—Vayamos río arriba —dijo George—. Él dijo que deberíamos disfrutar de aire puro, ejercicio y tranquilidad; que el constante cambio de escena ocuparía nuestras mentes (incluso la que pudiera tener Harris), y el trabajo duro nos abriría el apetito, y nos haría dormir bien.
JEROME K. JEROME, Tres hombres en una barca
La tenacidad y fiereza del bulldog - El árbol familiar de Cyril - Más equipaje - Terence coloca las maletas - Jabez coloca las maletas - Montar a caballo - Christ Church Meadow - La diferencia entre poesía y vida real - Amor a primera vista - El Taj Mahal - Destino - Una salpicadura - Darwin - Rescate de una tumba acuática - Una especie extinta - Fuerzas naturales - La batalla de Blenheim - Una visión
Aterricé boca abajo en una vía de ferrocarril, tendido como Pearl White en un serial de la Twentieth-Century, aunque ella no llevaba tanto equipaje. El portamanteo y los demás bultos estaban esparcidos a mi alrededor, junto con el sombrero de paja, que se me había caído cuando me abalancé hacia la red.
—¿Cómo estás, Cyril? —saludé, sin intentar levantarme. Había leído en alguna parte que cualquier movimiento brusco podía hacer que atacaran. ¿O eran los osos? Deseé que Finch me hubiera traído una cinta sobre bulldogs en vez de sobre mayordomos. Los bulldogs de hoy en día son poquita cosa. El perro de Oriel es muy tranquilote y se pasa todo el tiempo tumbado delante de la caseta del portero, esperando que venga alguien y lo acaricie.
Pero éste era un bulldog del siglo diecinueve, y el bulldog había sido criado originariamente para enfrentarse a los toros en un deporte encantador: los bulldogs, criados especialmente por su tenacidad y fiereza, se aferraban a arterias vitales y el toro, comprensiblemente molesto, trataba de destripar a los perros y/o clavarles los cuernos. ¿Cuándo fueron prohibidas las peleas de bulldogs? Sin duda antes de 1889. Pero haría falta algún tiempo para que la raza perdiera toda su tenacidad y fiereza, ¿no?
—Encantado de conocerte, Cyril —dije esperanzado.
Cyril emitió un sonido que podría haber sido un gruñido. O un eructo.
—Cyril procede de una excelente familia —decía Terence, todavía agachado junto a mi forma postrada—. Su padre fue Mortífero Dan, hijo de Medusa. Su tatarabuelo fue Ejecutor. Uno de los grandes abatidores de toros de todos los tiempos. Nunca perdió una pelea.
—¿De veras? —dije débilmente.
—El tatarabuelo de Cyril luchó contra Viejo Silverback. —Sacudió la cabeza, lleno de admiración—. Un oso pardo de noventa kilos. Se agarró a su hocico y no lo soltó durante cinco horas.
—Pero ¿ya han perdido toda la tenacidad y la fiereza? —pregunté esperanzado.
—En absoluto.
Cyril volvió a gruñir.
—No creo que ése haya sido nunca su carácter —continuó Terence—, sino más bien necesidad ocupacional. Ser arañado por un oso enfurecería a cualquiera, pienso yo. ¿No es verdad, Cyril?
Cyril emitió de nuevo aquel bajo murmullo, y esta vez sonó decididamente como un eructo.
—Ejecutor tenía un corazón de oro, según dicen. El señor Henry va a venir al río con nosotros, Cyril —dijo él, como si el bulldog no me tuviera aún clavado al suelo y completamente cubierto de baba—, en cuanto carguemos la barca y zanjemos el negocio con Jabez.
Sacó su reloj de bolsillo y lo abrió.
—Vamos, Ned. Casi son las once y media. Podrá jugar con Cyril más tarde. —Cogió las dos cajas y se dirigió al embarcadero.
Cyril, al parecer deseoso de ayudar, se me quitó de encima y se acercó a olisquear la cesta cubierta. Me levanté, recuperé la cesta y seguí a Terence hasta el río.
Jabez estaba en el embarcadero junto a un montón de equipaje, con los brazos cruzados en plan belicoso.
—Piensan que voy a dejarlos cargar la barca antes de pagar —dijo, a nadie en concreto—, pero Jabez ya se sabe ese truco.
Colocó una mano impresionantemente sucia bajo mi nariz.
—Parné.
Yo no tenía nada claro qué era parné.
—Tome —dije, tendiéndole a Terence el monedero—, pase cuentas con él, y yo me encargaré del resto del equipaje.
Recogí el portamanteo y la maleta, que habían caído por las escaleras al derribarme Cyril, y los llevé al embarcadero con el perro correteando amistosamente junto a mí.
Terence estaba de pie en la barca, que era verde oscuro con el nombre, Victoria, escrito en la proa y de aspecto desvencijado pero grande, lo cual era buena cosa, ya que el montón de equipaje del embarcadero resultó ser de mi compañero de viaje.
—Una belleza, ¿eh? —dijo Terence, cogiendo el portamanteo y colocándolo debajo del asiento central—. La cargaremos y estaremos en el río en un periquete.
Tardamos un poco más. Cargamos en la proa el equipaje de Terence (que consistía en una maleta Gladstone grande, dos cajas redondas, una bolsa de cuero, tres cestos, una caja de madera, una caja de latón, un hatillo, y dos cañas de pescar) y el mío en la popa. Cuando terminamos ya no cabía nada más en la barca, así que tuvimos que sacarlo todo y empezar de nuevo.
—Necesitamos hacerlo con método —dijo Terence—. Los bultos grandes primero, luego los más pequeños.
Eso hicimos, empezando con la Gladstone y terminando con los hatillos que deshicimos y metimos en los rincones. Esta vez quedaba un espacio aproximadamente de un palmo en el centro. Cyril se me adelantó inmediatamente y se tendió en él.
Pensé que debería ofrecerme voluntario para dejar algunas de mis cosas, pero como no tenía ni idea de lo que había en ellas, decidí que sería mejor que no lo hiciera.
—Sabía que tendría que haber traído a Dawson —dijo Terence—. Dawson es maravilloso haciendo las maletas.
Supuse que Dawson era su criado. Pero claro, también podía ser su mapache.
—Cuando vine a Oxford, consiguió meter todas mis posesiones terrenales y las de Cyril en un solo baúl y le sobró espacio. Naturalmente, si él estuviera aquí, habría que tener en cuenta también su equipaje. Y a él. —Miró especulativo el equipaje—. Tal vez si empezáramos primero con lo más pequeño…
Al final acabé por sugerir que le diéramos a Jabez un incentivo y le dejáramos intentarlo. Lo hizo, metiendo cosas a la fuerza y apretando mientras proseguía con su monólogo.
—Tienen a Jabez esperando medio día su dinero —murmuró, metiendo la maleta de lona bajo un asiento— y esperan que les prepare la barca como si fuera un vulgar criado. Y luego se quedan ahí mirando a Jabez como un par de idiotas.
Lo éramos. Al menos yo lo era. Lo contemplaba con una especie de fascinación enfermiza. Al parecer, él no había perdido la fiereza ni la tenacidad. Esperé que no hubiera nada frágil en las maletas. Cyril, fuera de la barca, volvía a olisquear la cesta cubierta, que debía contener comida. Terence consultó el reloj de bolsillo y le preguntó a Jabez si no podía ir más rápido, cosa que el hombre consideró al parecer una absoluta falta de tacto.
—Más rápido, dice —protestó Jabez, aplastando el costado de la sombrerera de Terence—. Si no hubieran traído todo lo que tienen, no tardaría tanto. Parece que vayan a buscar las fuentes del Nilo. No les vendría mal hundirse.
Jabez acabó por conseguirlo después de mucho rezongar y de hacer algunos arañazos en la bolsa de cuero. No era metódico y el montón de proa tenía pinta de ir a desmoronarse en cualquier momento, pero había espacio para nosotros tres.
—Justo según lo previsto —dijo Terence, cerrando su reloj y subiendo a la barca—. Adelante, compañeros, zarpamos. Paso ligero, ahora.
Cyril subió a la barca, se tumbó sobre las tablas y se puso a dormir.
—A bordo, Ned —me ordenó Terence—. Hora de zarpar.
Eché a andar hacia la barca y Jabez se me puso delante con la mano tendida a la espera de una propina. Le di un chelín, que al parecer era demasiado. Esbozó una sonrisa dentuda y se retiró inmediatamente. Subí a la barca.
—Bienvenido a bordo —dijo Terence—. El primer tramo de navegación es un poco difícil. Reme usted para empezar, que yo seré el timonel.
Asentí y me senté a los remos, mirándolos dubitativamente. Había remado un poco en el colegio, pero sólo con supraskims automáticamente coordinados. Estos remos eran de madera y pesaban una tonelada. Y nada los sujetaba. Cuando traté de moverlos al compás, uno golpeó el agua con una leve salpicadura y el otro ni siquiera se mojó.
—Lo siento —me disculpé intentándolo de nuevo—. No he remado mucho desde mi enfermedad.
—Ya lo recordará —me aseguró Terence alegremente—. Es como montar a caballo.
La segunda vez metí los remos en el agua y apenas conseguí volver a sacarlos. Tiré con fuerza, como si estuviera levantando vigas del techo de la catedral de Coventry, y envié una cascada de agua sobre todas las cosas de la barca.
—¡Pareja de idiotas! —increpó Jabez a nadie en concreto—. Nunca han subido a una barca. Se ahogarán antes de llegar a Iffley, ¿y qué será entonces de la barca de Jabez?
—Bueno, parece mejor idea que reme yo para empezar —dijo Terence, acercándose para cambiar de sitio conmigo— y que usted haga de timonel.
Cogió los remos, los hizo bajar diestramente al agua y los sacó sin apenas una salpicadura.
—Sólo hasta que salgamos de esta parte molesta.
La parte molesta la constituían el puente y un auténtico bosque de esquifes, bateas, botes de remos y dos grandes gabarras pintadas de rojo y amarillo. Terence bogó enérgicamente hasta dejarlo todo atrás, gritándome órdenes para que enderezara el timón, cosa que intentaba hacer, pero la barca parecía tener la misma tendencia que Cyril y escoraba a la izquierda.
A pesar de mis mejores esfuerzos, nos deslizábamos de costado hacia unos sauces y un muro.
—Vire a estribor —gritó Terence—. ¡A estribor!
Yo no tenía ni idea de qué era estribor, pero tiré tentativamente del timón hasta que la barca más o menos se enderezó. Para entonces ya habíamos pasado los barcos y nos hallábamos frente a una amplia campiña.
Tardé un momento en darme cuenta de que se trataba de Christ Church Meadow, aunque no el que yo conocía. No había gente durmiendo, ni andamios, ni montones de plástico humeante. Ninguna catedral surgía de un amasijo de ladrillos rojos y tejas y argamasa. No había ningún capataz gritando órdenes a los robots albañiles. Ninguna lady Schrapnell gritando órdenes a los capataces. Ningún manifestante protestando por el deterioro del medio ambiente, la educación, los edificios de Oxford y esas cosas.
Un trío de vacas pacía plácidamente en el lugar donde la torre oeste se levantaba ahora cubierta de plástico azul y esperando a que lady Schrapnell y el Ayuntamiento de Coventry terminaran las negociaciones sobre las campanas.
Un sendero de arena pasaba junto a ellas y, a medio camino, dos rectores caminaban hacia los muros de color miel de Christ Church con las cabezas unidas, discutiendo de filosofía o de los poemas de Jenofonte.
Me pregunté de nuevo cómo se las había apañado lady Schrapnell para convencerlos de que la dejaran construir allí. En el siglo diecinueve, la ciudad había tratado durante treinta años de construir una simple carretera a través de Christ Church Meadow antes de que finalmente se lo apropiara la universidad. Más tarde, cuando el metro llegó a Oxford, el clamor por la idea de establecer una estación allí había sido aún mayor.
Pero la investigación en física temporal había alcanzado un punto muerto. No podía avanzar si no se construía un oscilador de estructura fina con energía nuclear. Y no había dinero que sacar a las multinacionales, que perdieron el interés en los viajes en el tiempo cuando, hace cuarenta años, descubrieron que no podían violar y saquear el pasado. No había tampoco dinero para los edificios, ni para hermandades ni salarios. No había dinero, punto. Y lady Schrapnell era una mujer extremadamente decidida y extremadamente rica. Y había amenazado con dar su dinero a Cambridge.
—No, no —dijo Terence—. ¡Nos está dirigiendo hacia la orilla!
Tiré rápidamente de la caña y volvimos otra vez a la corriente.
Por delante quedaban las casas flotantes de los colleges y la boca verde del arco de Cherwell y, más allá, la torre gris de Magdalen y el largo rastro del Támesis. El cielo era de un azul brillante y unas nubes blancas reflejaban el sol. Cerca de la orilla había lirios acuáticos y, entre ellos, el agua era de un marrón claro y profundo, como los ojos de la ninfa de Waterhouse.
—«Marrón oscuro es el río —cité—, dorada es la arena».
Y esperé que eso hubiera sido escrito antes de 1889.
—«Fluye eternamente, flanqueado de árboles» —continuó Terence. Así que parecía que sí—. Aunque en realidad no es cierto —comentó acto seguido—. Pasado este tramo casi todo es prados hasta Iffley. Tampoco fluye eternamente, claro, sólo hasta Londres. Eso tiene la poesía: rara vez es precisa. Mire la Dama de Shalott. «Soltó la cadena y se tendió; la amplia corriente lejos se la llevó». Se tumba en el bote y llega flotando a Camelot, cosa que no podría suceder jamás. Resulta imposible guiar un barco estando tumbado, ¿no? Habría acabado atascada en los juncos a menos de cuatrocientos metros. Quiero decir que Cyril y yo siempre tenemos problemas para mantener la barca en línea recta, y eso que no estamos tumbados en el fondo desde donde no veríamos nada, ¿no?
Tenía razón. De hecho, íbamos otra vez directos hacia la orilla, aquí salpicada de castaños de hojas verde oscuro.
—Vire a estribor —se impacientó Terence.
Tiré de la caña y la barca arrolló directamente un pato que había construido un nido flotante con palitos y hojas de castaño.
El animal cloqueó y agitó las alas.
—¡A estribor! —dijo Terence—. ¡A la derecha!
Remó hacia atrás furiosamente, esquivamos al pato y volvimos al centro de la corriente.
—Nunca he comprendido cómo actúa un río —me confesó Terence—. Si se te cae la pipa o el sombrero, aunque sea a un palmo de la orilla, se pierde en la corriente, va directamente al mar y acaba rodeando el Cabo y llegando a la India, que es probablemente lo que le ocurrió a la pobre Princesa Arjumand. Pero en una barca, cuando quieres seguir el curso del agua, todo son remolinos y corrientes laterales, y uno tiene suerte si no acaba embarrancado. Y aunque la Dama de Shalott no acabara entre los juncos, está el problema de las esclusas. ¡A estribor, hombre! ¡Estribor, no babor! —Abrió el reloj de bolsillo, consultó la hora y empezó a remar aún más enérgicamente; iba gritándome de vez en cuando que virara a estribor.
Pero a pesar de la desgraciada tendencia de la barca a ir hacia la izquierda y del hecho de haberme enrolado al parecer con el capitán Bligh, sentí que podía por fin empezar a relajarme.
Había encontrado a mi contacto, que era sin duda muy bueno (interpretaba a la perfección el papel de estudiante de Oxford), e íbamos camino de Muchings End. Christ Church Meadow era un prado despejado y lady Schrapnell estaba a ciento sesenta años de distancia.
Seguía sin recordar qué tenía que hacer en Muchings End, pero me acordaba del señor Dunworthy diciendo «en cuanto sea devuelto» y diciéndole a Finch «es un trabajo perfectamente sencillo» y algo sobre un objeto no significativo. Seguía sin recordar qué objeto tenía que devolver, pero obviamente estaba en aquel montón de equipaje que iba a proa y, si todo lo demás fallaba, podía dejarlo en Muchings End. Y presumiblemente Terence lo sabía. Se lo preguntaría en cuanto estuviéramos lejos de Oxford. Íbamos a una cita en Iffley y posiblemente allí me enteraría del plan.
Mientras tanto, mi trabajo era descansar y recuperarme de los estragos del vértigo transtemporal, y lady Schrapnell y todos aquellos rastrillos benéficos; tenía que acostarme y seguir las órdenes del médico y el ejemplo de Cyril. El bulldog se había tumbado de costado y roncaba feliz.
Si la era victoriana era el sanatorio perfecto, el río era el pabellón perfecto. El curativo calor del sol en el cuello, el relajante goteo de los remos en el agua, el idílico escenario, verde tras verde tras verde, el reconfortante zumbido de las abejas y los ronquidos de Cyril y la voz de Terence.
—Mire el caso de Lancelot —estaba diciendo este último, pues al parecer había vuelto al tema de la Dama de Shalott—. Ahí lo tenemos, con casco y armadura, cabalgando a lomos de su caballo con escudo y lanza, y cantando Triloriro. ¡Triloriro! ¿Qué clase de canción es ésa para que la cante un caballero? Triloriro. Con todo —dijo, parando de remar—, hizo bien lo de enamorarse, aunque un poco demasiado dramático todo eso de «la telaraña voló y flotó. El espejo se rompió de parte a parte». ¿Crees en el amor a primera vista, Ned?
La imagen de la náyade escurriéndose la manga empapada sobre la alfombra del señor Dunworthy surgió ante mí, pero eso no era más que un efecto secundario del vértigo transtemporal, el resultado de un desequilibrio hormonal… igual que lo otro, probablemente.
—No —dije.
—Ni yo, hasta ayer —dijo Terence—. Ni en el destino tampoco. El profesor Overforce dice que no existe tal cosa, que todo es accidente y casualidad, pero si es así, ¿por qué salió ella del río justo en ese punto? ¿Y por qué habíamos decidido Cyril y yo pasear en barca en vez de leer a Apio Claudio? Estábamos traduciendo Negotium populo romano melius quam otium commiti, ya sabes: «Los romanos entienden mejor el trabajo que el placer». Pensé que por eso cayó exactamente el Imperio romano, entendían mejor el trabajo que el placer, y desde luego no quiero que eso le suceda al viejo Imperio británico, así que Cyril y yo fuimos y alquilamos una barca y nos dirigimos a Godstow, y al pasar junto a la parte del bosque oí una voz tan dulce que podría haber sido la de un hada llamando: «¡Princesa Arjumand! ¡Princesa Arjumand!». Miré hacia la orilla y allí estaba: la criatura más hermosa que he visto jamás.
—¿La princesa Arjumand?
—No, no. Una muchacha, toda vestida de rosa, con rizos dorados y una cara dulce, limpia, hermosa. Mejillas sonrosadas y una boca como un capullo de rosa, ¡y su nariz! Decir «tiene un hermoso rostro» simplemente no lo expresa; aunque ¿qué puede esperarse de alguien que va por el mundo montado a caballo y cantando Trilorilo? Me quedé allí, agarrado a los remos, temeroso de moverme o de hablar por miedo a que fuera un ángel o un espíritu o algo que se desvaneciera con el sonido de mi voz, y justo entonces alzó la cabeza y me vio y dijo: «Oh, señor, no habrá visto usted a una gata, ¿verdad?».
»Y fue como en La Dama de Shalott, pero sin la maldición ni los espejos quebrándose y saltando en pedazos. Eso es lo que tiene la poesía: tiende a la exageración. No sentí ningún deseo de tumbarme en el fondo de la barca y morirme con el corazón roto y esas cosas. Seguí remando tan tranquilo, salté a tierra y le pregunté qué clase de gato y cuándo lo había visto por última vez. Dijo que negro con la cara blanca y unas patitas blancas; se había perdido hacía dos días y temía que le hubiera ocurrido algo. Y yo le dije que no temiera, que los gatos tienen nueve vidas. Justo entonces una carabina que resultó ser su prima apareció y le recordó que no debía hablar con desconocidos, y ella se defendió: “Oh, pero este joven se ha ofrecido amablemente a ayudarme.” Su prima dijo entonces: “¿Cómo está usted? Soy la señorita Brown y ésta es la señorita Mering.” Luego se volvió hacia ella y añadió: “Tossie, me temo que debemos irnos. Llegaremos tarde al té.” ¡Tossie! ¿Has oído alguna vez un nombre tan hermoso? “¡Oh, nombre siempre dulce, siempre amado! ¡Su sonido es precioso a mi oído!” ¡Tossie! —dijo, embelesado.
¿Tossie?
—¿Entonces quién es la Princesa Arjumand? —le pregunté yo.
—Su gata. Se llama así por la maharaní india que da nombre al Taj Mahal, aunque me parece que, en tal caso, se llamaría Taj Arjumand. Su padre estuvo en la India: el motín y los rajás y nunca regresaron y todo eso.
Yo seguía perdido.
—¿El padre de Princesa Arjumand?
—No. El padre de la señorita Mering, el coronel Mering. Fue coronel en el Raj, pero ahora colecciona peces.
Ni siquiera pregunté qué era coleccionar peces.
—De todas formas, la prima dijo que tenían que irse, y Toss… la señorita Mering, dijo: «Oh, espero que volvamos a vernos, señor St. Trewes. Mañana por la tarde, a las dos, visitaremos la iglesia normanda de Iffley». Su prima la reprendió: «¡Tossie!». La señorita Mering dijo que sólo me lo estaba diciendo por si yo encontraba a Princesa Arjumand, y yo dije que la buscaría diligentemente y lo hice. He ido río arriba con Cyril llamando «¡Minino, minino!» toda la noche y esta mañana.
—¿Con Cyril? —dije, preguntándome si un bulldog era la mejor compañía dadas las circunstancias.
—Es casi tan bueno como un sabueso de raza. Eso es lo que estábamos haciendo cuando nos encontramos con el profesor Peddick y nos envió a recoger a sus ancianas parientes.
—Pero ¿no encontraste a la gata?
—No, y tampoco es probable que lo haga ya, tan lejos de Muchings End. Había supuesto que la señorita Mering vivía cerca de Oxford, pero resulta que sólo está de visita.
—¿Muchings End?
—Está río abajo. Cerca de Henley. Su madre la trajo a Oxford para consultar con una médium…
—¿Una médium? —dije con un hilo de voz.
—Sí, ya sabes, una de esas personas que vuelcan mesas y se visten con sábanas y se embadurnan la cara de harina para decirte que tu tío está muy feliz en el otro mundo y que su testamento está en el cajón superior a mano izquierda de la cómoda. Nunca he creído en esas cosas, pero claro, tampoco creía en el destino pero a él tiene que deberse mi encuentro con la señorita Mering, y que estuvieras en la estación y que ella me dijera que iba a ir con su prima a Iffley esta tarde.
»No tenía dinero suficiente para la barca, por eso debe ser el destino. Quiero decir: ¿y si no hubieras querido venir al río y no hubieras tenido el dinero para Jabez? Ahora no iríamos a verla a Iffley, y tal vez nunca la habría vuelto a ver. En cualquier caso, esos médiums son muy buenos encontrando gatos desaparecidos además de testamentos, así que vinieron a Oxford para una sesión espiritista. Pero los espíritus no sabían tampoco dónde estaba Princesa Arjumand, y a la señorita Mering se le ocurrió que podría haberla seguido desde Muchings End, cosa que no parecía muy probable. Quiero decir que un perro te sigue, pero un gato…
Sólo una cosa en todo este lío estaba clara: él no era mi contacto. No sabía nada de lo que se suponía que yo tenía que hacer en Muchings End. Si es que era Muchings End y no me había equivocado también en eso. Me había marchado con un contemporáneo, un completo desconocido (por no mencionar al perro) y había dejado a mi contacto esperando en el andén o en las vías o en una casa flotante o en cualquier parte. Tenía que volver.
Miré hacia Oxford. Sus distantes torres brillaban al sol, a cuatro kilómetros ya por detrás. No podía saltar por la borda y regresar caminando, porque eso representaba dejar allí mi equipaje. Ya había abandonado mi contacto. No podía abandonar a mi equipaje también.
—Terence —dije—. Me temo que yo…
—¡Tonterías! —gritó alguien por delante de nosotros, y oímos una salpicadura de algo que casi volcó la barca. La cesta cubierta, que estaba colocada en lo alto de la maleta Gladstone, casi se cayó por la borda. La agarré.
—¿Qué es eso? —dije, tratando de ver más allá de la curva.
Terence parecía disgustado.
—Oh, probablemente es Darwin.
Yo seguía creyéndome curado, cuando estaba claro que todavía me quedaba un considerable residuo de vértigo transtemporal y que aún tenía dificultad para distinguir sonidos.
—¿Cómo dices?
—Darwin. El profesor Overforce le enseñó a subirse a los árboles y ahora se ha aficionado a saltar sobre los inocentes peatones. Haz virar la barca, Ned. —Indicó la dirección—. Apártanos de la orilla.
Lo hice, tratando de ver más allá de la curva y debajo de los sauces.
—La semana pasada aterrizó de golpe en medio de una batea con dos hombres de Corpus Christi y sus chicas —dijo Terence, dirigiéndonos hacia el centro del río—. Cyril lo desaprueba por completo.
Cyril, en efecto, ponía mala cara. Se había sentado, más o menos, y miraba hacia los sauces.
Hubo otra salpicadura, más fuerte, y Cyril levantó las orejas. Seguí su mirada.
O bien yo me había confundido con mi dificultad, o mi visión borrosa había adquirido una nueva dimensión. Un hombre mayor se debatía en el agua junto a los sauces, chapoteando salvaje e inútilmente.
«Santo Cielo —pensé—, es el verdadero Darwin».
Tenía la misma barba blanca que Darwin, sus patillas hirsutas y su calva, y lo que parecía ser una levita negra flotaba a su alrededor. Su sombrero, boca abajo, flotaba a varios metros. Él trató de agarrarlo con gran esfuerzo y se sumergió. Salió a la superficie resoplando y agitando los brazos; el sombrero se perdió en la corriente.
—Santo cielo, es mi tutor, el profesor Peddick —dijo Terence—. Rápido, vira la barca. ¡No, en ese sentido no! ¡Rápido!
Remamos frenéticamente, yo con las manos en el agua, chapoteando, para hacernos avanzar más deprisa. Cyril permanecía de pie, con las patas delanteras apoyadas en el baúl como Nelson en el puente en Trafalgar.
—¡Alto! No atropelles al profesor Peddick —dijo Terence, apartando los remos e inclinándose sobre la borda.
El anciano nos ignoraba por completo. Su levita se había hinchado como un chaleco salvavidas a su alrededor, pero obviamente no lo mantenía a flote. Se hundió por tercera vez o más, tratando de agarrar todavía el sombrero con una mano. Me incliné por el borde de la barca y lo agarré.
—Lo tengo cogido por el cuello de la camisa —grité, pero de repente recordé que el que Warder me había puesto era desechable y busqué el cuello de la levita—. Lo tengo —dije, y tiré hacia arriba.
Su cabeza surgió del agua como la de una ballena, y, también como una ballena, escupió un gran surtidor de agua.
—«Entonces por hombres y ángeles será visto, rugiendo surgirá». No lo sueltes —me ordenó Terence acercando la mano del profesor Peddick al costado de la barca y buscando la otra. Yo había perdido mi asidero en su cuello cuando escupió pero, como alzó la mano al chapotear, la agarré y tiré. La cabeza volvió a salir a la superficie, sacudiendo agua como la de un perro.
Yo no tenía ni idea de cómo subirlo a la barca. La borda se hundió bruscamente bajo el agua y Terence gritó:
—¡Cyril, no! ¡Ned, atrás! ¡Nos hundimos! ¡No, no lo sueltes!
Pero nuestras masas de equipaje al parecer actuaban como lastre y nos impedían volcar, aunque Cyril se acercó en el último minuto para mirar lo que sucedía y añadirse al peso de este lado de la barca.
Finalmente logré agarrar un brazo. Terence maniobró alrededor hasta situarse al otro lado del profesor. Apoyando el pie en el portamanteo para que la barca no volcara, lo agarró por el otro brazo y pudimos auparlo, empapado y patético.
—Profesor Peddick, ¿se encuentra usted bien, señor? —preguntó Terence.
—Perfectamente bien, gracias a ustedes —dijo él, escurriéndose la manga. Lo que yo había tomado por una levita era en realidad una toga académica negra—. Es una suerte que aparecieran cuando lo hicieron. ¡Mi sombrero!
—Lo tengo —dijo Terence inclinándose. Lo que yo había tomado por un sombrero de copa era un birrete académico, lazo incluido.
—Sé que traigo mantas. Recuerdo que Dawson las empaquetó —dijo Terence, rebuscando en su equipaje—. ¿Qué demonios estaba usted haciendo en el agua?
—Ahogarme.
—Estuvo a punto —dijo Terence, rebuscando en el baúl—. Pero ¿cómo llegó al agua? ¿Se cayó?
—¿Caerme? ¿Caerme yo? —exclamó el profesor, airado—. ¡Me empujaron!
—¿Lo empujaron? —Terence estaba sorprendido—. ¿Quién?
—Ese asesino villano de Overforce.
—¿El profesor Overforce? —dijo Terence—. ¿Por qué iba el profesor Overforce a empujarlo al agua?
—Asuntos más amplios —dijo el profesor Peddick—. Los hechos son irrelevantes para el estudio de la historia. El valor no es importante, como tampoco lo son el deber y la fe. Los historiadores deben preocuparse por asuntos más amplios. ¡Bah! Un montón de paparruchas científicas. Toda la historia puede reducirse a los efectos de las fuerzas naturales actuando sobre las poblaciones. ¡Reducidos! ¡La batalla de Monmouth! ¡La Inquisición española! ¡La Guerra de las Dos Rosas! ¡Reducidos a fuerzas naturales! ¡Y poblaciones! ¡La reina Isabel! ¡Copérnico! ¡Aníbal!
—Tal vez sería mejor que empezara por el principio —sugirió Terence.
—Ab initio. Un plan excelente —contestó el profesor Peddick—. Vine al río a reflexionar sobre un problema que tenía con mi monografía sobre el relato de Heródoto referente a la batalla de Salamina, siguiendo el método que el señor Walton recomienda como la ayuda perfecta al pensamiento: «Descanso para la mente, ánimo para el espíritu, distracción de la tristeza, calmar los pensamientos inquietos». Pero, ay, no pudo ser. Pues llegué a piscatur in aqua túrbida.
Oh, bien, pensé, otro que habla sin sentido y escupe citas. En latín.
—Uno de mis alumnos, Tuttle Minor, me dijo que había visto un gobio blanco en la orilla mientras practicaba para las pruebas. Buen chico, exposiciones confusas y peor letra, pero muy versado en peces.
—Sabía que las traía —dijo Terence, sacando una manta de lana verde—. Tenga. —Se la tendió al profesor—. Quítese eso y envuélvase en ella.
El profesor Peddick se desabrochó la ropa.
—Su hermano, Tuttle Major, era igual. Una letra terrible. —Sacó el brazo de una de las mangas y se detuvo, con una expresión peculiar en el rostro; metió el brazo en la otra manga.
—Siempre emborronaba los trabajos. —Su mano se debatió salvajemente en la manga—. Tradujo Non omnia possumus ommus, por «no se permiten niñas en el ómnibus».
Tras una última convulsión salvaje, sacó la mano de la manga.
—Pensé que nunca aprobaría los exámenes —dijo, y abrió la mano cerrada para revelar un diminuto pez blanco.
—Ah, Ugobio fluviatilis albinus —dijo, viéndolo agitarse—. ¿Dónde está mi sombrero?
Terence sacó el birrete académico del profesor y éste lo metió en el río y luego echó el pez dentro del sombrero lleno de agua.
—Excelente espécimen —dijo, inclinándose sobre él—. Ahora es ayudante del ministro de Hacienda. Consejero de Su Majestad.
Me quedé allí sentado, viéndolo examinar el pez y maravillándose por lo que había capturado. Un auténtico profesor excéntrico de Oxford. También son una especie extinguida, a menos que se cuente al señor Dunworthy, que es en realidad demasiado sensato para ser excéntrico, y yo siempre me había sentido un poco estafado por no haber estado allí en los días gloriosos de Jowett y R. W. Roper. Spooner era el más famoso, por supuesto, a causa de su habilidad para destrozar el inglés Victoriano. Le dijo a un estudiante delincuente: «Se ha tragado usted un gusano», y anunció el himno de la mañana un domingo como «Quinquistadores beben a sus títulos tomar».
Mi profesor favorito era Claude Jenkins, cuya casa estaba tan desordenada que a veces era imposible abrir la puerta, y que llegó tarde a una reunión y se disculpó diciendo: «Mi ama de llaves acaba de morir, pero la he apoyado contra una silla de la cocina y estará bien hasta que regrese».
Pero todos habían sido personalidades. El catedrático de lógica Cook Wilson, que tras dos horas de disertación dijo: «Después de estas observaciones preliminares…». El profesor de matemáticas Charles Dodgson, que, cuando la reina Victoria le escribió alabando Alicia en el país de las maravillas le pidió un ejemplar de su próximo libro, le envió su tratado matemático Condensaciones de determinantes. El profesor de clásicas que pensaba que un barómetro tendría mejor aspecto en posición horizontal que vertical.
Y por supuesto Buckland, con su zoo casero y su águila domesticada que revoloteaba por el pasillo de la catedral de Christ Church durante las oraciones de la mañana (Church debió ser excitante en aquellos días. Quizás el obispo Bittner tendría que haber intentado introducir animales en la catedral de Coventry cuando la asistencia empezó a decaer).
Nunca había esperado conocer a uno de esos profesores en carne y hueso, pero aquí lo tenía: un espécimen excelente mirando interesado un pez que nadaba en su birrete, y soltando una perorata sobre la historia.
—Overforce propone la teoría de que el estudio de la historia como crónica de reyes y batallas y acontecimientos está obsoleto —dijo el profesor Peddick—. «Darwin ha revolucionado la biología», dice. —Darwin. ¿El mismo Darwin a quien el profesor Overforce había enseñado a subirse a los árboles?—. «Por tanto la historia debe ser revolucionada. Ya no debe ser una crónica de fechas e incidentes y hechos. No son más importantes que un pájaro o un fósil para la teoría de la evolución», sostiene.
La verdad es que yo pensaba que eran muy importantes.
—«Sólo las leyes subyacentes a la teoría de la historia son importantes, y son las leyes naturales». «Pero ¿qué hay de los acontecimientos que han conformado la historia para bien o para mal?», le pregunté. «Los acontecimientos son irrelevantes», dijo Overforce. ¡El asesinato de Julio César! ¡La resistencia de Leónidas en las Termópilas! ¡Irrelevante!
—Así que estaba usted pescando en la orilla —dijo Terence, extendiendo la ropa del profesor sobre el equipaje para que se secara—. ¿Y el profesor Overforce vino y le empujó?
—Sí —contestó el profesor Peddick, quitándose las botas—. Yo estaba bajo un sauce, enganchando un gusano a mi sedal… los gobios prefieren los gusanos rojos, pero los pseudococciade valen… cuando ese imbécil de Darwin surgió de las ramas y cargó contra mí como uno de los ángeles de Satán, «arrojados de cabeza del etéreo cielo, con horrible ruina y ardiendo» y aterrizó con un gran golpe que me hizo soltar la caña. —Miró sombrío a Cyril—. ¡Perros!
Un perro, pensé agradecido. Darwin es el perro del profesor Overforce. Lo cual seguía sin explicar qué hacía saltando de los árboles.
—Acabará por matar a alguien. —El profesor Peddick se quitó los calcetines, los escurrió y volvió a ponérselos—. En el Broad, el martes pasado, saltó de un árbol y derribó de bruces al tesorero de Trinity. El hombre está completamente desequilibrado. Se considera otro Buckland. Pero Buckland, pese a todos sus defectos, nunca entrenó a su oso para que saltara de los árboles. Tiglath Pileser tenía una conducta bastante aceptable, igual que los chacales, aunque uno no quisiera cenar en su casa. Era probable que acabaran por servirte cocodrilo. Recuerdo una cena en la que se sirvió carne de ratón campestre. Pero tenía dos excelentes carpas crucianas.
—Darwin le hizo soltar la caña… —Recuperó el hilo Terence, tratando de que el profesor hiciera otro tanto.
—Sí, y cuando me di la vuelta allí estaba Overforce, riéndose como una de las hienas de Buckland. «¿Ha salido a pescar? Tch, tch. Nunca conseguirá el Sillón Haviland perdiendo el tiempo de esa forma», me dice. «Reflexiono sobre los efectos del engaño de Temístocles a los persas en Salamina», dije yo. Él replicó: «Una pérdida de tiempo aún mayor que pescar. La historia no es ya una crónica de acontecimientos. Es una ciencia».
»“¡Meros acontecimientos! ¿Considera un mero acontecimiento la derrota de la flota persa? ¡Definió el curso de la historia durante cientos de años!”, protesté. Overforce agitó la mano como para descartarlos. “Los hechos son irrelevantes para la teoría de la historia.” “¿Considera irrelevante la batalla de Agincourt?” “¿O la guerra de Crimea? ¿O la ejecución de María Estuardo?”, le pregunté. “¡Detalles! ¿Fueron importantes los detalles para Darwin o Newton?”, replicó.
La verdad es que sí. Como lady Schrapnell es tan aficionada a decir: «Dios está en los detalles».
—«¡Darwin! ¡Newton! —continuó el profesor Peddick—. Rebate usted su propio argumento con sus ejemplos. Es el individuo lo que cuenta en la historia, no la población. Y son otras fuerzas aparte de las naturales las que conforman la historia. ¿Qué me dice del valor y el honor y la fe? ¿Qué hay de la villanía y la cobardía y la ambición?», argumenté.
—Y el amor —dijo Terence.
—Exactamente —repuso el profesor Peddick—. «¿Qué hay del amor de Antonio y Cleopatra? ¿Fue irrelevante para la historia?», le pregunté cuando ya estaba en el agua. «¿Qué hay de la villanía de Ricardo III? ¿Qué hay del fervor de Juana de Arco? ¡Es el carácter, no las sociedades, lo que determina la historia!».
—¿En el agua? —pregunté tontamente.
—¿Empujó usted al agua al profesor Overforce? —dijo Terence.
—Un empujón es un acontecimiento, un incidente, un hecho —dijo el profesor Peddick— y, por tanto, irrelevante según la teoría de Overforce. Se lo dije mientras me gritaba para que lo sacara. «Fuerzas naturales actuando sobre poblaciones», dije.
—Santo Dios —bufó Terence—. Vira la barca, Ned. Tenemos que volver. Espero que no se haya ahogado ya.
—¿Ahogarse? ¡Imposible! ¡Un ahogamiento no tiene importancia para su teoría de la historia, aunque sea el ahogamiento del duque de Clarence en una tina de Malmsey! «¿Qué hay de los asesinatos?», le pregunté mientras salpicaba agitando los brazos y pidiendo ayuda. «¿Y qué hay de la ayuda? Ambas cosas son irrelevantes puesto que requieren intención y moralidad, y usted ha negado la existencia de las dos. ¿Dónde están en su teoría el propósito y el plan y el designio?». «¡Su teoría de la historia no es más que un argumento para un Gran Designio!», dijo Overforce, agitándose salvajemente. «¿Y no hay pruebas de un Gran Designio? ¿Sólo hay casualidad en su teoría de la historia? ¿No hay libre albedrío? ¿No hay actos de amabilidad?», dije y, tras ofrecerle la mano, saqué a Overforce a la orilla. «Sin duda debe admitir ahora que el individuo y el acontecimiento no son irrelevantes para la historia», concluí, de modo bastante razonable. ¡Y entonces el villano me empujó!
—Pero ¿está bien? —preguntó Terence ansiosamente.
—¿Bien? ¡Es testarudo, ignorante, orgulloso, terco, pueril y violento! ¿Bien?
—Quiero decir si no corre peligro de ahogarse.
—Por supuesto que no —dijo el profesor Peddick—. ¡Sin duda habrá ido a exponer sus erróneas teorías al Comité Haviland! ¡Y me dejó para que me ahogase! Si ustedes dos no hubieran aparecido cuando lo hicieron, habría compartido el destino del duque de Clarence. ¡Y Overforce, ese villano, se habría quedado con el Sillón Haviland!
—Bueno, al menos nadie ha matado a nadie —dijo Terence. Miró ansiosamente su reloj de bolsillo—. Ned, a la caña. Debemos darnos prisa si queremos llevar al profesor a casa y volver a Iffley antes de que se acabe la tarde.
«Bien», pensé. Cuando volviéramos al Folly Bridge podría poner alguna excusa para no ir a Iffley con Terence (mareo o una recaída o algo así), y volvería a la estación de tren. Esperaba que mi contacto estuviera aún allí.
—¡Iffley! —dijo el profesor Peddick—. ¡Justo el lugar! Allí se pescan unas espléndidas brecas. Tuttle Minor dijo que vio una con lomo de arco iris a un kilómetro de Iffley Lock.
—Pero ¿no debería usted regresar? —dijo Terence desalentado—. Debería quitarse esa ropa mojada.
—Tonterías. Está casi seca. Y es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Tienen ustedes cañas y cebo, supongo.
—Pero ¿qué hay del profesor Overforce? —dije yo—. ¿No estará preocupado por usted?
—¡Ja! ¡Habrá ido a escribir sobre poblaciones y a enseñarle a su perro a montar en bicicleta! ¡Poblaciones! ¡La historia la hacen los individuos, no las poblaciones! ¡Lord Nelson, Catalina de Medici, Galileo!
Terence miró ansiosamente su reloj de bolsillo.
—Si está seguro de que no va a resfriarse… El caso es que tengo una cita en Iffley a las dos en punto.
—¡Entonces «Avante toda, mientras podamos»! —citó el profesor Peddick—. Vestigia nulla retrorsum. —Terence cogió los remos con determinación.
Los sauces fueron dejando paso a los matorrales y luego a la hierba, y en una larga curva del río vi la torre gris de una iglesia: Iffley.
Saqué el reloj de bolsillo y calculé la hora romana. Las II menos cinco. Al menos Terence llegaría a tiempo a su cita. Y con suerte la mía me esperaría.
—¡Alto! —dijo el profesor, y se puso en pie en la barca.
—No… —Terence soltó los remos de golpe. Eché mano hacia él y cogí la manta mientras caía a sus pies. La barca osciló peligrosamente y el agua cubrió la borda. Cyril parpadeó, adormilado, y se puso en pie, que era lo último que necesitábamos.
—Señor —empecé, y el profesor Peddick miró asombrado alrededor y se sentó.
—St. Trewes, debe llevar la barca a la orilla inmediatamente —dijo, señalando la ribera—. Mire.
Todos nosotros, incluso Cyril, miramos el prado de hierba cubierta de campanillas y ranúnculos.
—Es la viva estampa campestre de Blenheim —comentó el profesor Peddick—. Miren, más allá de la aldea de Sonderheim y tras Nebel Brook. Demuestra plenamente mi argumento. ¡Fuerzas ciegas! ¡Fue el duque de Malborough quien venció! ¿Tienen un libro de ejercicios? ¿Y una caña de pescar?
—¿No sería mejor hacer esto luego? Esta tarde, a la vuelta de Iffley.
—El ataque contra Tallard se produjo a primeras horas de la tarde, con esta misma luz —dijo el profesor Peddick, quitándose las botas—. ¿Qué tipo de cebo han traído?
—Pero si no tenemos tiempo —protestó Terence—. Tengo una cita…
—Omnia aliena sunt, tempus tantum nostrum est —citó el profesor Peddick—. Nada es nuestro excepto el tiempo.
Me incliné hacia delante y le susurré a Terence:
—Podrías dejarnos aquí y volver por nosotros después de tu cita.
Él asintió, con aspecto más feliz, y empezó a dirigir la barca hacia la orilla.
—Pero necesito que vengas conmigo para llevar el timón —dijo—. Profesor Peddick, voy a dejarle en la orilla para que estudie la batalla, y nosotros iremos a Iffley y luego volveremos a recogerlo. —Empezó a buscar un lugar para desembarcar.
Tardamos una eternidad en encontrar un lugar donde la orilla fuera lo suficientemente baja para que el profesor saltara, y aún más en localizar el equipo de pesca. Terence rebuscó en la bolsa Gladstone entre frenéticas miradas a su reloj de bolsillo, y yo hice lo propio en la caja metálica buscando la caña y una cajita de moscas.
—¡Aquí está! —Terence metió las moscas en el bolsillo del profesor, agarró el remo y nos pegó contra la orilla—. Tierra a la vista —dijo, levantándose y posando un pie en la orilla fangosa—. Aquí tiene, profesor.
El profesor Peddick miró despistado a su alrededor, recogió el birrete e hizo ademán de ponérselo.
—¡Espere! —dije, rescatándolo—. ¿Tienes un cuenco o algo, Terence? Para el gobio blanco.
Volvimos a buscar, Terence en una de las sombrereras, yo en mi bolsa de tela. Encontré dos cuellos almidonados, un par de zapatos negros demasiado pequeños para mí, un cepillo de dientes.
La cesta cubierta que Cyril había estado olisqueando contenía la comida y, presumiblemente, una olla para cocinarla. Rebusqué en el montón de popa y luego bajo el asiento. Allí estaba, en lo alto de la proa. Extendí la mano.
—¡Una tetera! —dijo Terence, sujetando una por el asa. Me la tendió.
Vacié dentro el pez y el agua y le tendí el birrete al profesor Peddick.
—No se lo ponga todavía —le recomendé—. Espere a que se seque.
—Un alumno apto —dijo el profesor, sonriente—. Beneficiorum gratia sempiterna est.
—Al César lo que es del César —dijo Terence, y lo ayudó a salir de la barca antes de que yo soltara la tetera.
—Tardaremos una hora —anunció, volviendo a la barca y agarrando los remos—. Tal vez dos.
—Estaré aquí —dijo el profesor Peddick, de pie en el mismo borde del agua—. Fidelis ad urnum.
—¿No se caerá otra vez? —pregunté yo.
—No —respondió Terence, no muy convencido, y se puso a los remos como si fuera la semana de las regatas.
Nos separamos rápidamente del profesor Peddick, que se había detenido a mirar algo del suelo con sus quevedos. La caja de moscas se le cayó del bolsillo y resbaló hasta la orilla. Él se inclinó más y trató de cogerla.
—Quizá deberíamos… —dije, y Terence dio un poderoso impulso y doblamos una curva: allí estaban la iglesia y un puente de piedra.
—Ella dijo que estaría esperando en el puente —jadeó Terence—. ¿La ves?
Me hice sombra con la mano y miré al puente. Había alguien cerca del extremo norte. Nos acercamos rápidamente. Una joven con un parasol blanco. Vestida de blanco.
—¿Está allí? —dijo Terence, tirando de los remos.
Llevaba un sombrero blanco con flores azules; debajo, su pelo rojizo resplandecía a la luz de la mañana.
—¿Llego demasiado tarde? —preguntó Terence.
—No —dije. «Pero yo sí», pensé. Era la criatura más hermosa que jamás había visto.