Como bien se ha dicho, los gatos siempre serán gatos, y no hay nada que hacer al respecto.

P. G. WODEHOUSE

C A P Í T U L O O C H O

La caja de Pandora - La ropa interior como tema de conversación en la época victoriana - Mi error - Ordenes adecuadas que usar con un gato - El error del rey Juan - Importancia de una buena noche de sueño - Abrir una lata - Llamadas gatunas - Un cisne - La vaca de Mamá O’Leary - Hansel y Gretel - El final perfecto para un día perfecto

—¿Qué estás haciendo aquí? —dije.

Pero estaba claro. El señor Dunworthy la había enviado conmigo para que la devolviera a Muchings End antes de que su desaparición tuviera alguna consecuencia.

Pero yo había llegado tres días tarde y a cuarenta millas de distancia. Y demasiado mareado por el vértigo transtemporal para darme cuenta de lo que tenía que hacer. Y mientras tanto, la señora Mering había ido a Oxford a consultar a una médium, y Tossie había conocido a Terence y al conde De Vecchio, y Terence había dejado de conocer a Maud.

Y la incongruencia no había sido reparada. Estaba ahí mismo, mirándome.

—Se supone que no debes estar aquí —dije, aturdido.

La gata me miró con sus ojos grises. Tenía unas extrañas pupilas verticales, como rendijas, y con puntitos verdes. Era para mí la primera noticia de que los gatos tuvieran los ojos de ese color. Pensaba que todos tenían unos ojos amarillos que resplandecían en la oscuridad.

También creía que los perros perseguían a los gatos, pero Cyril se quedó simplemente allí sentado mirándome con expresión de sentirse traicionado.

—No sabía que estaba aquí —le aseguré, a la defensiva.

Pero ¿cómo podía no haberlo sabido? ¿Qué se suponía que iba a traerme Finch en una cesta (¡una cesta cubierta!) en el último minuto? ¿Un queso de bola? ¿Por qué, si no, habría dicho que no creía que enviarme a mí fuera buena idea a causa del vértigo transtemporal?

Bueno, desde luego tenía razón. Ni siquiera me había inmutado cuando Terence me dijo que Tossie había perdido su gata. Ni cuando Verity me preguntó dónde estaba. Estúpido, estúpido, estúpido.

Podría habérsela dado a Verity para que la llevara de regreso a Muchings End. O a Tossie. Podría haber dado alguna excusa para volver a la barca y fingir que la había encontrado en la orilla. De haber sabido que la tenía. Si se me hubiera ocurrido mirar en el equipaje. Estúpido, estúpido, estúpido.

La gata se movía. Bostezó y se desperezó con elegancia extendiendo una zarpa blanca. Me incliné sobre la cesta, tratando de ver sus otras patas. No distinguí más que pelaje negro.

Se me ocurrió una idea descabellada. ¿Y si no se trataba de Princesa Arjumand después de todo? Tossie había dicho que era negra con la cara blanca, pero sin duda había cientos o incluso miles de gatos negros con la cara blanca en 1889. Tenían que ahogar a los gatitos para reducir la población.

—¿Princesa Arjumand? —dije a modo de prueba.

No hubo ningún brillo de respuesta en sus ojos grises.

—Princesa Arjumand —dije con más firmeza, y ella cerró los ojos.

No era Princesa Arjumand. Era la gata del guardián de la esclusa, o del sacristán, y se había metido dentro de la cesta mientras estábamos en la iglesia de Iffley.

La gata volvió a bostezar, revelando una lengua rosa y un puñado de dientecitos afilados, y se levantó.

Cyril retrocedió como un bombero ante una bomba incendiaria.

La gata salió de la cesta y se apoyó en sus cuatro patitas blancas, con la cola rematada de blanco levantada. Tenía también blancos los cuartos traseros, lo que producía el efecto de que llevara pololos. Tossie no los había mencionado, pensé esperanzado, y entonces recordé que aquello era la época victoriana. La gente bien educada no discutía de pololos, ni de ningún tipo de ropa interior, ¿no? ¿Y cuántos gatos de patas blancas había que pudieran colarse en mi equipaje y luego abrochar la tapa?

Casi había salido del claro.

—¡Espera! —dije—. ¡Princesa Arjumand! —y entonces recordé la orden adecuada—. ¡Quieta! —le ordené firmemente—. ¡Quieta!

Ella siguió caminando.

—Vuelve aquí. Quieta. Alto. Eh.

Se volvió y me miró curiosa con sus grandes ojos grises.

—Eso es —dije, y empecé a avanzar despacio—. Buena gata.

Se sentó sobre sus cuartos traseros y empezó a lamerse la pata.

—Muy buena gata —continué, avanzando—. Quieta… quieta… eso es.

Se frotó delicadamente la oreja con la pata.

Yo estaba a menos de un palmo de distancia.

—Quieta… bien… quieta… —Y salté hacia ella.

Se apartó como un rayo y desapareció entre los árboles.

—¿Lo has encontrado ya? —llamó Terence desde la orilla.

Me senté, limpiándome los codos, y miré a Cyril.

—No digas ni una palabra.

Me levanté.

Terence apareció con la lata de melocotones.

—Aquí estás —dijo—. ¿Ha habido suerte?

—Ninguna —contesté. Me acerqué rápidamente al equipaje—. Quiero decir que todavía no he terminado de buscar.

Cerré la tapa de la cesta y abrí la maleta de tela, esperando fervientemente que no contuviera ninguna sorpresa. No la contenía. Encontré un par de botas con cordones que no podían ser más que del número 35, un gran pañuelo de topos, tres tenedores de pescado, un cucharón de plata y un par de pinzas de alpaca.

—¿Valdría esto? —dije, alzándolas.

Terence rebuscaba en la bolsa.

—Lo dudo… aquí está —dijo, mostrando el objeto en forma de cimitarra con el mango rojo—. Oh, has traído una Stilton. Excelente.

Se marchó, llevándose el abrelatas y el queso, y yo regresé al borde del claro.

No había ni rastro de la gata.

—Aquí, Princesa Arjumand —susurré, alzando las hojas para mirar debajo de los matorrales—. Aquí, pequeña.

Cyril olisqueó un matorral, y un pájaro salió volando.

—Vamos, gata. Ven.

—¡Ned! ¡Cyril! —llamó Terence, y solté la rama de golpe—. ¡La tetera está hirviendo!

Apareció, con la lata de melocotones abierta.

—¿Qué os retrasa?

—Quería arreglarlo todo un poco —dije, metiendo las pinzas en una de las botas—, preparar las cosas para poder partir temprano.

—Ya lo harás después del postre —dijo él, cogiéndome por el brazo—. Ahora, ven.

Nos condujo de regreso al campamento, Cyril mirando atento de un lado a otro. El profesor Peddick servía té en las tazas de latón.

Dum licet inter nos igitur laetemur amantes —dijo, tendiéndome una taza—. El final perfecto para un día perfecto.

Perfecto. Yo había fracasado en mi misión de devolver la gata, había impedido que Terence conociera a Maud, había facilitado que fuera a Iffley para ver a Tossie y quién sabía qué más.

No tenía sentido llorar por la leche derramada, aunque fuera una metáfora desafortunada, porque no había modo de devolverla a la botella por mucho que uno lo intentara. ¿Cuál sería exactamente una buena metáfora? ¿Abrir la caja de Pandora? ¿Sacar el gato de la bolsa?

Fuera la que fuese, no tenía sentido llorar o pensar en lo que podría haber sido. Yo tenía que devolver a Princesa Arjumand a Muchings End en cuanto fuera posible, y antes de causar más daños.

Verity había dicho que mantuviera a Terence apartado de Tossie, pero ella no sabía lo de la gata. Tenía que devolverla al lugar de su desaparición inmediatamente. Y la forma más rápida de hacerlo era decirle a Terence que la había encontrado. Lo abrumaría la alegría. Insistiría en partir hacia Muchings End inmediatamente.

Pero yo no quería crear más consecuencias, y Tossie podría estarle tan agradecida por devolverle a Princesa Arjumand que se enamoraría de él en vez de hacerlo del señor C. O Terence podía empezar a preguntarse cómo había llegado la gata tan lejos de casa e insistiría en perseguir a su secuestrador como había hecho con la barca y acabaría por caerse en una presa en la oscuridad y ahogarse. O ahogaría la gata. O provocaría la Guerra de los Bóers.

Sería mejor que mantuviera la gata oculta hasta que llegáramos a Muchings End. Si podía volver a meterla en la cesta. Si podía encontrarla.

—Si encontráramos a Princesa Arjumand —dije como si nada—, ¿cómo la capturaríamos?

—No creo que haga falta capturarla —dijo Terence—. Creo que saltaría agradecida a nuestros brazos en cuanto nos viera. No está acostumbrada a valerse por sí misma. Por lo que dijo Toss… la señorita Mering, ha vivido bastante protegida.

—Pero supongamos que no lo hace. ¿Vendría si la llamáramos por su nombre?

Terence y el profesor me miraron con incredulidad.

—¡Es una gata! —soltó Terence.

—¿Entonces cómo la capturaríamos si estuviera asustada y no acudiera? ¿Usaríamos una trampa o…?

—Creo que un poco de comida serviría. Seguro que tiene hambre —dijo Terence, contemplando el río—. ¿Piensas que ella estará mirando el río como yo, «en la fresca brisa de la tarde, mientras arrastra su túnica de oro por los oscuros corredores de la noche»?

—¿Quién? —pregunté, oteando la orilla—. ¿Princesa Arjumand?

—No —contestó Terence, irritado—. La señorita Mering. ¿Crees que estará mirando la misma puesta de sol? ¿Y sabe, como yo, que estamos destinados a estar juntos, como Lancelot y Ginebra?

Otro mal final, pero nada comparado con el que tendríamos todos si yo no localizaba la gata y la devolvía a Muchings End.

Me levanté y empecé a recoger los platos.

—Será mejor que ordenemos las cosas y nos vayamos a dormir si queremos salir mañana temprano.

—Ned tiene razón —le dijo Terence al profesor Peddick, apartándose del río con cierta reticencia—. Tendremos que partir temprano hacia Oxford.

—¿Crees que es necesario ir a Oxford? —dije yo—. El profesor Peddick podría venir con nosotros a Muchings End. Ya lo llevaremos de regreso más tarde.

Terence me miró con incredulidad.

—Nos ahorraría al menos dos horas, y seguramente hay un puñado de vistas históricas a lo largo del río para que el profesor las estudie —improvisé—. Ruinas y tumbas y… Runnymede. —Me volví hacia el profesor Peddick—. Supongo que fueron fuerzas ciegas las que provocaron la firma de la Carta Magna.

—¿Fuerzas ciegas? —dijo el profesor Peddick—. Fue el carácter lo que provocó la Carta Magna. La frialdad del rey Juan, la lentitud del Papa al actuar, la insistencia del arzobispo Langton en el habeas corpus y el cumplimiento de la ley. ¡Fuerzas! ¡Me gustaría ver a Overforce explicar la Carta Magna en términos de fuerzas ciegas! —Vació su taza y la soltó con decisión—. ¡Debemos ir a Runnymede!

—Pero ¿qué hay de su hermana y su sobrina? —preguntó Terence.

—Mi secretario les proporcionará cuanto necesiten, y Maudie es una chica de recursos. Ése fue el error del rey Juan, ya saben, ir a Oxford. Todo el curso de la historia podría haber sido diferente. Nosotros no cometeremos ese error —dijo, y recogió su caña de pescar—. Iremos a Runnymede. Es la única opción.

—Pero su hermana y su sobrina no sabrán adonde se ha ido usted —dijo Terence, mirándome con el ceño fruncido.

—Puede enviar un telegrama desde Abingdon —sugerí yo.

—Sí, un telegrama —dijo el profesor Peddick, y se marchó al río.

Terence lo miró con preocupación.

—¿No crees que nos retrasará?

—Tonterías. Runnymede está cerca de Windsor. Lo llevaré en la barca mientras tú estás en Muchings End con la señorita Mering. Llegaremos allí al mediodía. Tendrás tiempo de lavarte para presentarte con tu mejor aspecto. Si nos detenemos en Barley Mow —dije, sacando el nombre de una taberna de Tres hombres en una barca—, allí te podrán planchar los pantalones y cepillar los zapatos.

«Y yo podré escabullirme mientras te afeitas y devolver la gata a Muchings End», pensé. Si la encuentro.

Terence seguía sin parecer convencido.

—Ahorraría tiempo, supongo —dijo.

—Entonces, asunto zanjado —contesté, recogiendo el mantel y metiéndolo en la cesta—. Tú lavas los platos y yo hago las camas.

Él asintió.

—Sólo hay espacio para dos en la barca. Dormiré junto a la hoguera.

—No. Lo haré yo. —Y fui a coger las mantas.

Las tendí todas menos dos en el fondo de la barca y me llevé las otras al claro.

—¿No deberías ponerlas cerca del fuego? —preguntó Terence, apilando los platos.

—No, mi médico me dijo que no durmiera cerca del humo.

Mientras Terence fregaba los platos, metido en el río hasta las rodillas con las perneras recogidas, yo pillé una linterna y una cuerda, deseando que el profesor Peddick hubiera traído una red para pescar.

Tendría que haberle preguntado a Terence qué clase de comida les gusta a los gatos. ¿El queso? No, eso era a los ratones. A los ratones les gustaba el queso. Y a los gatos les gustaban los ratones. Dudé que tuviéramos ratones.

Leche. Se suponía que les gustaba la leche. La mujer que vendía cocos en la Fiesta de la Cosecha se quejaba de que un gato se llevaba la leche que le dejaban en la puerta. «Le quitó el tapón con las garras». Criatura impúdica, había dicho.

No teníamos leche, pero quedaba un poco de crema en la botella. Me la guardé en el bolsillo, con un plato, una lata de guisantes y otra de carne en gelatina, un trozo de pan y el abrelatas. Lo oculté todo en el claro y volví al campamento.

Terence estaba rebuscando en las cajas.

—¿Dónde se ha metido la linterna? —dijo—. Sé que tenía dos aquí dentro.

Miró al cielo.

—Parece que va a llover. Será mejor que duermas en la barca. Estaremos un poco apretujados, pero nos las apañaremos.

—¡No! —dije—. Mi médico me dijo que a mis pulmones no les convienen los vapores del río. —Una razón patética, ya que acababa de decirle que mi médico me había recomendado un viaje por el río—. Ella insistió en que durmiera en tierra.

—¿Quién? —dijo Terence, y recordé demasiado tarde que las mujeres no se dedicaban a la medicina en la Inglaterra victoriana. Ni a la abogacía, ni eran primeras ministras.

—Mi médico. James Dunworthy. Dijo que debería dormir en tierra y apartado de los demás.

Terence se enderezó, cogiendo la linterna por el asa.

—Estoy seguro de que Dawson puso dos. Lo vi hacerlo. No tengo ni idea de dónde se ha metido.

Encendió la linterna. Quitó la tapa de cristal, prendió una cerilla y ajustó la mecha. Lo observé con atención.

Entonces llegó el profesor Peddick, con la tetera y sus dos peces dentro.

—Debo notificar al profesor Edelswein mi descubrimiento. Se pensaba que el Ugubio fluviatilis albinus se había extinguido en el Támesis —dijo, mirándolo en la oscuridad—. Un hermoso espécimen.

Se sentó en la cesta y volvió a sacar su pipa.

—¿No deberíamos acostarnos? —dije—. ¿Para partir temprano y todo eso?

—Muy cierto —respondió él, abriendo la bolsa de tabaco—. Una buena noche de sueño puede ser crítica. Los griegos en Salamina disfrutaron de un buen descanso la noche antes. —Llenó la pipa y aplastó el tabaco con el pulgar. Terence sacó la suya—. Los persas, por otro lado, pasaron la noche en el mar, posicionando sus barcos para impedir que los griegos escaparan.

Encendió su pipa y la chupó, tratando de que tirara.

—Exactamente, y los persas fueron derrotados —dije yo—. No queremos que eso nos suceda. Así que —me levanté— a la cama.

—También los sajones, en la batalla de Hastings —dijo el profesor Peddick, tendiendo la bolsa de tabaco a Terence. Los dos se sentaron—. Los hombres de Guillermo el Conquistador estaban descansados y dispuestos para la batalla, mientras que los sajones llevaban once días de marcha a sus espaldas. Si Harold hubiera esperado y permitido que sus hombres descansaran, habría ganado la batalla de Hastings y cambiado el curso de la historia.

Y si yo no recuperaba a la gata, ídem de ídem.

—Bueno, no queremos perder ninguna batalla por la mañana —dije, intentándolo de nuevo—, así que será mejor que nos acostemos.

—Acción individual —dijo el profesor Peddick, dando una chupada—. Eso es lo que malogró la batalla de Hastings. Los sajones tenían la ventaja, ya saben. Fueron atraídos a un risco. Estar en una altura defendida es la mayor ventaja militar de un ejército. Miren el de Wellington en Waterloo. Y la batalla de Fredericksburg en la guerra americana de Secesión. El ejército de la Unión perdió doce mil hombres en Fredericksburg, al marchar por una llanura despejada hacia una altura defendida. E Inglaterra era un país más rico que luchaba en su propio terreno. Si las fuerzas son lo que impulsa la historia, los sajones habrían ganado. Pero no fueron fuerzas las que ganaron la batalla de Hastings. Fue el carácter. Guillermo el Conquistador cambió el curso de la batalla en al menos dos puntos críticos. El primero, cuando Guillermo fue desmontado durante una carga.

Cyril se tumbó y empezó a roncar.

—Si Guillermo no se hubiera puesto inmediatamente en pie y se hubiera abierto la celada para que sus hombres vieran que estaba vivo, la batalla se habría perdido. ¿Cómo encaja eso Overforce con su teoría de las fuerzas naturales? ¡No puede! Porque la historia es carácter, y eso lo demuestra el segundo punto de crisis de la batalla.

Pasó una hora entera antes de que agotaran el tabaco de sus pipas y regresaran a la barca. A medio camino, Terence se dio la vuelta y regresó.

—Quizá sea mejor que te quedes la linterna, ya que vas a dormir en tierra —dijo, y me la entregó.

—Estaré perfectamente bien. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó él, regresando de nuevo a la barca—. «La noche es el tiempo del descanso —me saludó—. Cuan dulce cuando los trabajos cesan, prestar a un pecho dolorido la manta del reposo».

Sí, bueno, podía ser, pero yo primero tenía que encontrar una gata. Volví al claro a esperar a que todos se quedaran dormidos, tratando de no pensar en cómo cada instante que el animal estaba suelto el número de consecuencias se multiplicaba exponencialmente.

Se la podía haber comido un lobo. ¿Había lobos en la Inglaterra victoriana? O la podía haber encontrado un campesino que se la hubiera llevado a su cabaña. O la podía haber recogido una barca al pasar.

Las esclusas estaban cerradas, me dije, y era sólo una gata. ¿Cuánto efecto puede tener un animal sobre la historia?

Bastante grande. Mira el caballo Bucéfalo de Alejandro Magno, y el «pequeño caballero de la capa de piel negra» que mató al rey Guillermo III cuando su caballo pisó la puerta principal de la madriguera del topo. Y a Ricardo III, de pie en el campo de Bosworth, gritando: «¡Mi reino por un caballo!». Mira la vaca de Mamá O’Leary. Y el gato de Dick Whittington.

Esperé media hora y luego encendí cautelosamente la linterna. Saqué las latas de su escondite y el abrelatas de mi bolsillo. Y traté de abrirlas.

Era decididamente un abrelatas. Terence había dicho que lo era. Había abierto los melocotones con él. Apreté la tapa con la punta de la cimitarra y luego el lado. Hurgué con el otro borde, el redondeado.

Había un espacio entre ambos. Quizás uno encajaba en la parte externa de la lata como una especie de palanca para el otro. O quizás entraba por el lado. O el fondo. O quizá yo lo estaba sujetando al revés y la cimitarra era el mango.

Con eso me perforé la palma de la mano, que no era exactamente lo deseable. Rebusqué en la maleta un pañuelo para vendármela.

Muy bien, míralo desde el punto de vista lógico. La punta de la cimitarra tenía que ser la parte que entraba en la lata. Y tenía que hacerlo a través de la tapa. Quizás había un lugar específico donde encajaba. Examiné la tapa en busca de puntos débiles. No encontré ninguno.

—¿Por qué tenían los victorianos que hacerlo todo de forma tan malditamente complicada? —dije, y vi un destello de luz en el borde del claro—. ¿Princesa Arjumand? —pregunté suavemente, alzando la linterna, y vi que tenía razón en una cosa.

Los ojos de los gatos sí que brillan en la oscuridad. Dos brillaban amarillos desde los matorrales.

—Toma, gatita —dije, tendiendo la hogaza de pan y chasqueando la lengua—. Tengo un poco de comida para ti. Ven aquí.

Los ojos brillantes parpadearon y luego desaparecieron. Me metí el pan en el bolsillo y me acerqué con cuidado al borde del claro.

—Toma, gatita. Te llevaré a casa. Quieres ir a casa, ¿verdad?

Silencio. Bueno, no exactamente silencio. Las ranas croaban, las hojas crujían y el Támesis borboteaba de un modo peculiar al pasar. Pero ningún sonido gatuno. ¿Y qué sonido hacían los gatos? Como todos los que yo había visto dormían, no estaba seguro. Maullidos. Los gatos maullaban.

—Miau —dije, alzando las ramas para mirar bajo los matorrales—. Ven aquí, gata. No querrás destruir el continuum espacio-temporal, ¿verdad? Miau. Miau.

Allí estaban aquellos ojos otra vez, tras el matorral. Lo atravesé, dejando caer migas de pan mientras lo hacía.

—¿Miau? —dije, bamboleando la linterna lentamente de un lado a otro—. ¿Princesa Arjumand?

Y casi tropecé con Cyril.

El sacudió alegremente sus cuartos traseros.

—Vuelve a dormir con tu amo —susurré—. No te entrometas.

El pegó inmediatamente la nariz chata al suelo y empezó a olisquear en círculo.

—¡No! —susurré—. No eres un sabueso. Ni siquiera tienes nariz. Vuelve a la barca. —Señalé hacia el río.

Dejó de olisquear y me miró con aquellos ojos inyectados en sangre que podrían haber sido los de un sabueso y una expresión que decía claramente: «Por favor».

—No —me mantuve firme—. A los gatos no les gustan los perros.

Empezó a olisquear otra vez, pegando al suelo lo que le hacía las veces de nariz.

—Muy bien, muy bien, puedes venir conmigo —consentí, ya que era obvio que iba a hacerlo de todas formas—. Pero quédate a mi lado.

Volví al claro, vertí la crema en un cuenco, y saqué la cuerda y algunas cerillas. Cyril me contempló interesado.

Alcé la linterna.

—«La presa nos espera, Watson» —dije, y nos internamos en la maleza.

Estaba muy oscuro y, además de las ranas, el río y las hojas, había cosas diversas que se arrastraban y aullaban y crotaleaban. Empezó a soplar el viento y yo protegí la linterna con una mano, pensando en el invento tan maravilloso que era la linterna eléctrica. Daba una luz potente y podías dirigir el rayo en cualquier dirección. El haz de esta linterna sólo cambiaba si la alzabas o la bajabas. Producía un cálido y tembloroso círculo de luz, cuya única función parecía consistir en convertir la zona exterior a dicho círculo en un pozo negro como boca de lobo.

—¿Princesa Arjumand? —llamé de vez en cuando, y también «Aquí, gata» y «Yuju». Fui dejando caer migas de pan mientras avanzaba y, periódicamente, colocaba el plato de crema delante de un matorral de aspecto prometedor y esperaba.

Nada. Ningún ojo brillante. Ningún maullido. El viento arreció y la noche se hizo más oscura y más húmeda, como si fuera a llover.

—¿Ves algún rastro de ella, Cyril? —pregunté.

Seguimos avanzando. El lugar parecía bastante civilizado por la tarde, pero ahora era un puro amasijo de espinos y matorrales retorcidos y ramas siniestras con aspecto de garras. La gata podía estar en cualquier parte.

Allí. Junto al río. Un destello de blanco.

—Vamos, Cyril —le susurré, y me encaminé hacia el río.

Allí estaba de nuevo, en medio de algunos matojos, sin moverse. Quizá dormía.

—¿Princesa Arjumand? —dije, y extendí la mano a través de los juncos para cogerla—. Estás aquí, pequeña revoltosa.

El blanco súbitamente se alzó, revelando un cuello largo y curvado.

—¡Squawww! —dijo, y explotó en un gran aleteo blanco. Yo solté el plato de golpe.

—Es un cisne —dije, innecesariamente. Un cisne. Una de las antiguas bellezas del Támesis, flotando seriamente cerca de la orilla con sus plumas de nieve y sus largos y graciosos cuellos—. Siempre he querido ver uno —le dije a Cyril.

No estaba allí.

—¡Squawwwwk! —dijo el cisne, y desplegó las alas, de una envergadura impresionante, obviamente irritado porque lo habían despertado.

—Lo siento —me disculpé, retrocediendo—. Pensaba que eras una gata.

—¡Hisssss! —gritó, y se lanzó hacia mí a la carrera.

En ninguno de todos aquellos poemas de «Oh, cisne» se mencionaba jamás que siseaban. Ni que no les hacía gracia que los confundieran con felinos. Ni que mordían.

Finalmente conseguí escapar estrellándome contra un matorral espinoso, subiendo a la mitad de un árbol y dándole patadas en el pico hasta que regresó al río, murmurando amenazas e imprecaciones.

Esperé quince minutos, por si era un truco, y luego me bajé del árbol y empecé a examinar mis heridas. La mayor parte eran traseras y difíciles de ver. Me di la vuelta, tratando de comprobar si tenía sangre y vi a Cyril, que se me acercaba desde detrás de un árbol con aspecto avergonzado.

—Una derrota. Igual que los persas. Harris tuvo problemas con los cisnes. En Tres hombres en una barca —dije, deseando haber recordado ese capítulo antes—. Trataron de expulsarlos de la barca, a Montmorency y a él.

Recogí la linterna, que sorprendentemente, había caído de pie cuando la solté.

—Si el rey Harold hubiera tenido cisnes de su parte, Inglaterra sería aún sajona.

Nos pusimos otra vez en marcha, manteniéndonos apartados del río y ojo avizor por si aparecían manchas blancas.

En el viejo poema, el novio de Polly Vaughn la mató porque la confundió con un cisne. Llevaba un delantal blanco, y él pensó que era un cisne y le disparó una flecha. Lo comprendí perfectamente. En el futuro, dispararía primero y preguntaría después.

La noche se volvió más oscura y más húmeda, y los matorrales más espinosos. No había ninguna mancha blanca ni tampoco ojos brillantes y apenas ningún sonido. Cuando dejé caer las últimas migas de pan y llamé a la gata, mi voz resonó en el silencio negro y vacío.

Tenía que aceptarlo, la gata se había perdido para morirse de hambre en los matorrales o ser asesinada por un cisne airado o ser hallada en los cañaverales por la hija del faraón y cambiar el curso de la historia. Cyril y yo no íbamos a encontrarla.

Como confirmando mis pensamientos, la linterna empezó a humear.

—No hay nada que hacer, Cyril. Se ha ido. Volvamos al campamento.

Fue más fácil decirlo que hacerlo. Yo había estado prestando más atención a encontrar la gata que al camino por el que habíamos venido, y todos los matorrales me parecían iguales.

Pegué la linterna al suelo, buscando el sendero de migas de pan que había dejado, y entonces recordé que Hansel y Gretel eran otra pareja que había tenido un mal final.

—Muéstrame el camino, Cyril —dije esperanzado, y él miró alrededor, alerta, y luego se sentó.

Lo que había que hacer, claro, era seguir el río, pero cabía la posibilidad de que hubiera cisnes y sin duda los lobos no se habían comido todas las migas de pan. Partí en una dirección probable.

Media hora más tarde empezó a lloviznar y el suelo se empapó y se volvió resbaladizo. Avanzamos como sajones tras once días de marcha. Y estábamos a punto de perder Inglaterra.

Había perdido la gata. Había desperdiciado horas de un tiempo precioso sin saber que la tenía y luego la había dejado escapar. Me había marchado con un completo desconocido; había hecho que Terence se perdiera un encuentro posiblemente importante y…

Se me ocurrió una idea. Me había ido con Terence, y habíamos aparecido exactamente en el momento adecuado para salvar al profesor Peddick de una tumba acuática. ¿Qué hubiera ocurrido si Terence hubiera conocido a Maud, o hubiera estado destinado a no conocerla para así poder estar en el lugar adecuado en el momento adecuado para salvar a su tutor? ¿O se suponía que el profesor Peddick tenía que ahogarse y debía por tanto añadir su rescate a mi lista de transgresiones?

Si era una transgresión, no me sentía demasiado culpable de ella. Me alegraba de que no se hubiera ahogado, aunque eso me había complicado bastante la vida. Empecé a comprender cómo se sentía Verity por haber rescatado la gata.

La gata, que estaba perdida en algún lugar bajo la lluvia. Como lo estábamos Cyril y yo. No tenía ni idea de dónde nos encontrábamos. Sabía que nunca había visto un grupo de árboles como aquél o un puñado de matorrales como ésos. Me detuve y volví por donde habíamos venido.

Y allí estaban la barca y el claro y mi petate.

Cyril lo vio primero y se abalanzó hacia el lugar, meneando el rabo alegremente, y luego se detuvo en seco. Esperé que el cisne no se hubiera instalado allí.

No lo había hecho. Acurrucada sobre las mantas, profundamente dormida, estaba Princesa Arjumand.