Tira de un hilo y romperás la tela.
Rompe una sola de un millar de teclas
y la sacudida nos alcanzará a todos.
JOHN GREENLEAF WHITTIER
Visitantes nocturnos - Un incendio - Más similitudes con el Titanic - Un espíritu - Sonambulismo - Pearl Harbor - Peces - Una conversación con un obrero - Finch - No sirve de nada - Verity y yo damos un paseo en barca por el río - Declararse en latín, ventajas y desventajas de - Los problemas de salud de Napoleón - Sueño - Similitud entre literatura y vida real - Un anuncio
Mi segunda noche en Muchings End fue tan descansada como la primera. Terence llegó primero para preguntarme qué había dicho Tossie sobre él mientras estábamos en casa de los Chattisbourne, y si no pensaba yo que sus ojos eran como «estrellas de dulce crepúsculo».
Hubo que subir a Cyril por las escaleras y Baine me trajo cacao y me preguntó si era cierto que en América todo el mundo llevaba un arma de fuego.
Le dije que no.
—También he oído que a los americanos les preocupan menos las ideas de clase y que las barreras sociales son menos rígidas allí.
Me pregunté qué tenía que ver la clase social con las armas y si estaba considerando emprender una carrera criminal.
—Desde luego, es un lugar donde todo el mundo es libre de buscar su fortuna —dije—. Y lo hace.
—¿Es cierto que el industrial Andrew Carnegie era hijo de un minero? —Cuando dije que eso creía, sirvió mi cacao y me dio las gracias de nuevo por encontrar a Princesa Arjumand—. Es un placer ver lo feliz que está la señorita Mering ahora que su mascota ha vuelto.
Pensé que si estaba feliz era porque había derrotado a todo el mundo en el croquet, pero no lo dije.
—Si hay algo que pueda hacer, señor, para devolverle el favor…
«No estaría dispuesto a volar en una misión para bombardear Berlín, ¿verdad?», pensé.
Al final del juego de croquet, mientras Tossie estaba ocupada masacrando la pelota de Terence, Verity me susurró que me asegurara de destruir la carta de Maud, pues no estábamos en posición de arriesgarnos a otra incongruencia. Así que en cuanto Baine se marchó, eché la llave a la puerta, abrí la ventana y la sostuve sobre la llama de la lámpara de queroseno.
El papel prendió, arrugándose por los bordes. Un fragmentó voló rápidamente hacia arriba, aún ardiendo, y revoloteó sobre el ramo de flores secas del buró. Salté tras él. Choqué con la silla y di un salvaje manotazo que sólo lo envió más cerca de las flores secas.
Maravilloso. Al intentar no causar una incongruencia, iba a pegarle fuego a la casa.
Di otro manotazo y el papel ardiente giró liviano hasta quedar fuera de mi alcance y se dirigió lentamente hacia el suelo. Me zambullí bajo él, las manos preparadas para atraparlo, pero ya se había apagado por completo antes de llegar, convertido en ceniza, en nada.
Llamaron rascando a la puerta y la abrí para encontrar a Princesa Arjumand y a Verity. La gata saltó inmediatamente sobre las almohadas y se enroscó en ellas; Verity se sentó al borde de la cama.
—Mire —dije—. Creo que no tendría que saltar una y otra vez. Ya ha hecho dos viajes en veinticuatro horas, y…
—Ya he ido —dijo ella, sonriendo feliz—. Y tengo buenas noticias.
—¿Son buenas noticias o está sólo feliz por el vértigo transtemporal?
—Son buenas noticias —contestó; luego frunció el ceño—. Al menos eso dicen. Quise ver qué han descubierto sobre el nieto y la incursión aérea. T. J. dice que el bombardeo sobre Berlín no es un punto de crisis. Dice que no hay aumento de deslizamiento ni en el aeródromo ni en Berlín; hizo simulaciones sobre el bombardeo y la ausencia del nieto de Terence no tuvo efectos a largo plazo en ninguna de ellas. ¿Puedo tomarme su cacao?
—Sí. ¿Por qué no los tuvo?
Ella se levantó de la cama y se acercó a la mesita de noche.
—Porque había ochenta y un aviones implicados y veintinueve de ellos soltaron bombas sobre Berlín —dijo, sirviéndose cacao—. Un piloto no habría supuesto ninguna diferencia en el resultado, sobre todo ya que no fue el daño causado lo que hizo que Hitler tomara represalias, sino la idea de las bombas cayendo sobre la Madre Patria. Y hubo otros tres bombardeos posteriores.
Llevó la taza y el platillo a la cama y se sentó.
Yo había olvidado que fueron cuatro bombardeos. Bien. Eso significaba redundancia.
—Y eso no es todo —dijo ella, sorbiendo su cacao—. El señor Dunworthy dice que hay indicios de que Goering ya había decidido bombardear Londres y que la incursión aérea fue solamente una excusa. Así que dice que no nos preocupemos; no ve cómo podría haber cambiado el curso de la guerra, pero…
Sabía que había un pero.
—… sí que hay un punto de crisis asociado con el bombardeo que deberíamos conocer. Es el veinticuatro de agosto, la noche en que dos aviones alemanes bombardearon accidentalmente Londres.
Conocía ese caso. Era uno de los ejemplos de acción individual del profesor Peddick. Y de accidente y de casualidad. Los dos aviones formaban parte de un gran contingente que iba a bombardear una fábrica de aviones en Rochester y los depósitos de combustible de Thames Haven. Los aviones de cabeza iban equipados con rastreadores, pero los demás no, y dos de ellos se separaron del resto, se toparon con una barrera antiaérea y decidieron soltar sus bombas y volver a casa. Desgraciadamente, se encontraban sobre Londres en ese momento, y sus bombas destruyeron la iglesia de St. Giles, Cripplegate y mataron a civiles.
En desquite, Churchill había ordenado el bombardeo de Berlín, y en desquite por eso, Hitler había ordenado el bombardeo de Londres. Era el gato que se comió al ratón que…
—El señor Dunworthy y T. J. no encuentran ninguna conexión entre el nieto de Terence y los dos aviones alemanes —dijo Verity, sorbiendo cacao—, pero están comprobándolo. Y existe la posibilidad, ya que era piloto de la RAF, de que hiciera algo… como derribar un avión de la Luftwaffe o algo así, esencial. También están comprobando eso.
—Y mientras tanto, ¿qué se supone que debemos hacer nosotros?
—Todo lo que podamos para dominar la situación y, si es posible, conseguir que Terence vuelva a Oxford y conozca a Maud. Así que mañana quiero que hable con el profesor Peddick y le convenza de que tiene que regresar a Oxford para ver a su hermana y su sobrina. Yo me dedicaré a Terence y lo intentaré otra vez con el diario.
—¿Cree que eso es una buena idea? He estado pensando. Esto es un sistema caótico, lo que significa que causa y efecto no son lineales. Tal vez empeoramos las cosas cuanto más tratamos de arreglarlas. Mire el Titanic. Si no hubieran hecho nada por tratar de esquivar el iceberg, habrían…
—Chocado de frente —dijo Verity.
—Sí, y el barco habría resultado dañado pero no se habría hundido. Fue el intento de virar lo que hizo que el iceberg rompiera los compartimentos estancos y el barco se fuera al fondo como una piedra.
—¿Así que cree que debemos dejar que Tossie y Terence se comprometan?
—No lo sé. Tal vez si no tratamos de mantenerlos apartados, Terence se dé cuenta de cómo es Tossie realmente y supere su tontera.
—Tal vez —dijo Verity, comiendo pastel muy concentrada—. Por otro lado, si alguien hubiera puesto suficientes botes en el Titanic, nadie se habría ahogado.
Se terminó el cacao y devolvió la taza y el platillo a la mesita de noche.
—¿Qué hay del deslizamiento en el 2018? ¿Han descubierto qué causa eso?
Ella negó con la cabeza.
—La señora Bittner no recordaba nada. El 2018 fue el año en que Fujisaki publicó su primer trabajo sobre la posibilidad de que se produjeran incongruencias, e hicieron modificaciones en la red para que se cerrara automáticamente si el deslizamiento era demasiado grande. Pero eso fue en septiembre. La zona de deslizamiento aumentado era en abril.
Abrió la puerta y se asomó.
—Quizás mañana por la mañana venga el señor C a ayudar en los preparativos de la fiesta y no tengamos que hacer nada —susurró.
—O chocaremos con un iceberg.
Advertí en cuanto cerré la puerta tras ella que no le había preguntado por Finch.
Esperé cinco minutos para asegurarme de que Verity hubiera llegado a salvo a su habitación y entonces me puse la bata y recorrí el pasillo de puntillas, evitando cuidadosamente los obstáculos en la oscuridad: Laoconte, con cuya situación me identificaba; el helecho; el busto de Darwin; el paragüero.
Llamé suavemente a la puerta de Verity.
Ella la abrió de inmediato. Parecía preocupada.
—No puede usted llamar —susurró, mirando ansiosamente pasillo abajo hacia la habitación de la señora Mering.
—Lo siento —susurré, entrando de lado.
Verity cerró la puerta con cuidado. Chasqueó suavemente.
—¿Qué quiere? —susurró.
—Me he olvidado de preguntarle si ha descubierto qué está haciendo aquí Finch.
—El señor Dunworthy no ha querido decírmelo —contestó ella, preocupada—. Me ha dicho lo mismo que Finch a usted: que era un «proyecto relacionado». Creo que lo enviaron para ahogar a Princesa Arjumand.
—¿Qué? —exclamé, olvidándome de que tenía que susurrar—. ¿Finch? Está bromeando.
Ella sacudió la cabeza.
—La forense tradujo parte de una de las referencias a Princesa Arjumand. Decía: «Pobre Princesa Arjumand, ahogada».
—Pero ¿cómo saben que no lo escribió cuando todavía la estaban buscando? ¿Y por qué enviar a Finch? No le haría daño a una mosca.
—No lo sé. Tal vez no confían en que nosotros lo hagamos, y Finch era la única persona disponible que pudieron enviar.
Me pareció posible, dada la tendencia de lady Schrapnell a reclutar a todo aquel que no estuviera clavado al suelo.
—¿Pero Finch? —dije, sin convencerme del todo—. Y si eso es lo que se supone que va a hacer, ¿por qué enviarlo a casa de los Chattisbourne en vez de aquí?
—Probablemente piensan que la señora Mering lo robará.
—Ha hecho usted demasiados saltos. Hablaremos de esto por la mañana —dije, me asomé al pasillo oscuro como boca de lobo y salí por la puerta.
Verity cerró en silencio y emprendí el camino de regreso. El paragüero…
—¡Mesiel! —exclamó la voz de la señora Mering. El pasillo se llenó de luz—. ¡Lo sabía! —dijo la señora Mering, y avanzó hacia mí sujetando una lámpara de queroseno.
Las escaleras estaban demasiado lejos para que pudiera correr hacia ellas, y de todas formas Baine subía por ellas con una vela. Ni siquiera había tiempo para apartarme de mi incriminadora situación delante de la puerta de Verity. Indudablemente, esto no era lo que el señor Dunworthy entendía por «controlar la situación».
Me pregunté si podría librarme diciendo que acababa de bajar por un libro. Sin vela. ¿Y dónde estaba tal libro? Durante un fantástico momento me planteé si decir que era sonámbulo, como el héroe de La piedra lunar.
—Estaba… —le dije, y la señora Mering me interrumpió.
—¡Lo sabía! Usted también lo ha oído, ¿verdad, señor Henry?
La puerta de Tossie se abrió y ella se asomó, con el pelo recogido por rulos.
—Mamá, ¿qué pasa?
—¡Un espíritu! El señor Henry lo ha oído también, ¿verdad?
—Sí —dije yo—. Acababa de salir a investigar. He pensado que era un intruso, pero aquí no había nadie.
—¿Lo ha oído usted, Baine? —preguntó la señora Mering—. Un golpecito, muy leve, y luego una especie de susurro.
—No, madam —aseguró Baine—. Estaba en la sala de desayunos, preparando la cubertería.
—Pero usted lo oyó, señor Henry —dijo la señora Mering—. Sé que lo hizo. Estaba blanco como una sábana cuando salí al pasillo. Hubo un golpe y luego susurros y una especie de…
—Gemido etéreo —dije.
—¡Exactamente! Creo que debe de haber más de un espíritu y que hablan entre sí. ¿Ha visto algo, señor Henry?
—Una especie de destello blanco —dije, por si había visto a Verity cerrar la puerta—. Sólo durante un instante, luego desapareció.
—¡Oh! —dijo la señora Mering, excitada—. ¡Mesiel! ¡Ven aquí! ¡El señor Henry ha visto un espíritu!
El coronel Mering no respondió y, en el breve silencio que se produjo antes de que volviera a llamarlo, el leve sonido de los ronquidos de Cyril recorrió el pasillo. Todavía no se había acabado.
—¡Allí! —dije, señalando la pared sobre el retrato de lady Schrapnell—. ¿Ha oído eso?
—¡Sí! —dijo la señora Mering, dándose un manotazo en el pecho—. ¿A qué sonaba?
—A campanas —dije—, y luego una especie de sollozo…
—Exactamente. El desván. Baine, abra la puerta del desván. Debemos subir.
En este punto, Verity hizo por fin su aparición, cubriéndose con la bata y parpadeando adormilada.
—¿Qué ocurre, tía Malvinia?
—El espíritu que vi hace dos noches junto al mirador —dijo la señora Mering—. Está en el desván.
Justo entonces Cyril dejó escapar un enorme ronquido desde la inconfundible dirección de mi cuarto.
Verity miró instantáneamente hacia el techo.
—¡Los oigo! —dijo—. ¡Pasos espectrales ahí arriba!
Pasamos las siguientes dos horas en el desván, pisando telarañas y buscando destellos evanescentes de blanco. La señora Mering no encontró ninguno, pero sí un frutero de cristal de rubí, una litografía de The Monarch of the Glen de Landseer y una apolillada alfombra de piel de tigre para el rastrillo.
Insistió en que el pobre Baine lo bajara todo en el acto.
—Sorprendente, simplemente sorprendente los tesoros que se encuentran en los desvanes —dijo embelesada—. ¿No le parece, señor Henry?
—Umm —contesté yo, bostezando.
—Me temo que el espíritu se ha marchado —comentó Baine, subiendo las escaleras del desván—. Puede que lo asustemos con nuestra presencia.
—Tiene toda la razón, Baine —dijo ella, y por fin pudimos irnos a la cama.
Yo temía que Cyril empezara de nuevo cuando volvimos al pasillo, pero de mi habitación no surgía ningún sonido. Cyril y Princesa Arjumand estaban de pie en la cama enzarzados en una lucha de miradas nariz contra nariz (o lo que Cyril tenía por nariz).
—Nada de miraditas —dije, quitándome la bata y metiéndome en la cama—. Nada de ronquidos. Nada de despatarrarse.
No hubo nada de eso. En cambio caminaron alrededor de la cama oliéndose la cola mutuamente (o lo que Cyril tenía por cola) y mirándose con malísima cara.
—Acostaos —susurré; me tumbé en la oscuridad, preocupado por lo que hacer y pensando en el bombardeo accidental.
Tenía sentido que eso fuera un punto de crisis. Sólo hubo dos aviones implicados y habría hecho falta muy poco para cambiar el curso de los acontecimientos: podrían haber divisado un monumento y advertido dónde estaban, o sus bombas podrían haber caído en un campo de guisantes o en el Canal, o podrían haber sido alcanzados por el fuego antiaéreo. O algo todavía más pequeño, un acontecimiento diminuto del que nadie fuera consciente. Era un sistema caótico.
Así que no había forma de decir qué nos convenía hacer, o no hacer, y cómo eso influiría en que Terence se casara con Maud.
Cyril y Princesa Arjumand estaban todavía dando vueltas por la cama.
—Acostaos —ordené y, sorprendentemente, Cyril se desplomó obediente a mis pies. Princesa Arjumand pasó por encima, se sentó junto a su cabeza y le golpeó diestramente la nariz.
Cyril se sentó, con aspecto agraviado, y Princesa Arjumand se tendió en su lugar.
Si siempre fuera así de simple… Acción y reacción; causa y efecto. Pero en un sistema caótico el efecto no era siempre el que uno pretendía.
Miren la carta que había intentado quemar esta noche. Y el acorazado Nevada. Había sido tocado en la primera oleada del ataque a Pearl Harbor, pero no hundido. Puso a funcionar a tope sus calderas y trató de escapar y salir de la bahía para poder maniobrar. Como resultado a punto estuvo de hundirse en el canal, donde habría bloqueado por completo la entrada a la bahía durante meses.
Por otro lado, un técnico de radar de la estación Opana telefoneó a su superior a las 7.05 de la mañana, casi cincuenta minutos antes del ataque a Pearl Harbor, para comunicar que gran número de aviones desconocidos venían del norte. Su oficial superior le dijo que lo ignorara, que no era nada, y se volvió a la cama.
Y luego estaba Wheeler Field. Tratando de evitar el sabotaje de los aviones, los aparcaron en medio del campo. Los aparatos japoneses tardaron exactamente dos minutos y medio en destruirlos a todos.
Puede que el lema de lady Schrapnell fuese que «Dios está en los detalles», pero el mío empezaba a ser «Maldito si lo haces, maldito si no lo haces».
Todavía pensaba en Pearl Harbor cuando bajé a desayunar. Tossie estaba de pie en la mesa lateral, con Princesa Arjumand en brazos, levantando la tapa de cada una de las fuentes de plata y luego apartándolas con expresión insatisfecha.
Por primera vez, sentí cierta afinidad con ella. Pobrecilla, condenada a una vida de frivolidad y cosas repulsivas para desayunar. No se le permitía ir a la universidad ni hacer nada digno, y además tenía que comer pastel de anguila. Estaba pensando que había sido demasiado duro con ella cuando cerró de golpe el plato con el lobo, cogió la campanilla de metal que había al lado y la hizo sonar violentamente.
Baine apareció en un instante, los brazos llenos de cocos y una cinta con banderolas púrpura colgando de sus hombros.
—¿Sí, señorita?
—¿Por qué no hay pescado para desayunar esta mañana? —dijo Tossie.
—La señora Posey está ocupada preparando las tartas y refrescos para la fiesta de mañana —dijo Baine—. Le dije que con cuatro platos calientes sería suficiente.
—Bien, pues no lo es —replicó Tossie.
Jane entró con un puñado de antimacasares, hizo una reverencia a Tossie y dijo apresuradamente:
—Con su permiso, señorita. Señor Baine, los hombres han venido con la tienda del té y el palafrenero de la señorita Stiggins está esperando para saber dónde van las sillas suplementarias.
—Gracias, Jane —dijo Baine—. Dígale que voy para allá inmediatamente.
—Sí, sor. —Jane hizo una reverencia y salió.
—Me gustaría trucha a la plancha para desayunar. Ya que la señora Posey está ocupada, usted puede prepararla —dijo Tossie y, si yo hubiera sido Baine, le habría pegado con uno de los cocos.
Baine simplemente la miró, haciendo un esfuerzo evidente por mantener la cara de póquer.
—Como usted desee, señorita —dijo. Miró a Princesa Arjumand—. Si me permite hablar, señorita, animar a su mascota a comer pescado no es bueno para ella. Solamente…
—No le permito hablar —dijo Tossie imperiosamente—. Es usted un criado. Tráigame la trucha a la plancha de inmediato.
—Como usted desee, señorita —repuso él, y salió haciendo malabarismos con los cocos para impedir que chocaran.
—La quiero servida en un plato de plata —gritó Tossie—. Y ate a ese horrible perro de Terence. Trató de perseguir a mi queridina Juju esta mañana.
Muy bien, eso lo resolvía todo. No se podía permitir que Tossie se casara con Terence. Al demonio con lo que nuestra mediación pudiera hacerle al continuum. Un universo en el que Cyril (y Baine) tuvieran que soportar eso no merecía la pena existir.
Corrí escaleras arriba hasta la habitación del profesor Peddick. No estaba allí, pero encontré a Terence en su habitación. Se estaba afeitando.
—He pensado —dije, mirando fascinado cómo se llenaba la cara de jabón con la brocha— que éste es el tercer día que el profesor Peddick pasa fuera de Oxford, y aún no hemos ido a Runnymede. Tal vez deberíamos ir hoy y regresar a Oxford mañana. Quiero decir, que aquí solo molestamos con lo del rastrillo benéfico y todo eso.
—Le prometí a la señorita Mering que me quedaría a ayudar en la fiesta —dijo él, pasándose la hoja letalmente afilada por la mejilla—. Quiere que me encargue del poni[3].
—Podríamos llevarlo a Oxford en el tren esta tarde y volver a tiempo para la fiesta. Sin duda la hermana y la sobrina del profesor lo echan de menos.
—Les envió un telegrama —dijo Terence, afeitándose la barbilla.
—Pero tal vez sólo estén de visita poco tiempo. Sería una pena que no las viera.
No parecía muy convencido.
—«El tiempo vuela —dije, decidiendo que tal vez una cita era lo que hacía falta— y las oportunidades perdidas una vez, nunca regresan».
—Cierto —dijo Terence, pasándose complacido la hoja por la yugular—. Pero la gente como los parientes del profesor Peddick se quedan eternamente. —Se limpió con una toalla los restos de jabón—. La sobrinita de medias azules probablemente ha venido a hacer campaña para que haya universidades de mujeres, o a favor del sufragio, o algo así, y estarán en Oxford todo el trimestre. ¡Muchachas modernas! Gracias al cielo la señorita Mering es una chica a la antigua usanza, tímida y comedida y «dulce como el abrojo blanqueado de rocío, querida como el embeleso de la alegría».
No había nada que hacer, aunque seguí intentándolo varios minutos; luego fui a trabajarme al profesor Peddick.
No lo logré. La señora Mering me interceptó camino del estanque y me envió a colocar carteles por todo el pueblo. No regresé hasta casi mediodía.
Verity estaba subida a una escalera en el jardín, colgando farolillos chinos entre las casetas que montaban los trabajadores.
—¿Hubo suerte con el diario?
—No —dijo ella disgustada—. He registrado todos los volantes y encajes de su cuarto y nada. —Se bajó de la escalera—. ¿Hubo suerte con Terence?
Negué con la cabeza.
—¿Dónde está? —pregunté, mirando entre las casetas—. No estará con Tossie, ¿no?
—No. La señora Mering lo envió a Goring por los premios de la caseta de pesca y Tossie está en casa de los Chattisbourne buscando un lazo para su sombrero. Estará fuera toda la tarde.
—¿Por un lazo para el pelo?
Ella asintió.
—Le he dicho que necesitaba un tono especial de lila entre el malva y el pervinca, con un toque azul lavanda. Y las hermanas Chattisbourne querrán oír hablar de usted. Tanto Tossie como Terence estarán ocupados hasta el té.
—Bien. Voy a trabajarme al profesor Peddick esta tarde.
—¡Esto está absolutamente descartado! —dijo la señora Mering. Casi me da un ataque al corazón, tanto se parecía su voz a la de lady Schrapnell—. ¡La fiesta es mañana! ¡Mi bola de cristal tiene que estar aquí para entonces!
Recogí un farolillo para simular que estaba trabajando y contemplé a través de la caseta de artículos de lana la tienda a medio construir de la adivinadora.
Un obrero con levita y sombrero de copa y delantal de carnicero se apoyaba contra su carruaje.
—Felpham y Muncaster lamentan cualquier inconveniente que puedan haber causado —decía con humildad—, y repararán de inmediato…
—¡Inconveniente! —gritó la señora Mering—. ¡Tratamos de recaudar dinero para el fondo de restauración!
Me volví hacia Verity.
—La bola de cristal no ha llegado.
—Pues tendría que haber previsto que eso sucedería —sonrió ella—. Si quiere pillar al profesor Peddick, será mejor que se dé prisa. El coronel y él van a ir de pesca.
—Tiene que ser esta tarde a las cuatro —tronó la señora Mering.
—Pero, señora Mering…
—¡A las cuatro en punto!
—¿Sabe dónde está el profesor Peddick? —le pregunté a Verity.
—En la biblioteca, creo —dijo ella, cogiendo otro farolillo chino y alzándose la falda para subir la escalera—. Estaba buscando algo sobre la batalla de Bannockburn. Antes de que se vaya… —Bajó un peldaño—. He estado pensando en lo que dijo sobre Finch, y tiene razón. No es de los que ahogan gatos. —Se llevó una mano a la frente—. No siempre pienso claramente cuando tengo vértigo transtemporal.
—Conozco la sensación.
—No he sido capaz de deducir qué está haciendo Finch aquí. ¿Y usted?
Sacudí la cabeza.
—Voy a ver si la forense ha tenido más suerte —dijo ella—. Veré qué puedo averiguar sobre Finch. El señor Dunworthy no me lo querrá decir, pero tal vez le saque algo a Warder.
Asentí y me fui a buscar al profesor Peddick, dando un rodeo para asegurarme de que la señora Mering no me viera y me desviara otra vez.
El profesor no estaba en la biblioteca ni en el saloncito. Fui a mirar en el establo y luego regresé a la casa para preguntarle a Jane si sabía dónde estaba.
A medio camino, Finch salió con Jane por la puerta de los criados. Le dijo algo y ella soltó una risita y se quedó allí viendo cómo se marchaba, sonriendo y agitando el delantal.
Me acerqué a ella.
—Jane —dije—. ¿Qué estaba haciendo aquí Finch?
—Ha traído los pasteles para la fiesta de mañana —dijo ella, mirándolo anhelante—. Ojalá fuera nuestro mayordomo en vez del señor Baine. El señor Baine siempre me está diciendo que lea libros y que debería tratar de mejorar y que si quiero ser criada toda la vida. El señor Finch es siempre tan amable… nunca critica, sólo habla.
—¿De qué habla con usted? —dije, tratando de que la pregunta pareciera casual.
—Oh, de esto y lo otro. De la fiesta de mañana y de si iba a comprar alguna papeleta para el pastel y de que si Princesa Arjumand se había perdido. Estaba particularmente interesado en Princesa Arjumand, me ha preguntado de todo sobre ella.
—¿Princesa Arjumand? —dije bruscamente—. ¿Qué dice de ella?
—Oh, la suerte que tuvo de no ahogarse, y que si alguna vez había tenido gatitos; que la señorita Stiggins decía que era una gata muy mona, que le gustaría tener uno de sus gatitos; que si siempre estaba con la señora Mering o si se escapa por su cuenta en ocasiones y cosas así.
—¿Te ha pedido verla?
—Sí —dijo Jane—, pero no he podido encontrarla. Le he dicho que probablemente estaría en el estanque intentando comerse los peces de colores del coronel. —De repente pareció darse cuenta de con quién estaba hablando—. No he hecho nada impropio, ¿verdad, señor, al hablar con él? Estuvimos trabajando todo el tiempo.
—No, por supuesto que no. Sólo lo preguntaba porque pensaba que habría traído el mueble para el rastrillo.
—No, sor —dijo ella—. Sólo los pasteles.
—Oh —dije yo, y me marché despacio hacia el estanque hasta quedar fuera de la vista de Jane, luego me lancé al galope. Verity tenía razón. Finch iba tras Princesa Arjumand.
Crucé corriendo el jardín, donde la señora Mering seguía gritándole al obrero, y pasé ante el lugar donde Verity colgaba farolillos. La escalera seguía allí, pero ella no; me pregunté si habría saltado ya a Oxford.
Pasé a la carrera ante los lirios y llegué al mirador y luego seguí el sendero que bordeaba la orilla del río. No había ni rastro de Princesa Arjumand ni de que la hubieran lanzado hacía poco al agua, y recordé una vez más cómo sólo unos cuantos minutos podían suponer una enorme diferencia.
—¡Princesa Arjumand! —llamé, y corrí por el sendero y crucé el jardín de flores hasta la rocalla.
El estanque se hallaba en medio de las piedras, bordeado de ladrillo y cubierto de lirios acuáticos. Junto al estanque se encontraba Cyril y, en el borde, estaba Princesa Arjumand metiendo delicadamente la zarpa en el agua.
—¡Alto ahí! —dije yo, y Cyril dio un respingo y pareció culpable.
Princesa Arjumand siguió metiendo la zarpa en el agua, tan tranquila, como si estuviera pescando con anzuelo y sedal.
—Muy bien, vosotros dos —dije—. Quedáis arrestados. Vamos.
Recogí a Princesa Arjumand y regresé a la casa con Cyril detrás, la cabeza gacha.
—Tendría que darte vergüenza —le reñí—. Dejarte arrastrar por ella a una vida de perdición. ¿Sabes lo que te habría sucedido si Baine os hubiera encontrado?
Y entonces vi titilar la luz junto al mirador.
Miré alrededor con el corazón en un puño, esperando que no hubiera nadie lo suficientemente cerca para verlo. Cyril se apartó y empezó a retroceder, gruñendo.
Verity salió junto al mirador.
—¡Ned! —dijo al verme—. ¡Qué amable has sido al esperarme!
—¿Qué ha descubierto?
—Y has traído a Cyril —le palmeó la cabeza—. Y a la queridina Juju —ronroneó, quitándome a Princesa Arjumand y acunándola en sus brazos. Agitó los dedos ante las patas de la gata y Princesa Arjumand jugueteó con ellos—. ¿Cómo soportas que tu ama amitina amitona te hable de la forma tan tontina en que te habla? Tendrías que arañarla fuerte fuerte cuando lo hace.
—Verity —dije yo—. ¿Se encuentra bien?
—Estoy perfectamente —contestó, todavía jugando con las zarpas de la gata—. ¿Dónde está Terence? —preguntó, encaminándose hacia el prado—. Tengo que decirle que no se puede enamorar de Tossie porque el destino del mundo libre está en juego. Además —bajó la voz hasta un susurro teatral—, hace trampas en el croquet.
—¿Cuántos saltos ha hecho? —quise saber.
Ella frunció el ceño.
—Dieciséis. No, ocho. Doce. —Me miró—. No es justo, ¿sabes?
—¿El qué? —dije, cansado.
—Tu sombrero. Hace que te parezcas a lord Peter Wimsey, sobre todo cuando lo inclinas así hacia delante. —Se marchó al jardín.
Le quité a Princesa Arjumand, la dejé en el suelo, y cogí a Verity por el brazo.
—Tengo que encontrar a Tossie —dijo—. Hay un par de cosas que tengo que decirle.
—No es una buena idea. Sentémonos un momento. En el mirador. —La conduje hacia allí.
Ella vino dócilmente.
—La primera vez que te vi, pensé «se parece a lord Peter Wimsey». Llevabas ese sombrero y… no, ésa no fue la primera vez —dijo acusadora—. La primera vez yo estaba en el despacho del señor Dunworthy y tú ibas todo cubierto de hollín. Pero seguías siendo adorable, aunque tuvieras la boca abierta. —Me miró, intrigada—. ¿Llevabas bigote?
—No. —La conduje escalones arriba hasta el mirador—. Ahora quiero que me cuente exactamente qué ha sucedido en Oxford. ¿Por qué ha hecho doce saltos?
—Siete. T. J. quería comprobar el deslizamiento en los saltos a mayo y agosto de 1889. Está buscando las zonas adyacentes de deslizamiento aumentado radicalmente —dijo, con algo más de coherencia, y me pregunté si el vértigo era sólo un efecto temporal—. Dijo que nuestra incongruencia no encaja en la pauta —continuó—. Se supone que tiene que ser una zona de deslizamiento moderadamente aumentado alrededor del foco. ¿Sabes por qué perdió Napoleón la batalla de Waterloo? Llovió. A cántaros.
No. Al parecer no era temporal.
—¿Por qué la envió T. J. a todos esos saltos? —pregunté—. ¿Por qué no envió a Carruthers?
—No pueden sacarlo.
—No, es al recluta a quien no pueden sacar.
Ella sacudió la cabeza con fuerza.
—Carruthers.
No sabía si decía la verdad o si estaba confundida. Ni siquiera sabía si estábamos hablando de lo mismo: entre la Dificultad para Distinguir Sonidos, la Visión Borrosa, y el estruendo de las antiaéreas que sin duda resonaba en sus oídos, tal vez mantuviera una conversación completamente distinta a la mía.
—Verity, tengo que llevarla…
¿Adonde? Lo que necesitaba era dormir, pero no había forma de hacerle atravesar el campo de minas que separaba el mirador de la casa. El reverendo Arbitage estaría en el jardín supervisando a los criados, la señora Mering estaría supervisando al reverendo y si Tossie había regresado pronto de casa de los Chattisbourne podría andar buscando una pareja de incautos para jugar al croquet.
¿El establo? No, tendríamos que cruzar un trozo de prado para llegar allí. Quizá la mejor idea era quedarnos en el mirador y tratar de que Verity se tendiera en uno de los bancos.
—¿Y qué tiene de malo el Gran Designio?, me gustaría saber… —La voz del profesor Peddick procedía del estanque—. Pues claro que Overforce no imagina un Gran Designio. Su idea de un plan es entrenar a su perro para que salte de los árboles sobre peatones inocentes.
—Vamos, Verity —dije yo, poniéndola en pie—. No podemos quedarnos aquí.
—¿Adonde vamos? No iremos al rastrillo, ¿verdad? Odio los rastrillos. Odio las conchas y borlas y los bordados y los encajes y organdíes y todas esas perlas que le ponen a todo. ¿Por qué no dejan las cosas como están?
—No vemos el designio porque formamos parte de él —dijo la voz del profesor Peddick, mucho más cercana—. ¿Puede el hilo del telar ver la pauta del tejido? ¿Puede el soldado ver la estrategia de la batalla que está librando?
Empujé a Verity tras el seto de lirios.
—Vamos —dije, cogiéndola de la mano como si fuera una niña—. Tenemos que irnos. Por aquí.
La conduje por el sendero hasta el río. Cyril y Princesa Arjumand nos siguieron, la gata enroscándose entre nuestras piernas mientras caminábamos e impidiendo nuestro avance.
—Cyril —susurré—, ve a buscar a Terence.
—Buena idea —dijo Verity—. Tengo unas cuantas cosas que decirle. «Terence, ¿cómo puedes estar enamorado de alguien que odia tu perro?», voy a decirle.
Llegamos al embarcadero.
—Ssh —dije yo, escuchando al profesor Peddick.
—A través del arte, a través de la historia, atisbamos el Gran Designio —dijo, pero desde más lejos—. Pero sólo durante un fugaz instante. «Pues Sus obras son inescrutables y Sus caminos infinitos» —citó, la voz cada vez más débil. Debían estar yendo hacia la casa.
—Apuesto a que a Maud Peddick le encantan los perros —dijo Verity—. Es una chica encantadora. No lleva un diario, es patriota…
No había nadie en el embarcadero. Empujé rápidamente a Verity hasta el río.
—Hay un poema con su nombre. Sal al jardín, Maud, estoy aquí en la verja solo de Tennyson. A Terence le encanta citar a Tennyson. Cuando Maud Peddick grita, apuesto que es de verdad y no los lloriqueos de una niña malcriada —dijo—. Oh, ¿vamos a ir en barca?
—Sí —contesté, ayudándola a subir—. Siéntese.
Se quedó de pie en la popa, tambaleándose levemente y mirando con tristeza el río.
—Lord Peter llevó a Harriet a dar un paseo en barca. Dieron de comer a los patos. ¿Vamos a darles de comer a los patos?
—Seguro que sí. —Solté la maroma—. Siéntese.
—Oh, mire —dijo ella, señalando la orilla—. Quieren venir. ¿No es encantador?
Alcé la cabeza y miré hacia la orilla. Cyril y Princesa Arjumand estaban uno al lado de la otra en el pequeño embarcadero.
—¿No puede venir Cyril?
La idea de tratar de rescatar dos pesos muertos si caían por la borda no era atractiva. Por otro lado, si nos los llevábamos con nosotros, el fuerte estaría a salvo. Y si Finch iba efectivamente a tratar de ahogar a Princesa Arjumand, estaba más segura conmigo.
—Pueden venir —contesté, y aupé a Cyril, las dos patas a la vez, dentro de la barca.
Princesa Arjumand se dio la vuelta inmediatamente agitando al aire su hermosa cola y se dirigió hacia el estanque.
—Oh, no, ni hablar. —La cogí, se la entregué a Verity, que estaba todavía de pie, y desaté la cuerda.
—Siéntese —le ordené, y zarpamos. Verity se sentó de golpe, la gata todavía en brazos. Salté a bordo, cogí los remos y empecé a remar hacia la corriente.
Yendo corriente abajo la alejaría de allí más rápido, pero tendríamos que pasar ante la casa y buena parte del prado y no quería que nadie nos viera. Viré la barca corriente arriba y remé para perder de vista Muchings End tan rápidamente como pude. Había un montón de embarcaciones en el río. Desde una de ellas nos saludaron alegremente y Verity devolvió el saludo. Remé más rápido, esperando que no fuera una de las hermanas Chattisbourne.
Había pensado que estaríamos más seguros en el río, pero no se me había ocurrido cuánta gente daba un paseo en barca esta tarde, y pescaba. Estaba claro que no estábamos a salvo, y empecé a buscar algún afluente seguro o un remanso donde meternos.
—¿No decías que íbamos a dar de comer a los patos? —me acusó Verity—. Lord Peter y Harriet les daban de comer.
—Lo haremos, lo prometo.
En la otra orilla había unos cuantos sauces llorones cuyas hojas casi rozaban el agua. Crucé el río remando hacia ellos.
—¿Crees en el amor a primera vista? —dijo Verity—. Yo no creía. Y entonces te vi allí de pie, todo cubierto de hollín… ¿Cuándo les vamos a dar de comer a los patos?
Nos metimos bajo los sauces e hice girar la barca con el remo para mantenernos cerca de la orilla. Estábamos completamente ocultos del río. Las ramas del sauce caían sobre nosotros y se sumergían en el agua, rodeándonos de un toldo verde pálido. El sol titilaba a través de las hojas igual que la red antes de abrirse.
Solté los remos y pasé la cuerda suavemente alrededor de una rama baja. Aquí estaríamos a salvo.
—Verity —dije, sabiendo que probablemente era inútil—. ¿Qué has descubierto en Oxford?
Ella jugaba con Princesa Arjumand, agitando ante ella los lazos del sombrero.
—¿Has hablado con la forense? —insistí—. ¿Ha podido descubrir quién es el señor C?
—Sí.
—Sí. ¿Sabes quién es el señor C?
Ella frunció el ceño.
—No. Quiero decir que sí, que he hablado con ella. —Se quitó el sombrero y empezó a desatar uno de los lazos—. Dice que el nombre tiene entre siete y diez letras, y la última es una «n» o una «m».
Entonces no era el señor Chips. Ni Lewis Carroll.
—Le he dicho que dejara de buscar referencias a Princesa Arjumand y que se concentrara en el señor C y en la fecha del viaje a Coventry. —Terminó de desatar el lazo y lo hizo bailar ante Princesa Arjumand.
—Bien. Has dicho que Carruthers estaba atascado en Coventry. ¿No te referías al nuevo recluta?
—No. —Jugó con el lazo. La gata se alzó sobre las patas traseras y trató de cogerlo con sus blancas zarpas—. Lo sacaron. Además, esto es diferente.
Jugó con el lazo arriba y abajo. Cyril se acercó a investigar.
—¿En qué es diferente? —pregunté con paciencia.
Cyril olisqueó el lazo bailarín. La gata le dio un golpe en la nariz y volvió al juego.
—El nuevo recluta no encontraba la red —dijo ella— pero estaba abierta. Ahora no.
—¿Cuando trataron de traer a Carruthers la red no se quiso abrir? —pregunté, tratando de entenderlo bien. Ella asintió.
T. J. había dicho que los fallos en la red eran signos de que la incongruencia empeoraba.
—¿Y lo han intentado más de una vez?
—Lo han intentado todo —me confirmó ella, alzando el lazo bruscamente. La gata saltó a cogerlo y la barca se meció—. T. J. incluso ha probado con la batalla de Waterloo.
Había dicho algo sobre Waterloo antes, pero yo había supuesto que eran sólo farfulleos.
—¿Qué está haciendo exactamente T. J.?
—Cambiando cosas —dijo ella, dejando el lazo muy quieto. Princesa Arjumand la observó, dispuesta a saltar—. Abriendo la puerta en Hougoumont, trayendo las tropas de D’Erlon. ¿Sabías que Napoleón tenía una letra espantosa? Es peor que el diario de Tossie. Nadie sabe descifrarla.
Dio un súbito tirón al lazo. Princesa Arjumand saltó hacia él. La barca se agitó.
—Creo que perdió la batalla por culpa de las hemorroides.
Fuera lo que fuese lo que T. J. estuviera haciendo en Waterloo, tendría que esperar. Se hacía tarde y Verity no parecía mejorar demasiado. Obviamente, no podía llevarla de regreso en este estado y sólo mejoraría si dormía.
—No podía cabalgar con hemorroides —dijo—. Por eso pasó la noche en Fleurus. Y por eso perdió la batalla.
—Sí, probablemente tienes razón. Creo que deberías acostarte y descansar.
Siguió agitando el lazo.
—Es terrible lo importantes que son ese tipo de cosas. Como cuando salvé a Princesa Arjumand. ¿Quién habría pensado que se perdería una guerra entera?
—Verity —dije firmemente, y le quité el lazo—, quiero que te acuestes y descanses.
—No puedo. Tengo que robar el diario de Tossie y averiguar quién es el señor C y luego ir a decírselo al señor Dunworthy. Tengo que reparar la incongruencia.
—Hay tiempo de sobra para eso. Primero, duerme.
Saqué un cojín algo sucio de debajo de la proa y lo coloqué en el asiento.
—Tiéndete aquí.
Ella obedeció y apoyó la cabeza en la almohada.
—Lord Peter echó una siesta —dijo—. Harriet lo contempló mientras dormía y así supo que estaba enamorada de él.
Se sentó de nuevo.
—Naturalmente, yo lo supe desde la segunda página de Fuerte veneno, pero Harriet tardó más de dos libros en darse cuenta. No dejaba de decirse que todo era detectar y descifrar códigos y resolver misterios juntos, pero yo sabía que estaba enamorada de él. Se le declaró en latín, bajo un puente, después de que resolvieran el misterio. No hay que declararse hasta que se ha resuelto el misterio. Es una ley de las novelas de detectives.
Suspiró.
—Es una lástima. Placetne, magistra?, dijo él cuando se declaró, y entonces ella contestó, Placet. Es la forma de los decanos de Oxford de decir que sí, tuve que buscarlo en un diccionario. Odio que la gente utilice el latín y luego no te diga lo que significa. ¿Sabes qué me dijo ayer el profesor Peddick? Rara facit misturam cum sapientia forma[4]. No tengo ni idea de lo que quiso decir. Algo sobre el Gran Designio, supongo. ¿Crees en un Gran Designio, Ned?
—Hablaremos de eso más tarde —dije, palmeando la almohada—. Ahora, acuéstate.
Se tumbó de nuevo.
—Pero fue romántico, declararse en latín. Creo que fue por el sombrero. Ella estaba allí sentada, viéndolo dormir, y estaba tan guapo con el sombrero… Y el bigote. Lo tienes un poco torcido, ¿lo sabías?
—Sí. —Me quité la chaqueta y se la puse sobre los hombros—. Cierra los ojos y descansa.
—¿Me mirarás mientras duermo?
—Vigilaré tu sueño.
—Bien —dijo, y cerró los ojos.
Pasaron varios minutos.
—¿Puedes quitarte el sombrero? —dijo Verity, adormilada.
Sonreí.
—Claro.
Dejé el sombrero a mi lado. Ella se tendió de lado, las manos unidas bajo la mejilla, y cerró los ojos.
—No sirvió de nada —murmuró.
Cyril se acomodó en el fondo de la barca y Princesa Arjumand se encaramó sobre mis hombros como un lord y empezó a ronronear.
Miré a Verity. Tenía sombras bajo los ojos. Caí en la cuenta de que no había dormido en los últimos dos días más que yo: saltando a todas horas, planeando estrategias, pasando quién sabe cuánto tiempo en Oxford, investigando a los descendientes de Terence y hablando con la forense. Pobrecilla.
Cyril y Princesa Arjumand estaban dormidos. Me incliné hacia delante, el codo en la rodilla, y descansé la mejilla en la mano.
Contemplé a Verity dormir.
Fue casi tan descansado como dormir yo mismo. La barca se mecía suavemente y el sol, a través de las hojas, fluctuaba en luces y sombras. Ella dormía pacífica, tranquilamente, el rostro sereno y sin preocupaciones en el reposo.
Iba a tener que aceptarlo: no importaba cuánto durmiera yo o ella no, siempre iba a parecerme una náyade. Incluso allí tendida con los ojos verdosos cerrados y la boca entreabierta, babeando suavemente sobre el cojín sucio, seguía siendo la criatura más hermosa que hubiese visto.
—«Tenía un rostro de ensueño» —murmuré, y al contrario de Terence, pensé que eso lo resumía muy bien.
En algún momento me dormí yo también, y poco más tarde debí dar una cabezada. El codo resbaló de mi rodilla y me enderecé con un sobresalto.
Sobre mis hombros, Princesa Arjumand maulló irritada por ser molestada y saltó al asiento junto a mí.
Verity y Cyril estaban dormidos. Princesa Arjumand bostezó ampliamente y se desperezó, y luego se acercó al costado de la barca y se asomó. Se incorporó, las zarpas en la borda, y metió una patita blanca en el agua.
La luz mortecina del sol a través de los sauces era más oblicua que antes y tenía un leve tinte dorado. Saqué mi reloj de bolsillo y lo abrí. Las III y media. Sería mejor que regresáramos antes de que alguien nos echara de menos. Si no lo habían hecho ya.
Odiaba despertar a Verity. Se la veía tan plácida allí dormida, con una ligera sonrisa en los labios, como si estuviera soñando con algo agradable.
—Verity —dije suavemente y me incliné hacia delante para tocarla en el hombro.
Hubo una salpicadura. Salté hacia el costado de la barca.
—¡Princesa Arjumand! —exclamé, y Cyril se despertó, sorprendido.
No había ni rastro de la gata. Me incliné sobre la borda subiéndome las mangas.
—¡Princesa Arjumand! —Metí la mano bajo el agua y palpé, tratando de encontrarla—. ¡No vas a ahogarte! ¿Me oyes? ¡No después de haber puesto en peligro el universo entero por salvarte! —dije, y ella emergió y empezó a nadar hacia la barca, el pelo mojado y aplastado contra la cabeza.
La agarré por el cuello y la aupé. Parecía una rata ahogada. Cyril se acercó con aspecto interesado y, me pareció, complacido.
Saqué el pañuelo y la froté, pero no bastaba. Busqué en la proa una manta o una tela, pero no había nada. Iba a tener que ser mi chaqueta.
La quité con cuidado de encima de los hombros de Verity, envolví a Princesa Arjumand con ella y empecé a secarla.
—Los peces van a ser tu muerte, lo sabes, ¿verdad? —dije, frotándole la espalda y la cola—. Los gatos tienen siete vidas, ¿sabes?, y tu ya has agotado seis, que yo sepa. —Le froté la cola—. Tienes que cambiar a un hábito más seguro, como fumar.
Princesa Arjumand empezó a debatirse.
—Todavía no estás seca —dije, y seguí frotándola.
Continuó debatiéndose y, tras un instante, la saqué de la chaqueta y la dejé ir. Caminó con dolida dignidad junto a Cyril hasta el centro del asiento, se sentó y empezó a lamerse.
Tendí la chaqueta sobre la proa para que se secase y consulté el reloj de bolsillo. Las IV menos cuarto. Tendría que despertar a Verity pronto, aunque obviamente estaba como un tronco si nada de todo aquello la había despertado. Cerré la tapa del reloj.
Verity abrió los ojos.
—Ned —dijo adormilada—. ¿Me he quedado dormida?
—Sí. ¿Te sientes mejor?
—¿Mejor? —preguntó vagamente—. Yo… ¿qué ha pasado?
Se sentó.
—Recuerdo haber regresado y… —Abrió unos ojos como platos—. Tenía vértigo transtemporal, ¿verdad? Hice todos esos saltos a mayo y agosto. —Se llevó la mano a la frente—. ¿Ha sido muy horrible?
Sonreí.
—El peor caso que he visto. ¿No te acuerdas?
—En realidad, no. Todo es una especie de borrón, y al fondo un sonido como una sirena…
—Todo despejado.
—Sí, y una especie de bufido, rugiendo…
—Cyril —dije yo.
Ella asintió.
—¿Dónde estamos? —preguntó, mirando los sauces y el agua.
—A una milla corriente arriba de Muchings End. No estabas en situación de ver a nadie hasta que durmieras un poco. ¿Te encuentras mejor ahora?
—Um hmmm —dijo ella, desperezándose—. ¿Por qué está toda mojada Princesa Arjumand?
—Se ha caído mientras pescaba.
—Oh —bostezó ella.
—¿Seguro que te encuentras mejor?
—Sí. Mucho mejor.
—Bien —dije yo, soltando la cuerda—. Entonces será mejor que regresemos. Es casi la hora del té.
Cogí los remos y conseguí salir de debajo del sauce y volver al río.
—Gracias —dijo ella—. Debía estar en muy mal estado. No habré dicho nada humillante, ¿verdad?
—Sólo que Napoleón perdió la batalla de Waterloo por culpa de las hemorroides —dije, remando corriente abajo—. Una teoría, por cierto, que yo no me atrevería a compartir con el profesor Peddick y el coronel.
Ella se echó a reír.
—No me extraña que tuvieras que secuestrarme. ¿Te he dicho lo que está haciendo T. J. en Waterloo?
—No exactamente.
—Está haciendo simulaciones incongruentes de la batalla. Waterloo se ha analizado al detalle. En los años veinte hicieron una simulación por ordenador muy precisa. —Se inclinó hacia delante—. T. J. la está usando de modelo e introduciendo incongruencias que podrían cambiar los acontecimientos. Ya sabes, si Napoleón le hubiera enviado a Ney un mensaje legible en vez de uno indescifrable. Si D’Erlon hubiera sido liquidado…
—¿Si Napoleón no hubiera tenido hemorroides?
Ella negó con la cabeza.
—Sólo cosas que pudiera haber hecho un historiador, como cambiar mensajes o disparar un mosquetón. Y luego compara las configuraciones del deslizamiento con nuestra incongruencia.
—Acaba de empezar —dijo ella a la defensiva—, y todo es teórico.
Lo que significaba que no quería decírmelo.
—¿Te ha dicho Warder cuánto deslizamiento hubo en tu salto?
—Sí. Nueve minutos.
Nueve minutos.
—¿Qué hay de los saltos que hiciste a mayo y agosto?
—Varió. La media fue de dieciséis minutos. Encajaba con saltos anteriores a la época victoriana.
Casi habíamos llegado a Muchings End. Saqué el reloj de bolsillo y le eché un vistazo.
—Estaremos en casa para el té —dije—, así que no tiene por qué haber preguntas. Si las hay, diremos que hemos ido remando hasta Streatley a pegar carteles para el rastrillo.
Me puse la chaqueta mojada y Verity se alisó el pelo y se caló el sombrero.
Dieciséis minutos, y el salto de Verity había sido de nueve. Aunque su salto hubiera seguido la media de deslizamiento, habría llegado demasiado tarde, o demasiado pronto, para rescatar a la gata y causar la incongruencia. Y con nueve minutos, el deslizamiento obviamente no había llegado al límite. Entonces, ¿por qué no había ampliado la red el deslizamiento hasta la media? ¿O se había cerrado antes de que se desencadenara la incongruencia? ¿Y por qué se había cerrado ahora para Carruthers?
El embarcadero estaba a escasos metros de distancia.
—Con suerte, nadie sabrá que hemos estado en el río —dije, y bogué hacia allí.
—Parece que se nos ha acabado la suerte —dijo Verity.
Me volví en mi asiento. Tossie y Terence corrían por la orilla, saludándonos.
—¡Oh, prima, nunca adivinarás lo que ha pasado! —chilló Tossie—. ¡El señor St. Trewes y yo nos hemos prometido!