Éste es el gato
que mató la rata
que se comió la malta
que estaba en la casa que Jack construyó.
MAMÁ GANSO
Importancia de las esclusas en la época victoriana - «En boca cerrada no entran moscas» - Tristán e Isolda - Persecución - La Revolución francesa - Un argumento contra las propinas - Una gata traumatizada - Hollín - La Marcha Mortal de Bataan - Sueño - Hallazgo de la barca por fin - Un desarrollo inesperado - Importancia de las reuniones en la historia - Lennon y McCartney - Busco un abrelatas - Lo que encuentro
Cyril estaba allí, en la misma posición en que lo habíamos dejado, con la cabeza apretujada desconsoladamente contra sus patas, los ojos marrones cargados de reproche.
—¡Cyril! —gritó Terence—. ¿Dónde está la barca?
Cyril se incorporó y miró alrededor, sorprendido.
—Se suponía que tenías que vigilar la barca —le reprochó Terence—. ¿Quién se la ha llevado, Cyril?
—¿Crees que podría haberse ido a la deriva? —dije yo, pensando en el medio nudo que había hecho.
—No seas ridículo. Es evidente que la han robado.
—Quizá llegó el profesor Peddick y se la llevó —sugerí yo, pero Terence ya había cruzado medio puente.
Cuando lo alcanzamos, miraba corriente abajo. No había nadie excepto un pato silvestre.
—Quienquiera que la haya robado debe de habérsela llevado río arriba —dijo Terence, y corrió el resto del puente y de vuelta a la esclusa.
El guardián de la esclusa estaba en lo alto, revolviendo el fondo con una pértiga.
—¿Ha vuelto a pasar nuestra barca por la esclusa? —le gritó Terence.
El guardián se llevó la mano a la oreja y gritó a su vez:
—¿Qué?
—¡Nuestra barca! —Terence hacía bocina con las manos—. ¿Ha vuelto a pasar por la esclusa?
—¿Qué?
—¿Nuestra barca? —Terence imitó la forma de una barca—. ¿Ha pasado? —Hizo un movimiento río arriba—. Por la esclusa. —Señaló exageradamente la esclusa.
—¿Que si las barcas atraviesan la esclusa? —gritó el guardián—. Claro que las barcas atraviesan la esclusa. ¿Para qué cree usted que sirve?
Miré alrededor, buscando a alguien, cualquier otra persona que pudiera haber visto la barca, pero Iffley estaba completamente desierto. Ni siquiera el sacristán estaba a la vista, colgando carteles de «No gritar». Recordé que Tossie había dicho que estaba tomando el té.
—¡No! ¡Nuestra barca! —gritó Terence. Se señaló primero a sí mismo y luego a mí—. ¿Ha pasado por la esclusa?
El guardián parecía indignado.
—¡No, no pueden pasar ustedes sin una barca! ¿Qué clase de tontería están planeando?
—¡No! —gritó Terence—. ¡Alguien ha robado la barca que habíamos alquilado!
—¿Un telégrafo? —El guardián sacudió la cabeza—. El telégrafo más cercano está en Abingdon.
—No. Telégrafo no. Una barca de remos.
—¿Embustero? —dijo él y alzó su palo, amenazante—. ¿A quién llama embustero?
—A nadie —retrocedió Terence—. ¡Hablo de la barca que alquilamos!
El guardián volvió a sacudir la cabeza.
—Lo que usted busca está en el puente Folly. Un hombre llamado Jabez.
Cyril y yo regresamos al puente y me quedé allí, asomado, pensando en lo que me había dicho Verity. Había salvado una gata de ahogarse y luego saltó con ella a la red y la red se abrió.
Así que por lo visto no había causado una incongruencia, porque en caso contrario, la red no se habría abierto. Eso es lo que sucedió las diez primeras veces que Leibowitz trató de regresar para asesinar a Hitler. La undécima acabó en Bozeman, Montana, en 1946. Y nadie ha podido acercarse jamás al teatro Ford ni a Pearl Harbor. Ni a Coventry.
Pensé que T. J. y el señor Dunworthy probablemente tenían razón sobre el deslizamiento aumentado en torno a Coventry, y me pregunté por qué no nos había sucedido antes. Obviamente, Coventry era un punto de crisis.
Y no porque el bombardeo hubiera causado daños significativos. La Luftwaffe sólo había dañado, no destruido, las fábricas de aviones y municiones, que tres meses después volvían a estar en funcionamiento. Destruyeron la catedral, por supuesto, algo muy lamentado en Estados Unidos, pero no crítico. El Blitz ya había despertado muchos apoyos americanos, y Pearl Harbor estaba sólo a tres semanas en el futuro.
Lo crítico era Ultra, y la máquina llamada Enigma que habíamos sacado de Polonia y estábamos usando para descifrar los códigos nazis, y que cambiaría el curso de toda la guerra de haber sabido los nazis que la teníamos.
Y Ultra nos había informado del bombardeo de Coventry. Sólo de pasada y a última hora de la tarde del día catorce, lo cual imposibilitó que se pudiera hacer algo más que notificar al Alto Mando e improvisar medidas defensivas, y éstas (porque la historia es un sistema caótico) se anularon mutuamente. El Alto Mando había decidido que el ataque principal sería en Londres, no importaba lo que dijera Inteligencia, y envió allí sus aviones; los intentos de neutralizar a los exploradores fracasaron por un error de cálculo.
Pero los secretos son siempre acontecimientos secundarios. Una palabra suelta podría haber puesto en peligro la seguridad del plan de Inteligencia. Y si algo, cualquier cosa, hubiera hecho sospechar a los nazis (si la catedral se hubiera salvado milagrosamente o toda la RAF hubiera aparecido en Coventry), si alguien hubiera hablado, «En boca cerrada no entran moscas», habrían cambiado sus máquinas codificadoras. Y nosotros habríamos perdido las batallas de El Alamein y el Atlántico Norte. Y la Segunda Guerra Mundial.
Lo cual explicaba por qué Carruthers y el nuevo recluta y yo habíamos acabado en el barro y en el campo de guisantes. Porque alrededor de un punto de crisis, incluso la acción más minúscula adquiere una importancia desproporcionada. Las consecuencias se multiplican y caen en cascada, y cualquier cosa (una llamada telefónica que no se hace, una cerilla que se enciende durante un apagón, un trozo de papel caído, un simple instante) desencadena efectos capaces de derribar un imperio.
El chófer del archiduque Fernando se equivoca al girar en la calle Franz-Josef e inicia una guerra mundial. El guardaespaldas de Abraham Lincoln sale a fumarse un pitillo y acaba con la paz. Hitler da órdenes de que no lo molesten porque le duele la cabeza y se entera del desembarco de Normandía dieciocho horas demasiado tarde. Un teniente no marca un telegrama como «urgente» y el almirante Kimmel no es avisado del inminente ataque japonés. «Por falta de un clavo se perdió la herradura. Por falta de una herradura se perdió el caballo. Por falta de un caballo se perdió el caballero».
Y alrededor de esos componentes había deslizamiento radicalmente aumentado y cierres de la red.
Lo cual significaba necesariamente que Muchings End no era un punto de crisis y que la gata no había cambiado la historia, sobre todo porque sólo habrían hecho falta unos minutos de deslizamiento para impedir todo el asunto. Verity ni siquiera habría tenido que acabar en Bozeman, Montana. Si hubiera llegado cinco minutos más tarde, la gata ya se habría ahogado. Cinco minutos antes, y habría estado dentro de la casa y se habría perdido todo el asunto.
Y no es que fuera la gata de la reina Victoria (a pesar de su nombre), o la de Gladstone o la de Oscar Wilde. Difícilmente estaba en posición de influir en los acontecimientos mundiales, y 1889 no era un año crítico. El Motín de la India había terminado en 1859 y la guerra de los Bóers no estallaría hasta dentro de once años.
—Y es sólo una gata —dije en voz alta.
Cyril alzó la cabeza, alarmado.
—No está aquí —continué—. Probablemente está ya a salvo, de vuelta en Muchings End.
Pero Cyril se levantó y empezó a buscar alrededor.
—¡No! ¡Ladrones, no ratones! —chillaba Terence. Su voz nos llegaba por encima del agua—. ¡Ladrones!
—¿Calzones? —gritó el guardián—. Esto es una esclusa, no una lavandería.
Al final, hizo un gesto de indiferencia a Terence y entró en su caseta. Terence llegó corriendo.
—Se la han llevado por allí —dijo—. El guardián ha señalado en esa dirección.
Yo no estaba tan seguro de eso. Más bien me parecía que con su gesto había querido decir: «Se acabó, ya estoy harto de hablar con usted», o incluso «Lárguese con viento fresco». Y la dirección contraria era mejor para mantener a Terence apartado de Tossie.
—¿Estás seguro? —dije—. Me parece que señalaba río arriba.
—No —respondió Terence, que ya casi había cruzado el puente—. Decididamente río abajo. —Y echó a correr por el sendero.
—Será mejor que nos demos prisa o nunca lo alcanzaremos —le dije a Cyril, y partimos tras él, dejando atrás las casitas de Iffley y una hilera de altos álamos hasta subir una colina, desde la cual podíamos ver buena parte del río. Completamente vacío.
—¿Estás seguro de que se fueron por aquí?
Él asintió, sin aflojar el paso.
—Y los encontraremos y recuperaremos la barca. Tossie y yo hemos nacido para estar juntos y ningún obstáculo podrá mantenernos separados. Está escrito. Como Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa.
No le recordé que todos los mencionados habían acabado muertos o severamente lisiados, porque me venía justo seguirle el paso. Cyril trotaba detrás de nosotros, jadeando.
—Cuando los alcancemos, volveremos a recoger al profesor Peddick y lo llevaremos de vuelta a Oxford y luego remaremos hasta las proximidades de Abingdon y acamparemos para pasar la noche —programó Terence—. Sólo está a tres esclusas de distancia. Si nos ponemos a ello, llegaremos a Muchings End mañana a la hora del té.
No si yo podía evitarlo.
—¿No será un viaje agotador? —dije—. Mi médico dijo que no debía excederme.
—Puedes echar una siesta mientras yo remo. El té es la mejor hora. Tienen que pedirte que te quedes, no es como la cena o algo así, no requiere una invitación formal, ni ropa ni nada. Deberíamos ser capaces de llegar a Reading al mediodía.
—Pero yo esperaba ver las vistas desde el río —dije, devanándome los sesos para pensar en cuáles eran. ¿Hampton Court? No, eso estaba antes de Henley. Así que era el castillo de Windsor. ¿Qué se habían detenido a mirar los tres hombres en una barca? Tumbas. Harris siempre quería pararse a mirar las tumbas de los demás.
—Esperaba ver algunas tumbas —dije.
—¿Tumbas? No hay muchas interesantes a lo largo del río, excepto la de Richard Tichell en Hampton Church. Se tiró por una de las ventanas del palacio de Hampton Court. Y en cualquier caso, Hampton Church está pasado Muchings End. Si le caemos bien al coronel Mering, puede que nos invite a cenar. ¿Sabes algo del Japón?
—¿Japón?
—De ahí son los peces —dijo misteriosamente—. Lo mejor, naturalmente, sería que nos invitara a quedarnos una semana, pero no le gustan los invitados, dice que molestan. A los peces, me refiero. Y fue a Cambridge. Tal vez podríamos fingir ser espiritistas. La señora Mering está loca por los espíritus. ¿Llevas ropa de noche?
El vértigo transtemporal debía estar alcanzándome de nuevo.
—¿Los espiritistas llevan ropa de noche?
—No, túnicas largas con mangas en las que esconder panderetas y estopillas de algodón y cosas. No, para cenar, por si nos invitan.
Yo no tenía ni idea de si había o no ropa de noche en mi equipaje. Cuando alcanzáramos la barca, si la alcanzábamos, tenía que revisar mis maletas y ver exactamente qué habían enviado conmigo Warder y Finch.
—Es una lástima que no hayamos encontrado a Princesa Arjumand —dijo Terence—. Eso nos conseguiría una invitación para quedarnos. La oveja perdida y el ternero engordado y todo eso. ¿Viste a Tossie cuando corrió por la orilla y me preguntó si la había encontrado? Era la criatura más hermosa que he visto jamás. Sus rizos brillan como el oro y sus ojos, «¡azules como los de un hada, sus mejillas como el amanecer del día!». ¡No, más brillantes! ¡Cómo claveles! ¡O rosas!
Continuamos, Terence comparando diversos rasgos de Tossie con lirios, moras, perlas y oro trenzado, Cyril anhelando la sombra, y yo pensando en Luis XVI.
Era cierto que la Princesa Arjumand no era la gata de la reina Victoria y que Muchings End no era la isla de Midway, pero miren a Drouét. Tampoco había sido nadie, un campesino francés analfabeto que normalmente nunca habría aparecido en los libros de historia.
Excepto que Luis XVI, al escapar de Francia con María Antonieta, se asomó a la ventanilla de su carroza para preguntarle una dirección a Drouét, y luego, por uno de esos gestos sin importancia que cambian el curso de la historia, le dio un billete de propina… con su efigie.
Y Drouét tomó un atajo por el bosque para preparar un contingente que detuviera el carruaje y, al no conseguirlo, cogió un carro de un granero y lo cruzó en el camino para cortarles el paso.
¿Y si un historiador hubiera robado el carro, o asaltado a Drouét, o advertido al conductor de Luis XVI para que cogiera por otro camino? ¿O si, allá en Versalles, un historiador hubiera robado el billete y lo hubiera sustituido por monedas? Luis y María habrían conseguido reunirse con su ejército, acabado con la Revolución y cambiado el curso entero de la historia europea.
Por falta de un carro. O un gato.
—Deberíamos llegar pronto a Sandford Lock —dijo Terence alegremente—. Le preguntaremos al guardián si ha visto la barca.
Unos minutos después llegamos a la esclusa. Supuse que íbamos a tener que soportar otra interminable e incomprensible conversación, pero esta vez los gritos de Terence ni siquiera hicieron que el guardián se asomara. Al cabo de unos minutos dijo, impertérrito:
—Habrá alguien en Nuneham Courtenay. —Y nos pusimos otra vez en marcha.
Ni siquiera pregunté a qué distancia estaba Nuneham Courtenay, por temor a la respuesta. Tras la siguiente curva del río había una hilera de sauces junto al sendero, oscureciendo el paisaje. Pero cuando rodeamos la curva, Terence se plantó ante una casa de techo de paja mirando pensativo a una niña pequeña que había en el jardín. Estaba sentada en un columpio con un delantal blanco y azul a rayas cuyos encajes se hinchaban a su alrededor; sostenía en brazos un gato blanco y le hablaba.
—Lindo gatito —dijo—, te encanta columpiarte, ¿verdad? ¿Subir al aire tan azul?
El gato no respondió. Estaba profundamente dormido.
Los gatos no se habían extinguido aún en los noventa, así que yo había visto alguno. A excepción de aquella centella de la catedral, sin embargo, ninguno estaba despierto. Según Verity, el vértigo transtemporal había dormido al gato que trajo a través de la red, pero yo no estaba convencido de que ése no fuera su estado normal. El pardo y negro de la Fiesta de la Natividad de la Virgen María se había pasado durmiendo toda la sesión encima de un cojín de ganchillo sobre la mesa de trabajos manuales.
—¿Qué te parece? —dijo Terence, señalando a la niña pequeña.
Asentí.
—Tal vez haya visto la barca. Y no puede ser peor que el guardián de la esclusa.
—No, no. No la niña. El gato.
—Me parece que dijiste que la gata de la señorita Mering era negra.
—Lo es. Con las patas blancas y la cara blanca. Pero con un poco de hollín en los puntos adecuados…
—No —dije yo—. Dices que quiere mucho a su mascota.
—Así es, y estará enormemente agradecida a la persona que la encuentre. ¿No crees que un poco de hollín, cuidadosamente aplicado…?
—No —negué, y me acerqué al columpio—. ¿Has visto una barca?
—Sí, señor —respondió ella amablemente.
—Excelente —dijo Terence—. ¿Quién iba en ella?
—¿En qué?
—En la barca.
—¿Qué barca? —dijo ella, acariciando el gato—. Hay montones y montones de barcas. Esto es el Támesis, ¿sabe?
—Era una barca grande y roja con un montón de equipaje —dijo Terence—. ¿La has visto?
—¿Muerde? —le preguntó la niña.
—¿Quién? ¿El señor Henry?
—Cyril —dije yo—. No, no muerde. ¿Has visto una barca así? ¿Con un montón de equipaje?
—Sí —dijo ella, y se bajó del columpio, pasándose el gato al hombro. El bicho no se despertó—. Se fue por ahí.
Señaló río abajo.
—Eso lo sabemos —dijo Terence—. ¿Has visto quién iba en la barca?
—Sí —dijo ella, dando palmaditas al gato como si quisiera hacer eructar a un bebé—. Pobre, lindo gatito, ¿te asusta el perro grande?
El gato siguió durmiendo.
—¿Quién iba en la barca? —pregunté yo.
Ella se pasó el gato a los brazos y lo acunó.
—Un reverendo.
—¿Un reverendo? ¿Quieres decir un sacerdote? ¿Un sacristán? —dije, preguntándome si el sacristán había puesto un cartel de «No atracar» y se había llevado la barca como castigo.
—Sí. Llevaba túnica.
—El profesor Peddick.
—¿Tenía el pelo blanco? —dijo Terence—. ¿Y patillas grandes?
Ella asintió, cogiendo el gato por debajo de las patas delanteras y sujetándolo como si fuera una muñeca.
—¡Qué perro tan malo, asustarte así!
El gato siguió durmiendo como un lirón.
—Vamos, pues —dijo Terence, en marcha ya—. Tendríamos que haber supuesto que el profesor Peddick se llevó la barca —dijo cuando el perro malo y yo lo alcanzamos—. No puede haber ido muy lejos.
Señaló al río, que se curvaba lentamente hacia el sureste entre los campos llanos.
—Parece exactamente la llanura de Maratón.
Podría haber sido su viva imagen, por lo que yo sabía, pero, o bien el parecido no le había llamado la atención al profesor Peddick, o remaba más rápido de lo que pensaba. Ni la barca ni él se veían por ninguna parte.
Terence no parecía preocupado.
—Lo localizaremos pronto.
—¿Y si no lo alcanzamos?
—Lo haremos. Hay una esclusa a ocho kilómetros de aquí. Tendrá que esperar para atravesarla.
—¿Ocho kilómetros? —dije, débilmente.
—Y tenemos que alcanzarlo. Así es como funciona el destino. Como con Antonio y Cleopatra.
Otra historia de amor que no había acabado bien.
—¿Habría dejado Antonio que una cosa tan insignificante como una barca se interpusiera en su camino? Aunque supongo que en su caso habría sido una gabarra.
Seguimos adelante. El sol victoriano era aplastante. Terence continuó con paso enérgico, comparando a Tossie con ángeles, hadas, espíritus, y con Cleopatra (un final verdaderamente malo); Cyril empezó a imitar la conducta de un participante de la Marcha Mortal de Bataan, y yo empecé a anhelar echar una cabezadita y traté de calcular cuánto tiempo llevaba despierto.
Llevaba allí desde las diez, y mi reloj de bolsillo decía que eran casi las IV, así que eran seis horas. Había pasado tres más preparándome en el laboratorio, una hora en el despacho del señor Dunworthy, media hora en los campos de recreo de Oxford y otro tanto en el hospital, lo cual sumaban ya once. Eso sin contar las dos horas buscando el tocón del pájaro del obispo y la hora en la catedral, y las cinco horas en el Bazar de la Cosecha de Caridad y la colecta de chatarra. Diecinueve.
¿Cuándo estuve en el bazar, por la mañana o por la tarde? Por la tarde, porque volvía a mis habitaciones para cenar cuando lady Schrapnell me pilló y me envió a los rastrillos de caridad.
No, eso fue el día antes. O el anterior. ¿Cuánto tiempo llevaba liado con los rastrillos? Años. Llevaba años.
—Vamos a tener que dejarlo —dije, pensando débilmente en lo lejos que estaba Oxford. Tal vez si durmiéramos en la iglesia de Iffley… No, sólo estaba abierta hasta las cuatro. Y sin duda había un cartel de «No dormir en los bancos» clavado en la puerta.
—¡Mira! —exclamó Terence. Señaló una isla cubierta de sauces en mitad del río—. ¡Allí está!
Era decididamente el profesor Peddick. Inclinado al borde del agua, la toga al viento, escrutaba la superficie con sus quevedos.
—¡Profesor Peddick! —le gritó Terence, y casi se cayó.
El profesor se agarró a una rama de aspecto inseguro y recuperó el equilibrio. Se ajustó los quevedos y nos miró.
—Somos nosotros —gritó Terence, haciéndose bocina con las manos—. St. Trewes y Henry. Le hemos estado buscando.
—Ah, St. Trewes —gritó Peddick—. Vengan. He encontrado unos bajíos excelentes, perfectos para los leuciscos.
—Tendrá que venir y recogernos —dijo Terence.
—¿Torreznos? —preguntó el profesor Peddick, y yo pensé «ya estamos otra vez».
—Recogernos —repitió Terence—. Usted tiene la barca.
—Ah. Quédense ahí. —Desapareció en un bosquecillo de sauces.
—Esperemos que se acordara de atar la barca —dije yo.
—Esperemos que se acuerde de dónde la dejó —contestó Terence, sentándose en la orilla.
Me senté junto a él, y Cyril se tumbó y de inmediato rodó de costado y empezó a roncar. Deseé poder hacer lo mismo.
Ahora tendríamos que llevar al profesor hasta Oxford, cosa que requeriría al menos tres horas, eso si podíamos convencerlo de que no se detuviera con cada pez y cada prado.
Pero quizás esto estaba bien. Verity había dicho que mantuviera a Terence alejado de Muchings End, y desde luego eso estábamos haciendo. Para cuando llegáramos a Oxford, ya habría oscurecido. Tendríamos que pasar la noche allí, y al amanecer quizás pudiera convencer a Terence de que fuéramos río arriba hasta Parson’s Pleasure. O que bajáramos a Londres, o que asistiéramos a una carrera de caballos. ¿Cuándo se celebraba el Derby?
Oh, quién sabe, con una buena noche de sueño tal vez recuperara el sentido y viera a Tossie como la ignorante charlatana que era. Enamoriscarse era muy parecido al vértigo transtemporal: un desequilibrio químico que se curaba con una buena siesta.
No había ni rastro del profesor.
—Ha encontrado una nueva variedad de leucisco y se ha olvidado de nosotros —dijo Terence. Pero al instante apareció la barca, rodeando el extremo de la isla, y las mangas del profesor Peddick se hinchaban como velas negras mientras remaba.
La barca vino hacia nosotros corriente abajo; corrimos por el sendero, con Cyril jadeando detrás.
Me volví para animarlo.
—Vamos, Cyril —dije, y choqué con Terence, quien se había detenido en seco y contemplaba la barca.
—No se pueden imaginar ustedes los maravillosos descubrimientos que he hecho —nos comentó el profesor Peddick—. Esta isla es la mismísima imagen del emplazamiento de la batalla de Dunreath Mow. —Alzó el pez—. Quería enseñarles el leucisco azul de doble agalla que he encontrado.
Terence seguía mirando sorprendido la barca.
No aprecié en ella ninguna mella ni ralladura excepto las que ya tenía cuando Jabez nos la alquiló, y no parecía que tuviera ningún agujero. Las tablas de la proa y la popa estaban perfectamente secas.
Las tablas de la proa. Y la popa.
—Terence… —dije.
—Profesor Peddick —empezó Terence con voz estrangulada—. ¿Qué ha pasado con nuestras cosas?
—¿Cosas? —respondió despistado el profesor Peddick.
—El equipaje. El portamanteo de Ned y las cestas y…
—Ah —dijo el profesor—. Están debajo de la Salix babylonica, al otro lado de la isla. Suban. Les cruzaré como Caronte a las almas por la laguna Estigia.
Subí y ayudé a Terence a que lo hiciera Cyril, apoyando sus patas delanteras en la borda mientras Terence le alzaba las patas traseras y luego subía él también.
—Maravillosos fondos de grava —comentó el profesor Peddick, y empezó a remar—. El lugar perfecto para los barbos. Montones de jejenes y moscas. He capturado una trucha con una agalla roja. ¿Tiene una red, St. Trewes?
—¿Una red?
—Para pescarla a la rastra. No quiero poner en peligro la boca usando un anzuelo.
—En realidad no tenemos tiempo para pescar —dijo Terence—. Tenemos que volver a cargar la barca rápidamente y luego regresar.
—Tonterías. He encontrado un lugar perfecto para acampar.
—¿Acampar? —se escandalizó Terence.
—Es absurdo volver a casa y luego tener que regresar. Los leuciscos pican mejor al atardecer.
—Pero ¿qué hay de su hermana y su acompañante? —Terence sacó el reloj de bolsillo—. Son casi las cinco. Si nos marchamos ahora, podremos recibir el tren.
—No hace falta —dijo él—. Un alumno mío ya ha ido a recibirlas.
—Yo soy ese alumno, profesor.
—Tonterías. Ese alumno recorría el Támesis en barca mientras yo trabajaba en… —Miró a Terence a través de sus quevedos—. Por Júpiter, es usted.
—Vi llegar el tren de las 10.55 —dijo Terence—, pero su hermana y su acompañante no estaban en él; deben de haber venido en el de las 3.18.
—No vinieron —dijo él, contemplando el agua—. Buena hierba para las percas.
—Sé que su hermana no vino —insistió Terence—, pero si llegó a las 3.18…
—Mi hermana no —dijo él, subiéndose la manga de su toga y metiendo la mano en el agua—. Su acompañante. Se fugó y se casó.
—¿Se casó? —pregunté. La mujer del andén había dicho que alguien se había casado.
—A pesar de los mejores esfuerzos de mi hermana. Lo conoció en la iglesia. Clásico ejemplo de acción individual. La historia es un personaje. Trajo a mi sobrina, en cambio.
—¿Su sobrina?
—Una chica encantadora. —Sacó un pedazo viscoso de hierba marrón goteante—. Maravillosa etiquetando especímenes. Lástima que no estuviera usted allí para recibirlas cuando llegaron, la habría conocido.
—Estuve allí, pero ellas no —puntualizó Terence.
—¿Está seguro? —El profesor Peddick me tendió la hierba—. La carta de Maudie era bastante clara en lo referente a la hora. —Se palpó los bolsillos de la chaqueta.
—¿Maudie? —dije yo, esperando haber oído mal.
—Le pusimos el nombre de su pobre madre, Maud —respondió él, mirándome a través de sus quevedos—. Habría sido una buena naturalista de haber nacido chico. Seguramente perdí la carta cuando Overforce trató de asesinarme. Seguro que eran las 10.55. Pero podría haber sido el tren de mañana. ¿Qué día es hoy? Ah, ya estamos aquí, llegamos por fin al paraíso, «los Campos Elíseos, en los confines de la tierra, donde se halla el rubio Radamento».
La barca golpeó la orilla con una sacudida lo suficientemente fuerte para despertar a Cyril, pero no era nada comparado con la sacudida que acababa de recibir yo. Maud. Yo había hecho que Terence se perdiera el encuentro con las «enlutadas de edad». De no haber sido por mí, la hermana y la sobrina del profesor Peddick habrían seguido sentadas en el andén esperando a Terence cuando él llegó. Y si yo no le hubiera dicho que nadie de esa descripción había bajado del tren, se habría encontrado con ellas camino de Balliol. Pero él había dicho «enlutadas de edad». Había dicho que eran «absolutamente antediluvianas».
—¿Puedes coger la cuerda, Ned? —dijo Terence, empujando hacia la orilla la proa de la barca.
Los encuentros casuales son notablemente fundamentales en el complejo y caótico curso de la historia.
Lord Nelson y Emma Hamilton. Enrique VIII y Ana Bolena. Crick y Watson. John Lennon y Paul McCartney. Y se suponía que Terence tenía que recoger a Maud en la estación de Oxford.
—¿Ned? —dijo Terence—. ¿Puedes coger la cuerda?
Di un paso de gigante en la arena fangosa con la cuerda y até la barca, diciéndome que aquello era lo último que debería estar haciendo.
—¿No sería mejor que fuéramos ahora mismo a Oxford a recoger a su sobrina? Y su hermana —añadí. No estarían en la estación, pero al menos habríamos ido a recibirlas—. Podemos dejar el equipaje aquí y volver por él. Dos damas, viajando solas. Necesitarán a alguien que se encargue de sus maletas.
—Tonterías —dijo el profesor Peddick—. Maudie es perfectamente capaz de ordenar que le manden el equipaje y pedir un coche que las lleve al hotel. Es enormemente sensata. No es tonta como otras muchachas. Le gustará a usted, St. Trewes. ¿Tienen algún gusano? —preguntó, y se internó entre los sauces.
—¿No puedes convencerlo? —le dije a Terence.
Él sacudió la cabeza.
—No cuando se trata de peces. O de historia. Lo mejor que podemos hacer es acampar antes de que oscurezca. —Se acercó al lugar donde nuestras cajas y maletas estaban apiladas bajo un gran sauce y empezó a rebuscar entre ellas.
—Pero su sobrina…
—Ya lo has oído. Sensata. Inteligente. Su sobrina es probablemente una de esas terribles muchachas modernas que tiene opinión propia y piensan que las mujeres deberían ir a Oxford. —Sacó una cazuela y varias latas—. Una chica de lo más desagradable. No como la señorita Mering, tan hermosa e inocente.
«Y tonta», pensé yo. Y él no tendría que haberla conocido. Tendría que haber conocido a Maud. El profesor Peddick le había dicho que le gustaría, y a mí no me cabía duda, con esos ojos oscuros y aquel rostro tan dulce. Pero mi aspecto parecía sospechoso, y Verity había actuado sin pensar, y ahora Terence y Tossie, que de otro modo no se habrían conocido jamás, planeaban citarse, y quién sabía qué complicaciones causaría eso.
—La veremos por la mañana, de todas formas —dijo Terence, cortando el pastel de carne—. Cuando llevemos de vuelta al profesor Peddick.
La vería por la mañana. Los sistemas caóticos tienen redundancias e interferencias y bucles de realimentación, así que el efecto de algunos acontecimientos no se multiplica enormemente sino que se cancela. «Al no verte en un lugar, te encuentro en otro». Terence se había perdido conocer a Maud hoy, pero la conocería mañana. Y, de hecho, si regresábamos esta noche tal vez sería demasiado tarde y la hermana del profesor Peddick no recibiría visitas, y se perdería el encuentro otra vez. Pero mañana por la mañana, ella llevaría un bonito vestido, y Terence se olvidaría de Muchings End y le pediría a Maud que lo acompañara a Port Meadow a una merienda campestre.
Si estaba realmente destinado a conocerla. Y la hermana del profesor Peddick bien podría haber pensado que el mozo de equipajes parecía sospechoso o sentido una corriente de aire y alquilado un cabriolé antes de que Terence llegara, aunque yo no hubiera estado allí. Y Terence, en su prisa por alquilar una barca, se habría marchado de todas formas al puente Folly sin conocerla siquiera. A decir de T. J., el sistema tenía capacidad de autocorrección.
Y Verity tenía razón. Princesa Arjumand había sido devuelta. La incongruencia, si alguna vez la hubo, había sido reparada, y yo debería estar descansando y recuperándome, lo que significaba comida y sueño, en ese orden. Terence extendía una manta y colocaba platos de latón y tazas sobre ella.
—¿Qué puedo hacer para ayudar? —dije, sintiendo que la boca se me hacía agua. ¿Cuándo había comido por última vez? Una taza de té y una tarta de piedra en la Venta de Trabajo por la Victoria del Instituto de las Mujeres era cuanto recordaba. Y de eso haría al menos dos días y cincuenta y dos años.
Terence rebuscó en la bolsa y sacó una col y un limón grande.
—Extiende las mantas. Dos de nosotros dormiremos en la barca, el otro en la orilla. Y si encuentras los cubiertos y la cerveza, sácalos.
Fui y saqué las mantas y empecé a extenderlas. La isla pertenecía al parecer al sacristán de Iffley. Había carteles pegados casi en cada árbol y en un montón de estacas dispersas por toda la orilla. «Prohibido el paso», «No pasar», «Isla privada», «Se disparará a los intrusos», «Aguas privadas», «Prohibidas las barcas», «Prohibido pescar». «Prohibido verter residuos», «Prohibido acampar», «Prohibido merendar», «Prohibido desembarcar».
Rebusqué entre las cajas de Terence y encontré un puñado de utensilios de aspecto peculiar. Escogí los que más me parecieron cucharas, cuchillos y tenedores, y los saqué.
—Me temo que vamos bastante escasos —se disculpó Terence—. Pretendía parar para conseguir provisiones por el camino, así que tendremos que apañárnoslas. Dile al profesor Peddick que la cena está servida, por poca que sea.
Cyril y yo fuimos y encontramos al profesor Peddick inclinado precariamente sobre el agua, y lo trajimos.
La cena escasa de Terence consistía en pastel de cerdo, pastel de ternera, roast beef frío, un jamón, pepinillos, huevos escalfados, remolacha, queso, pan y mantequilla, cerveza de jengibre, y una botella de oporto. Posiblemente era la mejor comida que había tomado en mi vida.
Terence le dio a Cyril los últimos restos de roast beef y cogió una lata.
—¡Maldición! —dijo—. Se me ha olvidado el abrelatas y había traído una lata de…
—Piña —dije yo, sonriendo.
—No —contestó él, mirando la etiqueta—, melocotones.
Se inclinó sobre la maleta.
—Pero tal vez haya una lata de piña por alguna parte. Aunque supongo que sabrá igual sin un abrelatas.
«Podríamos intentar abrirla con el bichero», pensé, sonriendo para mí. Eso era lo que habían hecho en Tres hombres en una barca. Y casi mató a George. Fue su sombrero de paja lo que lo salvó.
—Tal vez conseguiríamos abrirla con una navaja —dijo Terence.
—No —contesté. Habían probado con una navaja antes de hacerlo con el bichero. Y con un par de tijeras y un palo y una piedra grande—. Tendremos que pasarnos sin ella —dije sabiamente.
—Oye, Ned, ¿no tendrás un abrelatas en tu equipaje, no?
Conociendo a Finch, probablemente lo tenía. Descrucé las piernas, que se me habían quedado dormidas, me acerqué a los sauces y rebusqué en el equipaje.
La bolsa de tela contenía tres camisas sin cuello, un conjunto de ropa de noche demasiado pequeña para mí y un sombrero hongo demasiado grande. Menos mal que sólo iba a ir al río.
Probé con la maleta. Fue más prometedora. Contenía varias cucharas grandes y una amplia gama de utensilios, incluido uno con una hoja que parecía una cimitarra y otro con dos asas grandes y un tambor giratorio lleno de agujeros. Era posible que alguno fuera un abrelatas. O alguna especie de arma.
Cyril se acercó a ayudarme.
—No sabrás cómo es un abrelatas, ¿verdad? —le pregunté, sosteniendo por el mango una larga parrilla plana.
Cyril miró en la bolsa y luego se acercó y olisqueó la cesta cubierta.
—¿Está ahí? —desaté las correas que sujetaban la tapa y abrí la cesta.
Princesa Arjumand me miró con sus ojos grises y bostezó.