No hay nada, absolutamente nada, que merezca más la pena que enredar con una barca

KENNETH GRAHAME, El viento en los sauces

C A P Í T U L O D I E Z

Navegación tranquila - Una parte poco pintoresca del río - Resuelto el misterio del sentimentalismo victoriano referido a la naturaleza - Importancia de los rastrillos benéficos para el curso de la historia - Vemos tres hombres en una barca, por no mencionar al perro - Cyril contra Montmorency - El episodio del laberinto - Un atasco de tráfico - Una tetera - La importancia de las bagatelas para el curso de la historia - Otro cisne - ¡Naufragio! - Similitudes con el Titanic - Un superviviente - Un soponcio

Sorprendentemente, tuvimos viento en las velas, o mejor, en los remos. El río estaba liso y vacío, y soplaba una fresca brisa. El sol resplandecía sobre el agua. Recordé mi asiento, mantuve las rodillas separadas y juntas, bogué con rapidez, mantuve el ritmo y tiré con fuerza. Cuando al mediodía atravesamos Clifton Lock vi el acantilado de tiza de Clifton Hampden con la iglesia encaramada en lo alto.

El mapa llamaba a esta parte «lo menos pintoresco del Támesis» y sugería que viajáramos en tren hasta Goring para evitarla. Al contemplar los desbordantes prados verdes, veteados de macizos de flores, las orillas flanqueadas de altos álamos, me costó imaginar cómo serían las partes pintorescas.

Había flores por todas partes. Ranúnculos y daucos y lavandas en los prados, lirios y pensamientos en las oríllas, rosas y bocas de dragón cubiertas de yedra en los jardines de las casetas. Había incluso flores en el río. Los lirios acuáticos tenían capullos rosados en forma de copa y los juncos estaban rematados por ramilletes de flores púrpura y blancas. Iridiscentes libélulas revoloteaban entre ellas y mariposas descomunales pasaban ante la barca y se posaban momentáneamente sobre el equipaje, amenazando con volcarlo.

En la distancia podía verse una torre asomando sobre un puñado de olmos. Lo único que faltaba era un arco iris. No era extraño que los victorianos hubieran desarrollado el sentimentalismo bucólico.

Terence cogió los remos y rodeamos una curva del río, dejando atrás una casita rodeada de glorias de la mañana. Nos dirigimos hacia un puente construido con piedras moteadas de dorado.

—Es terrible lo que le están haciendo al río —dijo Terence, señalando el puente—. Puentes para la vía férrea y embarcaderos y fábricas de gas. Han estropeado por completo el paisaje.

Pasamos bajo el puente y seguimos la curva. Apenas había embarcaciones en el río. Pasamos una barca de pesca atracada bajo un haya, cuyos dos ocupantes nos saludaron y alzaron una enorme ristra de peces. Agradecí que el profesor Peddick estuviera dormido. Y Princesa Arjumand.

Había comprobado su estado cuando Terence y yo cambiamos de sitio, y aún estaba frita. Acurrucada dentro de la bolsa con las patas encogidas bajo la barbilla peluda, no parecía capaz de destruir el continuum, mucho menos de alterar la historia. Pero tampoco lo habían parecido la honda de David ni la placa de Petri mohosa de Fleming o el barril lleno de baratijas que Abraham Lincoln compró por un dólar en un rastrillo.

Pero en un sistema caótico, cualquier cosa, gato, carro o resfriado podía ser significativo, y cada punto era un punto de crisis. El barril contenía una edición completa de los Comentarios de Blackstone, que Lincoln nunca había podido permitirse y que le permitieron convertirse en abogado.

Pero un sistema caótico tiene también bucles de realimentación y pautas de interferencia y contrabalances, y la inmensa mayoría de las acciones se cancelan unas a otras. La mayoría de las tormentas no derrotan armadas, la mayoría de las propinas no causan revoluciones y la mayoría de las cosas que uno compra en un rastrillo no hacen más que acumular polvo.

Así que las posibilidades de que la gata cambiara el curso de la historia, aunque hubiera desaparecido durante cuatro días, eran infinitesimales, sobre todo si continuábamos haciendo un promedio tan excelente.

—Por cierto —dijo Terence, sacando el pan y el queso que había comprado para almorzar en Abingdon—, si mantuviéramos este ritmo llegaríamos a Day’s Lock a la una. No hay nadie en el río.

Nadie a excepción de una sola barca que subía hacia nosotros con tres hombres a bordo, todos ellos con chaqueta y bigote, y un perro pequeño encaramado en la proa que miraba alerta hacia el frente. Mientras se acercaban, sus voces nos llegaron claramente.

—¿Cuánto falta para tu turno, Jay? —dijo el que remaba al que estaba tendido en la proa.

—Sólo llevas diez minutos remando, Harris.

—Bien, ¿entonces cuánto falta para la próxima esclusa?

El tercer hombre, que era más grueso que los otros dos, dijo:

—¿Cuándo nos detendremos para tomar té? —Y cogió un banjo.

El perro avistó nuestra barca y empezó a ladrar.

—Basta, Montmorency —dijo el que estaba tendido—. Ladrar es una grosería.

—¡Terence! —dije yo, medio poniéndome en pie—. ¡Esa barca!

Él miró por encima del hombro.

—No nos golpeará. Mantén firme el rumbo.

El que tocaba el banjo arrancó unas cuantas notas desafinadas y empezó a cantar.

—Oh, no cantes, George —se quejaron al unísono los otros dos.

—Y no se te ocurra cantar a ti tampoco, Harris —añadió Jay.

—¿Por qué no? —preguntó éste, indignado.

—Porque sólo crees que sabes cantar —dijo George.

—Sí —dijo Jay—. ¿Recuerdas The ruler of the Queen’s Navy?

—Diddle-diddle-diddle-diddle-diddle-diddle-dee —cantó George.

—¡Son ellos! —exclamé—. Terence, ¿sabes quiénes son? Tres hombres en una barca, por no mencionar al perro.

—¿Perro? —dijo Terence, despectivo—. ¿Llamas perro a eso?

Miró amorosamente a Cyril, que roncaba en el fondo de la barca.

—Cyril podría tragárselo de un bocado.

—No comprendes —insistí—. Son los Tres hombres en una barca. La lata de piña en almíbar y el banjo de George y el laberinto.

—¿El laberinto? —preguntó Terence, sin entender nada.

—Sí, ya sabes, Harris entró en el laberinto de Hampton Court con su mapa y toda la gente le siguió y el mapa no servía y se perdieron irremisiblemente y tuvieron que llamar al cuidador para que acudiera a sacarlos.

Me asomé para ver mejor. Allí estaban, Jerome K. Jerome y los dos amigos que había inmortalizado (por no mencionar al perro) en aquel histórico viaje por el Támesis. No tenían ni idea de que iban a ser famosos dentro de ciento cincuenta años, de que sus aventuras con el queso y el vapor y los cisnes serían leídas por incontables generaciones.

—¡Cuidado con la nariz! —dijo Terence.

—Exactamente —dije yo—. Me encanta esa parte, cuando Jerome está atravesando la esclusa de Hampton Court y alguien le grita «¡Cuidado con la nariz!» y él cree que se refiere a su nariz y no a la proa del barco que se ha quedado pillada en la esclusa.

—¡Ned! —dijo Terence, y los tres hombres en la barca agitaron los brazos y gritaron, y Jerome K. Jerome se levantó y empezó a hacer gestos con el brazo extendido.

Devolví el saludo.

—¡Que tengan un maravilloso viaje! —dije—. ¡Cuidado con los cisnes!

Y me caí hacia atrás.

Mis pies saltaron al aire, los remos golpearon el agua con un chapoteo y el equipaje de la proa se volcó. Todavía de espaldas, agarré la bolsa y traté de sentarme.

Lo mismo hizo el profesor Peddick.

—¿Qué sucede? —preguntó parpadeando adormilado.

—Ned no miraba por dónde iba —respondió Terence, cogiendo la bolsa Gladstone, y vi que habíamos golpeado la orilla de frente. Igual que había hecho Jerome K. Jerome en el capítulo seis.

Miré hacia la otra barca. Montmorency seguía ladrando, y George y Harris se partían de risa.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó Jerome K. Jerome.

Asentí vigorosamente, y ellos saludaron y siguieron remando, todavía riéndose, hacia la batalla de los cisnes y Oxford y la historia.

—Te he dicho que mantuvieras el rumbo —me reprendió Terence, disgustado.

—Lo sé. Lo siento —respondí, pasando por encima de Cyril, que había continuado dormido durante todo el incidente y por tanto se había perdido la oportunidad de conocer a un Perro Verdaderamente Famoso. Por otro lado, recordando la tendencia de Montmorency a pelear y sus modales sarcásticos, probablemente había sido lo mejor.

—He visto a un conocido —dije, ayudándole a recoger el equipaje—. Un escritor.

Y entonces me di cuenta de que si ellos iban ahora mismo río arriba, Tres hombres en una barca no había sido escrita todavía. Esperé que, cuando lo fuese, Terence no leyera la página de créditos.

—¿Dónde está mi red? —dijo el profesor Peddick—. Estas aguas son perfectas para la Tinca vulgaris.

Hasta mediodía no tuvimos el equipaje apilado y atado otra vez y al profesor Peddick libre de su Tinca vulgaris, pero después hicimos un tiempo excelente. Pasamos Little Wittenbaum antes de las dos. Si no teníamos ningún problema en Day’s Lock, todavía llegaríamos a Streatley a la hora de la cena.

Atravesamos Day’s Lock en un tiempo récord. Y nos topamos con un atasco de tráfico.

El motivo por el que el río estaba tan vacío antes era porque toda la armada se había congregado aquí. Barcazas, canoas, botes, esquifes de doble quilla, barcos de remos cubiertos, balsas, bateas y casas flotantes abarrotaban el río, todos corriente arriba y ninguno con prisa.

Muchachas con parasoles charlaban con muchachas con parasoles de otras barcas y llamaban a sus acompañantes. La gente de las lanchas con carteles que decían «Salida anual de la Sociedad Musical del Bajo Middlesex» y «Festival de judías de las madres» se asomaba a las barandillas para gritar a la gente de los barcos de recreo.

Claramente, nadie tenía que estar en ninguna parte en un momento concreto. Hombres de mediana edad leían el Times en la cubierta de las casas flotantes mientras sus esposas de mediana edad, con las pinzas en la boca, tendían la colada.

Una muchacha con un traje de marinero y un sombrerito de paja con lazo impulsaba con su pértiga un esquife, y se echó a reír cuando la pértiga se clavó en el fondo. Un artista de bata amarilla permanecía inmóvil en una balsa en mitad del fregado, pintando un paisaje en un caballete, aunque yo no tenía ni idea de cómo veía el paisaje por encima de los sombreritos de flores y los parasoles y las banderas ondulantes.

Un remero de uno de los colleges, que llevaba una gorra de rayas y un jersey, chocó con las palas de un grupo de fiesta y se detuvo a disculparse, y un barco de vela casi chocó con ellos por detrás. Yo continué mi rumbo y casi choqué con los tres.

—Será mejor que lo lleve yo —dijo Terence, dispuesto a cambiar de lugar, cuando nuestra barca se metió en un hueco entre un bote de cuatro remos y una lancha.

—Excelente idea —dije, pero remar era peor. De espaldas, no veía nada y tenía la sensación de que iba a toparme con la Excursión Fluvial de Forjadores en cualquier momento.

—Esto es peor que la regata Henley —dijo Terence, manteniendo el rumbo. Sacó la barca de la corriente principal y la dirigió a un lado, pero eso fue aún peor. Nos llevó entre los esquifes y casas flotantes que eran remolcadas, sus cuerdas extendidas en nuestro rumbo como cables.

La gente que remolcaba tampoco tenía ninguna prisa. Las muchachas tiraban unos cuantos metros y se detenían para mirar riéndose la barca. Las parejitas se detenían a mirarse amorosamente a los ojos, dejando que la cuerda quedara flácida en el agua, y luego recordaban lo que se suponía que tenían que hacer y tiraban bruscamente. Jerome K. Jerome había escrito sobre una pareja que había perdido la barca y continuó remolcando, hablando y tirando de la cuerda rota, pero eso me pareció un peligro mayor que la decapitación, y no dejé de mirar ansiosamente a mis espaldas como si fuera Catalina Howard.

Hubo un súbito revuelo de actividad río arriba. Un silbato chirrió y alguien gritó:

—¡Cuidado!

—¿Qué pasa? —dije.

—Una maldita tetera —respondió Terence, y una lancha de vapor se abrió paso entre la multitud, dispersando las barcas y provocando una ola tremenda.

La barca se meció, y uno de los remos se soltó. Traté de agarrarlo junto con la bolsa, y Terence alzó el puño y maldijo la estela del barco de vapor.

—Me recuerdan los elefantes de Aníbal en la batalla del río Ticino —dijo el profesor Peddick, que acababa de levantarse, y se lanzó a describir la campaña italiana de Aníbal.

Estuvimos en los Alpes y entre el tráfico todo el camino hasta Wallingford. Hicimos cola para la esclusa de Benson durante más de una hora, mientras Terence sacaba su reloj de bolsillo y anunciaba la hora cada tres minutos.

—Las tres —decía. O:

—Las tres y cuarto. O:

—Casi y media. Nunca llegaremos a tiempo para el té.

Compartí su sentimiento. La última vez que había abierto la maleta de tela, Princesa Arjumand se había agitado peligrosamente y, cuando entramos en la esclusa, oí sus débiles maullidos, por fortuna ahogados por el ruido de la multitud y el profesor Peddick.

—El tráfico fue responsable de que Napoleón perdiera la batalla de Waterloo —dijo—. Los carros de artillería se quedaron atascados en el lodo, bloqueando los caminos, y la infantería no pudo dejarlos atrás. Con qué frecuencia la historia gira sobre cosas triviales: un camino bloqueado, un cuerpo de infantería retrasado, órdenes que se pierden…

En Wallingford el tráfico desapareció bruscamente, los esquifes se detuvieron a acampar y preparar la cena, la Sociedad Musical desembarcó y se dirigió a la estación de tren y a casa. El río quedó súbitamente vacío.

Pero nosotros estábamos todavía a ocho kilómetros y una esclusa de Muchings End.

—Darán las nueve antes de que lleguemos —comentó Terence.

—Podemos acampar cerca de Moulsford —propuso el profesor Peddick—. Hay unas percas excelentes.

—Creo que deberíamos alojarnos en una posada —dije—. Querrás tener la oportunidad de lavarte. Querrás ponerte presentable para la señorita Mering. Puedes afeitarte y hacer que te planchen los pantalones y te limpien los zapatos. Ya iremos a Muchings End a primera hora de la mañana.

«Y yo podré escabullirme con la maleta cuando todo el mundo se haya ido a la cama y devolver la gata sin ser visto, para que cuando Terence llegue allí mañana por la mañana la incongruencia se haya corregido ya. Y encontrará a Tossie haciendo manitas con el señor Carnestolendas o Carbúnculo o como se llame».

—Hay dos posadas en Streatley —dijo Terence, consultando el mapa—. El Toro y El Cisne. El Cisne. Trotters dice que sirven allí una cerveza excelente.

—No tiene cisnes, ¿verdad? —dije yo, mirando con cautela a Cyril, que se había despertado y parecía nervioso.

—No lo creo. El San Jorge y el Dragón no tiene ningún dragón.

Seguimos remando. El cielo se volvió del mismo azul que la cinta de mi sombrero y luego de un lavanda pálido; asomaron algunas estrellas. Las ranas y los grillos empezaron a cantar, y de mi maleta de tela surgieron más débiles maullidos.

Remé bruscamente, haciendo mucho ruido. Le pregunté al profesor Peddick en qué diferían exactamente sus teorías y las del profesor Overforce, lo que nos llevó a Cleve Lock. Allí salté de la barca, le di a la gata un poco de leche, y luego puse la maleta en la popa, sobre el equipaje, lo más lejos posible de Terence y del profesor Peddick.

—La acción del individuo, ésa es la fuerza que impulsa la historia —decía el profesor—. No las fuerzas ciegas e impersonales de Overforce. «La historia del mundo no es más que la biografía de los grandes hombres», escribe Carlyle, y así es. El genio de Copérnico, la ambición de Cincinnatus, la fe de San Francisco de Asís: es el carácter lo que moldea la historia.

Había oscurecido del todo y las casas estaban iluminadas cuando llegamos a Streatley.

—Por fin —dije cuando avistamos el muelle—: una cama blanda, una comida caliente, una buena noche de sueño.

Pero Terence siguió remando hasta pasar de largo.

—¿Adonde vas?

—A Muchings End —declaró, bogando con fuerza.

—Pero tú mismo has dicho que era demasiado tarde para hacer una visita —le dije, mirando ansiosamente hacia el muelle.

—Lo sé. Sólo quiero echar un vistazo al lugar donde ella vive. No podré dormir sabiendo que está tan cerca. No hasta que lo haya visto.

—Pero es peligroso estar en el río de noche. Hay corrientes y remolinos y esas cosas.

—Es sólo un trecho corto —dijo Terence, remando decidido—. Ella dijo que estaba justo después de la tercera isla.

—Pero no podremos verla de noche. Nos perderemos y volcaremos y nos ahogaremos.

—Allí está. —Terence señaló la orilla—. Ella me dijo que lo reconocería por el mirador.

El mirador blanco brillaba débilmente a la luz de las estrellas. Detrás, al otro lado de un prado, estaba la casa. Era enorme y extremadamente victoriana, con aleros y torres y todo tipo de detalles neogóticos. Se parecía ligeramente a una versión más pequeña de la estación Victoria.

Todas las ventanas estaban oscuras. «Bien —pensé—, se han ido a Hampton Court a despertar al fantasma de Catalina Howard, o se han marchado a Coventry. Podré devolver a la gata con facilidad».

—Allí no hay nadie —dije—. Será mejor que volvamos a Streatley. El Cisne estará repleto.

—No, todavía no. —Terence miraba la casa—. Déjame contemplar un instante más el santo suelo que ella pisa, la sagrada morada donde ella descansa.

—Parece que la familia se ha retirado a descansar ya —comentó el profesor Peddick.

—A lo mejor sólo han corrido las cortinas —dijo Terence—. Shh.

Eso parecía improbable, dado lo agradable de la noche, pero escuchamos obedientes. No llegaba ningún sonido desde la orilla, sólo el suave lamido del agua, el murmullo de la brisa entre los juncos, el suave trino de las ranas croando. Un maullido desde la popa de la barca.

—Eso —dijo Terence—. ¿Lo oyen?

—¿Qué? —dijo el profesor Peddick.

—Voces —aseguró Terence, asomándose por la borda.

—Grillos —dije yo, dirigiéndome a la popa.

La gata volvió a maullar.

—¡Eso! —insistió Terence—. ¿Oyen eso? Alguien nos llama.

Cyril olisqueó.

—Es un pájaro —dije. Señalé un árbol junto al mirador—. En ese sauce. Un ruiseñor.

—No parece un ruiseñor —repuso Terence—. Los ruiseñores cantan en verano «con la garganta llena de tranquilidad, vertiendo su alma en éxtasis». Esto no suena así. Escucha.

Hubo un sonido de roce en la parte trasera de la barca. Me di la vuelta. Cyril estaba de pie sobre sus cuartos traseros, las patas delanteras encima del equipaje, olisqueando la maleta de tela y empujándola con su hocico chato hacia el borde.

—¡Cyril! ¡No! —grité, y cuatro cosas sucedieron a la vez. Yo me lancé hacia delante para agarrar la maleta, Cyril dio un respingo culpable y al retroceder chocó con la cesta de mimbre, el profesor Peddick dijo: «Cuide de no pisar el Ugubio fluviatilis» y se inclinó para alzar la olla, y Terence se dio la vuelta, vio la maleta volcarse, y soltó los remos.

Traté, en medio de la sacudida, de evitar el remo y la mano del profesor, y me caí de bruces. Terence interceptó la cesta, el profesor se llevó su olla de peces al pecho y yo agarré la maleta por una esquina justo cuando se volcaba. La barca se meció peligrosamente. El agua se coló por la borda. Agarré mejor la maleta, la puse sobre el asiento de popa y me senté.

Hubo un chapoteo. Eché mano otra vez a la maleta, pero todavía estaba allí. Miré hacia la popa preguntándome si se había caído el remo.

—¡Cyril! —gritó Terence—. ¡Hombre al agua! —Empezó a quitarse la chaqueta—. Profesor Peddick, coja los remos. Ned, coge el salvavidas.

Me incliné por la borda, tratando de ver dónde había caído.

—¡Rápido! —dijo Terence, quitándose los zapatos—. Cyril no puede nadar.

—¿No puede nadar? —dije, asombrado—. Creía que todos los perros lo hacen.

—La frase «nadar como un perrito» se deriva del conocimiento instintivo de la natación que posee el Canis familiaris —comentó el profesor Peddick.

—Sabe nadar —dijo Terence, quitándose los calcetines—, pero no puede. Es un bulldog.

Al parecer tenía razón. Cyril chapoteaba diestramente hacia la barca, pero su boca y su nariz quedaban por debajo del agua. Parecía desesperado.

—Ya voy, Cyril —dijo Terence, y se zambulló provocando una ola que casi lo hundió del todo. Terence empezó a nadar hacia él. Cyril continuó chapoteando y hundiéndose. Sólo la parte superior de su arrugado entrecejo quedaba aún por encima del agua.

—Vire el bote a babor, no, a estribor. A la izquierda —grité, y empecé a buscar el salvavidas, que al parecer habíamos colocado en el fondo—. Tan mal como el Titanic —dije, y entonces recordé que no se había hundido todavía, pero nadie me estaba escuchando.

Terence había cogido a Cyril por el cuello y mantenía su cabeza por encima del agua.

—Acerca la barca —gritó, escupiendo, y el profesor Peddick casi lo atropelló—. ¡Alto! ¡No! —Terence, agitó el brazo y Cyril se sumergió otra vez.

—¡A babor! —grité—. ¡No, al otro lado! —Y me incliné y agarré a Terence por el cuello.

—¡A mí no! —jadeó Terence—. ¡A Cyril!

Entre los dos aupamos a un empapado Cyril a la barca, donde escupió varios litros del Támesis.

—Cúbrelo con una manta —dijo Terence, agarrado a la borda.

—Lo haré —dije, tendiéndole la mano—. Ahora tú.

—Yo estoy bien —contestó, tiritando—. Coge primero la manta. Se resfría con facilidad.

Cogí la manta y arropé con ella los enormes hombros que habían provocado su caída, y luego me dispuse a ocuparme del peliagudo asunto de subir a Terence a bordo.

—Agáchate —ordenó Terence, los dientes castañeteando—, no queremos que nadie más se caiga.

Terence no seguía mejor las instrucciones que el profesor Peddick. Insistió en tratar de subir una pierna sobre la borda, un movimiento que hizo que la proa se inclinara en un ángulo casi tan malo como el del Titanic.

—Nos harás volcar —dije, metiendo la bolsa de tela bajo el asiento—. Quédate quieto y deja que nosotros te aupemos.

—He hecho esto docenas de veces —repuso Terence, y alzó la pierna.

La borda se inclinó hasta el nivel del agua. Cyril, acurrucado en su manta, se tambaleó tratando de ponerse en pie. La pila de equipaje de la proa se ladeó peligrosamente.

—Nunca he volcado un bote todavía —me aseguró Terence, confiado.

—Bueno, al menos espera a que haya cambiado las cosas de sitio —dije, empujando al portamanteo a su sitio—. Profesor Peddick, colóquese a ese lado.

Me volví hacia Cyril, que había decidido acercarse arrastrando la manta para ver cómo lo hacíamos.

—Siéntate. Quieto.

—Todo es cuestión de conseguir el impulso apropiado —dijo Terence, agarrándose mejor a la borda.

—¡Espera! —le advertí—. Con cuidado…

Terence metió la pierna dentro de la barca, se apoyó en las manos, y aupó el torso hasta la borda.

—Ni el propio Dios podría hundir esta barca —murmuré, sujetando el equipaje en su sitio.

—Todo está en el equilibrio. —Se aupó hasta terminar de entrar en la barca—. Ya está, ¿ves? —dijo, triunfal—. Sin problemas.

Y la barca volcó.

No tengo ni idea de cómo conseguimos llegar a la orilla. Recuerdo que el portamanteo se deslizó por la cubierta hasta mí, como el gran piano del Titanic, y luego un montón de chapoteos en el agua y haberme agarrado al salvavidas, que resultó ser Cyril, hundirme como una piedra, seguido de más chapoteos, y un peso muerto, y luego todos estábamos sentados en la orilla chorreando y jadeando.

Cyril fue el primero en recuperarse. Se puso en pie y se sacudió encima de todos nosotros. Terence se enderezó y contempló el agua vacía.

—«Y rápido en la noche oscura y terrible —citó—, como un fantasma con su sábana, el barco se deslizó / hacia el arrecife de Norman’s Woe».

Naufragium sibi quisque facit —comentó el profesor Peddick, y Cyril se puso en pie y se sacudió encima de todos nosotros.

Terence contempló el agua oscura.

—Ha desaparecido —dijo, exactamente igual que lady Astor. Me levanté, recordando de pronto, y me metí en el agua… pero no sirvió de nada. No había ni rastro de la barca.

Había un remo cerca de la orilla, y por el centro del río pasó flotando la olla del profesor: los únicos supervivientes del naufragio. No había ni rastro de la maleta de tela por ninguna parte.

—«Llegó la tormenta y abatió sin demora / al navio en su fuerza —citó Terence—. Él cortó una cuerda de un aparejo roto / y al mástil la ató».

Princesa Arjumand no había tenido ninguna oportunidad, metida debajo del asiento como estaba. Si la hubiera sacado cuando maulló, si le hubiera dicho a Terence que la había encontrado, si yo hubiera aparecido donde tenía que haberlo hecho y sin tanto vértigo…

—«Al amanecer, en la fría orilla / un pescador quedó sorprendido —recitó Terence—. Cuando la forma de una rubia doncella / atada a un mástil a la deriva vio».

Me volvía para decirle que se callara cuando vi, detrás de nosotros, blanco a la luz de las estrellas, el mirador donde tenía que haber devuelto la gata.

Bueno, la había devuelto, desde luego, y había terminado además el asesinato que el mayordomo había iniciado. Y esta vez Verity no estaba cerca para rescatarla.

—«El salado mar detenido en su pecho —entonó Terence—, las lágrimas saladas en sus ojos…».

Contemplé el mirador. Princesa Arjumand, ajena a todo en su cesta de mimbre, casi había sido atropellada por un tren, lanzada al Támesis y aplastada por Cyril y el profesor Peddick, y había sido rescatada siempre, sólo para ahogarse aquí. Quizás T. J. tuviera razón y su destino era ahogarse, no importaba cuánto nos entrometiéramos Verity o yo o nadie. Su sino era acabar así. La historia auto corrigiéndose.

O quizá simplemente se había quedado sin vidas. Conté que cinco de las siete las había agotado en los últimos cuatro días.

Esperé que fuera ésa la causa y no mi completa incompetencia. Pero no lo creía. Y no creía que Verity opinara así tampoco. Había arriesgado su vida y despertado las iras del señor Dunworthy por rescatarla. «No dejaré que te ahogues», había dicho. Dudé mucho que aceptara el curso de la historia como excusa.

Lo último que quería hacer era enfrentarme a ella, pero no había otro remedio. Cyril, a pesar de haberse sacudido encima de nosotros, estaba empapado, igual que el profesor Peddick. Terence parecía medio congelado.

—«Así fue el naufragio del Hesperus —siguió; los dientes le castañeteaban tanto que apenas podía recitar—, en medio de la noche, bajo la nieve».

Necesitábamos secarnos y cambiarnos de ropa, y no había ninguna otra casa a la vista aparte de Muchings End. Teníamos que despertar al servicio y pedir refugio, aunque eso significara enfrentarnos a Tossie y soportar que nos preguntara si habíamos encontrado a su «preciosa Juju». Aunque eso significara decírselo a Verity.

—Vamos —dije, cogiendo a Terence por el brazo—. Subamos a la casa.

Él no se movió.

—«Cristo, sálvanos a todos de una muerte así, en el arrecife de Norman’s Woe» —dijo—. Jabez va a cobrarnos cincuenta libras.

—Nos preocuparemos de eso más tarde. Vamos. Probaremos primero las puertas acristaladas. Se ve luz por debajo de una.

—No puedo conocer así a la familia de la chica que amo —dijo Terence, estremeciéndose—. No llevo chaqueta.

—Toma —dije, quitándome la mía y escurriéndola—. Usa la mía. No les importará que no vayamos vestidos para cenar. Nuestra barca se ha hundido.

El profesor Peddick se acercó, chapoteando al andar.

—He conseguido salvar parte del equipaje —dijo, y me tendió la maleta de tela—. Pero me temo que ninguno de mis especímenes. ¡Ah, mi Ugubio fluviatilis albino!

—No puedo subir a la casa sin zapatos —dijo Terence—. No puedo dejar que la muchacha que amo me vea medio desnudo.

—Toma —dije, esforzándome por desatarme con una mano los cordones mojados—. Ponte los míos. Profesor Peddick, préstele los calcetines.

Y mientras ellos luchaban con el problema de ponerse y quitarse los calcetines mojados, yo eché a correr tras el mirador y abrí la maleta.

Princesa Arjumand, sólo ligeramente mojada, me miró desde sus profundidades durante un largo minuto y luego me subió por una pierna hasta los brazos.

Se suponía que los gatos odiaban mojarse, pero ella se acomodó feliz entre las mangas húmedas y cerró los ojos.

—No soy yo quien te ha salvado la vida —dije—. Ha sido el profesor Peddick.

Pero a ella no parecía importarle.

Se acurrucó contra mi pecho y, sorprendentemente, empezó a ronronear.

—Oh, bien, Princesa Arjumand está aquí —dijo Terence, estirándose la chaqueta. Al parecer había encogido un poco—. Yo tenía razón. Ha estado aquí todo el tiempo.

—No creo que sea adecuado que un catedrático de Oxford vaya sin calcetines —dijo el profesor Peddick.

—Paparruchas —contesté—. El profesor Einstein nunca llevaba.

—¿Einstein? Creo que no lo conozco.

—Lo hará —dije, y me encaminé hacia el ondulante prado.

Al parecer, Terence tenía razón en lo de que habían corrido las cortinas.

Mientras atravesábamos el prado, las cortinas fueron descorridas, apareció una luz débil y fluctuante y oímos voces.

—Esto es terriblemente excitante —dijo una voz de hombre—. ¿Qué hacemos primero?

—Unir las manos —instruyó una voz que parecía la de Verity— y concentrarnos.

—Oh, mamá, pregunta por Juju. —Ésa era decididamente la voz de Tossie—. Pregúntales dónde está.

—Shh.

Siguió un silencio, durante el cual cruzamos lo que nos quedaba de prado.

—¿Hay un espíritu aquí? —llamó una voz estentórea.

Casi suelto a Princesa Arjumand. Sonaba exactamente igual que la de lady Schrapnell. Imposible. Debía ser la madre de Tossie, la señora Mering.

—Oh, Espíritu del Más Allá —dijo, y tuve que combatir el impulso de echar a correr—, háblanos a los que estamos aquí en el plano terrenal.

Conseguimos atravesar un seto y pasar al camino pavimentado, delante las puertas.

—Cuéntanos nuestro destino —tronó la señora Mering, y Princesa Arjumand se encaramó a mi pecho y me clavó las uñas en el hombro.

—Entra, oh Espíritu —entonó ella—, y tráenos noticias de nuestros amados desaparecidos.

Terence llamó a las puertas.

Otro silencio. Luego la señora Mering exclamó, con voz algo menos segura:

—¡Adelante!

—Espera —dije yo, pero Terence ya había abierto las puertas. Las cortinas se hincharon hacia dentro y nos quedamos parpadeando ante el grupito de gente iluminada por velas que nos esperaba.

Alrededor de una mesa con tapete negro se sentaban cuatro personas, los ojos cerrados, cogidas de la mano: Verity, vestida de blanco; Tossie con sus encajes; un joven pálido con alzacuellos y expresión embobada y la señora Mering, quien gracias a Dios, no se parecía a lady Schrapnell. Era mucho más gruesa, con un amplio busto y aún más amplia papada.

—Entra, oh Espíritu del Más Allá —dijo, y Terence separó las cortinas y entró.

—Ustedes perdonen —dijo, y todo el mundo abrió los ojos y se nos quedó mirando.

Debíamos ser un grupito bastante interesante también: Terence con los pantalones chorreantes y yo en calcetines y nuestro aspecto general de ratas ahogadas. Por no mencionar al perro, que todavía escupía río. O la gata.

—Hemos venido… —empezó a decir Terence, y la señora Mering se levantó y se llevó una mano al amplio busto.

—¡Han venido! —chilló, y se desmayó en el acto.