Non semper ea sunt quae videntur.
(Las cosas no son siempre lo que parecen).
FEDRO
Una rosa inglesa - Volantes - Cyril vigila la barca - Un mensaje del Más Allá - Disfrutando del paisaje - Un mayordomo - Signos y Portentos - En un patio de iglesia - Una revelación - Un alias - Un diario empapado - Jack el Destripador - Un problema - Moisés en las zarzas - Más alias - Un desarrollo todavía más inesperado
Lo sé, dije que la náyade era la criatura más hermosa que jamás había visto, pero iba mojada y sucia, y aunque parecía surgida de un estanque prerrafaelita, era inconfundiblemente del siglo veintiuno. Igual que la criatura del puente era inconfundiblemente del diecinueve. Ninguna historiadora, no importaba lo casualmente que se sujetara las faldas blancas con una mano enguantada, no importaba cuán erecta se alzara su cabeza sobre el cuello aristocrático, podía esperar reproducir el aire de quietud, de despejada inocencia de la muchacha del puente. Era como una delicada flor capaz de crecer solamente en un momento determinado, adaptada sólo al selecto entorno de finales de la época victoriana: la flor intacta, la rosa inglesa floreciente, el ángel de la casa. Se extinguiría al cabo de sólo un puñado de años, sustituida por la chica ciclista con pantalones, la flapper fumadora y la sufragista.
Una terrible melancolía me barrió. Nunca sería mía. Allí de pie con su parasol blanco y su tranquila mirada verdosa: la imagen de la juventud y la belleza, hacía mucho que se había casado con Terence. Hacía mucho que había muerto y la habían enterrado en un patio de iglesia como el que había en la cima de la colina.
—¡A babor! —dijo Terence—. ¡No, a babor!
Remó rápidamente hacia el costado del puente, donde había varias estacas, presumiblemente para atar la barca.
Agarré la cuerda, salté al resbaladizo barro y pasé la cuerda alrededor de la estaca.
Terence y Cyril ya habían bajado de la barca y subían la empinada cuesta hacia el puente.
Hice un nudo de aspecto muy torpe, deseando que Finch hubiera incluido una cinta subliminal sobre lazos marineros, y que hubiera algún modo de asegurar la barca.
Aquello era la época victoriana, me recordé, cuando la gente podía confiar en los demás y el apuesto joven de provecho se llevaba a la chica. «Probablemente ya la está besando en el puente».
No lo estaba haciendo. Se hallaba de pie en la orilla fangosa, mirando vagamente alrededor.
—No la veo —dijo, mirando directamente a la visión—, pero su prima está aquí y allí está el cabriolé. —Señaló un carruaje descubierto que esperaba en la colina, junto a la iglesia—. Así que debe estar todavía aquí. ¿Qué hora es? —Sacó su reloj para comprobarlo—. No creo que hayan enviado a su prima para decirle que no quiere verme. Si ella… —dijo, y sonrió de oreja a oreja.
Una muchacha vestida con volantes apareció en la orilla, sobre nosotros. Su vestido blanco llevaba volantes en la falda y volantes en el canesú y volantes en las mangas. Su parasol también tenía volantes en los bordes, al igual que sus guantecitos blancos, y todos los volantes se movían como banderas llevadas a la batalla. Aunque no llevaba ningún volante en el sombrero, para compensar lucía un puñado de aleteantes lazos rosa, y su pelo se agitaba y enroscaba bajo el sombrero con cada soplo de brisa.
—Mira, prima, ahí está el señor St. Trewes —dijo, y empezó a bajar la cuesta, poniendo todo su entorno en movimiento—. ¡Te dije que vendría!
—Tossie —reprobó la visión de blanco. Pero Tossie ya corría por el sendero, levantándose las faldas lo suficiente para revelar los tobillos de unos piececitos diminutos calzados con botas blancas, dando saltitos atrevidos.
Llegó a la orilla y se detuvo (es un decir). Agitó las pestañas al mirarnos, y se dirigió a Cyril.
—¿Ha venido a ver a su Tossie el querido perrito? ¿Sabía que su Tossie echaba de menos al dulce Cyril?
Cyril parecía anonadado.
—Ha sido buenecito, ¿verdad? —canturreó Tossie—. Pero su amo ha sido un chico malo. No venía y no venía.
—Nos retrasamos —intervino Terence—. El profesor Peddick…
—Tossie temía que tu lento amito se hubiera olvidado de ella, ¿verdad, Cyril?
Cyril le dirigió a Terence una mirada de resignación y avanzó para que le acariciara la cabeza.
—¡Oh! ¡Oh! —dijo Tossie, y de algún modo consiguió que sonara exactamente igual que como yo lo había visto escrito en las novelas victorianas—. ¡Oh!
Cyril se detuvo, confuso. Miró a Terence, y luego siguió avanzando.
—¡Perro malo, maloso! —dijo Tossie, y frunció los labios en una serie de grititos—. Esta horrible criatura me estropeará el vestido. Es de muselina de seda. —Apartó las faldas de él—. Papi me lo compró en París.
Terence dio un paso adelante y agarró a Cyril por el cuello. Cyril, de todas formas, ya había retrocedido.
—Has asustado a la señorita Mering —lo riñó severamente y agitó un dedo ante él—. Pido disculpas por la conducta de Cyril, y por mi tardanza. Ha estado a punto de haber un ahogamiento y hemos tenido que salvar a mi tutor.
Entonces llegó la prima.
—Hola, Cyril —dijo amablemente, y se agachó a rascarlo detrás de las orejas—. Hola, señor St. Trewes. Cuánto me alegro de volver a verlo. —Su voz era suave y culta, sin sombra de ñoñerías infantiles—. ¿El hecho de que esté usted aquí significa que ha encontrado a Princesa Arjumand?
—Sí, díganos —lo instó Tossie—. ¿Ha encontrado a mi pobre Juju perdida?
—Ay, no —respondió Terence—, pero pretendemos continuar la búsqueda. Éste es el señor Henry. Señor Henry: la señorita Mering, la señorita Brown.
—¿Cómo están ustedes, señorita Mering, señorita Brown? —dije yo, llevándome la mano al sombrero tal como indicaban los subliminales.
—El señor Henry y yo hemos alquilado una barca —señaló el pie del puente, donde la proa de la barca apenas era visible—, y pretendemos explorar cada pulgada del Támesis.
—Es muy bueno por su parte —dijo la señorita Brown—, pero no tengo ninguna duda de que cuando regresemos a casa esta tarde, encontraremos que ha regresado sana y salva.
—¿A casa? —dijo Terence, agobiado.
—¡Sí! —exclamó Tossie—. Vamos a regresar a Muchings End esta noche. Mamá ha recibido un mensaje diciendo que hacemos falta allí.
—Espero que no haya sucedido ninguna desgracia que las requiera en casa.
—Oh, no —aseguró Tossie—, no era un mensaje de ese tipo. Es del Más Allá. Decía: «Regresa a Muchings End para esperar tu feliz destino». Así que mamá está decidida a volver de inmediato. Tomaremos el tren esta tarde.
—Sí —dijo la señorita Brown—. Tenemos que volver con madame Iritosky. —Extendió una mano enguantada—. Gracias por su amabilidad al buscar a Princesa Arjumand. Encantada de haberlo conocido, señor Henry.
—Oh, pero no tenemos que volver ahora mismo, prima Verity —protestó Tossie—. Nuestro tren no sale hasta las seis y media. Y el señor St. Trewes y el señor Henry no han visto la iglesia.
—Hay un largo camino hasta casa de madame Iritosky —protestó la prima Verity—, y tu madre especificó que debíamos estar de vuelta para el té.
—Tenemos tiempo de sobra. Le diremos a Baine que conduzca muy rápido. ¿No le gustaría ver la iglesia, señor St. Trewes?
—Me encantaría —aseguró fervoroso Terence. Cyril trotó feliz entre ellos.
Tossie vaciló.
—¿No debería quedarse Cyril junto a la barca?
—Oh, sí, por supuesto —le dio la razón Terence—. Cyril, tienes que quedarte.
—Podría esperar ante la verja —ofrecí, pero no sirvió de nada. Terence estaba demasiado perdido.
—Quédate, Cyril —ordenó.
Cyril le dirigió la misma mirada que Julio César debió lanzarle a Bruto, y se tumbó en la orilla sin sombra con la cabeza entre las patas.
—No dejes que ningún hombre malo maloso robe la barca —dijo Tossie—. Debes ser un perrito valiente valiente. —Abrió su parasol y empezó a subir por el sendero—. Es una iglesia de lo más monina. Muy rara y anticuada. La gente viene desde muy lejos para verla. Me encanta ver paisajes, ¿a usted no? Mamá ha prometido llevarnos a Hampton Court la semana que viene. —Abrió camino colina arriba charlando con Terence, y la visión y yo los seguimos.
Tossie tenía razón en lo referido a la iglesia y a que la gente venía «desde muy lejos para verla», si los carteles pegados eran alguna indicación. Empezaban al pie de la colina con una pancarta escrita a mano que decía: «No se aparten del camino». Después de ésta venían otras: «Ninguna visita durante los servicios religiosos», «Prohibido pisar el césped» y «Prohibido coger flores».
—Mamá dice que tendremos una sesión espiritista en la Galería de Hampton Court. El espíritu de Catalina Howard deambula por allí, ¿sabe? Fue una de las esposas de Enrique VIII. Tuvo ocho esposas. Baine dice que sólo tuvo seis pero, si eso fuera verdad, ¿por qué iba a llamarse Enrique VIII?
Miré a la señorita Brown, que sonreía amablemente. De cerca era aún más hermosa. Su sombrero tenía un velo, cogido detrás en una cascada de blanco puro sobre su pelo rojizo, y a través de él su piel pálida y sus mejillas sonrosadas parecían casi etéreas.
—Las esposas de Enrique VIII fueron todas decapitadas —decía Tossie—. Yo odiaría que me decapitaran. —Agitó los rizos rubios—. Te cortaban el pelo y te vestían con una horrible camisa lisa sin ningún adorno en absoluto.
«Ni volantes», pensé yo.
—Espero que no sea sólo la cabeza de Catalina Howard —dijo ella—. A veces lo es, ¿sabe?, no el espíritu entero. Cuando Nora Lyon vino a Muchings End, materializó una mano fantasma. Tocó el acordeón. —Miró tímidamente a Terence—. ¿Sabe qué me dijeron los espíritus anoche? Que conocería a un desconocido.
—¿Qué más le dijeron? —preguntó Terence—. Que era alto, moreno y guapo, supongo.
—No —respondió ella, completamente seria—. Escribieron «Cuidado» y después la letra «c». Mamá pensó que era un mensaje sobre Princesa Arjumand, pero creo que se refería al mar, sólo que estamos bastante lejos, así que debe de significar que el desconocido llegará por el río.
—Cosa que yo he hecho —dijo Terence, abstraído.
Nos acercábamos a la cima de la colina. Un carruaje descubierto esperaba con su conductor vestido para la ocasión: frac y pantalones a rayas. El hombre leía un libro y el caballo mordisqueaba aburrido la hierba. Me sorprendió que no hubiera un cartel de prohibido aparcar.
Cuando nos acercamos, el conductor cerró el libro y se enderezó.
—Temía que no fuera a venir después de todo —dijo Tossie, pasando junto al carruaje sin dirigir siquiera una mirada al conductor—. El chico de madame Iritosky tenía que habernos traído, pero estaba en trance y mamá no nos dejó venir en cabriolé solas. Y entonces fue cuando pensé: «Baine puede llevarnos». Es nuestro nuevo mayordomo. Mamá se lo robó a la señora Chattisbourne, quien se enfadó terriblemente. Los buenos mayordomos son tan difíciles de encontrar…
Eso explicaba los pantalones a rayas y la postura envarada: la cinta de Finch lo dejaba muy claro. Los mayordomos no conducían carruajes. Lo miré. Era más joven de lo que esperaba, y más alto, con una expresión algo abotargada, como si no hubiera dormido lo suficiente. Me puse en su lugar. Yo me sentía como si llevaba siglos despierto.
Según las cintas de Finch, los mayordomos tenían que poner cara de póquer. Éste, sin embargo, parecía claramente preocupado por algo. Me pregunté qué sería. ¿Aquella salida o la perspectiva de trabajar para alguien que pensaba que Enrique VIII tuvo ocho esposas? Traté de echarle una mirada a su libro mientras pasábamos La revolución francesa, de Carlyle.
—No me gusta nuestro mayordomo —dijo Tossie, como si él no estuviera allí—. Siempre está enfadado.
Al parecer a la prima Verity tampoco le gustaba. Siguió mirando al frente mientras pasábamos. Saludé con un ademán al mayordomo y me llevé la mano al sombrero. El recogió el libro y siguió leyendo.
—Nuestro último mayordomo era mucho más agradable. Lady Hall nos lo robó cuando vino de visita. ¡Imagínese, mientras se alojaba bajo nuestro techo! Papá dice que no se debería permitir a los criados leer libros. Estropea su fibra moral. Y les da ideas.
Terence abrió la cancela de la iglesia. Colgaba de ella un cartel que decía: «Cierren al salir».
Tossie y él se acercaron a la puerta. Estaba cubierta de carteles: «Ninguna visita después de las cuatro», «Ningún visitante durante los servicios», «No se permiten fotografías o daguerrotipos», «Para recabar ayuda contacten con el señor Egglesworth, sacristán, Harwood House; no molestar salvo en caso de EMERGENCIA». Me sorprendió que las Noventa y Nueve Objeciones de Lutero no estuvieran allí también.
—¿No es mona la iglesia? —dijo Tossie—. Mire esos dulces zigzags tallados en la puerta.
Los reconocí incluso sin las cintas como adornos del siglo doce, resultado de haber pasado los últimos meses en la catedral de lady Schrapnell.
—Arquitectura normanda —sentencié.
—Me encantan las iglesias anticuadas —dijo Tossie, ignorándome—. Son mucho más sencillas que las modernas.
Terence abrió la sencilla y anticuada puerta cubierta de carteles. Tossie cerró el parasol y entró. Terence la siguió, y yo esperé a que lo hiciera la prima Verity. Las cintas de Finch decían que jamás se permitía que las jóvenes victorianas fueran a ninguna parte sin carabina, y yo había asumido que la prima Verity, por mucha visión que fuera, era esa carabina. Desde luego, no había parecido muy satisfecha en la orilla del río, y la iglesia estaría poco iluminada y llena de oportunidades pecaminosas.
Y quedaba claro por el cartel de la puerta que el sacristán no estaba dentro. Pero la señorita Brown no dirigió ni una sola mirada a la puerta medio abierta o a la oscuridad en sombras del interior. Abrió la verja de hierro, que adornada con un cartel que rezaba. «No escupir», y se dirigió al patio de la iglesia.
Caminó en silencio entre las tumbas, junto a varios carteles que nos ordenaban que no cogiéramos flores o nos apoyáramos en las lápidas, y pasó junto a un obelisco ladeado, contra el cual obviamente se había apoyado alguien.
Traté de pensar qué se le decía a una joven dama victoriana cuando estabas a solas con ella. Las cintas de Finch no me habían dado ninguna indicación sobre los temas adecuados de conversación entre un joven caballero y una dama que acaban de conocerse.
Nada de política, puesto que yo no tenía ni idea de qué pasaba en 1889, y se suponía que las jóvenes damas no debían ocupar sus lindas cabecitas con asuntos de gobierno. Y nada de religión, ya que Darwin era aún demasiado controvertido. Traté de recordar qué decía la gente en las obras victorianas que había visto representar, que no eran otras que El admirable Crichton y La importancia de llamarse Ernesto. Asuntos de clase y epigramas agudos. Un mayordomo con ideas no era nada popular en esta zona, y no se me ocurría ningún epigrama agudo. Además, el humor está siempre cargado de peligro.
Ella había alcanzado la última de las lápidas y me miraba, expectante.
El tiempo. Pero ¿cómo dirigirme a ella? ¿Señorita Brown? ¿Señorita Verity? ¿Milady?
—Bien —dijo, impaciente—. ¿La devolvió ya?
No era exactamente la frase que yo esperaba.
—¿Usted perdone?
—Baine no le vio, ¿verdad? —dijo ella—. ¿Dónde la ha dejado?
—Me temo que me ha confundido con otra persona…
—No pasa nada —dijo, mirando hacia la iglesia—. No nos oyen. Dígame exactamente qué ocurrió cuando la devolvió a través de la red.
Yo debía de estar sufriendo algún tipo de recaída en mi vértigo transtemporal. Nada de todo aquello tenía sentido.
—No la ahogó, ¿verdad? —dijo ella, enfadada—. El prometió que no iba a dejar que se ahogara.
—¿Que se ahogara quién?
—La gata.
Aquello era peor que hablar con la enfermera del hospital.
—¿La gata? ¿Se refiere usted… a la gatita perdida de Tossie… la señorita Mering? ¿A Princesa Arjumand?
—Claro que me refiero a Princesa Arjumand. —Frunció el ceño—. ¿No se la dio el señor Dunworthy?
—¿El señor Dunworthy? —me la quedé mirando, boquiabierto.
—Sí. ¿No le dio la gata para que la trajera a través de la red?
Vi un primer rayo de luz.
—Usted es la náyade del despacho del señor Dunworthy —dije, maravillado—. Pero es imposible. Se llamaba Kindle.
—Así me llamo. Señorita Brown es mi nombre contemporáneo. Los Mering no tienen parientes llamados Kindle, y se supone que soy prima segunda de Tossie.
La claridad iba en aumento.
—Usted es la calamidad que trajo algo a través de la red.
—La gata —dijo ella, impaciente.
Una gata. Por supuesto. Eso tenía mucho más sentido que un taxi o una rata. Y explicaba la peculiar mirada que me dirigió el señor Dunworthy cuando mencioné el abanico de lady Windermere.
—Fue una gata lo que trajo usted a través de la red —dije—. Pero eso es imposible. No se pueden traer cosas a través de la red.
Ahora era ella la que estaba boquiabierta.
—¿No sabía lo de la gata? Pero si creía que iban a enviarla con usted.
Y yo me pregunté inquieto si eso pretendían. Finch me había dicho que esperara cuando estaba allí de pie en la red. ¿Había ido a recoger la gata y yo hice el salto antes de que pudiera dármela?
—¿Le dijeron que iban a enviarla conmigo? —pregunté.
Ella sacudió la cabeza.
—El señor Dunworthy se negó a decirme nada. Me dijo que ya había causado suficientes problemas. No quería que complicara más las cosas. Supuse que era usted porque lo vi en el despacho del señor Dunworthy.
—Fui allí para hablar con él sobre mi vértigo transtemporal —expliqué—. El doctor me prescribió dos semanas de descanso en cama, así que el señor Dunworthy me envió para eso.
—¿A la época victoriana? —Parecía divertida.
Asentí.
—No podía quedarme en Oxford a causa de lady Schrapnell…
Pareció aún más divertida.
—¿Le envió aquí para que escapara de lady Schrapnell?
—Sí —dije yo, alarmado—. No está aquí, ¿verdad?
—No exactamente. Si no tiene usted la gata, ¿sabe con quién la han enviado?
—No —contesté, tratando de recordar la conversación del laboratorio. «Contacta con alguien», había dicho el señor Dunworthy. Ahora lo recordé. Había dicho: «Contacta con Andrews».
—Dijeron algo sobre contactar con Andrews —dije.
—¿Les oyó decir algo más? ¿Cuándo le enviaron? ¿Dijeron si funcionó el salto?
—No, pero me pasé dormido gran parte del tiempo. A causa del vértigo transtemporal.
—¿Cuándo oyó exactamente mencionar a Andrews?
—Esta mañana, cuando estaba esperando mi salto.
—¿Cuándo lo realizó usted?
—Esta mañana. A las diez.
—Entonces eso lo explica —dijo ella, aliviada—. Cuando volví, me preocupé al ver que Princesa Arjumand no estaba aquí. Temí que algo hubiera salido mal y que enviarla de vuelta a través de la red no hubiera funcionado, o que Baine la hubiera encontrado y la hubiera tirado al agua otra vez. Y cuando la señora Mering insistió en venir a Oxford a consultar a madame Iritosky sobre su desaparición y apareció su joven, me preocupé de veras. Pero todo va bien. Obviamente la enviaron después de que partiéramos para Oxford, y la visita fue buena cosa. Nos quitó a todos de en medio para que nadie viera cómo era devuelta, y Baine está aquí, así que no puede ahogarla antes de que regresemos. El salto debe haber tenido éxito o usted no estaría aquí. El señor Dunworthy dijo que suspendería todos los saltos al siglo diecinueve hasta que la gata fuera devuelta. Así que todo va bien. El experimento del señor Dunworthy funcionó. Princesa Arjumand estará allí esperando cuando volvamos, y no hay nada de qué preocuparse.
—Espere —dije, completamente confundido—. Creo que debe usted empezar por el principio. Siéntese.
Señalé un banco de madera con un cartel: «No estropear». Junto a él había un corazón tallado atravesado con una flecha; debajo decía: «Violet y Harold, 1859.» Ella se sentó, arreglando con gracia su falda blanca alrededor.
—Muy bien —empecé yo—. Trajo usted una gata a través de la red.
—Sí. Yo estaba en el lugar del salto, justo detrás de unos matorrales, a punto para una recogida en diez minutos. Acababa de venir de informar al señor Dunworthy, y vi a Baine, que es el mayordomo, llevando a Princesa Arjumand…
—Espere. ¿Qué estaba usted haciendo en la época victoriana?
—Lady Schrapnell me envió a leer el diario de Tossie. Pensó que podría haber allí alguna pista sobre el paradero del tocón del pájaro del obispo.
Por supuesto. Tendría que haber sabido que todo esto tenía algo que ver con el tocón del pájaro del obispo.
—Pero ¿qué tiene que ver Tossie con el tocón del pájaro del obispo? —Tuve un horrible presentimiento—. Por favor, dígame que no es la tatara-tatarabuela.
—Tatara-tatara-tatarabuela. Éste es el verano en que ella fue a Coventry, vio el tocón del pájaro del obispo…
—… y eso cambió su vida para siempre.
—Un acontecimiento al que se refirió repetidamente y en gran detalle en los voluminosos diarios que llevó durante el resto de su vida, y que lady Schrapnell leyó hasta obsesionarse con reconstruir la catedral de Coventry e hicieron que su vida cambiara para siempre.
—Y las nuestras —dije yo—. Pero si leyó los diarios, ¿por qué tuvo que enviarla a usted a 1889 para leerlos?
—El volumen en el que Tossie registró originariamente la experiencia que cambió su vida, el que Tossie escribió en el verano de 1889, está muy deteriorado por una mancha de agua. Lady Schrapnell puso a un equipo de forenses a trabajar en él, pero sólo ha conseguido progresos limitados, así que me envió a leerlo sobre la marcha.
—Pero si se refería al tema en gran detalle en los otros diarios…
—No decía exactamente cómo cambió su vida o en qué fecha fue allí, y lady Schrapnell piensa que el volumen tal vez contiene otros detalles importantes. Por desgracia, o quizá debería decir por fortuna ya que Tossie escribe igual que habla, mantiene su diario bajo llave, mejor guardado que las joyas de la corona, y hasta ahora no he podido echarle mano.
—Sigo confundido —dije yo—. El tocón del pájaro del obispo no desapareció hasta 1940. ¿Qué valor tiene un diario escrito en 1889?
—Lady Schrapnell piensa que puede contener una pista sobre quién lo donó a la iglesia. Los archivos de donativos de la catedral de Coventry se quemaron durante el bombardeo. Piensa que, fuera quien fuese el que lo donó, o sus descendientes, podrían habérselo llevado para ponerlo a salvo al principio de la guerra.
—Quien lo donó, probablemente trataba de deshacerse de él.
—Lo sé. Pero ya conoce a lady Schrapnell: «Ninguna piedra sin remover». Así que llevo unas dos semanas siguiendo a Tossie, esperando que deje su diario por ahí. O que vaya a Coventry. Tiene que hacerlo pronto. Cuando mencioné Coventry, dijo que nunca había estado allí, y sabemos que fue en algún momento de junio. Pero hasta ahora nada.
—¿Así que secuestró usted su gata y exigió su diario como rescate?
—¡No! Yo volvía de informar al señor Dunworthy y vi a Baine, que es el mayordomo…
—Que lee libros.
—Que es un maníaco homicida. Llevaba a Princesa Arjumand y, cuando llegó a la orilla del río, un mes de junio perfecto. Las rosas han sido muy hermosas.
—¿Qué? —dije yo, desorientado otra vez.
—¡Y los caquis! ¡La señora Mering tiene un árbol de caquis tan pintoresco!
—Usted disculpe, señorita Brown —dijo Baine, apareciendo de la nada. Hizo una inclinación de cabeza.
—¿Qué ocurre, Baine? —preguntó Verity.
—Es la gatita de la señorita Mering, señora —dijo, incómodo—. Me preguntaba si el hecho de que el señor St. Trewes esté aquí significa que la ha localizado.
—No, Baine —dijo ella, y la temperatura pareció bajar varios grados—. Princesa Arjumand sigue desaparecida.
—Estaba preocupado —dijo él, y volvió a inclinarse—. ¿Desea que traiga ya el carruaje?
—No —respondió ella, gélida—. Gracias, Baine.
—La señora Mering pidió que volvieran a tiempo para el té.
—Soy consciente de eso, Baine. Gracias.
Él vaciló.
—Hay media hora de trayecto hasta la casa de madame Iritosky.
—Sí, Baine. Eso será todo —dijo, y lo contempló hasta que casi había llegado al carruaje antes de estallar—. ¡Asesino a sangre fría! «Me preguntaba si el señor St. Trewes había encontrado la gata». Sabe perfectamente bien que no lo ha hecho. ¡Y dice que está preocupado! ¡Monstruo!
—¿Está usted segura de que trataba de ahogarla?
—Claro que estoy segura. La arrojó lo más lejos que pudo.
—Tal vez sea una costumbre contemporánea. Recuerdo haber leído que ahogaban a los gatos en la época victoriana. Para reducir la población, nada menos.
—Era a los gatitos recién nacidos, no a los gatos adultos. Y no a las mascotas. Princesa Arjumand es lo que Tossie más ama en el mundo, aparte de ella misma. Los gatitos que ahogan son de granja, no mascotas. El granjero que vive cerca de Muchings End mató una camada la semana pasada: los metió en un saco cargado de piedras y los lanzó al estanque, cosa que es una barbaridad pero no maliciosa. Esto sí fue malicioso. Cuando Baine la hubo arrojado al agua, se frotó las manos y regresó a la casa sonriendo. Es evidente que pretendía ahogarla.
—Pensé que los gatos sabían nadar.
—No en medio del Támesis. Si yo no hubiera hecho algo, la habría barrido la corriente.
—La Dama de Shalott —murmuré.
—¿Qué?
—Nada. ¿Por qué querría asesinar a la gata de su ama?
—No lo sé. Tal vez tiene algo contra los gatos. O tal vez no son sólo contra los gatos y todos seremos asesinados en nuestra cama una noche de éstas. Tal vez sea Jack el Destripador. Actuaba en 1889, ¿no? Y nunca averiguaron su auténtica identidad. Todo lo que sé es que no pude quedarme allí y ver cómo Princesa Arjumand se ahogaba. Pertenece a una especie extinguida.
—¿Así que se tiró al agua y la salvó?
—Me metí en el agua —dijo ella, a la defensiva— y la cogí y la llevé de vuelta a la orilla; pero en cuanto lo hice me di cuenta de que ninguna dama victoriana habría chapoteado así. Ni siquiera me había quitado los zapatos. No pensé. Sólo actué. Me metí en la red y se abrió —dijo—. Sólo intentaba quitarme de la vista. No pretendía causar un problema.
Un problema. Había hecho algo que la teoría temporal definía como imposible. Y era probable que hubiera causado una incongruencia en el continuum. No era extraño que el señor Dunworthy le formulara a Chiswick todas aquellas preguntas y torturara al pobre T. J. Lewis. Vaya problema.
Un abanico era una cosa, una gata viva era otra. Y ni siquiera un abanico tendría que haber pasado. Darby y Gentilla lo habían demostrado cuando los viajes en el tiempo se inventaron por primera vez. Construyeron la red como un barco pirata para saquear los tesoros del pasado. Lo probaron con todo: desde la Monna Lisa hasta la tumba de Tutankamón. Cuando eso no funcionó se dedicaron a asuntos más mundanos, como el dinero. Pero nada excepto partículas microscópicas atravesaba la red. Cuando trataban de llevarse algo, aunque fuese medio penique o un tenedor de pescado de su propio tiempo, la red se negaba a abrirse. Tampoco dejaba pasar gérmenes, ni radiación, ni balas perdidas, cosa por la que Darby y Gentilla y el resto del mundo deberían estar agradecidos, pero no lo estuvieron particularmente.
Las multinacionales que financiaban a Darby y Gentilla perdieron interés y los viajes en el tiempo pasaron a manos de historiadores y científicos que elaboraron las teorías del deslizamiento y la Ley de Conservación de la Historia para explicarlo. Se aceptaba por principio que si uno trataba de traer algo a través de la red no se abriría. Hasta ahora.
—¿Cuando trató de traer la gata, la red se abrió, así de fácil? —dije yo—. ¿No notó nada fuera de lo común en el salto, ningún retraso o sacudida?
Ella negó con la cabeza.
—Fue como cualquier otro salto.
—¿Y la gata estaba bien?
—Se pasó dormida todo el rato. Se quedó dormida en mis brazos durante el salto y ni siquiera se despertó cuando llegamos al despacho del señor Dunworthy. Al parecer, así afecta el vértigo transtemporal a los gatos: los deja fritos.
—¿Fue usted a ver al señor Dunworthy?
—Por supuesto —dijo ella, a la defensiva—. Le llevé la gata en cuanto advertí lo que había hecho.
—¿Y él decidió tratar de devolverla al pasado?
—Sonsaqué a Finch, y me dijo que iban a comprobar todos los saltos a la época victoriana. Si no había ningún indicio de deslizamiento excesivo, eso significaba que la gata había sido devuelta antes de que su desaparición causara ningún daño, y que iban a enviarla de vuelta.
«Pero hubo un deslizamiento excesivo», pensé, recordando que el señor Dunworthy había interrogado a Carruthers sobre Coventry.
—¿Qué hay de los problemas que tuvimos en Coventry?
—Finch dijo que le parecía que no había relación, que era debido a que Coventry es un punto de crisis histórica. A causa de su conexión con Ultra. Fue la única zona de deslizamiento excesivo. No hubo ninguno en los saltos Victorianos. —Me miró—. ¿Cuánto deslizamiento hubo en su salto?
—Ninguno. Fue justo en el objetivo.
—Bien —dijo ella, y pareció aliviada—. Sólo hubo cinco minutos en el mío cuando regresé. Finch dijo que el primer lugar donde se manifestaría una incongruencia es en el deslizamiento aumen…
—Oh, me encantan los patios de las iglesias —dijo la voz de Tossie, y yo me aparté de Verity de un salto como un amante Victoriano. Verity permaneció serena, abrió el parasol y esperó con calma.
—Son tan deliciosamente rústicas —siguió Tossie, y apareció a la vista, las banderas ondeando—. No como nuestros terribles cementerios modernos.
Se detuvo a admirar una lápida que casi se había caído.
—Baine dice que los patios de las iglesias son insanos, que contaminan el agua, pero encuentro éste maravillosamente limpio. Como un poema. ¿No le parece, señor St. Trewes?
—«Bajo estos viejos olmos que los tejos abrigan —citó Terence, complaciente—, donde el musgo crece en deshechos montones…».
Aquello de los «deshechos montones» parecía confirmar la teoría de Baine, pero ni Terence ni Tossie lo advirtieron; sobre todo Terence, que declamaba:
—«Cada uno en su estrecha celda yacen por siempre, los rudos antepasados del sueño de la aldea».
—Me encanta Tennyson, ¿a ti no, prima? —le dijo Tossie.
—Thomas Gray —la corrigió Verity—. Elegía escrita en el patio de una iglesia.
—Oh, señor Henry, tiene que venir usted a ver el interior —dijo Tossie, ignorándola—. Hay un jarrón decorado que es una ricura. ¿Verdad, señor St. Trewes?
Él asintió vagamente, mirando a Tossie, y vi que Verity fruncía el ceño.
—Tenemos que verlo, de todas todas —insistió la muchacha, y se agarró las faldas con una mano enguantada—. ¿Señor Henry?
—De todas todas —dije yo, ofreciéndole el brazo, y todos entramos en la iglesia pasando frente a un gran cartel que decía: «Se denunciará a los intrusos».
La iglesia estaba helada y olía levemente a madera vieja y misales mohosos. Estaba decorada con recias columnas normandas, un santuario abovedado de estilo inglés arcaico, un rosetón Victoriano, y un gran cartel de «Prohibido entrar en el presbiterio» en la barandilla del altar.
Tossie lo ignoró todo igual que hizo con la pila bautismal normanda y se acercó a un hueco en la pared, frente al pulpito.
—¿No es la cosa más linda que han visto jamás?
No había ninguna duda de que era pariente de lady Schrapnell, ni tampoco de dónde había sacado ésta su gusto; aunque al menos Tossie tenía la excusa de ser victoriana y formar parte de una generación que había construido no sólo la estación de tren de St. Paneras, sino el Albert Memorial.
El jarrón que se encontraba en el nicho parecía ambas cosas, aunque a escala menos grandiosa. Sólo tenía un nivel y ninguna columna corintia. Sin embargo, tenía grecas entrelazadas y un bajorrelieve que podía ser el Arca de Noé o la batalla de Jericó.
—¿Qué se supone que describe? —pregunté yo.
—La matanza de los inocentes —murmuró Verity.
—Es la hija del faraón bañándose en el Nilo —dijo Tossie—. Mire, ahí está la cestita de Moisés asomando entre los cañaverales. Ojalá tuviéramos este jarrón en nuestra iglesia. La iglesia de Muchings End no tiene nada más que un puñado de antiguallas. Es igual que el poema de Tennyson —dijo Tossie, uniendo las manos—. Poema a un ánfora griega.
Y lo último que nos hacía falta era que Terence se pusiera a citar la Oda a una urna griega de Keats. Miré desesperadamente a Verity, tratando de pensar en algo que nos sacara de allí y nos permitiera charlar. ¿La ornamentación del exterior? ¿Cyril? Verity miraba con calma el techo abovedado, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.
—«La belleza es verdad, la verdad belleza —dijo Terence—. Es todo lo que sabemos…».
—¿Crees que estará encantado? —dijo Verity.
Terence dejó de recitar.
—¿Encantado?
—¿Encantado? —se regocijó Tossie, y soltó una versión en miniatura de un grito, una especie de chillidito—. Claro que sí. Madame Iritosky dice que hay ciertos lugares que actúan como portales entre un mundo y el siguiente.
Miré a Verity, pero parecía bastante serena, como si no le preocupara el hecho de que Tossie acabara de describir la red.
—Madame Iritosky dice que a menudo los espíritus deambulan cerca del portal por el que el alma pasa al Más Allá —le explicó Tossie a Terence—. Por eso las sesiones espiritistas fallan tan a menudo, porque no se hacen lo bastante cerca de un portal. Por eso madame Iritosky siempre celebra las sesiones en su casa en vez de acudir a las casas de la gente. Y el patio de una iglesia sería un portal lógico. —Miró el techo y lanzó otro gritito—. ¡Podrían estar aquí con nosotros ahora mismo!
—Supongo que el sacristán sabría de la existencia de algún espíritu —dijo Verity.
«Sí, y pondría un cartel para prohibirle manifestarse», pensé. «Absolutamente ningún ectoplasma».
—¡Oh, sí! —dijo Tossie, y soltó otro de sus grititos—. ¡Señor St. Trewes, tenemos que preguntarle al sacristán!
Salieron por la puerta, consultaron el cartel y se dirigieron hacia Harwood House en busca del sacristán, que sin duda se sentiría encantado de verlos.
—Todo lo que el señor Dunworthy me dijo fue que me enviaba dos horas después de que rescatara a la gata —dijo Verity, continuando la conversación donde la había dejado— y que informara si había algún deslizamiento inusitado o coincidencias curiosas. Supuse que eso significaba que Princesa Arjumand ya estaba de regreso en Muchings End. Pero cuando volví, no estaba allí. Tossie había descubierto su desaparición y puso toda la casa a buscarla. Empecé a preocuparme de que algo hubiera salido mal. Y antes de que pudiera informar al señor Dunworthy y averiguar qué había sucedido, la señora Mering nos trajo a todos a Oxford y Tossie conoció al conde De Vecchio.
—¿El conde De Vecchio?
—Un joven de una de las sesiones espiritistas. Rico, guapo, encantador. Perfecto, de hecho, excepto que su nombre empieza por «v» y no por «c». Le interesa la teosofía —dijo—. También le interesó Tossie. Insistió en sentarse junto a ella a la mesa para cogerle la mano, y le dijo que no tuviera miedo si sentía que le tocaban los pies, que eran sólo los espíritus. Por eso sugerí que diéramos un paseo por el Támesis, para alejarla de él. Entonces Terence llegó remando, y su nombre tampoco empieza por «c». Parecía fascinado por ella. No es que sea raro: todos los jóvenes que conocen a Tossie se emboban con ella. —Me miró por debajo del velo—. Por cierto, ¿y usted por qué no?
—Cree que Enrique VIII tuvo ocho esposas.
—Lo sé, pero pensaba que con su vértigo transtemporal estaría en el estado de la pobre Titania, deambulando y dispuesto a enamorarse de la primera muchacha que viera.
—Que fue usted —dije yo.
Si ella hubiera sido la virginal rosa inglesa que parecía, se habría ruborizado bajo el velo. Pero pertenecía al siglo veintiuno.
—Se recuperará usted —dijo, con el mismo tono de la enfermera—, en cuanto duerma una noche entera. Ojalá pudiera decir lo mismo de los pretendientes de Tossie. Sobre todo de Terence. Tossie parece encantada con él. Insistió en venir esta tarde a Iffley a pesar de que madame Iritosky había preparado una sesión especial para encontrar a Princesa Arjumand. Y cuando veníamos de camino me preguntó qué me parecía el plumcake como tarta de bodas. Ahí fue cuando me preocupó de veras que mi rescate de la gata hubiera causado una incongruencia. El conde De Vecchio y Terence nunca habrían conocido a Tossie de no haber venido ella a Oxford, y ninguno tiene un apellido que empiece por «c».
Me estaba perdiendo de nuevo.
—¿Por qué tiene que empezar su apellido por «c»?
—Porque ese verano… este verano, ella se casó con alguien cuyo nombre empieza por «c».
—¿Cómo lo sabe? Creía que el diario era ilegible.
—Lo es. —Se acercó a un banco y se sentó junto a un cartel que decía «Sólo está permitido sentarse en los bancos durante los servicios».
—¿No podría referirse la «c» a ese viaje a Coventry que cambió su vida para siempre? —sugerí yo—. Coventry empieza por «c».
Ella sacudió la cabeza.
—El seis de mayo de 1939 la entrada de su diario dice: «Este verano se cumplirán cincuenta años de nuestro matrimonio, y soy más feliz de lo que jamás creí posible siendo la esposa del señor C-algo, pero el resto del nombre está manchado, igual que la «e» de esposa.
—¿Manchado?
—Un chapón de tinta. Las plumas solían hacerlo en esos tiempos, ya sabe.
—¿Y está segura de que se trata de una «c» y no de una «g»?
—Sí.
Eso parecía descartar no sólo al conde De Vecchio y a Terence, sino también al profesor Peddick y a Jabez. Y, por fortuna, a mí.
—¿Quién es ese señor Chips o Chesterton o Coleridge con quien se supone que va a casarse?
—No lo sé. No es nadie que haya mencionado y nadie que haya estado nunca en Muchings End. Le pregunté a Colleen, la doncella. Nunca ha oído hablar de él.
De fuera llegó el sonido de voces lejanas. Verity se levantó.
—Camine conmigo —dijo—. Finja que estamos examinando la arquitectura. —Se acercó a la pila bautismal y la miró con interés.
—Así que no sabe quién es ese señor C, pero sí que es alguien que Tossie no ha conocido todavía y con quien se casó este verano —dije, examinando un cartel que decía «No muevan el mobiliario de la iglesia»—. Creía que los noviazgos Victorianos eran muy largos.
—Así es —dijo ella, con aspecto sombrío—. Además, una vez prometidos, hay que leer las amonestaciones en la iglesia durante tres domingos sucesivos, por no mencionar conocer a los padres y coser un ajuar, y estamos ya casi a mediados de junio.
—¿Cuándo se casaron?
—Tampoco lo sabemos. La iglesia de Muchings End se quemó durante la Pandemia, y sus últimos diarios no mencionan la fecha.
Se me ocurrió algo.
—Pero sin duda mencionan su nombre, ¿no? La entrada del seis de mayo no puede ser la única vez que mencionó a su esposo en cincuenta años.
Ella pareció triste.
—Siempre se refiere a él como «mi amado esposo» o «mi querido compañero». «Querido» y «amado» aparecen subrayados.
Asentí.
—Y con signos de exclamación.
Había tenido que leer algunos de los diarios para buscar referencias del tocón del pájaro del obispo.
Nos acercamos al pasillo lateral.
—Dejó de escribir diarios durante varios años después de este verano —dijo Verity—, y retomó la costumbre en 1904. Por entonces el matrimonio vivía en América. Él trabajaba en las películas mudas bajo el alias de Bertram W. Fauntleroy, nombre que cambió por el de Reginald Fitzhugh-Smythe en 1927 con la llegada del cine sonoro.
Se detuvo delante de una vidriera medio cubierta por un cartel que decía: «No traten de abrirla».
—Tuvo una larga y distinguida carrera interpretando a aristócratas —dijo ella.
—Lo que significa que probablemente lo era también. Eso es bueno, ¿no? Significa que al menos no era un vagabundo que pasó por aquí. —Se me ocurrió algo—. ¿Qué dice el obituario?
—Cita su nombre artístico, y el de ella. —Me sonrió tristemente—. Ella vivió hasta los noventa y siete años. Tuvo cinco hijos, veintitrés nietos y uno de los grandes estudios de Hollywood.
—Y ni una sola pista. ¿Qué hay de Coventry? ¿Podría haber conocido allí a ese señor C, mientras contemplaba el tocón del pájaro del obispo, y que eso fuera lo que cambió su vida para siempre?
—Es posible —respondió ella—. Pero hay otro problema. No han dicho nada sobre un viaje a Coventry. La señora Mering mencionó ir a Hampton Court para ver el fantasma de Catalina Howard, pero ni siquiera han mencionado Coventry. Tampoco han ido antes de mi llegada. Lo sé porque se lo pregunté…
—… a la doncella.
—Sí. Y sabemos que Tossie fue allí en algún momento de junio. Por eso me preocupa tanto que viniera a Oxford a ver a madame Iritosky. Temía que la desaparición de Princesa Arjumand los hubiera hecho venir a Oxford cuando debían de haber ido a Coventry, o que el señor C pudiera haber ido a Muchings End mientras Tossie estaba aquí y no la hubiera conocido. Pero si el señor Dunworthy y T. J. han devuelto a Princesa Arjumand, eso significa que la gata simplemente se perdió. ¿Y quién sabe? El señor C puede ser quien la encuentre y la devuelva. Tal vez por eso se prometieron tan rápidamente, porque ella le estaba agradecida por haberle devuelto a Arjumand.
—Y no podemos decir que hayan pasado mucho tiempo fuera de Muchings End —dije yo—. Sólo un día. Si el señor C hiciera una visita, la doncella sin duda le pediría que esperara en el saloncito hasta su regreso.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó ella. Se levantó bruscamente con un crujir de faldas.
—Estaba haciendo conjeturas —dije, sorprendido—. ¿No eran los Victorianos los que tenían saloncitos? ¿No pedían las doncellas a las visitas que esperaran?
—¿Cuándo ha llegado usted? —exigió saber.
—Esta mañana —contesté—. Ya se lo he dicho: justo en el blanco. Diez de la mañana, siete de junio de 1889.
—Estamos a diez de junio.
Diez.
—Pero el periódico…
—… sería antiguo. Yo llegué la noche del siete. Vinimos a Oxford el ocho y llevamos aquí tres días.
—Entonces debe de haber habido… —dije, desconcertado.
—Aumento de deslizamiento, lo cual es una indicación de que se ha producido una incongruencia.
—No necesariamente —puntualicé—. Me marché bastante deprisa —le expliqué lo de lady Schrapnell—. Warder tal vez no terminara de fijar las coordenadas. O tal vez cometiera un error. Había preparado ya diecisiete saltos.
—Tal vez —dijo ella, dubitativa—. ¿Dónde llegó usted? ¿Al puente Folly? ¿Es ahí donde encontró a Terence?
—No, en la estación de tren. Fue a recoger a las parientes de su tutor, pero no llegaron —le expliqué que me había preguntado si iba al río y que me contó sus problemas financieros—. Así que pagué la barca.
—Y si usted no hubiera estado allí, él no estaría aquí —dijo Verity, mirándome aún más preocupada—. ¿Podría haber conseguido la barca si usted no le hubiera prestado el dinero?
—Ni de lejos —respondí, pensando en Jabez. Luego, viendo su expresión preocupada, añadí—: Dijo algo sobre tratar de conseguir dinero de alguien llamado Mags en el Turl. Pero estaba decidido a volver a ver a Tossie. Creo que habría venido corriendo hasta Iffley de no haber tenido el dinero.
—Probablemente está usted en lo cierto. Hay mucha redundancia en el sistema. Si él no la hubiera encontrado aquí, bien podría haberlo hecho en Muchings End. Ayer dijo que pensaba ir río abajo. Y tres días de deslizamiento no son tanto. —Frunció el ceño—. Sin embargo, parece demasiado para un viaje de placer. Y es más que en los otros saltos Victorianos. Será mejor que informe al señor Dunworthy cuando vuelva a…
—… seguro que los espíritus nos darán noticias de Princesa Arjumand —dijo la voz de Tossie mientras entraba con Terence, que sostenía el sombrero en las manos—. Madame Iritosky es famosa por localizar objetos perdidos. Le dijo a la duquesa de Derby dónde estaba su broche perdido y la condesa le dio una recompensa de mil libras. Papá dijo que naturalmente que sabía dónde estaba, que ella misma lo había puesto allí; pero mamá —dijo, recalcando la última sílaba— sabe que fue obra del mundo de los espíritus.
Verity se levantó y se alisó la falda.
—¿Qué ha dicho el sacristán? —preguntó, y yo me sorprendí de su compostura. Parecía de nuevo la serena damita inglesa—. ¿Está encantada la iglesia de Iffley?
—No —dijo Terence.
—Sí —le contradijo Tossie, mirando hacia la bóveda—. Y no me importa lo que diga ese viejo oso aburrido. Están aquí ahora: espíritus de otro tiempo y lugar. Noto su presencia.
—Lo que el sacristán ha dicho es que no está encantada pero que ojalá lo estuviese —informó Terence—, porque los espíritus no manchan de barro todo el suelo ni se llevan sus carteles. Ni molestan al sacristán cuando se está tomando el té.
—¡Té! —dijo Tossie—. ¡Qué idea tan encantadora! Prima, ve y dile a Baine que sirva el té.
—No hay tiempo —se negó Verity, poniéndose los guantes—. Tenemos que volver a casa de madame Iritosky.
—Oh, pero el señor St. Trewes y el señor Henry no han visto todavía el molino.
—Tendrán que verlo cuando nos hayamos marchado —sentenció Verity, y salió de la iglesia—. No podemos perder nuestro tren a Muchings End. —Se detuvo en la verja—. Señor St. Trewes, ¿querría ser tan amable de decirle a nuestro mayordomo que traiga el carruaje?
—Con muchísimo gusto —dijo Terence, llevándose la mano al sombrero, y se dirigió hacia el árbol donde Baine estaba sentado leyendo.
Yo esperaba que Tossie lo acompañara para así poder hablar con Verity, pero se quedó junto a la verja, haciendo pucheros y abriendo y cerrando el parasol. ¿Qué tipo de excusa nos permitiría unos instantes a solas? Difícilmente podía yo sugerirle que siguiera a Terence cuando Verity ya estaba preocupada por su atracción hacia él, y además era de las que dan órdenes, no las reciben…
—Mi parasol —dijo Verity—. Debo de habérmelo dejado en la iglesia.
—La ayudaré a buscarlo —dije, y abrí la puerta con celeridad haciendo volar carteles por todas partes.
—Regresaré a Oxford e informaré al señor Dunworthy en cuanto tenga oportunidad —susurró ella cuando la puerta se cerró—. ¿Dónde estará usted?
—No estoy seguro. En algún lugar del río. Terence habló de remar hasta Henley.
—Trataré de ponerme en contacto con usted —dijo, encaminándose hacia la parte delantera de la nave—. Puede que pasen varios días.
—¿Qué quiere usted que haga?
—Mantenga a Terence apartado de Muchings End. Probablemente es sólo un capricho por parte de Tossie, pero no quiero correr ningún riesgo.
Asentí.
—Y no se preocupe. Son sólo tres días de deslizamiento, y el señor Dunworthy no le habría enviado si Princesa Arjumand no hubiera sido devuelta y estuviera ya a salvo. Estoy segura de que todo va bien. —Me palmeó el brazo—. Duerma un poco. Se supone que está recuperándose del vértigo transtemporal.
—Lo haré —dije.
Recuperó el parasol blanco de debajo del reclinatorio y se dirigió hacia la puerta. Luego se detuvo un momento y sonrió.
—Y si encuentra a alguien llamado Chaucer o Churchill, envíelo a Muchings…
—Su carruaje, señorita —dijo Baine, asomándose a la puerta.
—Gracias, Baine —respondió ella fríamente, y pasó ante él.
Terence ayudaba a Tossie a subir al carruaje.
—Espero que volvamos a vernos de nuevo, señor St. Trewes —dijo Tossie, sin hacer pucheros ya—. Esta tarde cogeremos el tren para Muchings End. ¿Lo conoce usted? Está en el río, justo antes de Streatley.
Terence se quitó el sombrero y se lo colocó sobre el corazón.
—«¡Hasta entonces, adiós, belleza, adieu!».
El carruaje se puso en marcha con una sacudida.
—¡Baine! —protestó Tossie.
—Usted perdone, señorita —se disculpó Baine, y sujetó las riendas.
—Adiós —nos dijo Tossie, agitando un pañuelo y todo lo demás que llevaba encima—. ¡Adiós, señor St. Trewes!
El landó se marchó.
Terence se lo quedó mirando hasta que se perdió de vista.
—Será mejor que nos vayamos —dije—. El profesor Peddick estará esperando.
El suspiró, mirando anhelante la nube de polvo que había quedado.
—¿No es maravillosa?
—Sí —dije yo.
—Debemos ir inmediatamente a Muchings End —decidió, y empezó a bajar la colina.
—No podemos —contesté, trotando detrás de él—. Tenemos que llevar al profesor Peddick de regreso a Oxford, ¿y qué hay de sus parientes? Si vienen en el tren de la tarde, habrá que recogerlas.
—Me encargaré de que Trotters las recoja. Me debe un favor por esa traducción que le hice de Lucrecio —dijo sin detenerse—. Sólo tardaremos una hora en llevar a Peddick. Podemos dejarlo en Magdalen a las cuatro. Eso nos dará todavía cuatro horas de luz. Podremos llegar a Culham Lock. Y estaremos en Muchings End mañana a mediodía.
«Y se acabó mi alegre promesa a Verity de que mantendría a Terence alejado de Tossie», pensé, siguiéndolo hasta la barca…
Que no estaba allí.