Me pareció oír una voz gritar: «¡No duermas más!».
WILLIAM SHAKESPEARE
Por qué estaban tan reprimidos los victorianos - Queridina queridina Juju - De vuelta con su amita - Pescado - Un malentendido - Importancia de llamar - Presentaciones - Nombres irlandeses - Una sorprendente coincidencia - Más pescado - Una partida involuntaria - Otro malentendido - Me voy a la cama - Una visita - Una crisis
Fue más un soponcio que un desmayo. Se desplomó lentamente sobre la alfombra de flores, consiguiendo no golpear ninguno de los muebles… cosa difícil, ya que la habitación contenía una gran mesa redonda de palisandro, una mesita triangular con un álbum de daguerrotipos, una mesa de caoba con un ramo de flores de cera bajo una cúpula de cristal, un sofá de tela de crin, un tú y yo de damasco, una silla Windsor, una silla Morris, una silla Chesterfield, varias otomanas, un escritorio, una estantería, un buró, una rinconera, una mampara, un arpa, una aspidistra, y una pata de elefante.
Cayó muy despacio, y durante el tiempo que tardó en desplomarse sobre la alfombra registré varias impresiones:
Una, que la señora Mering no era la única que parecía haber visto un fantasma. El joven pálido, que debía ser un cura, estaba tan blanco como su alzacuellos, y Baine, junto a la puerta, se agarraba al marco para no caer. Su expresión no era de horror culpable. Si no lo hubiera sabido muy bien, me habría parecido de alivio. O de alegría, lo cual era la mar de raro.
Dos, la expresión de Verity era decididamente de alegría, y en mi estado todavía vertiginoso llegué a pensar por un instante que podía ir dirigida a mi persona. Entonces me di cuenta de que no debía de haber informado aún. Tossie debía de haber puesto la casa patas arriba la noche anterior buscando a Princesa Arjumand, y por eso Verity no sabía que a mí me habían encargado devolverla y la pifié, y tendría que ser yo quien se lo contara.
Lo cual era una desgracia porque, tres, incluso con una noche de sueño (más o menos) y una moratoria sobre saltos, ella seguía siendo la criatura más hermosa que yo había visto jamás.
Y cuatro, que el motivo por el que la sociedad victoriana era tan estricta y reprimida era porque resultaba imposible moverse sin derribar nada.
—¡Mamá! —chilló Tossie, y Baine, Terence, el profesor Peddick y yo dimos un paso al frente para interrumpir su caída y conseguimos chocar con todo lo que la señora Mering había evitado.
Terence cogió a la señora Mering, Baine subió el gas para que pudiéramos ver contra qué habíamos chocado, yo enderecé la pastora de Dresde y la linterna mágica que había volcado, y el religioso se sentó y empezó a secarse la frente con un gran pañuelo blanco. Terence y Baine ayudaron a la señora Mering a sentarse en un sofá de terciopelo marrón, derribando un busto de Palas en el proceso, y Verity comenzó a abanicarla.
—¡Baine! —ordenó—. Dígale a Colleen que traiga las sales.
—Sí, señorita —respondió Baine, todavía abrumado por la emoción, y salió en tromba.
—¡Oh, mamá! —dijo Tossie, avanzando hacia su madre—. ¿Te encuentras…?
Y entonces vio la gata, que se había encaramado a mi pecho, excitada.
—¡Princesa Arjumand! —gritó, y se lanzó hacia mí—. ¡Querida, querida Princesa Arjumand! ¡Has vuelto a mí!
La querida Princesa Arjumand tuvo que ser arrancada de mi camisa garra a garra. Se la entregué a Tossie, quien abrazó extasiada a la gata emitiendo una serie de grititos de deleite.
—Oh, señor St. Trewes —canturreó, volviéndose hacia Terence—, ¡me ha devuelto usted a mi queridina, queridina Juju! —Acarició a la queridina Juju—. ¿Lo pasaste malmalmal en el mundo feo, cariñín? ¿Te asustas tetastetaste? Pero el señor St. Trewes te buscó, ¿verdad verdad verdad? ¿Le vas a dar las gracias gracias gracias, queridina Juju?
Cyril, de pie junto a mí, bufó con fuerza, e incluso la «queridina Juju» pareció disgustada. «Bueno, bien —pensé—, esto debería hacer que Terence recobrara el sentido y así podremos regresar a Oxford. Tossie podrá casarse con el señor C y el continuum será restaurado».
Miré a Terence. Sonreía embobado.
—En realidad no hay por qué darme las gracias —dijo—. Me encomendó usted que buscara su preciosa mascota. «Como deseéis. Vuestros deseos son órdenes, dulce dama».
En el sofá, la señora Mering gimió.
—Tía Malvinia. —Verity le frotaba las manos—. ¿Tía Malvinia? —Se volvió hacia Tossie—. Prima, busca a Baine y dile que necesitamos que encienda la chimenea. Las manos de tu madre parecen de hielo.
Tossie se acercó a un panel de damasco bordado de la pared y tiró del cordón.
Yo no oí nada, pero había una campanilla por alguna parte, porque Baine apareció al momento. Durante su ausencia, al parecer había recuperado el control de sí mismo. Su rostro y su voz fueron impasibles cuando dijo:
—¿Sí, señorita?
—Encienda el fuego —le ordenó Tossie, sin apartar los ojos de la gata.
Lo había dicho casi con rudeza, pero Baine sonrió indulgente.
—Sí, señorita. —Y se arrodilló junto a la chimenea y empezó a apilar madera en la rejilla.
Una doncella con el pelo aún más rojo que Verity entró corriendo. Traía un frasquito minúsculo.
—Oh, señorita, ¿se ha desmayado entonces la señora? —le preguntó a Verity con un acento que la identificó al instante como irlandesa.
—Sí. —Verity le quitó el frasquito. Lo destapó y lo pasó por debajo de la nariz de la señora Mering—. Tía Malvinia —le animó.
—Oh, señorita, ¿han sido los espíritus? —preguntó la doncella, mirando aprensivamente en derredor.
—No. ¡Tía Malvinia!
La señora Mering gimió, pero no abrió los ojos.
—Sabía que había fantasmas en la casa —dijo la doncella, persignándose—. Vi uno, el martes pasado, junto al mirador.
—Colleen, trae un paño húmedo para la frente de la señora Mering —dijo Verity—, y un calientapiés.
—Sí, señorita —respondió la doncella. Hizo una reverencia y salió, todavía mirando temerosa alrededor.
—Oh preciosa Juju —le susurraba Tossie a la gata—, ¿tiene hambre mi bebecito? —se volvió hacia Baine, que había preparado la chimenea y estaba a punto de encenderla—. Baine, venga aquí —dijo imperiosamente.
Aunque estaba a punto de encender una tira de papel, Baine se puso inmediatamente en pie y se acercó a ella.
—¿Sí, señorita?
—Tráigale a Juju un plato de leche.
—Sí, señorita —dijo él, sonriéndole a la gata. Se volvió para irse.
—Y un plato de pescado.
Baine se volvió otra vez.
—¿Pescado? —preguntó, alzando una ceja.
Tossie levantó la barbilla.
—Sí, pescado. Princesa Arjumand ha pasado por una experiencia terrible.
—Como usted desee —dijo él. Cada palabra rezumaba desaprobación.
—Lo deseo —respondió ella, colorada—. Tráigalo inmediatamente.
—Sí, señorita —convino él, pero, en vez de marcharse, se arrodilló junto a la chimenea y terminó metódicamente de encender el fuego. Lo avivó con el fuelle, que después colocó cuidadosamente sobre la repisa antes de levantarse.
—Dudo que tengamos pescado —dijo, y salió.
Tossie parecía furiosa.
—¡Mamá! —dijo, llamando a su madre. Pero la señora Mering seguía fuera de combate. Verity estaba colocando un cubrecama de punto sobre sus rodillas y ahuecaba los cojines tras su cabeza.
Yo empecé a tiritar con la ropa mojada. Me acerqué al fuego, que ardía alegremente, dejando atrás el escritorio, una mesa de coser y una mesita de mármol con varias fotografías enmarcadas en metal. Cyril ya estaba allí, chorreando junto a la cálida chimenea.
La doncella Colleen regresó con un cuenco de agua. Verity lo tomó, lo colocó en la mesa junto a una vasija alta de bronce llena de plumas de pavo real y escurrió el paño.
—Oh, ¿se han llevado su alma los fantasmas? —dijo Colleen.
—No —respondió Verity, colocando el paño sobre la frente de la señora Mering—. Tía Malvinia —llamó. La señora Mering suspiró y agitó los párpados.
Un orondo caballero con un espeso bigote blanco entró, con un periódico en la mano. Llevaba una chaqueta roja para fumar y una extraña gorrita roja con borla.
—¿Qué es todo esto? —preguntó—. Un hombre no puede leer el Times en paz.
—Oh, papá —dijo Tossie—. Mamá se ha desmayado.
—¿Desmayado? —dijo él, acercándose a verla—. ¿Por qué?
—Estábamos celebrando una sesión —contó Tossie—. ¡Intentábamos encontrar a Princesa Arjumand! Mamá llamaba a los espíritus y dijo: «Oh, venid, espíritus». Las cortinas se abrieron y hubo un soplo de aire helado, y ¡allí estaba Princesa Arjumand!
—Sandeces —dijo él—. Sabía esta tontería espiritista era mala idea. Montón de tonterías.
El coronel Mering parecía hablar en una especie de taquigrafía, comiéndose palabras de cada frase. Me pregunté si de algún modo se le perdían en el tupido bigote.
—Histeria —dijo—. Consume a mujeres.
En este punto, el cura intervino diciendo:
—Gran número de eruditos y científicos altamente respetados están convencidos de la validez de los fenómenos del más allá. Sir William Crookes, el afamado físico, ha escrito un respetable tratado sobre el tema, y Arthur Conan Doyle está llevando a cabo…
—¡Mentecatadas! —dijo el coronel Mering, y eso pareció completar la colección de explosivos epítetos victorianos—. Bobalicones y mujeres insensatas. Debería haber ley Parlamento en contra. —Se detuvo en seco al ver a Terence—. ¿Quién es usted? ¿Maldito médium?
—Es el señor St. Trewes, papá —intercedió rápidamente Tossie—. Él y sus amigos nos han devuelto a Princesa Arjumand —dijo, alzando la gata para que la inspeccionara—. Estaba perdida y el señor St. Trewes la encontró.
El coronel Mering miró la gata con odio evidente.
—¡Bah! Pensé que se había ahogado, y santas pascuas.
—¡Oh, papá, no hablas en serio! —Acarició la gata—. No dice de veras las cositas horribles que dice, ¿verdad, queridina Juju? No, que no.
El coronel miró al profesor Peddick y luego a mí.
—¿Supongo ustedes son también golpeamesas?
—No —le dije yo—. Estábamos en el río y la barca volcó y…
—Ohhh —gimió la señora Mering desde el sofá, y abrió los ojos—. Esposo mío —llamó débilmente—, ¿eres tú?
La señora Mering extendió la mano.
—¡Oh, Mesiel, los espíritus!
—¡Rempámpanos! Montón de tonterías. Destroza tus nervios y tu salud. Me pregunto si alguien no fue herido —dijo el coronel, cogiéndole la mano. Verity le cedió el sitio y el coronel Mering se sentó junto a su esposa—. Se acabó. No más sesiones. Prohibidas absolutamente en mi casa.
—¡Baine! —le dijo al mayordomo, que acababa de entrar con un plato de leche—. Tire los libros de espiritismo. —Se volvió otra vez hacia la señora Mering—. Prohíbo que relaciones más con esa médium madame Idioskovitz.
—Iritosky —corrigió la señora Mering—. Oh, Mesiel, no puedes —dijo ella, agarrándole de la mano—. ¡No comprendes! Siempre has sido un escéptico. Pero ahora debes creer. Han estado aquí, Mesiel. En esta misma habitación. Acababa de contactar con el jefe Gitcheewatha, el espíritu de control de madame Iritosky. Le pregunté por el destino de Princesa Arjumand y… —soltó un gritito igual que Tossie antes de continuar— ¡y allí estaban, llevando a la gata en sus fantasmales brazos!
—Siento muchísimo. No mi intención asustarla así —dijo Terence, que parecía haber pillado el hábito de comerse palabras del coronel Mering.
—¿Quién es ése? —le preguntó a su marido la señora Mering.
—Terence St. Trewes a su servicio. —Terence se quitó el sombrero, que por desgracia todavía tenía una buena cantidad de agua en el ala. Duchó a la señora Mering.
—Oh oh oh —exclamó ella, soltando toda una serie de grititos y agitando las manos inútilmente contra el diluvio.
—Siento muchísimo —dijo Terence e hizo ademán de ofrecerle su pañuelo. Estaba aún más mojado. Se detuvo a tiempo y lo volvió a guardar.
La señora Mering dirigió a Terence una mirada glacial y se volvió hacia su marido.
—¡Todo el mundo los vio! —Se volvió hacia el cura—. ¡Reverendo, dígale a Mesiel que vio a los espíritus!
—Bueno… —dijo el cura, incómodo.
—Estaban envueltos en algas, Mesiel, y brillaban con una luz etérea —dijo ella, agarrando a su marido por la manga—. Traían el mensaje de que la pobre Princesa Arjumand había encontrado una tumba acuática. —Señaló las puertas dobles acristaladas—. ¡Entraron por esas mismas puertas!
—Sabía que tendríamos que haber llamado —dijo Terence—. No pretendía entrar así, pero nuestra barca volcó y…
—¿Quién es este joven impertinente?
—Terence St. Trewes —explicó Terence.
—Tus espíritus —dijo el coronel Mering.
—Terence St. Trewes —repitió Terence—. Y éstos son el señor Ned Henry y…
—¡Espíritus! —dijo el coronel Mering desdeñosamente—. Si no hubierais tenido todas las luces apagadas jugando a golpear mesas, habríais visto que eran excursionistas que se han dado un remojón. ¿Tumba acuática? ¡Bah!
—Princesa Arjumand está bien, mamá —dijo Tossie, mostrando la gata para que su madre la viera—. No se ahogó. El señor St. Trewes la encontró y la ha traído a casa. ¿Verdad, preciosísima Juju? Lo hizo, sí, lo hizo. Fue taaan valiente, ¿verdad? ¡Lo fue, lo fue!
—¿Usted encontró a Princesa Arjumand? —dijo la señora Mering.
—Bueno, de hecho fue Ned quien…
Ella me miró en silencio y luego otra vez a él, estudiando nuestra ropa mojada y nuestro patético estado y, presumiblemente, nuestra naturaleza terrenal.
Temí un instante que volviera a desmayarse. Verity dio un paso al frente y destapó las sales.
Entonces la señora Mering se enderezó en el sofá, dirigió a Terence una mirada helada y dijo:
—¿Cómo se atreve usted a hacerse pasar por un espíritu, señor St. Trewes?
—Yo… nosotros… nuestro barco volcó, y… —Tartamudeó él.
—¡Terence St. Trewes! —continuó ella—. ¿Qué clase de nombre es ése? ¿Es irlandés?
La temperatura había caído varios grados en la habitación, y Terence temblaba un poco cuando contestó:
—No, señora. Es el apellido de una antigua familia. Se remonta a la Conquista y todo eso. De un caballero que luchó en las Cruzadas con Ricardo Corazón de León, creo.
—Parece irlandés.
—El señor St. Trewes es el joven del que te hablé —dijo Tossie—, el que conocí en el río. Le pedí que buscara a Princesa Arjumand. ¡Y la ha encontrado! —Le mostró la gata a su madre.
La señora Mering la ignoró.
—¿En el río? —dijo, y su mirada era puro nitrógeno líquido—. ¿Es usted una especie de barquero?
—No, señora —dijo Terence—. Soy estudiante universitario. Segundo curso. En Balliol.
—¡Oxford! —bufó el coronel Mering—. ¡Bah!
Pareció que nos iban a echar tirándonos de la oreja al cabo de un par de minutos, cosa que tal vez no hubiese sido mala, considerando la forma en que Tossie se comportaba con Terence. Me pregunté si aquello era parte del continuum corrigiéndose a sí mismo ahora que la «preciosísima Juju» había sido devuelta sana y salva. Eso esperé.
También esperé tener una oportunidad de hablar con Verity antes de que nos indicaran la puerta. Desde aquella primera mirada complacida ni siquiera me había vuelto a mirar. Yo necesitaba saber al menos qué habían descubierto T. J. y el señor Dunworthy, si habían descubierto algo.
—¿Le enseñan a irrumpir en casas ajenas en Oxford? —dijo la señora Mering.
—N-no —tartamudeó Terence—. Usted dijo: «Adelante».
—¡Estaba hablando con los espíritus! —repuso ella, envarada.
—Supongo que estará usted estudiando alguna maldita materia moderna —dijo el coronel.
—No, señor. Clásicas, señor. Éste es mi tutor, el profesor Peddick.
—No pretendíamos irrumpir así —dijo el profesor—. Estos jóvenes caballeros me llevaban amablemente río arriba hasta Runnymede cuando…
Pero la temperatura había subido bruscamente. El coronel sonreía bajo su bigote blanco, o eso me pareció.
—¿No será el profesor Arthur Peddick? ¿Escribió «Sobre las características físicas del shubunkin japonés»?
El profesor Peddick asintió.
—¿Lo ha leído?
—¿Leído? Le escribí semana pasada para hablarle de mi ryunkin nacarado de ojos de globo —dijo el coronel—. Asombrosa coincidencia, aparezca usted así.
—Ah, sí —dijo el profesor, mirándolo a través de sus quevedos—. Tenía intención de contestar a su carta. Fascinante especie, el ryunkin.
—Completamente sorprendente que su barca volcara aquí, nada menos. ¿Cuál es la probabilidad de que eso suceda? Infinitesimal.
Miré a Verity. Los estaba observando y se mordía los labios.
—Debe venir a ver mi Black Moor —dijo el coronel—. Excelente espécimen. Traído desde Kioto. ¡Baine, traiga una linterna!
—Sí, señor.
—Y un gobio listado de kilo y medio —continuó el coronel, cogiendo al profesor Peddick por el brazo y conduciéndolo a través del laberinto de muebles hasta las puertas—. Lo capturé semana pasada.
—¡Mesiel! —llamó la señora Mering desde el sofá—. ¿Dónde demontres crees que vas?
—Al estanque, querida, a enseñarle al profesor Peddick mis pececitos.
—¿A esta hora de la noche? ¡Tonterías! Se morirá de frío con esa ropa mojada.
—Muy cierto —dijo el coronel Mering, pareciendo advertir por primera vez que la manga que estaba sujetando estaba empapada—. Primero debemos buscarle ropa seca. Baine —le dijo al mayordomo, que se marchaba—, tráigale al profesor Peddick ropa seca de inmediato.
—Sí, señor.
—El señor Henry y el señor St. Trewes necesitarán también ropa nueva —dijo Verity.
—Sí, señorita.
—Y traiga un poco de brandy —remató el coronel.
—Y pescado —dijo Tossie.
—Dudo que estos caballeros tengan tiempo para una copa de brandy —dijo la señora Mering, bajando de nuevo el termostato—. Es terriblemente tarde y querrán regresar a sus aposentos. Supongo que se alojarán en alguna de las posadas del río, señor St. Trewes. ¿El Cisne?
—Bueno, en realidad… —empezó a decir Terence.
—Ni hablar. Lugares corrientes, desagradables. Tuberías espantosas. Deben quedarse aquí —dijo el coronel Mering, alzando una mano para cortar cualquier objeción—. Hay espacio de sobra para usted y amigos. Debe quedarse tanto como quiera. Excelentes lugares para pescar aquí. Baine, dígale a Jane que haga las habitaciones para estos tres caballeros.
Baine, que trataba de servir el brandy, buscar una linterna y vestir a la mitad de la gente de la habitación, dijo al instante:
—Sí, señor. —Y salió por la puerta.
—Y traiga su equipaje —dijo el coronel Mering.
—Me temo que no tenemos ningún equipaje —dijo Terence—. Cuando nuestra barca volcó, tuvimos suerte de llegar vivos a la orilla.
—Perdí un precioso gobio albino —dijo el profesor Peddick—. Extraordinarias aletas dorsales.
—Tendremos que capturarlo otra vez —dijo el coronel—. Baine, vaya a ver si puede rescatar la barca y sus pertenencias. ¿Dónde está esa linterna?
Era de extrañar que Baine no anduviera leyendo a Marx, de explotado que estaba. No, Marx estaba todavía escribiendo el Manifiesto. En la sala de lectura del Museo Británico.
—Lo traeré, señor.
—Nada de eso —dijo la señora Mering—. Es demasiado tarde para hacer excursiones al estanque. Estoy seguro de que estos caballeros —la temperatura se hundió— estarán cansados después de su aventura. ¡Paseos en barca! En mitad de la noche. Es extraño que no hayan sido barridos por un remolino y se hayan ahogado —dijo, como si deseara que eso hubiera sucedido—. Estoy segura de que estos caballeros están exhaustos.
—Ciertamente —dijo el cura—, así que me marcharé. Buenas noches, señora Mering.
La señora Mering le tendió la mano.
—Oh, reverendo, lamento tanto que no hubiera manifestaciones esta noche.
—La próxima vez sin duda tendremos más éxito —le dijo a la señora Mering, pero estaba mirando a Tossie—. Esperaré con ansia nuestra próxima excursión a lo metafísico. Y por supuesto verlas a ambas pasado mañana. Estoy seguro de que será un gran éxito con la asistencia de usted y su encantadora hija.
Se quedó mirando a Tossie y me pregunté si podría ser el misterioso señor C.
—Estamos encantadas de asistir en cualquier caso —dijo la señora Mering.
—Andamos un poco escasos de manteles —dijo el cura.
—Baine, lleva una docena de manteles al vicario de inmediato.
Era normal que Baine se dedicara a ahogar animales en su tiempo libre. Homicidio claramente justificable.
—Encantado de haberlos conocido a todos —se despidió el cura, todavía mirando a Tossie—. Y si todavía están aquí pasado mañana, me gustaría extender la invitación a nuestro…
—Dudo que los caballeros se queden tanto tiempo —dijo la señora Mering.
—Ah —repuso el cura—. Bien, entonces buenas noches.
Baine le tendió un sombrero, y se marchó.
—Tendrías que haberle dado las buenas noches al reverendo Arbitage —le dijo la señora Mering a Tossie, y se acabó mi teoría.
—Profesor Peddick, al menos debe ver mi ryunkin nacarado de ojos de globo esta noche —dijo el coronel—. Baine, ¿dónde está la linterna? Excelente coloración…
—¡Ayyyy! —se quejó la señora Mering.
—¿Qué? —dijo Terence, y todo el mundo se volvió y miró de nuevo hacia las puertas como esperando otro fantasma; pero allí no había nada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Verity, buscando las sales.
—¡Eso! —dijo la señora Mering, señalando dramáticamente a Cyril, que se estaba calentando junto al fuego—. ¿Quién ha dejado entrar a esa espantosa criatura?
Cyril se levantó, con aspecto ofendido.
—Yo… he sido yo —dijo Terence, apresurándose a agarrar a Cyril por el collar.
—Es Cyril —le dijo Verity—. El perro del señor St. Trewes.
Fue una desgracia que en ese mismo momento la naturaleza perruna de Cyril se reafirmara, o quizá simplemente estaba nervioso, como todos nosotros, por la señora Mering. Se sacudió de arriba abajo, agitando el pelaje salvajemente.
—¡Oh, perro espantoso! —chilló la señora Mering alzando las manos, aunque se encontraba a media habitación de distancia—. ¡Baine, lléveselo fuera inmediatamente!
Baine dio un paso adelante y se me pasó por la cabeza que podría ser una especie de asesino en serie de animales.
—Yo lo sacaré —dije.
—No, lo haré yo —dijo Terence—. Vamos, Cyril.
Cyril lo miró, incrédulo.
—Lo siento muchísimo —se disculpó Terence, tirando del collar de Cyril—. Estaba en la barca con nosotros cuando se hundió y…
—Baine, muéstrele al señor St. Trewes el establo. ¡Fuera! —le dijo la matrona a Cyril, que salió por las puertas como una bala arrastrando a Terence consigo.
—El perrito malo se ha ido y la queridina Juju no tiene que tener más miedo —dijo Tossie.
—¡Oh, todo esto es demasiado! —dijo la señora Mering, llevándose dramáticamente una mano a la frente.
—Tome. —Verity le colocó las sales bajo la nariz—. Con mucho gusto le enseñaré su habitación al señor Henry.
—¡Verity! —dijo la señora Mering, con una voz que no dejaba duda de que estaba emparentada con lady Schrapnell—. Es del todo innecesario. La doncella puede mostrarle al señor Henry su habitación.
—Sí, señora —dijo Verity mansamente; cruzó la habitación, recogiéndose el vuelo de las faldas tan expertamente que no rozó las patas en forma de garra de la mesa ni la pantalla de la linterna mágica. Mientras extendía la mano hacia el cordón de la campanilla, murmuró—: Me alegro de verle. Estaba preocupada.
—Yo…
—Llévame a mi habitación, Tossie —pidió la señora Mering—. Me siento agotada. Verity, dile a Baine que quiero una taza de té de camomila. Mesiel, no molestes al profesor Peddick con tus tontos peces.
Colleen apareció en mitad de las órdenes y le dijeron que me llevara a mi habitación.
—Sí, señora —dijo, hizo una reverencia y me condujo escaleras arriba, deteniéndose al pie para encender una lámpara.
La idea decorativa de que menos es más al parecer no se había inventado todavía. Las paredes de la escalera y el piso de arriba estaban repletas de retratos de marco dorado de diversos antepasados Mering ataviados con encajes, polainas y armadura; en el pasillo había un paragüero, un busto de Darwin, un gran helecho y una estatua del Laoconte estrangulado por una enorme serpiente.
Colleen me condujo hasta la mitad del pasillo y se detuvo ante una puerta pintada. La abrió, hizo una reverencia y la mantuvo abierta para que yo pasara.
—Su dormitorio, señor —anunció. Su acento irlandés hizo que el señor sonara sor.
La habitación no estaba tan abarrotada como el saloncito. Una cama, un lavabo, una mesita de noche, una silla de madera, una silla tapizada de damasco, un buró, un espejo y un enorme armario que cubría toda una pared… una bendición, ya que el papel pintado era de enredaderas con enormes flores azules.
La doncella depositó la lámpara sobre la mesita de noche y cruzó la habitación para coger la bacina del lavabo.
—Le traigo ahora mismo agua caliente, sor —dijo, y se marchó.
Contemplé la habitación. El lema de la decoración de interiores victoriana era al parecer «Ninguna piedra sin cubrir». La cama estaba cubierta por una colcha cubierta a su vez por una especie de tejido de ganchillo blanco; la mesa y el buró estaban cubiertos de paños de lino blanco con encaje de hilo y ramos de flores secas, y la mesita de noche tapada por un chal sobre el que había un posavasos también de ganchillo.
Incluso los artículos de higiene del buró estaban forrados de lo mismo. Los saqué y los examiné, esperando que no fueran tan arcanos como los utensilios de cocina. No, eso era un cepillo y eso una brocha de afeitar y un cuenco con jabón.
Siglo Veinte nos hace usar depiladores a largo plazo en nuestros saltos, ya que las condiciones de afeitado suelen ser primitivas, y yo había usado uno cuando empecé con mis rastrillos benéficos, pero no duraría todo el tiempo que estuviera aquí. ¿Se había inventado la cuchilla de seguridad en 1889? Le quité el tapón cubierto a una cajita lacada, la abrí y encontré la respuesta. Dentro había dos cuchillas con mango de marfil de aspecto letal.
Llamaron a la puerta. La abrí y entró la doncella cargada con la jarra, que era casi tan grande como ella.
—Su agua caliente, sor —dijo, soltando la jarra y haciendo otra reverencia—. Si necesita algo más, llame desde aquí.
Indicó vagamente un largo lazo bordado con violetas que colgaba sobre la cama. Menos mal que yo había visto a Tossie usar uno, o lo habría confundido con un elemento más de la decoración.
—Gracias, Colleen —dije.
Ella se detuvo a media reverencia, con aspecto incómodo.
—Usted perdone, sor —dijo, retorciéndose la falda del delantal—. Es Jane.
—Oh —dije—. Lo siento. Debo de haber entendido mal. Creía que su nombre era Colleen.
Ella retorció un poco más.
—No, sor. Es Jane, sor.
—Bien. Entonces, gracias Jane.
Ella pareció aliviada.
—Buenas noches, sor —dijo. Se marchó haciendo reverencias y cerró la puerta.
Me quedé allí de pie, mirando la cama casi asombrado, incapaz de creer que iba a conseguir aquello para lo que había venido a la época victoriana: una buena noche de sueño. Parecía casi demasiado bueno para ser cierto. Una cama blanda, mantas cálidas, bendita inconsciencia. Ninguna roca, ningún gato perdido que buscar, nada de lluvia. Ningún rastrillo, ningún tocón del pájaro del obispo, ninguna lady Schrapnell.
Me senté en la cama. Se hundió bajo mi peso. Olía levemente a lavanda y la entropía se apoderó de mí. De repente me sentí demasiado cansado incluso para desnudarme. Me pregunté cuánto se escandalizaría Colleen (no, Jane) si entraba y me descubría completamente vestido por la mañana.
Yo seguía preocupado por las incongruencias y lo que iba a decirle a Verity, pero tendrían que esperar. Y por la mañana me encontraría descansado, rejuvenecido, finalmente curado del vértigo transtemporal y capaz de razonar para tratar el problema. Si todavía había un problema. Quizá Princesa Arjumand, a salvo en el regazo lleno de encajes de su dueña, restauraría el equilibrio y la incongruencia empezaría a sanar sola. Y si no lo hacía, bueno, después de una buena noche de sueño yo podría pensar, trazar un plan de acción.
Esa idea me dio fuerzas para tener en consideración la sensibilidad de la doncella. Me quité la chaqueta empapada, la colgué de la cabecera de la cama, me senté y empecé a quitarme las botas.
Había conseguido quitarme una bota y medio calcetín empapado cuando llamaron a la puerta.
Es la doncella, pensé esperanzado, que me trae una botella de agua caliente o un limpiaplumas o algo, y si su sensibilidad se ofende por un pie con calcetín, así sea. No voy a volver a ponerme la bota.
No era la doncella. Era Baine. Llevaba la maleta de tela.
—He estado en el río, señor —dijo—. Y lamento no haber podido salvar más que una de sus cestas, su portamanteo y esta maleta de tela, que estaba, por desgracia, vacía y estropeada. —Indicó uno de los tajos que yo había abierto para Princesa Arjumand—. Debe de haber sido atrapada por un remolino antes de llegar a la orilla. Se la repararé, señor.
No quise que la examinara de cerca y viera pelos delatores de gato.
—No, no importa —dije, extendiendo la mano para cogerla.
—Le aseguro, señor, que se puede coser y quedará como nueva.
—Gracias —dije—. Ya me encargaré yo.
—Como usted desee, señor.
Se acercó a la ventana y corrió las cortinas.
—Todavía estamos buscando la barca —dijo—. He informado al guardián de la esclusa de Pangbourne.
—Gracias —dije, impresionado por su eficacia y deseando que se marchara para meterme en la cama.
—La ropa que había en el portamanteo está siendo lavada y planchada, señor. También recuperé su sombrero.
—Gracias.
—Muy bien, señor —dijo él. Supuse que iba a marcharse, pero se quedó allí.
Me pregunté si había algo que yo tenía que decir para despedirlo y qué sería. No se les da propia a los mayordomos, ¿no? Traté de recordar qué habían dicho los subliminales.
—Es todo, Baine —dije por fin.
—Sí, señor —inclinó ligeramente la cabeza y se marchó, pero en la puerta volvió a vacilar, como si hubiera algo más.
—Buenas noches —dije, esperando que así fuera.
—Buenas noches, señor —dijo él, y se marchó.
Me senté en la cama. Esta vez ni siquiera logré quitarme la bota antes de que llamaran.
Era Terence.
—Gracias al cielo que todavía estás despierto, Ned —dijo—. Tienes que ayudarme. Tenemos una crisis entre manos.