—… el curioso incidente del perro durante la noche.

El perro no hizo nada durante la noche.

Ése fue el curioso incidente —observó Sherlock Holmes.

SIR ARTHUR CONAN DOYLE

C A P Í T U L O D O C E

Un rescate - Por qué las casas inglesas tienen fama de estar encantadas - La fuga de Elizabeth Barret Browning - Visitantes - Una confesión - Resuelto el misterio del ahogamiento de Princesa Arjumand - Más visitantes - La carga de la Brigada Ligera - Reglas de las novelas de misterio - El sospechoso menos probable - Un desagradable descubrimiento

La crisis era Cyril.

—¡Un establo! Nunca ha dormido al aire libre, ¿sabes? —dijo Terence, olvidando al parecer la noche anterior—. ¡Pobre Cyril! —dijo, con aspecto desesperado—. ¡Arrojado a la total oscuridad! ¡Con caballos! —Recorrió la habitación—. ¡Es propio de bárbaros mandarlo fuera después de haber estado en el río! ¡Y en su estado!

—¿Su estado?

—Cyril tiene el pecho débil. Tendencia a acatarrarse. —Se detuvo para mirar a través de las cortinas—. Probablemente ya estará tosiendo. Tenemos que traerlo dentro. —Soltó las cortinas—. Quiero que lo metas en tu habitación.

—¿Yo? ¿Por qué no lo metes tú en la tuya?

—La señora Mering me estará vigilando. Le he oído decir al mayordomo que fuera a ver si el animal dormía fuera. ¡Animal!

—Entonces ¿cómo voy a traerlo?

—El mayordomo me estará vigilando a mí, no a ti. Tendrías que haber visto la expresión de su cara cuando le dije que tenía que quedarse. Se ha sentido absolutamente traicionado. Et tu, Brute.

—Muy bien —dije—. Pero sigo sin ver cómo voy a evitar a Baine.

—Lo llamaré pidiendo una taza de cacao. Eso lo mantendrá apartado. Eres un hacha haciendo esto. ¡El mejor amigo, mi pozo en el desierto!

Abrió la puerta y miró en ambas direcciones.

—Todo despejado por el momento. Te daré cinco minutos para que vuelvas a ponerte las botas y luego llamaré pidiendo un refresco. Si te pilla, dile simplemente que has salido a fumar.

—¿Y si me ve de vuelta arrastrando a Cyril?

—No lo hará. Le pediré también una copa de clarete. Chateau Margaux del 75. Estas casas de campo tienen una bodega bastante decente.

Miró otra vez en ambas direcciones y salió, cerrando suavemente la puerta tras él. Yo me acerqué a la cama y miré los calcetines.

No es fácil ponerse un calcetín mojado, mucho menos una bota mojada encima, sin tener en cuenta mi reticencia a hacerlo. Tardé más de cinco minutos en ponérmelo todo y empezar. Esperé que la bodega de los Mering estuviera en el extremo opuesto de la casa.

Abrí la puerta una rendija y me asomé al pasillo. No vi a nadie, ni nada, en realidad. Deseé haber prestado más atención a la situación de muebles y estatuas.

Estaba tan oscuro que pensé en volver a por la lámpara con los cristalitos tintineantes, tratando de sopesar qué era peor: que me sorprendiera la señora Mering al ver la luz o que me pillara la señora Mering después de que chocara con la estatua del Laoconte.

Decidí esto último. Si los criados estaban despiertos (y no veía cómo no iban estarlo, con todos aquellos manteles que lavar y almidonar), verían la luz y vendrían corriendo a preguntarme si deseaba algo más, señor. Y mis ojos se acostumbraban gradualmente a la oscuridad, lo suficiente al menos para distinguir el contorno del pasillo. Si me mantenía en el centro, no tendría problemas.

Fui a tientas hasta las escaleras, tropecé con un gran helecho que se agitó salvajemente en su maceta antes de que consiguiera detenerlo, y con lo que resultaron ser un par de botas.

Me estuve preguntando por su significado durante el resto del camino hasta la escalera y casi tropecé con otro par: las botas con lacitos blancos de Tossie esta vez. Recordé los subliminales diciendo que la gente ponía las botas ante su puerta por la noche para que los criados las limpiaran. Sin duda cuando acababan de preparar los manteles y servir cacao y nadar por el Támesis buscando barcas perdidas.

Aquí había más luz. Bajé las escaleras. El cuarto peldaño chirrió ruidosamente y, cuando miré ansiosamente atrás, allí estaba lady Schrapnell mirándome desde lo alto.

El corazón se me congeló en el acto.

Cuando finalmente volvió a latir me di cuenta de que llevaba una gorguera y uno de esos largos corpiños escotados, y de que lady Schrapnell estaba todavía a salvo más allá. Tenía que ser una de las antepasadas isabelinas de los Mering. No era extraño que las casas victorianas tuvieran fama de estar encantadas.

El resto del camino fue fácil, aunque tuve un mal momento en la puerta principal cuando pensé que estaba cerrada con llave y que tendría que atravesar el laberinto del saloncito y salir por las puertas acristaladas; pero sólo era un cerrojo, que apenas hizo ruido cuando lo descorrí. La luna brillaba en el exterior.

No tenía ni idea de cuál de los edificios que brillaban blancos a la luz de la luna era el establo. Probé con un cobertizo y lo que resultó ser un gallinero antes de que el relincho de los caballos, sin duda despertados por las gallinas, me orientaran en la dirección correcta.

Y Cyril pareció tan patéticamente contento de verme que lamenté las maldiciones que había estado ensayando para Terence.

—Ven, viejo amigo —dije—. Tienes que estarte calladito. Como Flush, cuando Elizabeth Barrett Browning se fugó.

Cosa que había sucedido en esta época, ahora que lo pensaba. Me pregunté cómo había conseguido bajar las escaleras y salir de una casa oscura sin matarse. Y acarreando una maleta y un cocker spaniel además. Empecé a sentir un montón de respeto por los victorianos.

La versión de Cyril de estarse callado consistía en una respiración pesada recalcada por bufidos. En mitad de la escalera se detuvo en seco y miró hacia arriba.

—No pasa nada —dije, instándolo—. Es sólo un cuadro. Nada que temer. Cuidado con el helecho.

Logramos atravesar el pasillo y entrar en mi habitación sin más incidentes. Cerré la puerta y me apoyé agradecido contra ella.

—Buen chico. Flush estaría orgulloso de ti —dije, y vi que llevaba en la boca una bota negra, que al parecer había recogido por el camino—. ¡No! —exclamé, y me abalancé a por ella—. ¡Dame eso!

Los bulldogs habían sido creados para agarrarse al morro de los toros y aguantar por su vida. Esa tendencia persistía. Tiré y tiré y tiré sin conseguir nada. Lo dejé correr.

—Suelta esa bota —dije—, o te llevo directamente al establo.

Él me miró fijamente, la bota colgando de su boca, los cordones agitándose.

—Lo digo en serio. No me importa si pillas un catarro. O neumonía.

Cyril se lo pensó un momento y luego soltó la bota y se tumbó con la nariz chata apenas rozándola.

Me abalancé hacia la bota, esperando que perteneciera al profesor Peddick, quien nunca advertiría las marcas de dientes, o a Terence, que bien merecía el escarmiento. Era una bota de mujer. Y no la de Verity. Las suyas eran blancas, como las de Tossie.

—¡Esta bota es de la señora Mering! —dije, agitándola ante él.

Cyril respondió sentándose alerta, dispuesto a jugar.

—¡Esto es serio! —dije—. ¡Mírala!

En realidad, a excepción de llevar un montón de baba, no parecía haber sufrido muchos daños. La froté contra mi pierna y abrí la puerta.

—¡Quédate! —le ordené a Cyril, y fui a devolverla.

No tenía ni idea de cuál era la puerta de la señora Mering, ni forma de ver en cuál faltaba una bota en cuanto salí de mi habitación iluminada. Ni tiempo para permitir que mis ojos se acostumbraran a la total oscuridad. Y ningún deseo de dejar que la señora Mering me pillara arrastrándome a cuatro patas por el pasillo.

Volví a la habitación, cogí la lámpara y alumbré con ella el pasillo hasta dar con la puerta de una sola bota. La segunda desde el fondo. Entre ésa y mi puerta: la estatua del Laoconte, Darwin y una mesa de papel maché con un gran helecho.

Corrí de regreso, cerré la puerta, coloqué la lámpara en su sitio, recogí la bota, y volví a abrir la puerta.

—… te digo que he visto una luz —dijo una voz que sólo podía pertenecer a la señora Mering—. Una luz etérea, fantasmal, flotante. ¡Una luz espiritual, Mesiel! ¡Tienes que levantarte!

Cerré la puerta, apagué la lámpara y me tendí en la cama. Cyril estaba allí, cómodamente acostado entre las almohadas.

—Todo esto es culpa tuya —susurré, y me di cuenta de que todavía llevaba en la mano la bota de la señora Mering.

La metí bajo las mantas, decidí que eso sería verdaderamente incriminador. Empecé a esconderla debajo de la cama, pero me lo pensé mejor y la metí entre el somier y el colchón de plumas. Luego me quedé allí sentado, en la oscuridad, tratando de adivinar qué ocurría. No oía ninguna voz con los ronquidos de Cyril y tampoco había ningún ruido de puertas abriéndose ni luz bajo la mía.

Dejé pasar otros cinco minutos y me quité las botas. Me acerqué de puntillas a la puerta y la abrí una rendija. Oscuridad y silencio. Volví de puntillas a la cama, me lastimé el dedo gordo al chocar con el espejo y la espinilla con la mesita de noche, encendí otra vez la lámpara y me dispuse a acostarme.

Los últimos minutos parecían haber consumido las pocas fuerzas que me quedaban. Me desnudé despacio y con cuidado, fijándome en cómo se abrochaban el cuello y los tirantes y mirando la corbata en el espejo mientras deshacía el nudo para poder ponerlo todo más o menos igual por la mañana. No es que importara. Ya me habría cortado el cuello al afeitarme. O me habrían descubierto como ladrón y fetichista de zapatos.

Me quité los calcetines todavía empapados, me puse el camisón y me metí en la cama. Los muelles crujían, el colchón de plumas se hundía, las sábanas estaban frías y Cyril se había apropiado de todas las mantas. Me sentí maravillosamente.

El sueño, el dulce cuidador de la naturaleza, el dulce habitáculo del sagrado descanso, el bálsamo de las penas, el dulce, bendito, inevitable sueño.

Llamaron a la puerta.

Es la señora Mering buscando su zapato, pensé. O espíritus. O el coronel, a quien han hecho levantarse.

Pero no había ninguna luz bajo la puerta y la llamada, repetida, fue demasiado suave. «Es Terence —pensé—, buscando a Cyril ahora que yo he hecho todo el trabajo».

Pero por si no lo era, encendí la lámpara, me puse la bata y cubrí a Cyril con la manta. Luego fui y abrí la puerta.

Era Verity. En camisón.

—¿Qué está haciendo aquí? —le susurré—. Esto es la época victoriana.

—Lo sé —respondió ella, también en susurros, y entró en la habitación—. Pero tengo que hablar con usted antes de informar al señor Dunworthy.

—Pero, ¿y si viene alguien? —pregunté, mirando su camisón blanco. Era un camisón muy recatado, de manga larga y con el cuello alto abotonado hasta arriba, pero no me pareció que eso pudiera impresionar a Terence. Ni al mayordomo. Ni a la señora Mering.

—No vendrá nadie —dijo ella, y se sentó sobre la cama—. Todo el mundo se ha ido a dormir. Y las paredes de estas casas victorianas son demasiado gruesas para que se oiga nada.

—Terence ya ha estado aquí —dije—. Y Baine.

—¿Qué quería?

—Decirme que no había podido salvar el equipaje. Terence quería que fuera a rescatar a Cyril de los establos.

Al oír mencionar su nombre, Cyril salió de debajo de las mantas, parpadeando dormido.

—Hola, Cyril —dijo Verity, acariciándole la cabeza. Él la apoyó en su regazo.

—¿Y si viene Terence a comprobar cómo está? —dije.

—Me esconderé —respondió ella tranquilamente—. No tiene ni idea de cuánto me alegré de verle, Ned —me sonrió—. Cuando volvimos de casa de madame Iritosky, Princesa Arjumand no había vuelto aún, y cuando fui a informar anoche, la señora Mering me pilló de camino al mirador. Conseguí convencerla de que había visto un espíritu y lo estaba persiguiendo, y entonces insistió en despertar a todo el mundo y registrar toda la zona, así que no pude pasar y no tengo ni idea de qué ha sucedido.

Era una auténtica lástima. La náyade estaba sentada en mi cama, en camisón, con su cabello rojizo prerrafaelita cayéndole en cascada por la espalda. Estaba allí, sonriéndome, y yo iba a tener que estropearlo todo. De cualquier forma, cuanto antes acabara, mejor.

—Y esta mañana —decía—, he tenido que acompañar a Tossie a una reunión en la iglesia y…

—He traído la gata —confesé—. Estaba en mi equipaje. El señor Dunworthy debió decírmelo, pero yo estaba demasiado afectado por el vértigo para oírlo. La he tenido todo el tiempo.

—Lo sé.

—¿Qué? —dije, preguntándome si estaba experimentando de nuevo Dificultad para Distinguir Sonidos.

—Lo sé. He regresado a informar esta tarde y el señor Dunworthy me lo ha dicho.

—Pero… —dije, tratando de comprender. Si había vuelto al 2057, aquella radiante sonrisa…

—Tendría que haberlo imaginado cuando lo vi en Iffley. Enviar a historiadores de vacaciones no es el estilo del señor Dunworthy, sobre todo con lady Schrapnell pegada a sus talones y siendo la consagración dentro de dos semanas.

—No supe que la tenía hasta después de verla a usted en Iffley —dije—. Estaba buscando un abrelatas. Sé que dijo usted que mantuviera a Terence alejado de Muchings End, pero pensé que era más importante devolver la gata. El plan era detenernos en una posada en Streatley. Yo la traería a escondidas durante la noche. Pero Terence insistió en seguir remando; entonces la gata empezó a maullar, Cyril a olisquearla, y se cayó al agua, y entonces la barca volcó y… ya conoce el resto —terminé mansamente—. Espero haber hecho lo adecuado.

Ella se mordió los labios. Parecía preocupada.

—¿Qué? ¿Cree que no tendría que haberla devuelto?

—No lo sé.

—Me pareció que debería traerla de vuelta antes de que hubiera más consecuencias.

—Lo sé —dijo, con aspecto verdaderamente apurado—. La cosa es que usted no tendría que haberla traído desde el principio.

—¿Qué?

—Cuando el señor Dunworthy descubrió lo del deslizamiento de Coventry, canceló el salto.

—Pero…. ¿No tenía yo que traer a Princesa Arjumand? Me pareció que dijo usted que el deslizamiento de Coventry no tenía ninguna relación, que era debido a un punto de crisis.

—Lo era, pero mientras lo comprobaban, T. J. cotejó las pautas de deslizamiento con la investigación de Fujisaki, y decidieron que la falta de deslizamiento que rodeaba el lanzamiento original implicaba que era un acontecimiento no significativo.

—Pero eso es imposible. Las criaturas animadas no pueden ser no significativas.

—Exactamente —dijo ella, sombría—. Piensan que Princesa Arjumand era no animada. Piensan que su destino era ahogarse.

Esto no tenía sentido.

—Pero aunque se ahogara, su cuerpo seguiría actuando con el continuum. No desaparecería sin más.

—De eso trataba la investigación de Fujisaki. Habría quedado reducida a sus componentes, y la complejidad de sus interacciones separadas caería exponencialmente.

Lo que significaba que su pobre cadáver flotaría Támesis abajo, descomponiéndose en carbono y calcio e interactuando solamente con el agua del río y los peces hambrientos. Cenizas a las cenizas. Polvo al polvo.

—Lo cual permitiría arrancarla de su emplazamiento espacio-temporal sin ningún efecto histórico —dijo Verity—. Lo que significa que no tendríamos que haberla traído del futuro.

—Así que usted no causó ninguna incongruencia llevándola a través de la red —dije—. Pero yo sí, al traerla de vuelta.

Ella asintió.

—Cuando usted no vino, temí que pudieran haber enviado a Finch o a alguien detrás para que le dijera que ahogara a Princesa Arjumand.

—¡No! —Me opuse—. Nadie va a ahogar a nadie.

Ella me dirigió una de sus sonrisas asesinas.

—Si es un acontecimiento no significativo, la llevaremos de vuelta al futuro —aseguré con firmeza—. No vamos a ahogarla. Pero eso no tiene ningún sentido —dije, pensando en algo—. Su ahogamiento, si eso es lo que tendría que haber sucedido, habría tenido consecuencias, las mismas que tuvo su desaparición: todo el mundo buscándola, la visita a Oxford, el encuentro entre Tossie y Terence.

—Eso es lo que traté de decirle al señor Dunworthy. Pero T. J. dijo que Fujisaki decía que habrían sido consecuencias a corto plazo sin repercusiones históricas.

—En otras palabras, se habrían olvidado de la gata si yo no la hubiera traído.

—Y usted no la habría traído, si yo no hubiera interferido en primer lugar —dijo ella tristemente.

—Pero no podía dejar que se ahogara.

—No, no podía. Y lo hecho hecho está. Tengo que decírselo al señor Dunworthy y averiguar qué hacer a continuación.

—¿Qué hay del diario? —pregunté—. Si hubiera referencias a ella después del día siete, eso demostraría que no se ahogó. ¿No podría la experta forense buscar el nombre?

Verity pareció muy triste.

—Lo hizo. La configuración de las letras, en realidad: dos palabras muy largas que empiezan por mayúsculas. Pero las únicas referencias son en los días inmediatamente posteriores, y no ha podido traducirlas todavía. El señor Dunworthy dice que tal vez sólo sean referencias a su desaparición, o a su ahogamiento.

Se levantó.

—Será mejor que vaya a informar. Después de que se diera cuenta de que tenía a Princesa Arjumand, ¿qué sucedió? ¿Cuándo advirtieron Terence y el profesor Peddick que la tenía?

—No lo hicieron. La he mantenido oculta hasta que llegamos aquí. En una maleta de tela. Terence cree que estaba en la orilla cuando… —«Desembarcamos» no era la palabra adecuada— llegamos.

—¿Y nadie más la vio?

—No lo sé —admití—. Se escapó dos veces. Una en el bosque y otra en Abingdon.

—¿Se escapó de la bolsa?

—No. Yo la dejé salir.

—¿La dejó salir, dice?

—Creía que era mansa.

—¿Mansa? —se burló ella, divertida—. ¿Una gata?

Miró a Cyril.

—¿No le avisaste? —le dijo. Me miró—. Pero ¿no la vio interaccionando con nadie más?

—No.

—Bueno, menos mal. Tossie no ha conocido a ningún otro joven desconocido cuyo nombre empiece por C desde que llegamos a casa.

—Supongo que no ha aparecido.

—No —dijo ella, frunciendo el ceño—, y tampoco he podido echarle un vistazo al diario de Tossie. Y por eso necesito ir a informar. Quizá la forense haya logrado descifrar el nombre, o una de las referencias a Princesa Arjumand. Y necesito decirles que ha vuelto y…

—Hay algo más que tiene que decirles.

—¿Sobre el profesor Peddick la coincidencia de que conociera al coronel Mering? Ya lo había pensado.

—No. Algo más. Hice que Terence no conociera a la sobrina del profesor.

Expliqué lo que había sucedido en la estación de tren.

Ella asintió.

—Se lo diré al señor Dunworthy —suspiró—. Los encuentros…

Llamaron a la puerta.

Verity y yo nos quedamos petrificados.

—¿Quién es? —dije.

—Soy Baine, señor.

Me volví para silabearle en silencio a Verity:

—¿Puedo decirle que se vaya?

—No —susurró ella, cubrió a Cyril con las mantas, y empezó a meterse bajo la cama.

La agarré por el brazo.

—El armario —susurré—. Ya voy, Baine —dije—. Sólo un minuto.

Abrí la puerta del armario. Ella se arrojó de cabeza. Cerré la puerta, la abrí y empujé la cola del camisón, volví a cerrarla, comprobé que ningún trocito de Cyril asomara bajo las mantas, me coloqué delante de la cama y anuncié:

—Adelante, Baine.

Él abrió la puerta. Traía un montón de camisas dobladas.

—Han encontrado su barca, señor —dijo, encaminándose directamente hacia el armario.

Me planté delante de él.

—¿Son mis camisas?

—No, señor. Las pedí prestadas a los Chattisbourne, cuyo hijo está en Sudáfrica, hasta que pueda usted hacer que envíen sus propias cosas.

Mis propias cosas.

¿Y dónde tenía que decirle exactamente que las enviaran? Pero tenía problemas más inmediatos.

—Ponga las camisas en el buró —dije, manteniéndome entre el armario y él.

—Sí, señor —respondió, y las guardó ordenadamente en el cajón superior—. Hay también un traje de noche y uno de cheviot que estoy haciendo limpiar y adaptar a su talla. Estarán listos por la mañana, señor.

—Bien. Gracias, Baine.

—Sí, señor —dijo, y salió sin que lo despidiera.

—Eso ha estado cer… —empecé a decir, y él regresó con una bandeja que contenía una taza de porcelana, una tetera de plata y un platito de galletas.

—He pensado que le apetecería un poco de cacao, señor.

—Gracias.

Lo dejó todo sobre la mesita de noche.

—¿Quiere que se lo sirva, señor?

—No, gracias.

—Hay colchas adicionales en el armario, señor —dijo—. ¿Quiere que ponga una en la cama?

—¡No! —dije, bloqueándole el paso—. Gracias. Eso será todo, Baine.

—Sí, señor —dijo él, pero permaneció allí, dubitativo—. Señor —dijo, nervioso—, si puedo tener su permiso para hablar…

«O bien sabe que Verity está dentro del armario —pensé—, o sabe que soy un impostor. O ambas cosas».

—¿Qué ocurre?

—Yo… sólo quería decir… —Otra vez aquella nerviosa vacilación. Vi que estaba pálido y tenía mala cara— lo agradecido que le estoy por devolver Princesa Arjumand a la señorita Mering.

No era lo que yo esperaba oír.

—¿Agradecido? —repetí, desconcertado.

—Sí, señor. El señor St. Trewes me dijo que fue usted quien la encontró, después de que su barca volcara y tuvieran que llegar nadando a la orilla. Espero que no considere que estoy hablando sin propiedad, señor, pero la señorita Mering quiere enormemente a su mascota y nunca me lo perdonaría si le hubiera sucedido algo.

Vaciló, nervioso otra vez.

—Verá, fue culpa mía.

—¿Culpa suya?

—Sí, señor. Verá, el coronel Mering colecciona peces. De oriente. Los tiene en un estanque, en el jardín.

—Oh —dije, preguntándome si los síntomas del vértigo transtemporal regresaban. No veía la relación.

—Sí, señor. Princesa Arjumand tiene la desafortunada tendencia a capturar los peces de colores del coronel Mering y comérselos, a pesar de todos mis esfuerzos por impedírselo. Los gatos, como usted sabe, son bastante insensibles a las amenazas.

—Sí —dije yo—. Y a los sobornos y a las súplicas y…

—La única medida disciplinaria que he descubierto que tiene algún efecto sobre ella es…

De pronto todo quedó súbita, cegadoramente claro.

—Arrojarla al río —dije.

Hubo un sonido, parecido a un jadeo, procedente del interior del armario, pero Baine no pareció advertirlo.

—Sí, señor —dijo—. No la cura, naturalmente. Es necesario reforzar el mensaje aproximadamente una vez al mes. Sólo la tiro cerca. Los gatos nadan bastante bien, sabe usted, cuando se ven obligados a ello. Mejor que los perros. Pero esta vez debió pillarla la corriente y…

Enterró el rostro en las manos.

—Temí que se hubiera ahogado —dijo, desesperado.

—Vamos, vamos —lo consolé, cogiéndolo por el brazo y ayudándole a sentarse en la silla tapizada—. Siéntese. No se ha ahogado. Se encuentra perfectamente bien.

—Se comió el cola de abanico emperador plateado del coronel Mering. Un pez enormemente raro. El coronel lo había mandado traer desde Honshu, con un coste grandísimo —me explicó, angustiado—. Acababa de llegar el día anterior y allí estaba ella, sentada junto a su aleta dorsal, lamiéndose tranquilamente las patas. Cuando grité «¡Oh, Princesa Arjumand! ¿Qué has hecho?», me miró con expresión de total inocencia. Me temo que perdí los nervios.

—Comprendo, comprendo.

—No —sacudió la cabeza—. La llevé al río y la lancé tan lejos como pude y luego me marché. Y cuando volví… —enterró de nuevo el rostro en sus manos—, no había ni rastro de ella por ningún lado. Busqué por todas partes. Estos últimos cuatro días me he sentido como el Raskolnikov de Dostoievsky: incapaz de confesar mi crimen, abatido por la culpa de haber asesinado a una criatura inocente…

—Bueno, no tan inocente —dije yo—. Se comió el cola de abanico emperador plateado.

Él ni siquiera me oyó.

—Debió llevársela la corriente y llegó a la orilla río abajo, mojada, perdida…

—Harta de cola de abanico —dije, para impedir que enterrara otra vez el rostro entre las manos. «Y de leucisco azul de doble agalla», pensé.

—No podía dormir. Me di cuenta de que yo… Sabía que la señorita Mering nunca me perdonaría si le sucedía algo a su preciosa mascota, aunque temía que con su buen corazón llegara a hacerlo, y yo no podría soportar su perdón ni perdonármelo a mí mismo. Sin embargo, tenía que decírselo. Había decidido hacerlo esta noche, después de la sesión espiritista, y entonces las puertas francesas se abrieron y fue un milagro. ¡Allí estaba Princesa Arjumand, a salvo, gracias a usted! —Me agarró las manos—. ¡Tiene mi más profunda gratitud, señor! ¡Gracias!

—Bueno, hombre, bueno —dije, retirando las manos antes de que las cubriera de besos agradecidos o algo así—. Me alegro de haberlo hecho.

—Princesa Arjumand podría haber muerto de hambre o congelada o devorada por perros salvajes o…

—No tiene sentido preocuparse por cosas que no sucedieron. Está a salvo en casa.

—Sí, señor —dijo él, y pareció a punto de abalanzarse hacia mis manos otra vez.

Me las puse a la espalda.

—Si hay algo, cualquier cosa que yo pueda hacer por devolver el favor que me ha hecho y mostrar mi gratitud, lo haré de inmediato.

—Sí, bueno… —dije—. Gracias.

—No, gracias a usted, señor —insistió, agarrando mi mano a la espalda y estrechándola apasionadamente—. Y gracias por escucharme. Espero no haberme excedido, señor.

—En absoluto. Agradezco que me lo dijera.

Él se levantó y se alisó las solapas.

—¿Quiere que le planche la chaqueta y los pantalones, señor? —dijo, recuperando la compostura.

—No, está bien —dije, pensando en que por la forma en que habían ido las cosas podría necesitarlos—. Ya los planchará más adelante.

—Sí, señor. ¿Algo más, señor?

«Probablemente —pensé—, tal como va la noche».

—No. Gracias. Buenas noches, Baine. Descanse. Y no se preocupe. Princesa Arjumand está en casa sana y salva, y no ha causado ningún daño.

«Espero».

—Sí, señor. Buenas noches, señor.

Abrí la puerta para permitirle el paso y la dejé abierta una rendija para observarlo hasta que llegó a la puerta de las habitaciones del servicio y la atravesó, y luego me acerqué al armario y llamé suavemente.

No hubo respuesta.

—¿Verity? —dije, y abrí las puertas. Estaba sentada en el suelo, acurrucada, con las rodillas contra el pecho—. ¿Verity?

Me miró.

—No iba a ahogarla —dijo—. El señor Dunworthy dijo que tendría que haber pensado antes de actuar. Habría vuelto y rescatado la gata de no interferir yo.

—Pero eso es una buena noticia. Significa que no era un acontecimiento no significativo, y que al devolverla no he creado una incongruencia.

Ella asintió, pero sin convicción.

—Tal vez. Pero si Baine la hubiera rescatado, no habría estado tres días perdida. Los Mering no habrían ido a ver a madame Iritosky y Tossie nunca habría conocido a Terence.

Salió del armario.

—Tengo que contárselo al señor Dunworthy. —Se encaminó hacia la puerta—. Volveré en cuanto pueda y le diré qué he descubierto.

Apoyó la mano en la puerta.

—No llamaré —susurró—. Si la señora Mering oye llamar, pensará que son los espíritus. Arañaré la puerta así. —Hizo una demostración—. Volveré pronto —dijo, y abrió la puerta.

—Espere. —Saqué la bota de la señora Mering de debajo del colchón—. Tome. —Se la lancé a Verity—. Deje esto delante de la puerta de la señora Mering.

Ella cogió la bota.

—Me ahorraré las preguntas —dijo. Sonrió y salió por la puerta.

No oí ninguna estatua precipitarse, ni gritos de «¡Los espíritus!» por parte de la señora Mering. Al cabo de un minuto me senté en la silla a esperar. Y a preocuparme.

Yo no tenía que haber traído la gata. Recordé al señor Dunworthy diciendo «¡Quédate aquí!», pero pensé que se refería a que no dejara la red.

Y no sería la primera vez que un fallo de comunicación hubiera cambiado la historia. Miren las incontables veces en que un mensaje malinterpretado o no entregado o caído en manos equivocadas ha cambiado el resultado de una batalla: los planes accidentalmente perdidos de Lee para Antietam, y el telegrama de Zimmerman y las ilegibles órdenes de Napoleón al general Ney en Waterloo.

Deseé recordar un caso en el que los fallos de comunicación no hubieran tenido resultados desastrosos. No estaba seguro de que hubiera alguno. Miren la migraña de Hitler en el día de la invasión. Y la carga de la Brigada Ligera.

Lord Ranglan, en lo alto de una colina, vio a los rusos tratando de retirarse llevándose la artillería turca y ordenó a lord Lucan que los detuviera. Lord Lucan, que no estaba en una colina y posiblemente sufría de Dificultad para Distinguir Sonidos, no entendió la palabra «turco», ni vio otra artillería que los cañones rusos que le apuntaban directamente, así que ordenó a lord Cardigan y sus hombres que cargaran contra ellos. Con los resultados predecibles.

—Hacia el Valle de la Muerte cabalgaron los seiscientos —murmuré, y oí un suave roce en la puerta.

No podía ser Verity. Apenas había tenido tiempo de ir al mirador y volver, mucho menos de llegar al futuro.

—¿Quién es? —susurré a través de la puerta.

—Verity —susurró ella a su vez.

—Le dije que arañaría la puerta —dijo cuando la dejé entrar. Llevaba un paquete marrón bajo el brazo.

—Lo sé, pero sólo ha estado fuera cinco minutos.

—Bien. Eso significa que no ha habido ningún deslizamiento, lo cual es buena señal.

Se sentó en la cama, con aspecto de estar satisfecha consigo misma. Las noticias debían ser buenas.

—¿Qué dijo el señor Dunworthy?

—No estaba —dijo ella alegremente—. Había ido a Coventry a ver a Elizabeth Bittner.

—¿La señora Bittner? ¿La esposa del último obispo de Coventry?

Ella asintió.

—Sólo que no fue a verla en su calidad de esposa de obispo. Al parecer ella trabajó en la red cuando estaba en sus inicios. ¿La conoce? —me preguntó con curiosidad.

—Lady Schrapnell me hizo entrevistarla acerca del tocón del pájaro del obispo.

—¿Sabía dónde estaba?

—No.

—Oh. ¿Puedo comerme sus galletas? —dijo, mirando hambrienta la bandeja que había sobre la mesita de noche—. Estoy muerta de hambre.

Cogió una y le dio un bocado.

—¿Cuánto tiempo ha estado usted allí? —pregunté.

—Horas —respondió—. Warder no quería decirme dónde estaba T. J. Se escondía de lady Schrapnell, y le había dicho a Warder que no le dijera a nadie dónde estaba. Tardé una eternidad en localizarlo.

—¿Le ha preguntado por mi intervención, que evitó que Terence conociera a Maud?

—Sí. ¿Puedo tomarme su cacao?

—Sí. ¿Qué ha dicho?

—Dice que le parece improbable que Terence tuviera que haber conocido a Maud, o que, si así fuera, que no se trata de un encuentro significativo, porque, de haberlo sido, la red no se habría abierto.

—¿Pero y si al traer la gata causé una incongruencia?

Ella negó con la cabeza.

—T. J. no lo cree. Opina que la causé yo.

—Por lo que nos dijo Baine.

Ella asintió.

—Eso, y por el deslizamiento excesivo.

—Pero creía que eso se debía a que Coventry era un punto crítico.

Ella sacudió la cabeza.

—No la zona de deslizamiento en Coventry. La de Oxford. En mayo del 2018.

—¿2018? ¿Qué punto crítico es ése?

—No lo es, al menos que sepamos —dijo ella—. Por eso fue el señor Dunworthy a visitar a la señora Bittner, para ver si ella recuerda algo inusitado en los lanzamientos o en la investigación de viajes temporales que hicieron en ese año y que pudiera explicarlo. El señor Dunworthy no recordaba nada. Así que si yo causé la incongruencia, el regreso del gato no lo habría hecho: la habría corregido y eso habría mejorado las cosas, no al revés. Y hacer que Terence dejara de conocer a alguien difícilmente mejoraría las cosas, sobre todo si ese encuentro lo hubiese mantenido apartado de Iffley y de Tossie. Lo que significa que Terence no tenía que conocer a Maud, y no tenemos que preocuparnos de que sea un síntoma de que la incongruencia empeora.

—¿Un síntoma? ¿Qué quiere decir?

—Según Fujisaki, la primera línea de defensa es el excesivo deslizamiento. Luego, si con eso no se corrige la incongruencia, aumentan los acontecimientos coincidentes; si eso también falla, entonces se producen discrepancias.

—¿Discrepancias? ¿Quiere decir que el curso de la historia empieza a alterarse?

—Al principio no. Pero la incongruencia lo desestabiliza. Tal como lo explicó T. J., en vez de haber un único curso fijo de acontecimientos, se da una superposición de probabilidades.

—Como en la caja de Schrodinger —dije, pensando en el famoso experimento imaginario con el contador geiger y la botella de gas cianhídrico. Y el gato.

—Exacto —dijo Verity complacida—. El curso de acontecimientos que tendrán lugar si la incongruencia se corrige y el de los que tendrán lugar si no; ambos existen lado a lado, como si dijéramos. Cuando la autocorrección finaliza se funden en un solo curso de acontecimientos. Pero, hasta que eso suceda, puede haber discrepancias entre los hechos observados y los registrados. Sólo que el único registro que tenemos es el diario de Tossie, y no podemos leerlo, así que no hay forma de saber si el encuentro frustrado de Terence y Maud es una discrepancia o no.

Mordió otra galleta.

—Por eso he tardado tanto. Después de hablar con T. J. He ido al Bodleian a iniciar una investigación sobre Terence; luego a Oriel, a pedirle a la experta forense que buscara referencias sobre él en el diario y a ver si había descubierto quién era el señor C.

—¿Y lo ha hecho? —pregunté, pensando que quizá por eso Verity parecía tan feliz.

—No. Había recuperado un pasaje entero, que por desgracia era una descripción de un vestido que Tossie había mandado hacer. Cuatro párrafos de pespuntes, lazos, bordado francés, pliegues internos y…

—Volantes —concluí.

—Volantes y más volantes —dijo disgustada—. Y ni una palabra sobre la gata o el viaje a Coventry o el tocón del pájaro del obispo. Supongo que no tendrá chocolate por alguna parte. ¿Ni queso? Tengo tanta hambre. Pensaba ir a Balliol y cenar después de hablar con la forense, pero de camino me he topado con lady Schrapnell.

—¿Lady Schrapnell? —dije yo. Casi la había olvidado con todas las otras crisis—. No sabe que estoy aquí, ¿verdad? No se lo diría, ¿no?

—Por supuesto que no —dijo ella; tomó un sorbo de cacao—. Tampoco le he hablado de la gata. Como exigía saber qué estaba haciendo allí, le he dicho que necesitaba un disfraz nuevo para pasado mañana. Warder se ha puesto pálida.

—Me lo figuro.

—Y luego se ha quedado allí mientras me equipaban, diciendo pestes de usted y que se había ido a alguna parte y que el señor Dunworthy no quería decirle dónde estaba. También que T. J. se negaba a volver a 1940 en busca del tocón del pájaro del obispo porque el siglo veinte era un diez para los negros, lo cual era ridículo, ¿cómo iba a ser peligroso un bombardeo aéreo?

Apuró el cacao hasta el final y se asomó a la tetera.

—Y que los obreros se estaban comportando de un modo completamente imposible respecto al coro y le decían que los bancos no estarían terminados hasta dentro de otro mes y que eso quedaba por completo descartado pues la consagración era dentro de trece días.

Vertió las últimas gotas de cacao en su taza.

—No quiso marcharse, ni siquiera cuando Warder me llevó a la sala de preparación para que me probara el vestido. Tuve que hacerla salir y entretenerla mientras telefoneaba al Bodleian y conseguía los resultados de la investigación sobre Terence.

—¿Y? ¿Tenía que haber conocido a Maud?

—No lo sé —dijo ella alegremente—. La investigación no ha revelado nada. Ni medallas, ni nombramientos como caballero, ni elecciones al Parlamento, ni arrestos, penas carcelarias o noticias. Ninguna mención a él en los archivos oficiales.

—Bueno, no estará aquí, pero a partir de aquí averiguaremos dónde está —me animó ella, sonriendo. Se sentó en la cama—. Bien, ¿cuándo lo vio por última vez?

No iban a dejarme dormir nunca. Iba a mantener una conversación digna de Alicia en el país de las maravillas tras otra conversación digna de Alicia en el país de las maravillas hasta morirme de cansancio. Aquí, en la plácida e idílica época victoriana.

—¿No podríamos hacerlo por la mañana? —dije.

—Todo el mundo estará despierto entonces, y cuanto más pronto lo encontremos, antes podremos dejar de preocuparnos porque lady Schrapnell llegue corriendo y exija saber su paradero. Yo nunca lo he visto, ¿sabe? Sólo he oído historias. ¿De verdad es tan espantoso como se dice? No describe el hallazgo de Moisés por las hijas del faraón, ¿verdad? Como esa cosa horrible que vimos en Iffley.

Se detuvo.

—Estoy farfullando, ¿verdad? Igual que lord Peter. Ése es el detective de Dorothy Sayers. Lord Peter Wimsey. Harriet Vane y él resuelven misterios juntos. Es terriblemente romántico y lo estoy haciendo otra vez, ¿no? Farfullando, me refiero. Los saltos surten en mí ese efecto.

Me miró compungida.

—Y usted sufre de vértigo transtemporal y debería estar descansando. Lo siento mucho.

Se levantó de la cama y recogió su paquete.

—Es una especie de cruce entre cafeína y alcohol. El efecto que los saltos tienen sobre mí. ¿Le afectan a usted de esa forma? ¿Se siente mareado y charlatán? —Recogió los zapatos y las medias—. Los dos nos sentiremos mejor por la mañana.

Abrió la puerta y se asomó a la oscuridad.

—Duerma un poco —susurró—. Tiene un aspecto terrible. Necesita descansar si tiene que ayudarme a mantener a Tossie y Terence separados por la mañana. Lo he planeado todo. Haré que Terence me ayude a preparar la tienda de la adivinadora.

—¿La tienda de la adivinadora? —dije yo.

—Sí, y usted puede ayudar a Tossie con el rastrillo benéfico.