No es el mismo juego. Es un juego completamente diferente, ése es el problema.

DARRYL F. ZANUCK, Sobre el croquet

C A P Í T U L O C A T O R C E

Una aparición sorprendente - Jeeves - En un jardín de flores - Risas - Descripciones de vestidos - Una gata con exceso de peso - Sexo y violencia - Finch no tiene libertad para hablar - Historias del salvaje Oeste - Tesoros sorprendentes que la gente tiene en el desván - Otra vez en casa - Me preparan - Un juego civilizado - Malas noticias - Croquet en el País de las Maravillas - Más malas noticias

No estoy seguro de lo que dije o de cómo entramos en la casa. Todo lo que pude hacer fue conseguir no exclamar: «¡Finch! ¿Qué está usted haciendo aquí?». Era obvio lo que estaba haciendo. Estaba haciendo de mayordomo. También era obvio que había tomado por modelo al más grande de todos los mayordomos: el inimitable Jeeves de P. G. Wodehouse.

Tenía el adecuado aire altanero, la forma correcta de hablar y, sobre todo, la cara de póquer. Habríase dicho que no me había visto en la vida.

Nos condujo al interior con un movimiento de cabeza perfectamente medido.

—Les anunciaré —dijo y se dirigió hacia las escaleras, aunque demasiado tarde.

La señora Chattisbourne y sus cuatro hijas bajaban ya corriendo los escalones, exclamando:

—¡Tossie, querida, qué sorpresa!

La mujer se detuvo al pie de las escaleras y sus hijas se detuvieron también, en una especie de disposición en orden creciente. Todas, incluida la señora Chattisbourne, tenían la nariz respingona y el pelo rubio.

—¿Y quién es este joven caballero? —dijo la señora Chattisbourne.

Las muchachas soltaron una risita.

—El señor Henry, madam —anunció Finch.

—De modo que éste es el joven que encontró tu gata —dijo la señora Chattisbourne—. El reverendo Arbitage nos lo contó todo.

—¡Oh, no! —dijo Tossie—. Fue el señor St. Trewes quien me devolvió a mi pobre Princesa Arjumand perdida. El señor Henry es sólo su amigo.

—Ah —dijo la señora Chattisbourne—. Encantadísima de conocerlo, señor Henry. Permítame que le presente mi ramillete de flores.

Me había acostumbrado tanto a que la gente dijera cosas sin sentido en los últimos días que ni siquiera me sorprendió.

Me condujo hasta las escaleras.

—Estas son mis hijas, señor Henry —dijo, señalándolas en las escaleras una a una—. Rose, Iris, Pansy y, la más joven, Eglantine. Mi dulce ramillete de flores, y el ramo de novia de algunos afortunados caballeros. —Me apretó el brazo.

Las muchachas se rieron por turnos a medida que mencionaba sus nombres y otra vez al final cuando dijo lo del ramo de novia.

—¿Debo servir refrescos en la sala matutina? —consultó Finch—. Sin duda la señorita Mering y el señor Henry están fatigados por su viaje.

—Qué maravilla por su parte haberlo pensado, Finch —dijo la señora Chattisbourne, conduciéndome hacia la puerta de la derecha—. Finch es un mayordomo estupendo. Está en todo.

La sala matutina de los Chattisbourne era exactamente igual que el saloncito de los Mering, aunque de estilo floral. La alfombra estaba bordada con lirios, las lámparas estaban decoradas con nomeolvides y narcisos, y sobre la mesa de mármol situada en el centro de la habitación había un jarrón pintado con peonías rosadas.

El salón estaba igual de abarrotado que el de los Mering y, cuando me invitaron a que me sentara, tuve que abrirme paso a través de un laberinto de jacintos y caléndulas hasta un sillón bordado con rosas extremadamente realistas.

Me senté torpemente en él, casi temiendo que hubiera espinas, y las cuatro hijas de la señora Chattisbourne se sentaron en un sofá florido frente a mí y se rieron.

A lo largo de esa mañana descubrí que, a excepción de Eglantine, la más joven, que tendría unos diez años, se reían en todo momento y prácticamente por todo lo que se decía.

—¡Finch es una absoluta joya! —comentaba por ejemplo la señora Chattisbourne, y se reían—. ¡Tan eficiente! Hace las cosas antes incluso de que nosotras queramos que se hagan. No como nuestro último mayordomo… ¿cómo se llama, Tossie?

—Baine.

—Oh, sí, Baine —dijo, arrugando la nariz—. Un nombre adecuado para un mayordomo, supongo, aunque siempre he pensado que no es el nombre lo que hace al mayordomo[2], sino la formación. La formación de Baine ha sido buena, pero difícilmente la adecuada. Siempre estaba leyendo libros, que yo recuerde. Finch no lee nunca —dijo, orgullosa.

—¿Dónde lo encontró? —preguntó Tossie.

—Eso es lo más sorprendente de todo —dijo la señora Chattisbourne. (Risas)—. Fui a ver al vicario para llevarle nuestros pañuelos bordados para la fiesta y allí estaba, sentado en el saloncito. Parece que estaba al servicio de una familia que se ha marchado a la India. No pudo acompañarlos a causa de su sensibilidad al curry.

Sensibilidad al curry.

—El vicario dijo: «¿Conocen ustedes a alguien que necesite un mayordomo?». ¿Te lo imaginas? Fue el destino.

(Risas).

—Me parece bastante irregular —dijo Tossie.

—Oh, naturalmente Thomas insistió en entrevistarlo. Tenía las mejores referencias.

Todas ellas de gente que se había marchado a la India, sin duda.

—Tossie, debería estar enfadada con tu madre por haber contratado a… —Frunció el ceño, recordando—. He vuelto a olvidar el nombre…

—Baine —dijo Tossie.

—Por haber contratado a Baine. Pero ¿cómo voy a estarlo si he encontrado al sustituto perfecto?

El sustituto perfecto entró en la sala llevando una bandeja de flores con una jarra de cristal tallado y varios vasos.

—¡Licor de grosella! —exclamó la señora Chattisbourne—. ¡Adecuadísimo! ¿Ves a qué me refería?

Finch empezó a servir el licor y a pasarlo.

—Señor Henry —dijo la señora Chattisbourne—. ¿Estudia usted con el señor St. Trewes?

—Sí —dije—. En Oxford. Balliol.

—¿Está casado? —preguntó Eglantine.

—¡Eglantine! —dijo Iris—. Es una grosería preguntarle a la gente si está casada.

—Tú le preguntaste a Tossie si estaba casado —se defendió Eglantine—. Te oí susurrar.

—Calla —protestó Iris, poniéndose adecuadamente encarnada.

(Risas).

—¿De qué parte de Inglaterra es usted, señor Henry? —preguntó la señora Chattisbourne.

Era hora de cambiar de tema.

—Deseaba darle las gracias por prestarme la ropa de su hijo. —Sorbí el licor de grosella. Estaba mejor que la tarta de anguila—. ¿Está aquí?

—Oh, no —contestó la señora Chattisbourne—. ¿No se lo han dicho los Mering? Elliott está en Sudáfrica.

—Es ingeniero de minas —informó Tossie.

—Acabamos de recibir una carta suya —dijo la señora Chattisbourne—. ¿Dónde está, Pansy?

Las muchachas se levantaron y empezaron a buscarla entre risas.

—Aquí está, madam —dijo Finch, y se la entregó a la señora Chattisbourne.

—Queridos papá y mamá y florecillas —dijo ella—. Aquí está por fin la carta larga que os había prometido. —Y quedó claro que pretendía leérnosla entera.

—Debe echar muchísimo de menos a su hijo —comenté yo, tratando de distraerla—. ¿Volverá pronto a casa?

—No hasta que se cumplan sus dos años de servicio; dentro de ocho meses, me temo. Naturalmente, si una de sus hermanas se casara, vendría para la boda.

(Risas).

Se lanzó a leer. Dos párrafos de la carta me convencieron de que Elliott era tan tonto como sus hermanas y de que nunca en la vida había estado enamorado de nadie más que de sí mismo.

Tres párrafos me convencieron de que a Tossie no le importaba un bledo. Parecía claramente aburrida.

Al cuarto párrafo empecé a preguntarme cómo Elliott se había librado de llamarse Narciso o Rododendro, y me puse a mirar al gato de los Chattisbourne.

Estaba tendido en un reposapiés de pequeñas violetas, y era tan enorme que las violetas sólo asomaban por los bordes. Era amarillo, con franjas aún más amarillas, y ojos más amarillos todavía. Me devolvió la mirada con un sopor cargado que yo mismo empezaba a sentir, de tanto licor de grosella y tanta prosa de Elliott Chattisbourne. Anhelé estar de vuelta en Muchings End. Bajo un árbol. O en una hamaca.

—¿Qué te vas a poner para la fiesta, Rose? —preguntó Tossie cuando la señora Chattisbourne hizo una pausa para pasar a la tercera página de la carta.

Rose soltó una risita y dijo:

—Mi vestido de gasa azul con encajes.

—Yo voy a llevar mi vestido suizo de topos blancos —terció Pansy, y las muchachas mayores se inclinaron hacia delante y empezaron a charlar.

Eglantine se acercó al reposapiés, cogió el gato y lo arrojó sobre mi regazo.

—Ésta es nuestra gata, Señorita Mermelada.

—Señora Mermelada, Eglantine —corrigió la señora Chattisbourne. Me pregunté si los gatos merecían ese título honorífico, como las cocineras.

—¿Y cómo está usted, Señora Mermelada? —pregunté, acariciando la gata bajo la barbilla. (Risas).

—¿Qué vas a llevar tú a la fiesta, Tossie? —preguntó Iris.

—El vestido nuevo que papá me ha mandado hacer en Londres.

—Oh, ¿y cómo es? —exclamó Pansy.

—He escrito una descripción en mi diario.

Que una pobre forense pasará semanas descifrando, pensé.

—Finch —dijo Tossie—, alcánceme esa cesta.

Y cuando lo hizo, buscó bajo el paño bordado y sacó un libro encuadernado en cuero con una cerradura dorada.

Y con eso se acabaron las esperanzas de Verity de echarle un vistazo cuando nos fuéramos. Me pregunté si podría robarlo de la cesta camino de casa.

Tossie se quitó con cuidado una delicada cadena de oro con la llavecita que llevaba en la muñeca y abrió el diario. Volvió a ponérsela.

¿Y si le pidiera a Finch que la robara por mí? Quizá ya lo había pensado: la señora Chattisbourne sostenía que leía el pensamiento.

—Organdí blanco de seda —leyó Tossie—, con una combinación de seda color lila. El corpiño está compuesto por un frente de encaje bordeado por un volante bordado en tonos suaves de heliotropo, lirio y pervinca, con motivos de violetas y nomeolvides…

La descripción del vestido era aún más larga que la carta de Elliott Chattisbourne. Me dediqué a acariciar a Señora Mermelada.

No sólo era enorme, sino que estaba extremadamente gorda. Su estómago era grande y extrañamente abultado. Esperé que no sufriera de algo. Una versión temprana de la enfermedad que aniquiló a todos los gatos en el 2004 ya existía en la época victoriana, ¿no?

—… y un fajín de lirios con una rosa en el costado —leyó Tossie—. La falda está hermosamente entretejida y bordada con un pespunte de las mismas flores. Las mangas son recogidas, con volantes en los hombros y los codos. Una banda de lazos lila…

Palpé cuidadosamente bajo su panza mientras la acariciaba. Varios tumores. Pero si era el leptovirus, tenía que estar en las primeras etapas. La piel de Señora Mermelada era suave y lisa, y parecía perfectamente a gusto. Ronroneaba contenta, las uñas clavadas felizmente en mi pantalón.

Estaba claro que yo sufría de Lentitud de Pensamiento. «No parece enferma —pensé— aunque sí a punto de explotar…».

—Santo Dios —dije—. Esta gata está pre…

Y me golpearon en el cogote con un objeto agudo.

Me detuve a media palabra.

Finch, detrás de mí, dijo:

—Usted perdone, madam. Hay un caballero que desea ver al señor Henry.

—¿A mí? Pero yo… —Y me dieron otro golpecito.

—Si me disculpan, señora. —Hice una especie de reverencia y seguí a Finch hasta la puerta.

—El señor Henry ha pasado los dos últimos años en América —oí decir a Tossie mientras salía de la habitación.

—Ah —repuso la señora Chattisbourne.

Finch me condujo pasillo abajo hasta la biblioteca y cerró la puerta detrás de nosotros.

—Lo sé, nada de maldecir delante de las damas —dije, frotándome el cuello—. No tendría que haberme pegado.

—No le he golpeado por maldecir, señor —dijo él—, aunque tiene usted razón. No debería haberlo hecho en tan amable compañía.

—¿Con qué me ha dado, por cierto? —pregunté, palpándome la nuca—. ¿Un martillo pilón?

—Una bandeja —dijo él, sacándose una bandejita de plata de aspecto letal de su bolsillo—. No tenía alternativa, señor. Tenía que detenerlo.

—¿Detenerme para qué? ¿Y qué está haciendo usted aquí, por cierto?

—Estoy aquí cumpliendo una misión del señor Dunworthy.

—¿Qué clase de misión? ¿Le han enviado a ayudarnos a Verity y a mí?

—No, señor.

—Bueno, entonces, ¿por qué está aquí?

Pareció incómodo.

—No tengo libertad para decirlo, señor. Sólo le diré que estoy aquí por un… —rebuscó una palabra— proyecto relacionado. Vengo de un sendero temporal distinto al suyo, y por tanto tengo acceso a información que usted no ha descubierto todavía. Si se lo dijera, podría interferir con su misión, señor.

—¿Y golpearme en la nuca no es interferir? —me quejé—. Creo que me ha roto una vértebra.

—Tenía que impedirle que comentara el estado de la gata, señor. En la sociedad victoriana, discutir sobre sexo en compañía de damas era completamente tabú. No es culpa suya no saberlo. No fue adecuadamente preparado. Le dije al señor Dunworthy que pensaba que enviarlo sin formación y en su estado era una mala idea, pero fue inflexible y quiso que fuera usted quien devolviera a Princesa Arjumand.

—¿Sí? ¿Por qué?

—No estoy autorizado a decirlo, señor.

—Y yo no iba a decir nada sobre sexo —protesté—. Lo único que pensaba decir era que la gata estaba pre…

—O nada que sea producto del sexo, señor, o esté relacionado con él de alguna forma —bajó la voz y se inclino hacia mí—. Las muchachas ignoraban completamente los hechos de la vida hasta su noche de bodas, cuando me temo que resultaba una conmoción considerable para algunas de ellas. Los pechos o las figuras femeninas no se mencionaban nunca, y las piernas se consideraban miembros.

—¿Entonces qué tendría que haber dicho? ¿Que la gata esperaba gatitos? ¿En el club? ¿De un modo familiar?

—No tendría que haber mencionado para nada el tema. El hecho del embarazo, tanto de las personas como de los animales, se evitaba escrupulosamente. No tendría que haberlo mencionado en absoluto.

—¿Y después de que nazcan y haya media docena de gatitos correteando por todo el lugar, debo ignorarlo también? ¿O preguntar si los encontraron bajo una hoja de col?

Finch parecía incómodo.

—Esa es otra razón, señor —dijo misteriosamente—. No queremos atraer más atención de la necesaria sobre la situación. No queremos causar otra incongruencia.

—¿Incongruencia? ¿De qué está hablando?

—No tengo libertad para decirlo. Cuando regrese a la sala matutina, yo me abstendría de mencionar la gata.

Realmente, hablaba como Jeeves.

—Es evidente que le han preparado a usted —dije, admirado—. ¿Cuánto tiempo tuvo para aprender tanto sobre la época victoriana?

—No está en mi mano revelarlo —dijo él, con aspecto satisfecho—. Pero me siento como si éste fuera el trabajo para el que nací, eso sí se lo digo.

—Bueno, ya que es tan bueno en ello, dígame qué se supone que tengo que hacer cuando vuelva allí dentro. ¿Quién he de decir que vino a verme? No conozco a nadie aquí.

—No será un problema, señor —dijo él, abriendo la puerta de la biblioteca con una mano enguantada.

—¿No será un problema? ¿Cómo que no? Algo tendré que decir.

—No, señor. No les importará quién haya venido a visitarle, mientras les haya dado una oportunidad de hablar de usted en su ausencia.

—¿De hablar de mí? —dije, alarmado—. ¿Sobre mi autenticidad, te refieres?

—No, señor. —Parecía un mayordomo de la cabeza a los pies—. Sobre su disponibilidad para el matrimonio.

Me condujo por el pasillo, se inclinó ligeramente y abrió la puerta con una mano enguantada.

Tenía razón. Hubo un silencio cortado en la habitación seguido de un espasmo de risitas.

—Tocelyn nos estaba contando su encontronazo con la muerte, señor Henry —dijo la señora Chattisbourne.

«¿Cuándo he estado a punto de decir preñada?», me pregunté.

—Cuando su barca volcó —dijo Pansy ansiosamente—. Pero supongo que eso no es nada comparado con sus aventuras en América.

—¿Le han cortado la cabellera alguna vez? —dijo Eglantine.

—¡Eglantine! —exclamó la señora Chattisbourne.

Finch apareció en la puerta.

—Disculpe, madam, pero ¿se quedarán a almorzar la señorita Mering y el señor Henry?

—¡Oh, quédese, señor Henry! —trinaron las muchachas—. ¡Queremos que nos hable de América!

Me pasé el almuerzo regalándoles los oídos con una historia de diligencias y tomahawks que había robado de lecturas del siglo diecinueve a las que ahora deseé haber prestado más atención, y observando a Finch. Él señalaba el utensilio adecuado para usar susurrándome al oído «el tenedor de tres puntas» cuando me colocaba el plato delante y señalando discretamente desde la mesa lateral mientras yo entretenía la atención general con mentiras como:

—Esa noche, sentados alrededor de la hoguera, oímos sus tam-tams en la oscuridad, sonando, sonando, sonando.

(Risas).

Después del almuerzo, Iris, Rose y Pansy nos suplicaron que nos quedáramos a un juego de charadas, pero Tossie dijo que teníamos que irnos y, cuidadosamente, volvió a echar la llave a su diario y lo guardó, no en la cesta esta vez, sino en su bolso.

—Oh, pero ¿no podéis quedaros aunque sea un poquito? —suplicó Pansy Chattisbourne.

Tossie explicó que todavía teníamos que recoger las contribuciones de la casa del vicario, cosa que agradecí. Había tomado vino del Rin y clarete con el almuerzo, lo que combinado con el licor de grosella y los efectos residuales del vértigo transtemporal me hacían desear solamente una buena siesta.

—¿Le veremos en la fiesta, señor Henry? —me preguntó Iris, riendo.

«Eso me temo», pensé, esperando que la casa del vicario no estuviera lejos.

No lo estaba, pero antes tuvimos que pararnos en casa de la viuda Wallace (a recoger una salsera y un banjo al que le faltaban dos cuerdas), en casa de los Middlemarch (una tetera con un asa rota, una vinagrera, y un juego de cartas al que le faltaban varias), y en casa de la señorita Stiggins (una jaula de pájaros, un juego de cuatro estatuillas que representaban los Hados, un ejemplar de A través del espejo, un cuchillo de pescado y un dedal de cerámica con la inscripción «Recuerdo de Margate»).

Ya que los Chattisbourne nos habían dado un alfiletero, un cojín con violetas y bayas, una huevera y un bastón con una cabeza de perro tallada, la cesta estaba ya casi llena y yo no tenía ni idea de cómo llevarlo todo a casa. Por suerte, lo único que el vicario tenía para donar era un gran espejo de marco dorado, roto.

—Enviaré a Baine a recogerlo —dijo Tossie, y regresamos.

El camino de regreso a casa fue una repetición del camino de ida, excepto que yo estaba más cargado y mucho más cansado. Tossie parloteaba sobre Juju y el «bravo bravísimo Terence», y yo pensé en cuánto me alegraba de que mi apellido no empezara por «c», y me concentré en buscar una hamaca.

Baine nos recibió en el camino de acceso y me alivió de la cesta, y Cyril vino corriendo a saludarme. Su desafortunada tendencia a escorar a babor, sin embargo, lo llevó a los pies de Tossie, y ella empezó a gritar.

—¡Oh, criatura desagradable, desagradable, mala! —Y soltó una serie de grititos.

—¡Ven aquí, Cyril, muchacho! —llamé, dando una palmada; él se dio la vuelta feliz, agitando todo el cuerpo—. ¿Me has echado de menos, muchacho?

—Vaya, los viajeros regresan —llamó Terence, saludando desde el jardín—. «De vuelta a los muros blancos de su lejano hogar». Llegan justo a tiempo. Baine está preparando las metas para un partido de croquet.

—¡Un partido de croquet! —exclamó Tossie—. ¡Qué divertido! —Y echó a correr para cambiarse de ropa.

—¿Un partido de croquet? —le dije a Verity, quien observaba a Baine colocar estacas por todo el césped.

—Era esto o tenis sobre hierba —dijo Verity—, y me temía que no hubiera sido preparado sobre el tema.

—Tampoco he sido preparado sobre el croquet —dije, mirando los mazos de bandas de colores.

—Es un juego muy sencillo. —Verity me tendió una pelota amarilla—. Golpea la pelota con el mazo y la hace pasar por la meta. ¿Cómo ha ido la mañana?

—Una vez fui explorador con Buffalo Bill y estoy prometido a Pansy Chattisbourne.

Ella no sonrió.

—¿Qué ha descubierto sobre el señor C?

—Elliott Chattisbourne no volverá a casa hasta dentro de ocho meses —dije. Expliqué cómo le había preguntado por el amigo cuyo nombre había olvidado—. No se le ocurrió ningún nombre. Pero eso no es lo más interesante que he…

Tossie llegó corriendo con un vestido de marinero rosa y blanco y un gran lazo rosa, con Princesa Arjumand en brazos.

—A Juju le encanta ver las pelotas —dijo, depositándola en el suelo.

—Y moverlas —dijo Verity—. El señor Henry y yo seremos compañeros. Y tú y el señor St. Trewes.

—Señor St. Trewes, vamos a ser compañeros —chilló ella, corriendo hacia el lugar donde Terence supervisaba a Baine.

—Creía que el objetivo era mantener a Tossie y Terence separados —dije.

—Lo es, pero tengo que hablar con usted.

—Y yo tengo que hablar con usted también. Nunca adivinará a quién vi en casa de los Chattisbourne. A Finch.

—¿Finch? —la dejé desconcertada—. ¿El secretario del señor Dunworthy?

Asentí.

—Es su mayordomo.

—¿Qué está haciendo aquí?

—No quiso decírmelo. Dijo que era un «proyecto relacionado» y que no podía decírmelo sin interferir con el nuestro.

—¿Estáis preparados? —llamó Tossie desde la estaca.

—Casi —respondió Verity—. Muy bien. Las reglas del juego son perfectamente sencillas. Se anotan puntos metiendo la pelota a través de un campo de seis metas dos veces, las cuatro anillas exteriores, las cuatro anillas centrales, y luego otra vez en la dirección opuesta. Cada turno un golpe. Si su pelota atraviesa la meta, tiene un golpe más. Si su pelota golpea otra pelota, tiene un golpe de croquet y un golpe de continuación, pero si la pelota atraviesa dos anillas de un golpe, sólo tiene un golpe. Después de golpear una pelota, no puede golpearla otra vez hasta que haya pasado por la siguiente meta, excepto en el caso de la primera meta. Si golpea una pelota que ya ha golpeado, pierde el turno.

—¿Estáis preparados? —se impacientó Tossie.

—Casi —le dijo Verity—. Estos son los límites —me aclaró, indicando con su maza—. Norte, Sur, Este y Oeste. Ésa es la línea de la yarda, y ésa es la línea de casa. ¿Está todo claro?

—Perfectamente. ¿Qué color soy?

—Rojo —dijo ella—. Empiece desde la línea de casa.

—¿Preparados? —insistió Tossie.

—Sí —asintió Verity.

—Yo voy primero —dijo Tossie, inclinándose graciosamente y colocando su pelota sobre la hierba.

Bueno, no podía ser muy difícil, pensé viendo a Tossie preparar su saque. Un digno juego victoriano, jugado por niños y jovencitas civilizadas con largos vestidos vaporosos sobre verdes céspedes. Un juego civilizado.

Tossie se volvió, le sonrió a Terence y agitó los rizos.

—Espero hacer un buen disparo —dijo, y le dio a la pelota un poderoso golpe que la envió a través de las dos primeras metas y a medio campo de distancia.

Sonrió sorprendida, y preguntó:

—¿Tengo otro lanzamiento?

Y lanzó otra vez.

Esta vez casi golpeó a Cyril, que se había tumbado a dormir la siesta a la sombra.

—Interferencia —dijo Tossie—. Golpea su nariz.

—Cyril no tiene nariz —dijo Verity, colocando su pelota una cabeza de mazo detrás de la primera meta—. Mi turno.

No golpeó su pelota tan violentamente como lo había hecho Tossie, pero tampoco fue un pellizquito. Atravesó la primera meta, y el siguiente golpe la situó a dos palmos de la pelota de Tossie.

—Su turno, señor St. Trewes. —Tossie se movió de forma que su larga falda cubriera su pelota. Cuando él hubo lanzado y se le acercó, la pelota estaba a más de un metro de la de Verity.

Me acerqué a esta última.

—Hace trampas —dije.

Ella asintió.

—No he encontrado el diario.

—Lo sé. Lo llevaba encima. Ha leído la descripción de su vestido a las hermanas Chattisbourne.

—Su turno, señor Henry —dijo Tossie, apoyándose en el mazo de croquet.

Verity no había dicho nada sobre la forma adecuada de cogerlo, y yo no había prestado atención. Coloqué mi pelota junto a la meta y agarré el mazo como si fuera un bate de croquet.

—¡Falta! —exclamó Tossie—. La pelota del señor Henry no está a la distancia adecuada de la meta. Pierde usted un turno, señor Henry.

—No —dijo Verity—. Retire la pelota a la anchura de una cabeza de mazo.

Lo hice y entonces golpeé la pelota más o menos en la dirección adecuada, aunque no a través de la meta.

—Mi turno —dijo Tossie, y envió la pelota de Verity completamente fuera del campo, a los matorrales—. Lo siento —dijo. Sonrió tontamente e hizo otro tanto con la de Terence.

—Me ha parecido oírle decir que esto era un juego civilizado —le comenté a Verity arrastrándome bajo el seto para recuperar su pelota.

—He dicho que era sencillo.

Recogí la pelota.

—Finja que la sigue buscando —dijo Verity entre dientes—. Después de buscar en la habitación de Tossie, he ido a Oxford.

—¿Sabe ya cuánto deslizamiento hubo en su salto? —pregunté, separando las ramas.

—No —me respondió con aspecto solemne—. Warder estaba demasiado ocupada.

Estaba a punto de decirle que Warder siempre estaba demasiado ocupada, cuando ella dijo:

—El nuevo recluta… no conozco su nombre… el que estaba trabajando con usted y Carruthers… Está atrapado en el pasado.

—¿En los campos de guisantes? —dije, acordándome de los perros.

—No, en Coventry. Tendría que haber regresado después de terminar de buscar entre los escombros, pero no lo ha hecho.

—Probablemente no encontró la red —dije, pensando en cómo se complicó la vida con la linterna.

—Eso es lo que supone Carruthers. Pero el señor Dunworthy y T. J. están preocupados por si tiene relación con la incongruencia. Han enviado a Carruthers a buscarlo.

—Es tu turno, Verity —dijo Tossie, impaciente. Se acercó a nosotros—. ¿No la habéis encontrado todavía?

—Aquí está —exclamé, y salí de debajo del seto mostrándola en alto.

—Fue por allí —dijo Tossie, señalando con el pie un punto a varios kilómetros de donde había efectuado el golpe.

—Es como jugar con la Reina Roja —dije, y le tendí a Verity la pelota.

Mi único objetivo durante las siguientes tres rondas fue que mi pelota acabara en el mismo lado del campo que la de Verity, un objetivo repetidamente frustrado por «Quelecortenlacabeza» Mering.

—Ya lo tengo —dije, cojeando hasta Verity después de que uno de los lanzamientos de Tossie hubiera lanzado la pelota de Terence derecho contra mi espinilla, momento que Cyril aprovechó para trasladarse al extremo más alejado del campo—. El señor C es el médico que viene a atender a las víctimas de Tossie en el croquet. ¿Qué más ha descubierto?

Verity preparó su lanzamiento cuidadosamente.

—Con quién se casó Terence.

—Por favor, no me diga que fue con Tossie —supliqué, dando saltitos sobre la pierna buena y frotándome la espinilla.

—No —dijo ella. La pelota atravesó limpiamente la meta—. Tossie no. Maud Peddick.

—Pero eso es bueno, ¿no? Significa que no estropeé las cosas al impedir que Terence conociera a Maud.

Ella sacó una hoja de papel plegado de su ceñidor y me la tendió con disimulo.

—¿Qué es esto? —Me la guardé en el bolsillo del pecho—. ¿Un extracto del diario de Maud?

—No. Al parecer es la única mujer en toda la época victoriana que no llevaba un diario. Es una carta de Maud St. Trewes a su hermana menor.

—¡Su pelota, señor Henry! —llamó Tossie.

—Segundo párrafo —me indicó Verity.

Le di a la pelota roja un golpe entusiasta que la envió más allá de la de Terence, entre los lirios.

—¡Lástima! —dijo Terence.

Asentí y fui a buscarla, aplastando flores.

—Adiós, querido amigo —dijo Terence alegremente, agitando el mazo—. «¡Adiós! Pues en esa palabra fatal… por mucho que prometamos, esperemos, creamos… habita la desesperación».

Encontré la pelota, la recogí, y la trasladé a la parte donde más espesos crecían los lirios. Desplegué la carta. Estaba escrita con letra delicada, minúscula. «Queridísima Isabel —decía—. Me alegra mucho enterarme de tu compromiso. Robert es un joven estupendo y espero que seas tan feliz como lo somos Terence y yo. Te preocupa haberlo conocido en las escaleras de una ferretería, un lugar bastante poco romántico. No te aflijas. Mi querido Terence y yo nos conocimos en una estación de ferrocarril. Yo estaba con tía Amelia en el andén de la estación de Oxford…».

Me quedé allí mirando la carta. La estación de Oxford.

«… un lugar muy poco romántico, aunque supe al instante, allí, entre las carretillas de equipaje y los baúles, que era mi auténtico compañero».

Sólo que no lo había conocido. Yo estaba allí, y ella y su tía alquilaron un landó y se marcharon.

—¿No la encuentras? —llamó Terence.

Doblé rápidamente la carta y me la metí en el bolsillo.

—Aquí está —dije, y salí de entre los matorrales.

—Fue por allí —me indicó Tossie, señalando un punto totalmente ficticio con el pie.

—Gracias, señorita Mering. —Y medí la cabeza de un mazo desde el seto, la coloqué sobre la hierba y me preparé para lanzarla otra vez.

—Su turno ha terminado —dijo Tossie, acercándose a su pelota—. Es mi turno —dijo, dándole un golpe tal que envió mi pelota otra vez entre los lirios.

—Roquet —le dijo, sonriendo dulcemente—. Dos golpes.

—¿No es una muchacha sorprendente? —me comentó Terence, ayudándome a buscar la pelota.

«No —pensé— y, aunque lo fuera, se supone que no estás enamorado de ella. Se supone que debes enamorarte de Maud. Tenías que haberla conocido en la estación, y todo es culpa mía, culpa mía, culpa mía».

—Señor Henry, su turno. —Tossie se impacientaba.

—Oh. —Golpeé a ciegas la pelota más cercana.

—Fallo suyo, señor Henry —dijo Tossie—. Está muerto.

—¿Qué?

—Está muerto con esa pelota, señor Henry. Ya la ha golpeado una vez. No puede golpearla de nuevo hasta que haya atravesado la meta.

—Oh —dije, y apunté a la meta.

—No esa meta. —Tossie agitó sus rubios rizos—. Pido falta por intentar saltarse una meta.

—Lo siento —dije, tratando de concentrarme.

—El señor Henry está acostumbrado a jugar según las reglas americanas —me disculpó Verity.

Me acerqué a ella y vi a Tossie preparar su lanzamiento, como si fuera un tiro de billar, calculando cómo rebotarían las pelotas unas con otras.

—Todavía es peor —dijo Verity—. Uno de sus nietos fue piloto de la RAF en la batalla de Inglaterra. Voló en la primera incursión aérea sobre Berlín.

—¡Terence! —se quejó Tossie—. Su animal está en mitad de mi doble roquet.

Terence fue obedientemente a cambiar de sitio a Cyril. Tossie midió con su mazo los ángulos en los que chocarían las pelotas, calculando las posibilidades.

Me quedé allí, viendo a Tossie preparar su lanzamiento. Verity no dijo nada. No tenía que hacerlo. Yo lo sabía todo sobre aquel primer bombardeo. Fue en septiembre de 1940, en plena batalla de Inglaterra. Hitler había jurado que las bombas jamás caerían sobre la Madre Patria y, cuando lo hicieron, ordenó el bombardeo a gran escala de Londres. Y luego, en noviembre, de Coventry.

Tossie blandió el mazo. Su pelota golpeó la mía, rebotó, golpeó la de Verity, y fue directa a través de la meta.

Aquel bombardeo había salvado a la RAF, a la cual la Luftwaffe superaba en número. Si la Luftwaffe no hubiera decidido bombardear objetivos civiles cuando lo hizo, habrían ganado la batalla de Inglaterra. Y Hitler habría invadido.