no hay una experiencia educativa más admirable para un joven que empieza en la vida que alojarse en una casa de campo bajo un nombre falso

P. G. WODEHOUSE

C A P Í T U L O T R E C E

Otra visita - Variaciones sobre el mismo tema - Los pájaros - La importancia de los mayordomos - Un anticuado desayuno inglés - Vida salvaje - El tocón del pájaro del obispo - El pequeño detalle - Resuelto el misterio del nombre de la criada - Me preparo - Resuelto el misterio del origen de los rastrillos benéficos - Mi estancia en los EE. UU. - Artesanía victoriana - Mi sombrero - El señor C - Una sorpresa

Verity no fue mi última visita. Media hora después de que se marchara llamaron otra vez rozando a la puerta, tan débil que no lo habría oído si hubiera estado dormido. No dormía. Verity, con sus noticias de discrepancias y deslizamiento aumentado, había contribuido a eso. Por no mencionar a lady Schrapnell y el tocón del pájaro del obispo.

Y Cyril se las había apañado de algún modo, a pesar de sus cortas patas, para ocupar toda la anchura de la cama y quedarse con las dos almohadas, de forma que sólo me quedaba un rinconcito estrecho del cual me caí más de una vez. Enrosqué los pies en los postes de la cama, aferré el cobertor con las manos y pensé en lord Lucan y en el gato de Schrodinger.

En el experimento imaginado por Schrodinger, lo habían metido en una caja con un artilugio letal: una botella de gas cianhídrico, un martillo enganchado a un contador geiger y un poco de uranio. Si el uranio emitía un electrón, dispararía el martillo que rompería la botella. Eso liberaría el gas que mataría al gato que vivía en la caja que construyó Schrodinger.

Y como no había forma de predecir si el uranio había emitido un electrón o no, el gato no estaba ni muerto ni vivo, sino ambas cosas, existiendo como probabilidades colaterales que colapsarían en una sola realidad cuando la caja se abriera. O se reparara la incongruencia.

Pero eso significaba que había un cincuenta por ciento de probabilidades de que la incongruencia no se reparara. Y por cada instante que el gato permanecía dentro de la caja la probabilidad de que el uranio emitiera dicho electrón se hacía mayor, paralelamente a la de que cuando la caja se abriera el gato estuviera muerto.

Y la primera línea de defensa había fallado ya. Las coincidencias del encuentro de Terence con Tossie y mi encuentro con él y nuestro rescate del profesor Peddick y su encuentro con el coronel lo demostraban. Y las discrepancias eran el siguiente paso.

Pero Terence no había influido en la historia, al menos no directamente, o su nombre aparecería en los archivos oficiales. La estación de ferrocarril de Oxford estaba a cuarenta kilómetros y cuatro días de Muchings End. Y T. J. había dicho en las inmediaciones.

Pero lo que Verity parecía haber pasado por alto en su estado eufórico era que, aunque su encuentro no se hubiese producido en las inmediaciones, la decisión de la señora Mering de llevar a Tossie a casa de madame Iritosky sí era próximo, y eso era lo que la había hecho conocer a Terence y que Terence se topara con el profesor Peddick y que éste le pidiera que recogiera a sus enlutadas de edad. Y que se encontrara conmigo. ¿Y qué significaba en las inmediaciones, además? T. J. no lo había dicho. Podían ser años y cientos de kilómetros.

Permanecí allí en la oscuridad, dando vueltas y más vueltas, como Harris en el laberinto de Hampton Court. Baine no había pretendido ahogar a Princesa Arjumand, pero si ella no se había ahogado y vuelto no significativa, ¿por qué no se había negado la red a abrirse para Verity? Y si se había ahogado, ¿por qué se había abierto para mí?

¿Y por qué había aparecido yo en Oxford? ¿Para impedir que Terence conociera a Maud? No veía cómo eso podía contribuir a una autocorrección. ¿O había sido para mantener a la gata apartada de Muchings End? Recordé haber soltado la cesta en el puente Folly cuando Cyril cargó contra mí y casi haberla dejado caer al río antes de que Terence la cogiera. Y haber sujetado la maleta de tela cuando se volcó y enviado a Cyril al agua. ¿Intentaba el curso de la historia corregirse a sí mismo ahogando la gata y yo no paraba de interferir?

Pero no podía haber estado destinada a ahogarse. Baine no había intentado ahogarla cuando la arrojó al agua. Si Verity no hubiera interferido, él se habría zambullido, con chaqueta y todo, y la habría salvado. Tal vez la lanzó demasiado lejos, y la corriente la había arrastrado y habría acabado por ahogarse, a pesar de todos los esfuerzos de Baine. Pero eso seguía sin explicar…

Llamaron levemente a la puerta. «Es Verity —pensé—. Se ha olvidado de explicar los métodos detectivescos de Hercule Poirot». Abrí la puerta. No había nadie. La abrí un poco más y miré a ambos lados del pasillo. Nada más que negrura. Habría sido uno de los espíritus de la señora Mering.

—Mí —dijo una vocecita.

Miré hacia abajo. Los ojos verdigrises de Princesa Arjumand brillaron al mirarme.

—Maa —dijo, y pasó junto a mí, la cola levantada; saltó a la cama y se tumbó en mitad de mi almohada.

Esto no me dejó espacio ninguno. Además, Cyril roncaba. Podría haberme acostumbrado a este detalle pero, a medida que la noche progresaba, los ronquidos se hicieron más y más fuertes, hasta que tuve miedo de que fuera a despertar a los muertos. O a la señora Mering. O a ambos.

Parecían variaciones sobre un mismo tema: un rumor grave como un trueno lejano, un ronquido, un extraño sonido apagado que arrugaba sus quijadas, un bufido, un gangueo, un silbido.

Nada de esto molestaba a la gata, que se había vuelto a acomodar sobre mi nuez de Adán y me ronroneaba (sin variaciones) en el oído. Fui quedándome dormido por falta de oxígeno inducido por la gata y luego despertándome, encendiendo cerillas y tratando de leer el reloj de bolsillo a las II, III y IV menos cuarto.

Me quedé otra vez adormilado a las V y media sólo para ser despertado por los pájaros que trinaban con la llegada del sol. Siempre había pensado que era un sonido idílico y melodioso, pero sonaba más como una alarma general antibombardeos nazis. Me pregunté si los Mering tenían un refugio Anderson.

Tanteé en busca de una cerilla. Me di cuenta de que podía leer el reloj de bolsillo sin ella y me levanté. Me puse la ropa, me calcé los zapatos y traté de despertar a Cyril.

—Vamos, chico, es la hora de volver al establo —dije, interrumpiéndolo a medio ronquido con una sacudida—. No querrás que la señora Mering te pille aquí. Vamos. Despierta.

Cyril abrió un ojo hinchado, lo volvió a cerrar y empezó a roncar con todas sus fuerzas.

—¡No intentes ese truco! —dije—. No funcionará. Sé que estás despierto —le pinché en el tórax—. Vamos. Harás que nos expulsen a los dos.

Tiré de su collar. Él volvió a abrir un ojo y se puso en pie, tambaleándose. Parecía sentirse igual que yo. Tenía los ojos inyectados en sangre y se tambaleaba levemente, como un borracho después de una noche de juerga.

—Buen chico —lo animé—. Eso es. Sal de la cama. Vamos, abajo.

Princesa Arjumand escogió ese momento para bostezar, desperezarse y acomodarse en un nido de sábanas. El mensaje no podría haber sido más claro.

—No me estás ayudando —le dije—. Sé que no es justo, Cyril, pero la vida no lo es. Yo, por ejemplo, se supone que estoy de vacaciones. Para descansar. Dormir.

Cyril tomó la palabra «dormir» por una orden y se hundió de nuevo entre las almohadas.

—No —me opuse—. Arriba. Ahora. Va en serio, Cyril. Venga. Arriba. Despierta.

Uno no ha vivido hasta que ha llevado un perro de treinta kilos por un serpenteante tramo de escaleras a las V y media de la mañana. Fuera, los jardines tenían el rosado rubor del amanecer, la hierba brillaba con rocío diamantino, las rosas acababan de mostrar sus dulces rostros, todo lo cual indicaba que yo aún sufría de vértigo transtemporal entre severo y terminal, lo que significaba que cuando viera a Verity en el desayuno estaría aún completamente bajo su hechizo, aunque le hubiera dicho a lady Schrapnell que yo sabía dónde estaba el tocón del pájaro del obispo.

Mientras, los pájaros de la Luftwaffe debían de haberse marchado para repostar. El mundo permaneció en silencio con las primeras luces: un silencio que formaba parte del pasado tanto como las casas de campo victorianas y los paseos en barca por el Támesis. Era la quietud de un mundo que aún no conocía los aviones ni los atascos de tráfico, las bombas incendiarias ni las trazadoras: el quieto y sagrado silencio de un mundo idílico perdido.

Era una lástima que yo no estuviera en condiciones de apreciarlo. Cyril pesaba una tonelada y soltó un patético y penetrante gemido en cuanto lo solté. Casi me tropecé con el mozo de establos dormido al salir, y, de vuelta en la casa, estuve a punto de chocar con Baine en el pasillo de arriba.

Estaba puliendo botas en ordenados pares ante las puertas de los dormitorios. Antes de que me viera me pregunté cuándo dormía.

—No podía dormir. He bajado buscar algo leer —dije, comiéndome palabras en mi nerviosismo, como hacía el coronel Mering.

—Sí, señor. —Tenía en la mano las botas blancas de Tossie. Llevaban volantes en los talones—. Encuentro muy relajante La revolución industrial, del señor Toynbee. ¿Quiere que se lo traiga?

—No, no importa —dije—. Creo que ahora conseguiré dormir.

Lo cual era una mentira cochina. Tenía demasiadas cosas por las que preocuparme para poder dormir… Cómo iba a ponerme el cuello de la camisa y atarme la corbata por la mañana. Lo que iba a descubrir Viajes Temporales sobre las consecuencias de no haber devuelto a Princesa Arjumand a Muchings End durante cuatro días enteros. Lo que iba a decirle a lady Schrapnell.

Y aunque lograra dejar de preocuparme, no tenia sentido tratar de dormir. Empezaba a haber luz. Al cabo de unos minutos el sol asomaría por la ventana y los pájaros de la Luftwaffe regresaban ya para un segundo bombardeo. Y no me atrevía a dormir por temor a morir asfixiado en manos de Princesa Arjumand.

Se había apoderado de ambas almohadas en mi ausencia. Traté de empujarla suavemente hacia un lado sin despertarla, y ella se desperezó y empezó a agitar la cola sobre mi cara.

Me quedé allí bajo el látigo, pensando en el tocón del pájaro del obispo.

No sólo no sabía dónde estaba: no tenía ni la más remota idea de lo que podría haberle sucedido. Había permanecido en la iglesia durante ochenta años y no había ningún indicio de que no siguiera allí durante el bombardeo. De hecho, había montones de indicios de que sí seguía allí. La orden de servicio que había encontrado entre los escombros demostraba que estaba allí cuatro días antes del bombardeo, y yo había sido enviado el día anterior, el nueve, después de las Oraciones para el Servicio de la RAF y la Venta de Artículos Horneados.

Supuse que lo habrían cogido para ponerlo a salvo en el último minuto, pero eso difícilmente parecía probable cuando ni la pila bautismal de mármol ni el órgano que había tocado Handel habían sido enviados al campo o guardados en la cripta, aunque en retrospectiva obviamente tendría que haber sido así. Y el tocón del pájaro del obispo parecía mucho más indestructible que la pila bautismal.

Era indestructible. El techo desplomándosele encima no habría soltado una lasca a sus querubines. Tendría que haber estado allí en las cenizas, alzándose sobre los escombros, intacto, ileso, in…

Cuando desperté, era de día y Baine me esperaba con una taza de té.

—Buenos días, señor —dijo—. Me he tomado la libertad de devolver Princesa Arjumand a la habitación de la señorita.

—Buena idea —dije, advirtiendo que tenía una almohada y podía respirar.

—Sí, señor. Sería preocupante que la señorita Mering despertara y encontrara que se ha vuelto a perder, aunque puedo comprender el apego que Princesa Arjumand siente hacia usted.

Me senté.

—¿Qué hora es?

—Las ocho, señor. —Me tendió la taza de té—. Me temo que fui incapaz de recuperar la mayoría de las pertenencias del señor St. Trewes, del profesor Peddick y de las suyas. Esto fue todo lo que pude encontrar.

Alzó el traje de noche que me quedaba pequeño y que Finch había metido en la maleta para mí.

—Me temo que ha encogido considerablemente debido a la inmersión en el agua. Por tanto he mandado pedir reemplazos, y…

—¿Reemplazos? —dije, y casi derramé el té—. ¿Dónde?

—Swan and Edgar’s, por supuesto, señor —dijo él—. Mientras tanto, aquí tiene su traje de paseo.

Había hecho más que plancharlo. La camisa estaba almidonada y remendada y los pantalones parecían nuevos. Esperé ser capaz de ponérmelos. Sorbí pensativo el té, tratando de recordar cómo se hacía el nudo de la corbata.

—El desayuno es a las nueve, señor —dijo Baine. Sirvió agua caliente en el cuenco y abrió la caja de las cuchillas.

La corbata probablemente no importaba. Me cortaría el cuello afeitándome antes de llegar a eso.

—La señora Mering desea que todo el mundo baje a desayunar a las nueve, ya que habrá muchos preparativos que hacer para la fiesta de la iglesia —dijo, abriendo las cuchillas—, sobre todo en lo referente al rastrillo benéfico.

El rastrillo. Casi lo había olvidado, o quizá sólo lo negaba. Parecía estar condenado a asistir a bazares y fiestas de iglesia, no importaba a qué siglo fuera.

—¿Cuándo se celebrará? —pregunté, esperando que dijera al mes siguiente.

—Pasado mañana —dijo Baine, colgándose una toalla del brazo.

Quizá para entonces nos habríamos marchado. El profesor Peddick estaría ansioso por ir a Runnymede para ver el prado donde se firmó la Carta Magna, por no mencionar sus excelentes percas.

Terence no querría irse, por supuesto, pero tal vez no tuviera nada que decir en el asunto. La señora Mering había mostrado una profunda antipatía hacia él, y yo tenía la sensación de que le gustaría aún menos cuando descubriera que tenía planes para su hija. Y ni un céntimo.

Tal vez nos despidiera directamente después del desayuno evitándonos los preparativos para el rastrillo benéfico, la incongruencia se corregiría sola, y yo podría echar una larga siesta en el río mientras Terence remaba. Si no me había matado antes con las cuchillas.

—¿Desea que lo afeite ahora, señor? —dijo Baine.

—Sí —respondí, y salté de la cama.

No tendría que haberme preocupado tampoco por la ropa. Baine me abrochó los tirantes y el cuello, me hizo el nudo de la corbata y me habría atado los zapatos si lo hubiera dejado, no sé si por gratitud hacia mí o porque era la costumbre de la época. Tendría que preguntárselo a Verity.

—¿Dónde es el desayuno?

—En la sala de desayunos, señor. Primera puerta a la izquierda.

Bajé las escaleras, sintiéndome la mar de alegre. Un buen y anticuado desayuno inglés: bacón y huevos y mermelada de naranja, todo servido por un mayordomo; era una perspectiva deliciosa y hacía un día precioso. El sol brillaba sobre los pasamanos pulidos y los retratos. Incluso la antepasada isabelina de lady Schrapnell parecía alegre.

Abrí la primera puerta a la izquierda. Baine debía de haberme informado mal. Aquello era el comedor, casi lleno por completo por una enorme mesa de caoba y otra mesa aún más grande cargada de vajilla de plata.

En la mesa había tazas y platillos y cubiertos, pero ningún plato, y no había nadie en la habitación. Me daba la vuelta para salir y buscar la sala de desayunos cuando casi tropecé con Verity.

—Buenos días, señor Henry —dijo ella—. Espero que haya dormido bien.

Llevaba un vestido verde claro con el corpiño de cuadritos y un lazo verde en el pelo rojizo. Obviamente, necesitaba dormir mucho más antes de superar mi vértigo transtemporal. Noté sombras bajo sus ojos verdosos, pero por lo demás seguía siendo la criatura más hermosa que había visto jamás.

Se acercó a la mesa lateral.

—El desayuno se sirve de esta mesa, señor Henry —dijo, cogiendo un plato con borde florido de un gran montón—. Los demás bajarán dentro de poco.

Se inclinó hacia mí para tenderme el plato.

—Lamento muchísimo haberle dicho a lady Schrapnell que sabía usted dónde estaba el tocón del pájaro del obispo —dijo—. Debía estar más afectada por el vértigo transtemporal de lo que creía, aunque eso no es excusa. Quiero que sepa que haré todo lo que pueda para ayudarle a encontrarlo. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio alguien?

—Lo vieron el sábado nueve de noviembre de 1940, después de las Oraciones por el Servicio de la RAF y la Venta de Artículos Horneados.

—¿Y nadie lo vio después de eso?

—Nadie ha podido llegar hasta después del bombardeo. El deslizamiento aumentado alrededor de un punto de crisis, ¿recuerda?

Jane entró con una jarra de mermelada, la depositó sobre la mesa, hizo una reverencia y se marchó. Verity se acercó al primero de los platos cubiertos, que tenía una estatuilla de un pez por asa.

—¿Y no lo encontraron entre los escombros después del bombardeo? —dijo, alzando la tapa por el pez.

—No. Santo Dios, ¿qué es eso? —me quedé mirando un lecho de arroz cegadoramente amarillo con tiras de copos blancos.

—Es kedgeree —dijo ella, sirviéndose una cucharada en el plato—. Arroz con curry y pescado ahumado.

—¿Para desayunar?

—Es un plato indio. Al coronel le gusta mucho. —Volvió a poner la tapa—. ¿Y ninguno de los contemporáneos menciona haberlo visto desde el día nueve hasta la noche del bombardeo?

—Estaba incluido en la orden de servicio para el domingo diez, bajo los arreglos florales, así que presumiblemente estuvo allí durante el servicio.

Se dirigió al siguiente plato cubierto. Esta tapa tenía un ciervo con grandes astas. Me pregunté por un instante si las figuras constituían algún tipo de código, pero la siguiente era de un lobo mostrando los colmillos, así que lo dudé.

—Cuando lo vio usted el día nueve —dijo Verity—, ¿advirtió algo inusitado en él?

—Nunca ha visto usted el tocón del pájaro del obispo, ¿verdad?

—Quiero decir, ¿lo habían movido? ¿Estaba dañado? ¿Vio alguien rondando por allí o algo que le pareciera sospechoso?

—Todavía tiene vértigo, ¿verdad?

—No —repuso ella, indignada—. El tocón del pájaro del obispo ha desaparecido y no puede haberse esfumado. Así que alguien debe habérselo llevado y, si alguien lo cogió, tiene que haber pistas. ¿Advirtió a alguien cerca de él?

—No.

—Hercule Poirot dice que siempre hay algo que nadie advirtió o consideró importante —dijo, cogiendo el ciervo acorralado.

Dentro había una masa de trozos marrones de olor penetrante.

—¿Qué es eso?

—Riñones picantes con salsa de especias y mostaza. En los misterios de Hercule Poirot, siempre hay un pequeño detalle que no encaja. Ésa es la clave del misterio. —Cogió un toro embistiendo por los cuernos—. Esto es ptarmigan frío.

—¿No hay huevos y bacón?

Ella negó con la cabeza.

—Estrictamente para las clases bajas —le ofreció un pescado tieso en un tenedor—. ¿Arenque?

Me decidí por el porridge. Verity cogió su plato y se sentó en el extremo más apartado de la gran mesa.

—Y, cuando fueron después del bombardeo —prosiguió, indicándome que me sentara frente a ella—, ¿había algún signo de que el tocón del pájaro del obispo hubiera estado en el incendio?

Abrí la boca para decir:

—La catedral quedó completamente destruida. —Y entonces me detuve, fruncí el ceño—. La verdad es que sí. Un tallo de flor chamuscado. Y encontramos el pedestal de hierro forjado que lo sostenía.

—¿Era el tallo del mismo tipo de flor que aparecía en la orden de servicio? —preguntó Verity, y yo estaba a punto de decirle que no había forma de saberlo cuando Jane volvió a entrar, hizo una reverencia y dijo:

—¿Té, señora?

—Sí, gracias, Colleen.

En cuanto se marchó, le pregunté.

—¿Por qué llamas Colleen a la doncella?

—Es su nombre, pero a la señora Mering no le pareció adecuado para una criada. Demasiado irlandés. Los criados ingleses están de moda.

—¿Así que le hizo cambiarlo?

—Era una práctica común. La señora Chattisbourne llama a todas sus criadas Gladys para no tener que recordar cuál es cuál. ¿No le prepararon sobre el tema?

—No me prepararon para nada. Dos horas de subliminales, en tiempo real, y estaba demasiado afectado por el vértigo para enterarme. Sobre el sometimiento de las mujeres, principalmente. Y sobre las palas de pescado.

Ella pareció sorprendida.

—¿No le prepararon? La sociedad victoriana cuida mucho los modales. Las reglas de etiqueta se toman muy en serio. —Me miró con curiosidad—. ¿Cómo ha conseguido llegar tan lejos?

—Durante los dos últimos días he estado en el río con un catedrático de Oxford que cita a Heródoto, un joven enfermo de amor que cita a Tennyson, un bulldog y una gata —dije—. Toqué de oído.

—Bueno, eso no funcionará aquí. Tendrá que ser preparado de algún modo. Muy bien, escuche —dijo, inclinándose sobre la mesa—. Aquí tiene el curso abreviado. La formalidad es lo primero. La gente no dice lo que piensa. Los eufemismos y la cortesía están a la orden del día. Nada de contacto físico entre los sexos. Un hombre puede coger del brazo a una dama, o ayudarla a bajar un escalón o a subir a un tren. Nunca se permite que los solteros de ambos sexos estén solos —dijo, a pesar de que parecíamos estarlo—. Tiene que haber una dama de compañía presente.

Como siguiendo una pista, Jane volvió a aparecer con dos tazas de té y las colocó ante nosotros.

—Se llama a los criados por su nombre —continuó Verity en cuanto se marchó—, excepto al mayordomo. Es señor Baine o Baine. Y todas las cocineras son señoras, no importa su estado civil… así que no le pregunte a la señora Posey por su marido. En esta casa hay una doncella para el salón, que es Colleen… quiero decir, Jane; una fregona, una cocinera, un lacayo, un palafrenero, el mayordomo y un jardinero. Había una doncella para el primer piso, otra para la señora y un limpiabotas, pero la duquesa de Landry los robó.

—¿Los robó? —dije, buscando el azúcar.

—No tomaban azúcar con el porridge —dijo ella—. Y tendría que haber llamado a la criada para que se lo pasara. Robarse los criados es su principal diversión. La señora Mering le robó a Baine a la señora Chattisbourne y actualmente está en proceso de robarle a su limpiabotas. Tampoco le echaban leche. No se maldecía en presencia de las damas.

—¿Y murmurar? —dije—. ¿O rezongar?

—¿Rezongar, señor Henry? —dijo la señora Mering al entrar—. ¿Qué está criticando? No nuestra fiesta de la iglesia, espero. Recaudaremos los fondos para la restauración, un proyecto muy digno, señor Henry. Nuestra parroquia necesita desesperadamente ser restaurada. Cielos, si la pila bautismal data de 1262. ¡Y las ventanas! ¡Irremisiblemente medievales! ¡Si nuestra fiesta es un éxito, esperamos comprar unas nuevas!

Llenó el plato de arenques y venado y lobo, se sentó, arrancó la servilleta de la mesa y la colocó sobre su regazo.

—El proyecto de restauración es obra de nuestro coadjutor. Hasta que llegó, el vicario no quería ni siquiera oír hablar de restaurar la iglesia. Me temo que es bastante anticuado en su forma de pensar. Se niega incluso a considerar la posibilidad de comunicarse con los espíritus.

Buen hombre, pensé.

—El señor Arbitage, por otro lado, abraza la idea del espiritismo y de hablar con nuestros seres queridos que marcharon al Más Allá. ¿Cree posible contactar con el Más Allá, señor Henry?

—El señor Henry estaba preguntando por el festival de la iglesia —dijo Verity—. Estaba a punto de contarle su inteligente idea de un rastrillo benéfico.

—Oh —dijo la señora Mering, halagada—. ¿Ha estado alguna vez en un festival, señor Henry?

—En uno o dos.

—Bien, entonces ya sabe que se donan baratijas y mermeladas y mesas de bordado. Mi idea fue que también se donaran objetos a los que no damos ningún uso. Todo tipo de cosas: platos y objetos de arte y libros; ¡un rastrillo de cosas!

La miré horrorizado. Ésta era la persona que lo había empezado todo, la persona responsable de todos aquellos interminables rastrillos benéficos en los que me había visto atrapado.

—Le sorprendería saber, señor Henry, los tesoros que tiene la gente en sus áticos y desvanes, cubiertos de polvo. Vaya, si en mi propio ático encontré una urna para el té y una preciosa fuente de ensalada. Baine, ¿consiguió quitar las mellas de la urna?

—Sí, señora —dijo Baine, sirviéndole el té.

—¿Le apetece café, señor Henry? —preguntó la señora Mering.

Me sorprendió lo amable que estaba siendo conmigo. Debía ser la cortesía a la que se había referido Verity.

Tossie llegó con Princesa Arjumand en brazos. La gata llevaba un gran lazo rosa en torno al cuello.

—Buenos días, mamá —dijo, buscando a Terence en la mesa.

—Buenos días, Tocelyn. ¿Has dormido bien?

—Oh, sí, mamá, ahora que mi queridina queridina gatina está de vuelta en casa. —Abrazó a la gata—. Dormiste abrazada a mí toda la noche, ¿verdad, dulce amantita?

—¡Tossie! —dijo bruscamente la señora Mering. Tossie pareció sofocada.

Obviamente, alguna regla de etiqueta, aunque no tenía ni idea de cuál. Tendría que preguntárselo a Verity.

Llegaron el coronel Mering y el profesor Peddick, charlando animadamente de la batalla de Trafalgar.

—Superados veintisiete a treinta y tres —decía el coronel.

—Exactamente mi argumento —decía el profesor—. ¡Si no hubiera sido por Nelson, habrían perdido la batalla! ¡Es el carácter el que hace la historia, no las fuerzas ciegas! ¡La iniciativa individual!

—Buenos días, papá —saludó Tossie, acercándose a besar al coronel en la mejilla.

—Buenos días, hija. —Miró a Princesa Arjumand—. Éste no es su sitio.

—Pero ha pasado por una experiencia terrible —dijo Tossie, llevando a la gata a la mesa lateral—. Mira, Princesa Arjumand, arenques —dijo, puso uno en un plato, lo depositó en suelo junto a la gata y miró desafiante a Baine.

—Buenos días, Mesiel —le dijo la señora Mering a su marido—. ¿Has dormido bien?

—Tolerablemente. —Miró bajo el lobo—. ¿Y tú, Malvinia? ¿Has dormido bien, querida mía?

Al parecer ésta era la entrada que la señora Mering había estado esperando que le dieran.

—Pues no —dijo, e hizo una dramática pausa—. Hay espíritus en esta casa. Los oí.

Sabía que no tenía que haberme fiado de Verity cuando dijo aquello de que las paredes de aquellas casas de campo eran gruesas y no se oía nada a través de ellas.

—Oh, mamá —dijo Tossie, sin aliento—, ¿cómo hacían los espíritus?

La señora Mering desenfocó la mirada.

—Era un sonido extraño y espectral como no podría hacer ningún ser vivo. Una especie de exhalación entrecortada como la respiración, aunque por supuesto los espíritus no respiran, y luego un… —hizo una pausa, buscando las palabras— un alarido seguido de un largo jadeo dolorido, como el de un alma atormentada. Un sonido espantoso, espantoso.

Bueno, en eso estaba de acuerdo.

—Sentí como si tratara de comunicarse conmigo pero no pudiera —dijo—. Oh, si al menos madame Iritosky estuviera aquí. Sé que ella haría hablar al espíritu. Tengo intención de escribirle esta mañana y pedirle que venga, aunque me temo que no lo hará. Dice que sólo puede trabajar en su propia casa.

«Con sus propias trampillas y cables ocultos y pasadizos secretos», pensé. Supuse que debería estar agradecido. Al menos no aparecería y descubriría que tenía a Cyril en mi cuarto.

—Si ella hubiera oído el lastimero grito de los espíritus, sé que vendría —afirmó la señora Mering—. Baine, ¿ha bajado ya el señor St. Trewes?

—Creo que vendrá de un momento a otro —dijo Baine—. Sacó a su perro a dar un paseo.

Tarde para desayunar y además sacando a pasear a su perro. Dos tantos en contra; aunque la señora Mering no parecía tan irritada como me figuré que iba a estar.

—Hola —saludó Terence, entrando sin Cyril—. Lamento llegar tarde.

—No importa —le sonrió la señora Mering—. Siéntese, señor St. Trewes. ¿Le apetece té o café?

—Café —respondió Terence, sonriéndole a Tossie.

—Baine, traiga café para el señor St. Trewes.

—Estamos encantados de que haya venido —dijo la señora Mering—. Espero que usted y sus amigos puedan quedarse para nuestra fiesta de la iglesia. Será muy divertido. Tendremos una competición de cocos y una adivinadora, y Tocelyn preparará un pastel para rifarlo. Es una excelente cocinera, Tocelyn, y tan dispuesta. Toca el piano, sabe usted, y habla alemán y francés. ¿Verdad, Tossie, querida?

Oui, mamá —dijo Tossie, sonriendo a Terence.

Miré intrigado a Verity. Ella se encogió de hombros, indicando «No sé».

—Profesor Peddick, espero que sus alumnos puedan permitirse unos cuantos días —decía la señora Mering—. Y señor Henry, diga que nos ayudará con la Caza del Tesoro.

—El señor Henry me estaba diciendo que vivió en los Estados Unidos —dijo Verity, y yo me volví y la miré anonadado.

—¿De veras? —dijo Terence—. Nunca me lo has contado.

—Fue… fue mientras estuve enfermo —dije—. Me… me enviaron… a los Estados Unidos para el tratamiento.

—¿Vio indios pieles rojas? —preguntó Tossie.

—Estuve en Boston —tartamudeé, maldiciendo en silencio a Verity.

—¡Boston! —exclamó la señora Mering—. ¿Conoce a las hermanas Fox?

—¿Las hermanas Fox?

—Las señoritas Margaret y Kate Fox: las fundadoras de nuestro movimiento espiritista. Fueron las primeras que recibieron mensajes de los espíritus a través de los golpes en la mesa.

—Me temo que no tuve ese placer —dije, pero ella ya había devuelto su atención a Terence.

—Tocelyn borda maravillosamente, señor St. Trewes —dijo—. Tiene usted que ver las preciosas fundas de almohada que ha cosido para nuestra tienda de bagatelas.

—Estoy seguro de que la persona que las compre tendrá dulces sueños —dijo Terence, sonriendo atontolinado a Tossie—, «un sueño de perfecta paz, demasiado hermoso para durar…».

El coronel y el profesor, todavía en Trafalgar con Nelson, retiraron sus sillas y se levantaron, murmurando, uno tras otro:

—Si me disculpan.

—Mesiel, ¿adónde vas? —dijo la señora Mering.

—Al estanque. A enseñarle al profesor Peddick mi ryunkin nacarado.

—Ponte el abrigo entonces —le recomendó la señora Mering—. Y la bufanda de lana. —Se volvió hacia mí—. Mi marido tiene el pecho débil y tendencia a acatarrarse.

«Como Cyril», pensé.

—Baine, traiga el abrigo del coronel Mering —ordenó ella; pero ya se habían marchado.

Se volvió inmediatamente hacia Terence.

—¿De dónde es su familia, señor St. Trewes?

—De Kent —dijo él—, que siempre había considerado el lugar más hermoso de la tierra hasta ahora.

—¿Podéis excusarme, tía Malvinia? —preguntó Verity, doblando la servilleta—. He de terminar mi caja para los guantes.

—Por supuesto —dijo la señora Mering, ausente—. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo su familia en Kent, señor St. Trewes?

Al pasar por mi lado, Verity dejó caer en mi regazo una nota.

—Desde 1866. Naturalmente, hemos mejorado la casa desde entonces. La mayor parte es georgiana. Capability Brown. Deben venir a visitarnos.

Desplegué la nota bajo la mesa y le eché un vistazo. Decía: «Reúnase conmigo en la biblioteca».

—Nos encantaría ir —dijo ansiosamente la señora Mering—. ¿Verdad, Tocelyn?

Oui, mamá.

Esperé una oportunidad y me tiré de cabeza.

—Si me disculpa, señora Mering.

—Por supuesto que no, señor Henry —me cortó—. ¡Vaya, si no ha probado bocado! Tiene que probar el pastel de anguila de la señora Posey. No tiene parangón.

No lo tenía; ni tampoco el kedgeree, que hizo que Baine sirviera en mi plato con un utensilio parecido a una pala. Una cuchara de kedgeree, sin duda.

Después de algunas anguilas y tan poco kedgeree como me fue posible, logré escapar. Busqué a Verity, aunque no tenía ni idea de dónde estaba la biblioteca.

Necesitaba uno de esos planos de sus novelas de detectives.

Probé con varias puertas y por fin la encontré en una habitación forrada de libros del suelo al techo.

—¿Dónde se había metido? —preguntó Verity. Estaba sentada en una mesa cubierta de conchas y botes de cola.

—Estaba comiendo cosas repulsivas de nombre impronunciable —dije—. Y respondiendo preguntas sobre América. ¿Por qué demonios les dijo que yo había estado en América? No sé nada sobre el tema.

—Ni ellos tampoco —repuso ella, imperturbable—. Tenía que hacer algo. No ha sido usted preparado y seguro que cometerá errores. Ellos piensan que todos los americanos son unos bárbaros, así que si usa el tenedor equivocado, lo achacarán al tiempo que pasó en Estados Unidos.

—Gracias, supongo.

—Siéntese. Tenemos que planificar nuestra estrategia.

Miré hacia la puerta, que tenía una anticuada llave en la cerradura.

—¿Echo la llave?

—No es necesario —dijo ella, seleccionando una concha plana de color rosado—. La única persona que entra aquí es Baine. La señora Mering desaprueba la lectura.

—Entonces, ¿de dónde ha salido todo esto? —dije, indicando las filas de libros encuadernados en marrón y escarlata.

—La compraron —respondió ella, untando de cola la concha.

—¿Compraron qué?

—La biblioteca. A lord Dunsany. La persona para la que trabajaba Baine antes de hacerlo para los Chattisbourne. Los Chattisbourne son la familia a la que la señora Mering les robó a Baine, aunque creo que en realidad Baine decidió venir. Por los libros. —Pegó la concha en el fondo de la caja—. Siéntese. Si viene alguien, me está ayudando con esto.

Alzó una caja terminada. Estaba cubierta de conchas de todo tipo y tenía forma de corazón.

—Es absolutamente espantoso —dije.

—En la época victoriana tenían un gusto de lo más atroz —dijo ella—. Alégrese de que no sean coronas de pelo.

—¿Coronas de pelo?

—De flores hechas con el pelo de los muertos. Las conchas de madreperla van por los bordes —dijo, enseñándome—, y luego una fila de conchas de molusco. —Me indicó un bote de cola—. Descubrí por Baine por qué la señora Mering de pronto es tan amistosa con Terence. Lo buscó en el DeBrett. Es rico, y sobrino de un par.

—¿Rico? Pero si ni siquiera tenía dinero para pagar la barca.

—La aristocracia siempre está endeudada —dijo ella, mirando una concha de almeja—. Dispone de cinco mil al año, una mansión en Kent y es el segundo en línea de sucesión por el título. Así que —dijo, descartando la concha de almeja—, nuestra prioridad es mantener a Terence y Tossie alejados, cosa que será difícil con mamá haciendo de casamentera. Tossie va a recoger cosas para el rastrillo esta mañana y voy a enviarlo a usted con ella. Eso los mantendrá apartados al menos durante medio día.

—¿Qué hay de Terence?

—Voy a enviarlo a Streatley a por los farolillos chinos para la fiesta. Quiero que trate usted de sacarle a Tossie si conoce a algún joven cuyo nombre empiece por «c».

—Ya habrá comprobado todas las iniciales del vecindario, supongo.

Ella asintió.

—Los dos únicos que he podido descubrir son el señor Cudden y el señor Cawp, el granjero que se pasa la vida ahogando gatitos.

—Parece una pareja ideada por el cielo. ¿Qué tal el señor Cudden?

—Está casado —dijo sombría—. Cabría pensar que hay montones de señores C. Mire cuántos creó Dickens: David Copperfield, Martin Chuzzlewit, Bob Cratchet.

—Por no mencionar al Admirable Crichton —dije yo—, y Lewis Carroll. No, ése no vale. No era su nombre real. Thomas Carlyle. Y G. K. Chesterton. Todos pretendientes elegibles. ¿Qué va a hacer usted mientras yo esté con Tossie?

—Voy a registrar su habitación para tratar de encontrar el diario. Lo ha escondido. Tuve que interrumpir mi primera búsqueda, pero esta mañana todos estarán trabajando en la fiesta, así que no me interrumpirán. Si eso falla, iré a Oxford y veré qué ha podido averiguar la forense.

—Pregúntele a Warder cuánto deslizamiento hubo en el salto cuando rescató usted a Princesa Arjumand.

—¿Al ir a Oxford con ella, quiere decir? Nunca ha habido ningún deslizamiento en los saltos de regreso.

—No —dije yo—, en el salto en que usted vino y vio la gata.

—Muy bien. Será mejor que volvamos dentro. —Puso el tapón en el bote de cola, se levantó y llamó a Baine.

—Baine —dijo cuando éste apareció—, haga traer el carruaje inmediatamente, y luego venga a la sala del desayuno.

—Como usted desee, señorita.

—Gracias, Baine —dijo ella. Cogió la caja forrada de conchas y regresó a la sala del desayuno.

La señora Mering seguía interrogando a Terence.

—¡Oh, qué exquisito! —dijo cuando Verity le mostró la caja.

—Todavía tenemos muchas cosas que hacer para la fiesta, tía Malvinia. Quiero que el rastrillo benéfico sea un éxito. ¿Tiene usted la lista?

—Llamaré para que Jane la traiga.

—Ha ido a la vicaría a recoger las colgaduras —dijo Verity, y en cuanto la señora Mering salió de la habitación para coger la lista, añadió—: Señor St. Trewes, ¿puedo pedirle un favor? Los farolillos chinos que pretendíamos colocar entre los puestos no han llegado. ¿Sería tan amable de ir a Streatley a recogerlos?

—Puede ir Baine —dijo Tossie—. Terence va a venir conmigo a visitar a los Chattisbourne esta mañana.

—Tu madre no puede prescindir de Baine, con la tienda del té todavía por montar —argumentó Verity—. El señor Henry irá contigo. Baine —se dirigió al mayordomo, que acababa de entrar—, tráigale al señor Henry una cesta para las donaciones del rastrillo. ¿Está esperando el carruaje?

—Sí, señorita —dijo él, y salió.

—Pero… —Tossie empezó a hacer un puchero.

—Aquí está la dirección —Verity tendió a Terence una hoja de papel— y el pedido de los farolillos. Es usted muy amable. —Y lo empujó hacia la puerta antes de que Tossie pudiera protestar.

Baine trajo la cesta y Tossie salió a coger su sombrero y sus guantes.

—No veo por qué el señor Henry no pudo haber ido a por los farolillos —la oí decirle a Verity mientras subían las escaleras.

—La ausencia hace que el corazón tome más cariño —dijo Verity—. Ponte el sombrero del velo de punto de encaje para mostrárselo a Rose Chattisbourne.

Verity regresó bajando las escaleras.

—Estoy impresionado —le dije.

—He estado tomando lecciones de lady Schrapnell. Mientras está usted en casa de los Chattisbourne, mire a ver si averigua cuándo va a volver Elliot Chattisbourne. Lleva usted su ropa. Puede que Tossie se estuviera carteando en secreto con él mientras ha estado fuera. Ahí viene.

Tossie bajó las escaleras con el velo de punto de encaje, un bolso y un parasol, y partimos.

Baine nos alcanzó corriendo.

—Su sombrero, señor —dijo sin aliento, tendiéndomelo.

Mi sombrero de paja, que había visto por última vez flotando en el río, con el lazo descolorido sobre la paja empapada. Baine había conseguido de algún modo restaurarlo a su estado original: el lazo azul intenso, la paja fuerte y dura.

—Gracias, Baine —dije—. Creía que lo había perdido para siempre.

Me lo puse, sintiéndome inmediatamente más osado y plenamente capaz no sólo de mantener a Tossie apartada de Terence, sino de comportarme de forma tan encantadora que se olvidara de él.

—¿Vamos? —le dije a Tossie, y le ofrecí el brazo.

Ella me miró a través de los puntos de encaje.

—Mi prima Verity dice que su sombrero le hace parecer un poco atontado —dijo especulativamente—, pero no creo que esté tan mal. Algunos hombres simplemente no saben llevar sombrero. «¿No te parece que el señor St. Trewes está moníssimo con su sombrerito?», me ha dicho mi queridina Juju esta mañana. «¿No te parece que es el hombre más riquín y más guapín de todos los hombres?».

Yo creía que hablar como los niños era malo, pero esa misma habla viniendo de una gata…

—Conocí a un amigo en el colegio que vivía cerca de aquí —dije, cambiando de tema hacia algo más productivo—. No recuerdo su apellido ahora mismo. Empezaba por «c».

—¿Elliot Chattisbourne?

—No, no es ése. Pero empezaba por «c».

—¿Lo conoció usted en el colegio? —dijo ella, arrugando los labios—. ¿Estuvo en Eton?

—Sí —dije—. ¿Por qué no? Eton.

—Está Freddie Lawrence. Pero fue a Harrow. ¿Estuvo usted en el colegio con Terence?

—Era un tipo de estatura media. Bueno jugando al croquet.

—¿Y su apellido empezaba por «c»? —Agitó los rizos—. No se me ocurre nadie. ¿Juega Terence al croquet?

—Rema y nada. Es muy buen nadador.

—Creo que es terriblemente valiente por haber rescatado a Princesa Arjumand —dijo—. «¿No crees que es el caballero más y más valiente del mundo?», me preguntó Juju. «Yo creo que sí que sí».

Continuó igual hasta la casa de los Chattisbourne, cosa que me vino bien, ya que no sabía nada más sobre Terence.

—Aquí estamos —dijo Tossie, recorriendo el sendero que conducía a una gran mansión neogótica.

«Bueno, has sobrevivido a esto —pensé—. El resto de la mañana tiene que ser más fácil».

Tossie se detuvo en la puerta principal. Esperé a que llamara al timbre y luego recordé que estábamos en la época victoriana y llamé por ella. Retrocedí un paso cuando el mayordomo abrió la puerta.

Era Finch.

—Buenos días, señorita. Señor —dijo—. ¿Puedo preguntar a quién debo anunciar?