En las pequeñas células grises del cerebro

reside la solución de todos los misterios.

HERCULE POIROT

C A P Í T U L O N U E V E

Mi primera noche en la época victoriana - Apretujados - Ronquidos - Lluvia - Importancia del clima para el curso de la historia - Neumonía - La gata desaparece - Partimos temprano - Desaparece el leucisco azul de doble agalla del profesor Peddick - Abingdon - Aviso para navegantes - Desaparece el profesor Peddick - Souvenirs - Los telegramas enviados - Una partida tardía

Mi primera noche en la época victoriana no fue exactamente lo que la enfermera del hospital tenía en mente. Ni lo que yo tenía en mente, tampoco. Fue mucho menos cómoda de lo que había imaginado y estuve muchísimo más apretujado.

Mi intención primera era meter a Princesa Arjumand en la cesta, cerrada con un candado sólido y algunas piedras encima de la tapa para asegurarme. Pero cuando la cogí con cuidado, sin quitar ojo a las garras y a los movimientos bruscos, se acurrucó y se acomodó en mis brazos. La llevé a la cesta y me arrodillé para depositarla allí. Me miró suplicante y empezó a ronronear.

Yo había leído que los gatos ronroneaban. Me lo imaginaba como un rugido bajo o quizás una especie de crujido de estática. Aquello no tenía nada de poco amistoso o electromagnético, y me encontré pidiendo disculpas.

—Tengo que meterte en la cesta —dije, acariciándola torpemente—. No puedo correr el riesgo de que te escapes. El universo está en peligro.

El ronroneo aumentó y me colocó una zarpa, suplicante, sobre la mano. La llevé de vuelta a la cama.

—Tendrá que pasarse en la cesta todo el día de mañana —le dije a Cyril, que se había acomodado en el centro de las mantas—. Y no creo que se escape ahora que me conoce.

Cyril no parecía impresionado.

—Antes estaba asustada —dije—. Ahora es bastante mansa.

Cyril bufó.

Me senté sobre las mantas y me quité los zapatos mojados, todavía sujetando a la gata contra mí. Luego traté de meterme en la cama. Más fácil decirlo que hacerlo. Cyril había asentado sus reales y se negaba a moverse.

—¡Muévete! —Aparté una mano de la gata para empujarlo—. Se supone que los perros duermen al pie de la cama.

Cyril nunca había oído hablar de esta regla. Se apretujó contra mi espalda y empezó a roncar. Tiré de las mantas, tratando de conseguir lo suficiente para taparme, y me volví de lado, con la gata acurrucada entre los brazos.

Princesa Arjumand no respetó tampoco ninguna regla. Rápidamente se liberó y rodeó la cama. Al hacerlo pisó a Cyril, quien respondió con un débil «oof», y me clavó las uñas en una pierna.

Cyril empujó y volvió a empujar hasta que se quedó con toda la cama y las mantas, Princesa Arjumand se enroscó en mi cuello apoyando todo su peso sobre mi nuez de Adán. Cyril me empujó un poco más.

Llevaba una hora desarrollándose este pequeño drama cuando empezó a llover copiosamente. Todo el mundo se metió bajo las mantas y empezó a acomodarse otra vez. Al cabo de un rato los dos se agotaron y se durmieron, pero yo me quedé allí, preocupado por lo que iba a decir Verity cuando descubriera que yo tenía la gata, y por la lluvia.

¿Y si al día siguiente llovía todo el día y no podíamos ir a Muchings End? ¿Sobre cuántos puntos de inflexión de la historia había influido el clima, empezando por el viento celestial, el kamikaze que destruyó la flota de Kublai Khan cuando trató de invadir Japón en el siglo trece?

Las galernas habían dispersado la Armada Invencible, una tormenta había determinado el resultado de la batalla de Towton, la niebla había desviado el Lusitania hacia el rumbo de un submarino alemán y un frente de bajas presiones sobre el bosque de las Ardenas casi había hecho perder a los aliados la batalla durante la Segunda Guerra Mundial.

Incluso el buen tiempo influía en la historia. El bombardeo de la Luftwaffe sobre Coventry había tenido éxito a causa del tiempo fresco y frío y la luna llena «propicia para las bombas».

El clima y su compañera, la enfermedad. ¿Y si el profesor Peddick se resfriaba por dormir bajo la lluvia y teníamos que llevarlo de vuelta a Oxford? El presidente de los Estados Unidos William Henry Harrison pilló un resfriado por permanecer de pie bajo la lluvia el día de su toma de posesión y murió de neumonía un mes más tarde. Pedro el Grande se resfrió mientras visitaba un barco y murió a la semana. Y no sólo resfriados. Enrique V había muerto de disentería y, como resultado, los ingleses perdieron todo lo que habían ganado en Agincourt. El invencible Alejandro Magno fue derrotado por la malaria, lo que cambió el rostro de todo el continente asiático. Y qué decir de la peste negra.

El tiempo, la enfermedad, los cambios climáticos, los movimientos de la corteza terrestre… las fuerzas ciegas del profesor Overforce; todos eran factores históricos, lo admitiera o no el profesor Peddick.

El problema, naturalmente, como en tantas guerras, era que el profesor Overforce y el profesor Peddick tenían los dos razón. Faltaba aún un siglo para la teoría del caos, que juntaría ambas ideas. La historia era en efecto controlada por fuerzas ciegas, además de por el carácter y el valor y la traición y el amor. Y el accidente y la casualidad. Y las balas perdidas y los telegramas y las propinas. Y los gatos.

Pero también era estable. Recordé claramente que T. J. había dicho eso, y al señor Dunworthy replicando que si la incongruencia hubiera causado algún daño ya se habría notado. Lo que significaba que la gata había sido devuelta a su emplazamiento original en el espacio-tiempo antes de que se produjera ningún efecto duradero.

La otra posibilidad era que la desaparición de la gata no hubiera tenido ninguna consecuencia, pero yo sabía que no era así. Había hecho que Terence no conociera a Maud. Y yo no quería correr ningún riesgo. Pretendía devolver la gata a Muchings End lo antes posible, lo que significaba ponernos en marcha por la mañana cuanto antes también.

Lo que significaba que no podía llover. Había llovido en Waterloo, convirtiendo los caminos en un barrizal que detuvo a la artillería. Había llovido en Crécy, empapando las cuerdas de los arcos. Había llovido en Agincourt.

En algún punto de mi reflexión sobre la lluvia en la batalla de Midway debí quedarme dormido, porque me desperté con un sobresalto bajo la luz gris del amanecer. Ya no llovía… y la gata había desaparecido.

Me puse en pie de un salto y aparté las mantas, tratando de ver si estaba oculta debajo. Eso molestó a Cyril, quien gruñó y se dio la vuelta.

—¡Cyril! —dije—. ¡La gata ha desaparecido! ¿Has visto adonde ha ido?

Cyril me dirigió una mirada que decía claramente, «te lo dije» y se escurrió entre las mantas.

—¡Ayúdame a buscarla! —le pedí, quitándole la manta de debajo.

Batallé con mis zapatos.

—¡Princesa Arjumand! —susurré frenético—. ¿Dónde estás? ¡Princesa Arjumand!

Y ella apareció en el claro, pisando alegremente la hierba.

—¿Dónde has estado? ¡Tendría que haberte encerrado en la cesta!

Ella pasó ante mí en dirección a la cama desordenada, se tumbó junto a Cyril, y se puso a dormir.

Yo no estaba dispuesto a seguir corriendo riesgos. Cogí la maleta y saqué las camisas y las pinzas de alpaca. Luego saqué el cuchillo de trinchar de la cesta e hice varios tajos en los costados con la punta, asegurándome de que atravesaran el forro. Metí en el fondo la chaqueta de cheviot, que de todas formas me quedaba pequeña, para formar un nido y metí dentro el plato.

Princesa Arjumand ni siquiera se despertó cuando la metí en la maleta y cerré los seguros. Quizá Verity tenía razón y sufría vértigo transtemporal. Metí como pude la ropa en el portamanteo, y enrollé todas las mantas menos una, en la que estaba tendido Cyril.

—Despierta, Cyril —dije—. Hora de levantarse. Tenemos que partir temprano.

Cyril abrió un ojo y me miró incrédulo.

—Desayuno —especifiqué y, con la maleta a cuestas, me acerqué a los restos de la hoguera. Recogí leña, preparé el fuego y lo encendí como un experto. Luego rebusqué en el equipaje de Terence hasta encontrar un mapa del río y me senté junto a la hoguera para planear nuestro viaje.

El mapa era una especie de acordeón que se plegaba para mostrar toda la serpenteante extensión del Támesis, que esperé no tener que cubrir. Había aprendido a leer mapas cuando era estudiante, pero éste era detallado en exceso: especificaba no sólo aldeas, esclusas, islas, y todas las distancias intermedias, sino presas, bajíos, canales, embarcaderos, vistas históricas y puntos de pesca recomendados. Decidí que sería mejor mantenerlo lejos de las manos del profesor Peddick.

También incluía un puñado de comentarios editoriales del estilo «una de las vistas más encantadoras a lo largo del río», y «un tramo de corriente bastante difícil», con el resultado de que era difícil encontrar el río entre tanta palabrería. Terence había dicho que Muchings End estaba justo antes de Streatley, pero tampoco lograba encontrarlo.

Finalmente encontré Runnymede, que aparecía como «el emplazamiento histórico de la firma de la Carta Magna, que no es, como ciertos ribereños le harán creer, la isla de la Carta Magna. Buenas bremas. Pobre en gobios, brecas y albures».

Seguí el camino desde Runnymede a Streatley, marqué el lugar con el dedo y busqué Iffley. Allí estaba: «Molino pintoresco, que la gente viene a ver desde muy lejos, siglo XII. Iglesia, leuciscos medianos». Estábamos a medio camino entre Iffley y Abingdon, y a treinta kilómetros de Streatley.

Descontando media hora para desayunar, estaríamos en el río a las seis. Podríamos llegar en nueve horas como mucho, incluso permitiendo que el profesor Peddick se detuviera por el camino y enviara un telegrama a su hermana. Con suerte, habríamos devuelto la gata al lugar en el que había desaparecido a las tres y la incongruencia quedaría corregida a las cinco.

—Podemos estar allí fácilmente a la hora del té —le dije a Cyril, plegando el mapa. Lo metí de nuevo en la bolsa de Terence y saqué huevos, una loncha de bacón[1] y la sartén de la maleta.

Los pájaros empezaron a cantar y salió el sol, veteando el agua y el cielo de lazos rosados. El río fluía sereno y dorado dentro de sus riberas boscosas, negando incongruencias… el plácido espejo de un mundo seguro y sin preocupaciones, de un designio grandioso e infinito.

Cyril me miraba con una expresión que decía claramente: «¿Exactamente qué grado de vértigo transtemporal tienes?».

—No dormí nada anoche —dije—. Gracias a vosotros. Ven.

Puse la tetera al fuego, corté bacón, casqué los huevos en la sartén y me acerqué a la barca para despertar a Terence y su tutor, golpeando una cacerola con la Stilton.

—Hora de levantarse —dije—. El desayuno ya está listo.

—Santo Dios —murmuró Terence, aturdido, buscando su reloj de bolsillo—. ¿Qué hora es?

—Las cinco y media. Querías partir temprano para estar en Muchings End a la hora del té. La señorita Mering, ¿recuerdas?

—Oh —dijo él, y salió disparado de las mantas—. Tienes razón. Despierte, profesor Peddick.

—«Amanecer, despierto por las horas circulantes, con mano rosácea descorre las puertas de la luz» —dijo el profesor desde la proa, parpadeando adormilado.

Los dejé y corrí a vigilar los huevos y la gata. Estaba profundamente dormida. Y no roncaba, lo que era aún mejor. Cubrí la bolsa con el resto del equipaje y empecé a servir los huevos.

—A este paso, estaremos en el río a las seis —le dije a Cyril, suministrándole una loncha de bacón—. Atravesaremos la esclusa en hora y media, nos detendremos en Abingdon para que el profesor pueda enviar su telegrama, estaremos en Clifton Hampden a las ocho, en Day’s Lock a las nueve y en Reading a las diez.

Pero a las diez estábamos todavía en Abingdon.

Tardamos dos horas en cargar el equipaje, que parecía haber aumentado, y luego, en el último minuto, el profesor Peddick descubrió que faltaba su leucisco azul de doble agalla.

—Quizá se lo llevó algún animal —dijo Terence, y yo tuve una idea aproximada de qué animal.

—Debo capturar otro espécimen —dijo el profesor, desempaquetando la caña y la red.

—No hay tiempo —dijo Terence—, y aún tiene usted su gobio albino.

Sí, pensé yo, y será mejor que lo ponga bajo llave, o cierto animal podría cogerlo y nunca llegaremos a Muchings End.

—Tenemos que ponernos en marcha, señor, si queremos llegar a Runnymede mañana —dijo Terence.

Non semper temeritas es felix —dijo el profesor, seleccionando una mosca de su caja—. La prisa no es siempre afortunada. Recuerden, si Harold no se hubiera precipitado locamente a la pelea, habría ganado la batalla de Hastings —ató meticulosamente la mosca a su sedal—. Las primeras horas de la mañana no son las mejores para capturar leuciscos —dijo, haciendo prácticas de lanzamiento—. Normalmente no salen hasta la tarde.

Terence gimió y me miró suplicante.

—Si partimos ahora, estaremos en Pangbourne a última hora de la tarde —desplegué el mapa—. Dice que el Támesis en Pangbourne hace tiempo que es un lugar favorito de los pescadores de caña. Un sitio perfecto para el barbo.

Leí en voz alta:

—«Magníficas percas, escarchos, y gobios. Montones de albures y cachos. La corriente de la presa es famosa por sus grandes truchas».

—¿En Pangbourne, dice usted?

—Sí —mentí—. «Hay más peces de todo tipo en este punto del Támesis que en ningún otro».

Eso bastó. Subió a la barca.

—Gracias —silabeó Terence, y nos hizo zarpar antes de que el profesor cambiara de opinión.

Miré mi reloj de bolsillo. Las VII y veinte. Más tarde de lo que había esperado, pero todavía conseguiríamos llegar a Muchings End si las cosas salían bien.

No salieron. La esclusa de Abingdon estaba cerrada, y tardamos un cuarto de hora en despertar al guardián, quien se desquitó haciendo que el agua saliera de la esclusa en un hilillo. Mientras tanto, el equipaje amontonado detrás se había desequilibrado y tuvimos que detenernos dos veces y atarlo de nuevo.

La segunda vez, el profesor Peddick anunció:

—¿Ven esos lirios acuáticos? ¿Y esa rápida corriente cerca de la orilla? Perfecto para los barbos. —Y se bajó de la barca antes de que pudiéramos detenerlo.

—No hay tiempo —protestó Terence, indefenso.

—Pangbourne —le recordé.

—Bah —dijo él, y me habría impresionado otra exclamación victoriana de no haber tenido la maleta y el destino del universo por lo que preocuparme—. No puede haber un lugar más perfecto que éste.

Terence sacó el reloj y lo miró desesperado. ¿Cómo hacer que se moviera? ¿La batalla de Hastings? ¿Salamina? ¿Runnymede?

—Así es como siempre he imaginado Runnymede —dije, agitando la mano para señalar el prado que teníamos al lado—. La niebla alzándose de los campos mientras el rey Juan y sus hombres llegan cabalgando. ¿Dónde cree usted que fue la firma? ¿En Runnymede o en la isla de la Carta Magna?

—En Runnymede —dijo él—. Está demostrado que el rey pasó la noche en Staines y llegó cabalgando por la mañana.

—Ah —dije—. Creo que el profesor Overforce defiende de manera extremadamente convincente como emplazamiento la isla de la Carta Magna.

—¿La isla de la Carta Magna? —dijo él, incrédulo.

—Extremadamente convincente —remachó Terence—. Acompaña su teoría de que la historia es el resultado de fuerzas naturales.

—¡Paparruchas! —dijo el profesor Peddick, y soltó la caña.

Terence la recogió y la metió en la barca.

—¿Convincente? —farfulló el profesor Peddick—. Hay pruebas irrebatibles de que la firma tuvo lugar en Runnymede. —Subió a la barca. Solté la cuerda y zarpamos—. ¿Qué tipo de defensa convincente? Había demasiados lores y barones para que cupieran en la isla, y el rey Juan era demasiado receloso para permitirse estar en una situación sin ninguna vía de escape. ¡Fuerzas naturales!

Y así hasta Abingdon.

Para cuando atravesamos la esclusa y llegamos al pueblo eran las nueve y cuarto.

El profesor Peddick fue a enviar su telegrama y Terence se dirigió al pueblo a comprar pan y carne mechada para que no tuviéramos que detenernos a cocinar el almuerzo.

—Y una botella de leche —le pedí. En cuanto se perdieron de vista, abrí la maleta y comprobé el estado de Princesa Arjumand.

Todavía dormía. Dejé la maleta abierta, me la coloqué entre las rodillas y cogí los remos. Terence había remado hasta aquí, pero no podía seguir todo el día, no si queríamos hacer buen promedio. Y remar era remar. No podía ser tan distinto a los supraskims, aunque los remos eran mucho más pesados. Y estaban menos equilibrados. Cuando tiré de uno, no sucedió nada.

Me senté derecho, apoyé los pies, me escupí en las manos y tiré de ambos remos.

Esta vez sucedió algo. El remo derecho salió del agua, los mangos de los remos entrechocaron violentamente, aplastándome los nudillos, el remo izquierdo se salió y la barca giró y se dirigió hacia la pared de piedra del puente.

Corrí a meter el remo en su asidero y luego los dos en el agua antes de que golpeáramos el puente, lastimándome los nudillos otra vez en el proceso, hasta que chocamos con la orilla.

Cyril se levantó y se asomó por la borda, como preparándose para abandonar el barco.

Muy bien, a la tercera va la vencida. Conseguí apartar la barca de la orilla con un remo, la saqué a la corriente y lo intenté otra vez, asegurándome de que los mangos no me golpearan en los nudillos. No lo hicieron. Uno saltó al aire y me golpeó en la nariz.

Pero al cuarto intento lo conseguí, aunque torpemente y, tras unos minutos, había logrado dominar lo fundamental. Saqué la barca a la corriente, pasé bajo el puente y regresé, remando firmemente y con buen tino.

—¡No, no! —dijo Terence detrás de mí—. Así no. Apoya el peso en las chumaceras de los remos al principio del golpe.

Lo miré, y los dos remos salieron del agua y me golpearon la mano.

—¡No mires atrás! ¡Cuida por dónde vas! —gritó Terence, cosa que me pareció un poco injusta—. Una mano sobre la otra. Mantén el ritmo. ¡No, no, no! —gritó, gesticulando con el pan en una mano y la botella de leche en la otra—. Avanza. Separa las rodillas. Mantén la proa erguida. Recuerda tu asiento.

No hay nada que ayude tanto como que te griten las instrucciones, sobre todo si son incomprensibles. Hice todo lo que pude para seguir la que podía entender, que era «Separa las rodillas», y fui recompensado con otro grito:

—¡No, no, no! ¡Junta las rodillas! ¡Rápido! ¡Te darán calambres! ¡La cabeza alta!

Pero por fin le cogí el tranquillo y, manteniendo el ritmo, la cabeza alta, el peso sobre las chumaceras, las rodillas separadas y juntas y teniendo mi asiento plenamente presente, remé de regreso hasta él.

—Firme y seguro —dijo Terence mientras conducía la barca a la orilla—. Eso es. Muy bien. Todo lo que necesitas es práctica.

—Ya tendría que haber tenido oportunidades de sobra para eso —dije, cogiéndole la botella de leche y guardándomela en el bolsillo—. Vamos. ¿Dónde está el profesor Peddick?

Terence miró en derredor, como si esperara verlo.

—¿No ha vuelto de la oficina de telégrafos?

—No —dije yo, atando la barca—. Será mejor que lo busquemos.

—Uno de nosotros debería quedarse aquí con la barca —propuso Terence, mirando severamente a Cyril—. Por si vuelve.

—Excelente idea —dije yo. Cuando se fuera, podría volver a comprobar cómo estaba la gata y quizá dejarla salir.

—Deberías ir tú —dijo Terence—. Se te da mejor la historia.

Sacó su reloj de bolsillo y lo consultó.

Aproveché su distracción para coger la maleta de tela y esconderla a mi espalda.

—Las once —dijo, cerrando disgustado el reloj—. Tendría que haber insistido en llevarlo de vuelta a casa en el momento en que lo encontramos.

—No había tiempo. Además, dijiste que nada puede detenerlo si está empeñado en algo.

Él asintió, sombrío.

—Es una fuerza imparable. Como Guillermo el Conquistador. La historia es el individuo —suspiró—. Para cuando lleguemos, ella se habrá prometido ya.

—¿Prometido? ¿A quién? —pregunté, esperando que ella hubiera mencionado a otros pretendientes y que uno de ellos fuera el necesario señor C.

—No sé a quién. Una muchacha como Tossie… la señorita Mering probablemente recibe docenas de proposiciones al día. ¿Dónde está el profesor? Nunca llegaremos a Muchings End a este paso.

—Claro que sí —dije yo—. Es el destino, ¿recuerdas? ¿Romeo y Julieta? ¿Abelardo y Eloísa?

—El destino. Pero ¡qué destino tan cruel, que me impide verla durante un día entero!

Se volvió a mirar soñadoramente río abajo y yo escapé con la maleta.

Cyril trotó detrás de mí.

—Quédate aquí, Cyril —dije firmemente, y los tres partimos hacia el pueblo.

Yo no tenía ni idea de dónde podría estar la oficina de telégrafos ni de qué aspecto tenía, pero sólo había dos tiendas. Un almacén y una tienda con aparejos de pesca y jarrones de flores en la ventana. Probé primero en la tienda de pesca.

—¿Dónde puedo enviar un telegrama? —pregunté a una anciana sonriente que llevaba cofia. Se parecía a la oveja de A través del espejo.

—¿De viaje por el río? —me interrogó—. Tengo unos platos preciosos decorados con vistas del molino de Iffley. Llevan grabado: «Felices recuerdos del Támesis». ¿Va río arriba o río abajo?

Ni una cosa ni otra, pensé.

—Abajo. ¿Dónde está la oficina de telégrafos?

—Abajo —dijo ella, complacida—. Entonces ya lo ha visto. Encantador, ¿verdad? —me tendió un cojín de satén amarillo con el molino bordado y las palabras «Recuerdo de Iffley».

Se lo devolví.

—Muy bonito. ¿Dónde puedo enviar un telegrama?

—Desde la estafeta de correos, pero siempre me ha parecido mucho más bonito enviar una carta, ¿usted no? —sacó papel de escribir. Cada hoja llevaba el encabezamiento «Saludos desde Abingdon»—. Medio penique la hoja y un penique por el sobre.

—No, gracias. ¿Dónde dijo usted que estaba la estafeta?

—Justo calle abajo. Frente a la puerta de la abadía. ¿La ha visto? Tenemos una réplica. O quizá le gustaría uno de nuestros perros de porcelana. Pintados a mano. O tenemos algunos limpiaplumas maravillosos.

Para escapar, acabé comprando un bulldog de porcelana que no se parecía nada a Cyril (ni a un perro), y busqué la puerta y la estafeta de correos.

El profesor Peddick no estaba allí y la anciana con cofia que había tras el mostrador no sabía si había estado.

—Mi marido ha salido a cenar. Volverá dentro de una hora. De viaje por el río, ¿no? —dijo, y trató de venderme un jarrón con una imagen del molino de Iffley grabada.

Tampoco había estado en el almacén. Compré un vaso de recuerdo con la inscripción: «Saludos de vacaciones desde el río Támesis».

—¿Tienen salmón? —pregunté.

—Tenemos —dijo otra anciana con cofia, y depositó una lata sobre el mostrador.

—Quería decir fresco.

—Cójalo usted mismo —dijo ella—. Abingdon tiene la mejor pesca del río. —Y trató de venderme un par de botas de goma para pescar.

Salí del almacén y le pregunté a Cyril, que había esperado pacientemente delante de cada puerta:

—¿Y ahora qué?

Abingdon había sido construido alrededor de una abadía medieval. Las ruinas, incluido el hórreo, y un pegujal, seguían allí. Parecían el lugar más probable donde encontrar el profesor Peddick. Pero no estaba. Ni tampoco en los claustros.

No había nadie. Me arrodillé junto a la pared del claustro, deposité la botella de leche sobre una piedra y abrí la maleta.

Cyril se sentó, mirando con desaprobación.

—¿Princesa Arjumand? —dije, levantándola—. ¿Quieres desayunar?

La solté, y ella dio unos pasos por la hierba y luego salió de estampida y desapareció tras una esquina.

Te lo dije, bufó Cyril.

—Bien, no te quedes ahí sin más. Síguela.

Cyril continuó sentado.

Tenía razón. Nuestra persecución en el bosque no había sido un éxito clamoroso.

—¿Bien, qué sugieres entonces?

Se tumbó, el hocico contra la botella de leche. No era mala idea. Saqué el plato de la bolsa y vertí un poco de leche en él.

—Toma, gatita —llamé, colocándolo delante de la pared—. ¡El desayuno!

Como decía, no era mala idea. Sin embargo, no funcionó. Ni buscar entre las ruinas. Ni en la plaza del pueblo. Ni en las calles de casas de madera.

—Sabías cómo son los gatos —le dije a Cyril—. ¿Por qué no me advertiste?

Pero era culpa mía. La había dejado salir y probablemente iba camino de Londres esta mañana para conocer a Disraeli y causar la caída de Mafeking.

Habíamos llegado al extrarradio del pueblo. El camino continuaba hasta desembocar en un campo de heno veteado de arroyuelos.

—Quizás ha regresado a la barca —le dije esperanzado a Cyril, él no me prestaba atención. Miraba un sendero de tierra que conducía a un puente tendido sobre un estrecho arroyo.

Y allí, junto al puente, estaba el profesor Peddick, metido hasta las rodillas en la corriente y con los pantalones arremangados, sujetando una ancha red. Tras él, en la orilla, había una olla de latón llena de agua y, sin duda, un pez. Y Princesa Arjumand.

—Quédate aquí —le ordené a Cyril—. Lo digo en serio. —Y me arrastré hacia la gata agazapada, deseando haber tenido la previsión de comprar una red.

Princesa Arjumand se arrastró hacia la olla, sus blancas patas silenciosas sobre la hierba, y el profesor, tan concentrado como ella, se inclinó y bajó lentamente la red al agua. Princesa Arjumand se asomó a la olla y metió a modo de prueba la zarpa en el agua.

Di un salto, la cubrí con la maleta de tela y la arrastré como si fuera el pez que ella perseguía. Lo mismo hizo el profesor Peddick, que sacó la red con un pez rebulléndose en su interior.

—¡Profesor Peddick! —dije—. Lo hemos estado buscando por todas partes.

—Te tengo —dijo él, sacando el pez de la red y lanzándolo a la olla—. Hay lugares excelentes para pescar truchas aquí.

—Terence me envió a buscarlo —le tendí una mano para ayudarlo a llegar a la orilla—. Está ansioso por alcanzar Pangbourne.

Qui non vult fieri desidiosus amet. Ovidio. «Que el hombre que no desee ser ocioso, se enamore».

Pero salió del agua y se sentó en la orilla y se puso los calcetines y los zapatos.

—Es una lástima que no llegara a conocer a mi sobrina, Maudie. Le habría gustado.

Cogí la olla y la red. Tenía impreso en el asa «Recuerdo del río Támesis». Cyril seguía todavía en el lugar donde yo le había dicho que se quedara.

—¡Buen chico! —lo felicité. Echó a correr y chocó con mis rodillas. El agua saltó de la olla.

El profesor Peddick se incorporó.

—Adelante. El día casi ha terminado —dijo, y se encaminó a paso vivo hacia el pueblo.

—¿Envió usted los telegramas? —pregunté cuando pasamos ante la estafeta de correos.

Él se metió la mano en la chaqueta y sacó dos tiras de papel amarillos.

—La abadía tiene un cierto interés histórico —dijo, guardándoselas de nuevo—. Fue saqueada por los hombres de Cromwell durante el Protectorado. —Se detuvo en la puerta—. Hay un pórtico del siglo quince que debería ver.

—Tengo entendido que el profesor Overforce considera el Protectorado resultado de fuerzas naturales —dije, y lo conduje de vuelta al embarcadero, donde una anciana con cofia intentaba vender a Terence un tazón con un dibujo de Boulter’s Lock en el costado.

—Un lindo recuerdo de su viaje río abajo. Cada vez que se tome el té, pensará en este día.

—Eso es lo que me temo —contestó Terence. Se volvió hacia mí—. ¿Dónde has estado?

—Pescando —contesté. Subí a la barca, solté la maleta y extendí la mano para ayudar al profesor Peddick, que estaba inclinado sobre su olla de peces, mirándolos a través de sus quevedos.

—Envió el telegrama, ¿no? —me dijo Terence.

Asentí.

—He visto los resguardos amarillos.

Cyril se había tendido en el embarcadero y dormía profundamente.

—Vamos, Cyril —dije—. ¿Profesor? Tempus fugit!

—¿Sabes lo tarde que es? —dijo Terence, agitando su reloj de bolsillo delante de mi nariz—. ¡Cáscaras! Son casi las once.

Me senté a los remos y me puse la maleta entre las rodillas.

—No te preocupes —dije—. Tendremos viento en las velas.