Oh —dijo Finch, viendo la luz—. La fecha. Me gustaría la casilla número…
—No ha pagado —dijo Eglantine—. Hay que pagar primero para cavar.
Finch rebuscó en sus bolsillos.
—Me temo que no tengo…
—Los mayordomos tienen una tirada gratis —le expliqué—. ¿Qué número…?
—Eso no es justo —gimió Eglantine—. ¿Por qué tienen que tener los mayordomos una tirada gratis?
—Es una regla de la fiesta de la iglesia.
—No le dio usted una tirada gratis al mayordomo de la señora Mering.
—La tuvo en la competición de cocos —dije, tendiéndole la pala a Finch—. ¿La fecha, señor Finch?
—El quince, por favor, señor Henry —dijo él rápidamente.
—¿El quince? ¿Está seguro?
—No puede elegir el quince —protestó Eglantine—. Ya ha sido elegido. Igual que el dieciséis y el diecisiete. No se puede elegir un número que ya ha sido elegido. Va contra las reglas.
—El quince —dijo Finch, firme.
—Pero eso es imposible. El quince es mañana.
—Y no puede comprar el seis ni él veintidós —continuó Eglantine— porque los voy a comprar yo.
—¿Estaba absolutamente segura? —pregunté.
—Sí, señor —dijo Finch.
—¿Qué hay del mes? ¿Podría haber sido julio, o agosto?
Pero yo sabía que no. Verity me había dicho ese día en Iffley que el viaje había sido en junio.
—Yo escogería una de las esquinas —dijo Eglantine—. La treinta o la uno.
—¿Y está seguro de que es el quince? ¿Mañana?
—Sí, señor —dijo Finch—. El señor Dunworthy me envió inmediatamente a decírselo.
—Esto tengo que decírselo a Verity. Finch, cierre la tienda.
—No puede —gimió Eglantine—. Tengo tres oportunidades más.
—Déjela cavar en tres casillas más y luego cierre —dije, y me marché hacia la caseta del rastrillo benéfico antes de que ninguno de los dos pudiera protestar, dando un rodeo por detrás para que no me asaltaran la señora Mering o las hermanas Chattisbourne.
Verity le estaba vendiendo el banjo sin cuerdas a un joven con sombrero hongo y bigote retorcido. Yo cogí un utensilio inidentificable con una gran rueda de sierra y dos hojas curvadas y fingí saber qué era hasta que el joven se marchó.
—Un tal señor Kilbreth —dijo Verity—. Se escribe con «k».
—La forense ha descifrado la fecha del viaje a Coventry —dije, antes de que nadie pudiera aparecer e interrumpirnos—. Es el quince de junio.
Ella pareció sorprendida.
—Pero eso es imposible. El quince es mañana.
—Eso mismo pienso yo.
—¿Cómo lo averiguaste? ¿Has vuelto a saltar?
—No. Finch ha venido a decírmelo.
—¿Y está seguro?
—Sí. Entonces, ¿qué hacemos? No creo posible sugerir sin más una excursión a Coventry mañana por la mañana. Para ver el panorama.
Verity sacudió la cabeza.
—El día siguiente a una actividad como ésta se pasa repasando los acontecimientos con las Chattisbourne y el cura y la viuda Wallace. Nunca estarían dispuestos a marcharse y perdérselo. Es lo mejor de la fiesta.
—¿Y los peces?
—¿Los peces?
—Podríamos decirle al coronel y al profesor Peddick que hay unos excelentes bajíos o profundidades o fondos de grava o lo que sea para pescar bremas o algo. ¿No está Coventry junto a un río? El coronel y el profesor no pueden resistirse a nada si hay peces por medio.
—No sé —dijo Verity, pensativa—, pero me has dado una idea. Supongo que no sabrás hacer chasquear los dedos de los pies, ¿no?
—¿Qué?
—Así es como lo hacían las hermanas Fox. No importa, podemos hacerlo sin… —empezó a rebuscar entre los artículos del rastrillo, tratando de localizar algo—. Oh, bien, está aquí —dijo, y sacó la caja de metal de garrapiñadas.
—Ten, compra esto —dijo, entregándomela—. Yo no tengo dinero.
—¿Para qué?
—Tengo una idea. Cómprala. Son cinco peniques.
Obediente, le tendí un chelín.
—Yo iba a comprar eso —dijo Eglantine, saliendo de la nada.
—Pensé que estabas cavando en la Caza del Tesoro.
—Estaba —dijo—. Casillas diez, once y veintisiete. El tesoro no estaba en ninguna de ellas. No creo que esté en ninguna. No creo que ni siquiera pusiera usted el tesoro allí. —Se volvió hacia Verity—. Le dije esta mañana que quería comprar la caja de garrapiñadas.
—No puedes —dijo Verity—. El señor Henry ya la ha comprado. Sé una buena chica y ve a buscar a la señora Mering. Tengo que hablar con ella.
—Es del tamaño adecuado para guardar botones —dijo Eglantine—. Y le dije esta mañana que quería comprarla.
—¿No preferirías un libro bonito? —le preguntó Verity, ofreciéndole La chica a la antigua usanza.
—Aquí tienes dos peniques —le dije—. Ve a buscar a la señora Mering y te diré dónde está el tesoro.
—Eso va contra las reglas.
—Dar una pista no lo es —dije. Me agaché y le susurré al oído—. La batalla de Waterloo.
—¿El día o el año?
—Eso tendrás que adivinarlo tú.
—¿Me dará las pistas de las casillas donde están los chelines?
—No. Y trae a la señora Mering antes de empezar a cavar.
Se marchó corriendo.
—Rápido, antes de que vuelva —dije—. ¿Cuál es tu idea?
Me quitó la caja, quitó la tapa y la mantuvo separada, como si caja y tapa fueran un par de címbalos; las unió dando un golpecito.
—Una sesión espiritista.
—¿Una sesión? ¿Esa es tu idea? Lamento no haber dejado a Eglantine comprar la caja.
—Dijiste que el coronel y el profesor Peddick no podían resistirse a nada si había peces de por medio. Bien, pues la señora Mering no puede resistirse a nada que tenga espíritus o sesiones…
—¿Sesiones? —dijo la señora Mering, apareciendo con su túnica de muchos colores—. ¿Estás proponiendo una sesión, Verity?
—Sí, tía Malvinia —dijo Verity, envolviendo rápidamente la caja y la tapa en papel de regalo. Metió dentro el cisne de mimbre y me tendió ambas cosas.
—Estoy segura de que disfrutará de sus compras, señor Henry —dijo, y se volvió hacia la señora Mering—. El señor Henry acaba de decirme que nunca ha asistido a una sesión.
—¿Es verdad eso, señor Henry? Oh, entonces debemos celebrar una esta noche, sólo por usted. Tengo que preguntarle al reverendo Arbitage si puede asistir. ¡Señor Arbitage! —llamó, y se marchó corriendo.
—Dame la caja de garrapiñadas —susurró Verity.
Me giré levemente para que nadie nos viera las manos y le di la caja envuelta en papel.
—¿Para qué vas a utilizarla?
—Para dar golpecitos —susurró, metiéndosela en el bolso—. Esta noche vamos a recibir un mensaje de los espíritus diciéndonos que vayamos a Coventry.
—¿Estás segura de que esto funcionará?
—Le funcionó a madame Iritosky —dijo—. Y a D. D. Home y a las hermanas Fox y a Florence Cook. Engañó a los científicos William Crookes y Arthur Conan Doyle. La señora Mering pensó que tú eras un espíritu. Funcionará en nuestro caso. ¿Qué puede salir mal?
La señora Mering regresó, la túnica al viento.
—El reverendo Arbitage está haciendo la rifa del pastel. Tendré que acordarme de preguntárselo más tarde. Oh, señor Henry —dijo, cogiéndome por el brazo—. Sé que tendremos una buena sesión. Ya noto la presencia de los espíritus gravitando a nuestro alrededor.
En realidad era Baine, que acababa de aparecer tras ella y esperaba una ocasión para hablar.
—Quizá sea el mismo espíritu que oyó usted anteanoche, señor Hen… ¿qué pasa, Baine? —preguntó la señora Mering, impaciente.
—Madame Iritosky, madam.
—Sí, sí, ¿qué pasa con ella?
—Está aquí.