El viaje termina en el encuentro de los amantes.
WILLIAM SHAKESPEARE
Una brusca llegada - Diferencia entre literatura y vida real - Similitud de los silbatos de tren con las sirenas antiaéreas - Beneficios de la adrenalina - Reflexiono sobre mi misión - Howard’s End - Un periódico oportuno - Dos damas - Una llegada con retraso - ¡Contacto! - Oxford, ciudad de torres de ensueño - Un reflejo de moda - Destino - Se resuelve el misterio de los conejos hipnotizados por las serpientes - Una presentación
Aterricé boca abajo en una vía de ferrocarril, tendido como Pearl White en un serial de la Twentieth-Century, aunque ella no llevaba tanto equipaje. El portamanteo y los demás bultos estaban esparcidos a mi alrededor, junto con el sombrero de paja, que se me había caído cuando me abalancé hacia la red.
La voz de lady Schrapnell aún resonaba en mis oídos. Me puse en pie y miré en derredor con cautela: no había ni rastro de ella. Ni tampoco de una barca o un río. Las vías de tren se hallaban en un terraplén cubierto de hierba. Los árboles crecían por todas partes.
La primera regla de los viajes en el tiempo es averiguar la localización espacio-temporal exacta, pero no parecía haber ningún modo de hacerlo. Evidentemente, era verano (el cielo era azul y había flores entre los travesaños), pero no se veía ningún signo de civilización aparte de las vías. Así que me encontraba en algún momento posterior a 1804.
—En los vids siempre hay un periódico revoloteando por el suelo con un valioso titular como «¡Pearl Harbor bombardeada!» o «¡Mafeking liberado!» y un reloj sobre un escaparate que indica la hora.
Miré el mío. No llevaba. Me quedé mirándome la muñeca, tratando de recordar si Warder me lo había quitado cuando me probaba las camisas. Recordé que me había metido algo en el bolsillo del chaleco. Lo saqué, colgando de una cadenita de oro. Un reloj de bolsillo. Por supuesto. Los relojes de pulsera eran un anacronismo en el siglo diecinueve.
Tuve dificultades para abrir el reloj y luego dificultades para leer los ya extintos números romanos, pero al final acabé por enterarme. Las X y cuarto. Contando el tiempo que había pasado para conseguir abrir el reloj y el que había estado tendido en las vías, justo en el objetivo. A menos que estuviera en el año equivocado. O en el lugar equivocado.
Como no sabía dónde se suponía que tenía que aparecer, no sabía si estaba en el lugar adecuado o no; pero si hay una pequeña cantidad de deslizamiento temporal, no suele haber demasiado deslizamiento situacional.
Contemplé las vías, empinándome sobre una de ellas. Al norte se internaban en el bosque. En la dirección contraria, los bosques parecían menos densos y había una oscura columna de humo. ¿Una fábrica? ¿Una casa flotante?
Tendría que recoger mis maletas y acercarme a ver. Seguí de pie en lo alto de la vía, sin embargo, aspirando el cálido aire de verano y el dulce olor de los tréboles y el heno recién cortado.
Estaba a ciento sesenta años de distancia de la contaminación y el tráfico y el tocón del pájaro del obispo. No, eso no era cierto. El tocón del pájaro del obispo había sido regalado a la catedral de Coventry en 1852.
Una idea deprimente. Pero no había ninguna catedral de Coventry. La iglesia de San Miguel no se convirtió en sede de obispado hasta 1908. Y no había ninguna lady Schrapnell. Estaba a más de un siglo de distancia de sus órdenes ladradas y de los perros con mala idea y las catedrales bombardeadas, en una época más civilizada, donde el ritmo era lento y decoroso, y las mujeres eran tranquilas y recatadas.
Contemplé los árboles, las flores. Entre las vías crecían las amapolas y una diminuta flor blanca parecida a una estrella. La enfermera del hospital había dicho que necesitaba descanso, ¿y quién no descansaría aquí? Me sentí totalmente recuperado con sólo permanecer allí de pie, sobre las vías. Nada de visión borrosa. Nada de sirenas antiaéreas.
Había hablado demasiado pronto. La sirena antiaérea comenzó a sonar de nuevo y se detuvo bruscamente. Sacudí la cabeza, tratando de despejarla. Inspiré varias veces, larga y profundamente.
No estaba curado todavía, pero lo estaría pronto respirando aquel aire limpio y puro. Miré el cielo sin nubes, la columna de humo negro. Parecía más alta y más cercana… ¿un granjero quemando rastrojos?
Anhelé verlo, apoyado en su rastrillo, ajeno a las preocupaciones modernas, a la prisa moderna. Ansié ver su casita cubierta de rosas con su valla blanca, su acogedora cocina, su suave cama de plumas, su…
La sirena antiaérea sonó de nuevo con una breve serie de estallidos. Como el silbato de una fábrica. O un tren.
La adrenalina es una droga muy efectiva. Galvaniza el cuerpo para que entre en acción y se sabe que impulsaba a imposibles hazañas de fuerza. Y de velocidad.
Agarré la mochila, el cesto, el portamanteo, la maleta, las cajas y el sombrero, que de algún modo se me había vuelto a caer. Lo lancé todo al terraplén más cercano y me tiré detrás antes de que la columna de humo hubiera salido de entre los árboles.
La cesta que tanto preocupaba a Finch seguía sobre las vías, en equilibrio sobre la más alejada. La adrenalina vino en mi ayuda: la recogí y rodé sobre el suelo mientras el tren pasaba con un estrépito ensordecedor.
Decididamente, no estaba recuperado del todo. Me quedé tendido en el fondo del terraplén durante un rato considerable, reflexionando sobre ese hecho y tratando de recuperar el aliento.
Por fin me incorporé. El terraplén era bastante alto, y la cesta y yo habíamos rodado un buen trecho antes de detenernos en una masa de ortigas. Allí la vista era muy distinta que desde lo alto de las vías, y pude atisbar, tras un grupito de alisos, la esquina de una estructura blanca y un entramado. Decididamente, podía ser una casa flotante.
Liberé la cesta y a mí mismo, subí la pendiente y miré con cuidado arriba y abajo de las vías. No había humo en ninguna dirección, ni sonido alguno. Satisfecho, crucé corriendo el tendido férreo, recogí mi equipaje, miré en ambas direcciones, volví a cruzar, y me dispuse a atravesar el bosque en dirección a la casa flotante.
La adrenalina también tiende a despejar el cerebro. Varias cosas me quedaron notablemente claras mientras me encaminaba hacia la casa, la principal de las cuales era que no tenía ni idea de qué hacer cuando llegara allí.
Recordé claramente al señor Dunworthy diciendo:
«Aquí están tus instrucciones». Después de eso un lío de cucharas Stilton y collares y la sirena de todo en orden; luego me había dicho que el resto de las dos semanas disponía de ellas en su totalidad. Cuando entré en la red, además, Finch dijo: «Contamos con usted».
¿Para que hiciera qué? Había algo de una barca y un río. Y Algo End. Audley End. No, eso no sonaba bien. Empezaba por «n». ¿O era la ninfa acuática? Con suerte, me vendría a la cabeza en la casa flotante.
No era una casa flotante: Era una estación de tren. Había un cartel de madera en la pared, sobre un banco verde. «Oxford», decía.
¿Y qué se suponía que tenía que hacer ahora? En Oxford había casas flotantes y un río. Pero ya que me encontré en la estación, a lo mejor tenía que haber tomado el tren para que me llevara a Algo End y después un barco. Me pareció recordar que el señor Dunworthy mencionaba una vía de tren. ¿O fue el auricular?
Mi llegada a la estación podía deberse al deslizamiento; a lo mejor en realidad tenía que haber aparecido en el puente Folly. Recordé claramente la mención de una barca y el río.
Por otro lado, llevaba demasiado equipaje para ir en barca.
Observé el andén del otro lado de las vías. Detrás del banco verde había un tablón de anuncios protegido por un cristal: el horario de trenes. Podía consultarlo y, si aparecía listado Algo End, sabría que tenía que coger el tren, sobre todo si venía uno pronto.
El andén estaba vacío, al menos de momento. La distancia que me separaba de él era grande pero no imposible de superar, y el cielo era absolutamente azul en ambas direcciones. Miré las vías arriba y abajo y también la puerta de la sala de espera. Nada. Comprobé las vías tres o cuatro veces más, sólo para asegurarme, y luego las crucé a la carrera, lancé mi equipaje y me encaramé detrás.
El andén seguía desierto. Apilé mis maletas en un extremo de un banco y corrí hacia el cartel. Leí los nombres: Reading, Coventry, Northampton, Bath. Lo más probable es que fuera una de las estaciones pequeñas: Aylesbury, Didcot, Swindon, Abingdon. Leí la lista entera. No había ni un solo Algo End.
Y no podía entrar en la estación y preguntar cuándo pasaba el próximo tren para Algo End. Algo End. ¿Howard’s End? No, Howard’s End era una novela que E. M. Forster no había escrito todavía. Algo End. Había un pub en el Turl llamado The Bitter End, pero no parecía adecuado tampoco. Empezaba por «n». No, eso era la náyade. Una «m».
Regresé al banco, me senté y traté de pensar. El señor Dunworthy había dicho: «Éstas son tus instrucciones», y luego algo sobre palas para ostras y té con la reina. No, eso tuvo que ser el auricular. Y luego: «Vamos a enviarte al siete de junio de 1889.»
Sería mejor que averiguara si estaba de verdad en el siete de junio de 1889 antes de preocuparme por ninguna otra cosa. Si estaba en el momento equivocado, no tenía sentido ir a ninguna parte, ni en tren ni en barca. Tenía que quedarme allí hasta que Warder hiciera los cálculos, advirtiera que estaba en el tiempo incorrecto y dispusiera una recogida. Al menos no era un campo de guisantes.
Y se me ocurrió, ahora que me estaba recuperando un poquito, que Warder habría puesto mi reloj en hora para el pasado. En ese caso, no demostraba absolutamente nada.
Me levanté y me acerqué a la ventana de la estación para ver si había un reloj dentro. Lo había. Las once menos veinte. Saqué el reloj de bolsillo y lo comprobé. Las XI menos veinte.
—En los libros y vids siempre hay un vendedor de periódicos que sostiene uno con la fecha bien visible para que el viajero del tiempo la vea, o un calendario con los días tachados. No había ni rastro de calendarios ni de vendedores de periódicos. Tampoco me encontré con un amigable mozo de equipajes que dijera: «Buen tiempo para ser siete de junio, ¿verdad, señor? No como el año pasado. No tuvimos verano ni nada en el 88.»
Volví al banco y me senté, tratando de concentrarme. Marlborough End, Middlesex End, Montague End, Marple’s End.
Sonó un silbato de locomotora (que reconocí al instante como tal), y un tren atravesó la estación sin detenerse, con un rugido y un súbito vendaval. El sombrero me voló. Fui corriendo tras él, lo pillé y me lo estaba poniendo cuando un papel, aparentemente arrastrado por la misma corriente de aire, se me estampó contra las piernas.
Me lo despegué y lo miré. Era una hoja de periódico. El Times del siete de junio de 1889.
Así que estaba en el tiempo adecuado; todo cuanto tenía que hacer era averiguar qué debía hacer a partir de entonces.
Me senté y apoyé la cabeza entre las manos, tratando de concentrarme. Carruthers había llegado sin una bota y Warden cerró su carpeta de golpe y el señor Dunworthy dijo algo sobre un río y un contacto. Un contacto.
—Contacta con Tennyson —había dicho, sólo que ése no era el nombre. Pero empezaba por «t». O por «a». Y Finch había dicho algo también sobre un contacto. Un contacto.
Eso explicaba por qué no sabía qué hacer. Lo único que me habían dicho era que me reuniera con un contacto, y que él o ella me pondría al corriente. Sentí una oleada de alivio. El contacto me lo explicaría todo.
Así que la única pregunta era, ¿quién era y dónde estaba? «Contacta con alguien», había dicho el señor Dunworthy. ¿Cómo era el nombre? Chiswick. No, ése era el jefe de Viajes Temporales. Rectificación: el ex jefe de Viajes Temporales. «Contacta…». Klepperman. Alférez Klepperman. No, ése era marino que murió en acto de servicio. Porque no sabía lo que se traía entre manos.
«Contacta…». ¿Con quién? A modo de respuesta, otro silbato sonó varias veces, ensordecedor, y un tren se detuvo en la estación. Escupiendo chispas y grandes vaharadas de vapor, la máquina se paró. Un mozo salió del tercer vagón, depositó un banquito tapizado delante de la puerta y volvió a subir al tren.
Pasaron varios minutos antes de que el mozo volviera a aparecer llevando una sombrerera y un gran paraguas negro. Le tendió la mano a una frágil anciana y luego a una dama más joven para que bajaran.
La dama mayor llevaba miriñaque y un bonete y guantes de encaje, y por un instante temí estar en el año equivocado después de todo. La más joven, sin embargo, llevaba una larga falda y el sombrero ladeado. Tenía un rostro dulce, y cuando le habló al mozo, diciéndole qué maletas eran las suyas, su voz fue a la vez tranquila y recatada.
—Te dije que no estaría aquí para recibirnos —dijo la anciana con una voz parecida a la de lady Schrapnell.
—Estoy segura de que llegará en breve, tía —respondió la joven—. Tal vez lo han retrasado asuntos de la facultad.
—Paparruchas —protestó la anciana, una palabra que yo creía que no decía nadie—. Estará por ahí pescando. ¡Lamentable ocupación para un hombre adulto! ¿Le escribiste diciéndole cuándo veníamos?
—Sí, tía.
—Y le dijiste la hora, supongo.
—Sí, tía. Seguro que llegará dentro de poco.
—Y mientras tanto tendremos que quedarnos aquí con este calor espantoso.
El clima me parecía agradablemente cálido, pero claro, yo no iba vestido de lana negra y abotonado hasta el cuello. Ni con guantes de encaje.
—Absolutamente bochornoso —dijo, buscando un pañuelo en un bolsito—. Me siento bastante débil. ¡Cuidado con eso! —le rugió al mozo, que se debatía con un gran baúl.
Finch tenía razón. Viajaban cargaditos de equipaje.
—Voy a desmayarme —anunció la tía, abanicándose débilmente con el pañuelo.
—¿Por qué no se sienta aquí, tía? —le sugirió la joven, conduciéndola a otro banco—. Estoy segura de que el tío llegará de un momento a otro.
La anciana se sentó sobre una nube de enaguas.
—¡Así no! —le gritó al mozo—. Todo esto es culpa de Herbert. ¡Casarse! Y justo cuando veníamos a Oxford. ¡No vaya a arañar el cuero!
Estaba claro que ninguna de aquellas dos damas era mi contacto, pero al menos parecía que ya no tenía dificultad para distinguir sonidos. Y comprendía lo que decían, cosa que no siempre se cumple en el pasado. En mi primer rastrillo no comprendí una palabra de cada diez: bolos y ensayos y ventas de trabajo.
También parecía haber superado mi tendencia a la sensiblería. La dama joven tenía un bonito rostro en forma de corazón, y tobillos en forma de tobillo aún más lindos, de los que pude atisbar una media blanca cuando se bajó del tren, pero yo no sentí ninguna inclinación a perderme en embelesadas comparaciones con sílfides o querubines. Aún mejor, había podido recordar ambas palabras sin problema. Me sentía completamente curado.
—Nos ha olvidado por completo —dijo la tía—. Tendremos que alquilar una cabriola.
Bueno, quizá no curado del todo.
—No tendremos que alquilar un carruaje —aseguró la joven—. El tío no se habrá olvidado.
—¿Entonces por qué no está aquí, Maud? —replicó la anciana, arreglando sus faldas para que ocuparan todo el banco—. ¿Y por qué no está aquí Herbert? ¡Matrimonio! Los criados no tienen derecho a casarse. ¿Y cómo es que conoció a alguien adecuado para el matrimonio? Le prohibí absolutamente que tuviera pretendientes, así que supongo que eso significa que es alguien inadecuado. Alguna persona del mundo del teatro. —Bajó la voz—. O peor.
—Tengo entendido que se conocieron en la iglesia —dijo Maud pacientemente.
—¡En la iglesia! ¡Qué desgracia! ¿Adonde va a llegar el mundo? En mis tiempos, la iglesia era un deber, no una ocasión social. Recuerda mis palabras, dentro de cien años no se podrá distinguir entre una catedral y un teatro.
«O un centro comercial», pensé.
—Son todos esos sermones sobre el amor cristiano —dijo la tía—. ¿Qué ha pasado con los sermones sobre el deber y el sitio de cada cual? ¿Y la puntualidad? A tu tío le vendría bien un sermón sobre… ¿adonde vas?
Maud se dirigía a la puerta de la estación.
—A mirar el reloj —dijo—. Me pareció que quizás el motivo por el que el tío no está todavía aquí es porque el tren pudiera haber llegado antes.
Saqué servicial mi reloj de bolsillo y lo abrí, esperando recordar cómo leerlo.
—¿Y me dejas aquí sola con quién sabe qué clase de personas? —protestó la tía. Alzó un dedo forrado de encaje—. Hay hombres —dijo con un susurro teatral— que deambulan por los lugares públicos esperando su oportunidad de entablar conversación con las mujeres que están solas.
Cerré el reloj, me lo guardé en el bolsillo del chaleco y traté con todas mis fuerzas de parecer inofensivo.
—Su objetivo —susurró ella con fuerza— es robar el equipaje de las mujeres sin protección. O peor.
—Dudo que nadie pudiera levantar su equipaje, tía, mucho menos robarlo —susurró Maud, y mi opinión sobre ella mejoró.
—No obstante, estás a mi cuidado, ya que mi hermano no ha venido a recibirnos, y es mi deber protegerte de influencias dañinas —dijo la tía, mirándome sombría—. No vamos a quedarnos aquí ni un momento más. Meta eso en consigna —le dijo al mozo, que por fin había conseguido subir los baúles y tres grandes maletas en una carretilla—. Y tráiganos el recibo.
—El tren está a punto de salir, señora —protestó él.
—No voy a coger el tren —dijo ella—. Y pídanos un cabriolé. Con un conductor respetable.
El mozo miró desesperado el tren, que soltaba grandes eructos de vapor.
—Señora, mi deber es estar en el tren cuando salga. Perderé mi trabajo si no estoy a bordo.
Pensé en ofrecerme a pedirles un carruaje, pero no quería que la tía me tomara por Jack el Destripador. ¿O era eso un anacronismo? ¿Había empezado su carrera en 1889?
—¡Pamemas! Perderá su trabajo si informo de su insolencia a sus superiores —decía la tía—. ¿Qué clase de compañía es ésta?
—La Great Western, señora.
—Bien, difícilmente puede llamarse grande si sus empleados dejan el equipaje de los pasajeros en el andén para que sea robado por vulgares criminales. —Otra oscura mirada en mi dirección—. Difícilmente puede llamarse grande cuando sus empleados se niegan a ayudar a una anciana indefensa.
El mozo, que parecía no estar de acuerdo con el calificativo «indefensa», miró el tren, cuyas ruedas empezaban a girar, y luego a la puerta de la estación, como midiendo la distancia. Luego se llevó la mano al sombrero y empujó la carretilla hasta la estación.
—Vamos, Maud —dijo la tía, levantándose de su nido de enaguas.
—Pero ¿y si viene el tío? No nos verá.
—Eso le enseñará una lección útil sobre puntualidad —sentenció la tía. Se marchó.
Maud siguió su impresionante estela, dirigiéndome al pasar una sonrisa de disculpa.
El tren arrancó, haciendo girar sus grandes ruedas primero lentamente y luego más rápido mientras acumulaba vapor, y salió de la estación. Miré ansiosamente hacia la puerta de la estación, pero no había ni rastro del mozo.
Los vagones de pasajeros pasaron despacio, y luego el vagón de equipajes pintado de verde. No iba a conseguirlo. El vagón del revisor pasó, con su linterna oscilando, y el mozo salió corriendo por la puerta, corrió por el andén y dio un salto. Me levanté.
Se agarró a la barra con una mano, se aupó al escalón superior y se quedó allí colgado, jadeando. Mientras el tren dejaba la estación, blandió el puño hacia la puerta.
«Sin duda en años futuros se hará socialista —pensé— y trabajará para conseguir votos para el Partido Laborista».
¿Y la tía? Sin duda había sobrevivido a todos sus parientes y no había dejado nada a los criados en el testamento. Deseé que hubiera durado hasta los años veinte y tenido que soportar los cigarrillos y el charlestón. En cuanto a Maud, esperé que hubiera encontrado a alguien adecuado para casarse, aunque me temía que no, con el ojo de águila de la tía constantemente encima.
Permanecí sentado varios minutos, reflexionando sobre sus futuros y el mío propio, que era decididamente menos claro. El tren siguiente desde cualquier parte no pasaba hasta las 12.36; era el de Birmingham. ¿Tenía que encontrarme allí con mi contacto? Me pareció recordar que el señor Dunworthy dijo algo de un taxista. ¿Tenía que coger una calesa para que me llevara a la ciudad? «Contacta», había dicho el señor Dunworthy.
La puerta de la estación se abrió de golpe y un joven salió corriendo a la misma velocidad que el mozo de equipajes. Iba vestido como yo, con pantalones de franela blancos, lucía un bigote algo torcido y llevaba el sombrero en la mano. Llegó al andén y lo recorrió rápidamente hasta el fondo, buscando obviamente a alguien.
Mi contacto, pensé esperanzado. Y llegaba tarde, por eso no estaba allí para recibirme. Como confirmando mis pensamientos, se detuvo, sacó un reloj de bolsillo y lo abrió con impresionante destreza.
—Llego tarde —dijo, y lo cerró.
Si era mi contacto, ¿se anunciaría como tal o tenía que susurrarle yo «Psst, Dunworthy me envió»? ¿Quizás había algún tipo de contraseña cuya respuesta yo debía conocer? «La marmota nada a medianoche», a lo cual yo tendría que responder: «El gorrión está en el abeto». Estaba dudando entre si decirle «La luna sale el martes» o algo más directo como «Usted perdone, ¿viene del futuro?», cuando se volvió hacia mí, me dirigió una mirada vacía, pasó por mi lado, fue hasta el otro extremo del andén y miró vías abajo.
—Disculpe —dijo, volviendo junto a mí—. ¿Ha llegado ya el tren de Londres de las 10.55?
—Sí —contesté—. Salió hace cinco minutos.
¿Salió? ¿Era eso un anacronismo? ¿Tendría que haber dicho «partió»?
Al parecer no, porque él murmuró:
—Lo sabía. —Y se puso el sombrero en la cabeza y desapareció dentro de la estación.
Un momento más tarde, regresó.
—Disculpe —dijo—. ¿No habrá visto a unas enlutadas de edad, verdad?
—¿Enlatadas de edad? —dije yo, sintiendo como si hubiera vuelto a los rastrillos.
—Una pareja de matronas en la edad serena, el otoño de hojas amarillas —dijo él—. Encorvadas y lastradas por la edad. «Es usted el viejo padre William» y todo eso. Tendrían que haber llegado en el tren de Londres. Vestidas de lana negra, imagino.
Vio mi incomprensión.
—Dos damas de edad avanzada. Tenía que recogerlas. Supongo que no habrán llegado y se habrán ido, ¿no? —dijo, mirando vagamente alrededor.
Debía de estar refiriéndose a las dos damas que acababan de marcharse, aunque era imposible que fuese el hermano de la tía y Maud difícilmente podía ser considerada de edad avanzada.
—¿Eran las dos mayores?
—Anticuadas. Ya tuve que ir a recibirlas una vez durante el segundo trimestre. ¿Las ha visto? Una probablemente iba con mantón de ganchillo. La otra es una solterona típica, de las de nariz ganchuda, todo medias azules y causas sociales. Amelia Bloomer y Betsy Trotwood.
No eran ellas, entonces. Los nombres no coincidían, y las medias que había visto bajar del tren eran blancas, no azules.
—No —dije—. No las he visto. Había una joven y una…
Él sacudió la cabeza.
—No es mi grupo. Las mías son absolutamente antediluvianas, o lo serían si alguien creyera aún en el diluvio. ¿Cómo las llamaría Darwin? ¿Antepelágicas? ¿O Antetrilobíticas? Debió de confundir los trenes otra vez.
Se acercó al tablón, examinó el horario y se enderezó disgustado.
—¡Pardiez! —dijo, otra palabra que yo creía que sólo existía en los libros—. El siguiente tren de Londres no llega hasta las 2.14, y entonces ya será demasiado tarde.
Se golpeó la pierna con el sombrero.
—Bueno, pues entonces se acabó —dijo—. A menos que le pueda sacar algo a Mags en la Mitra. Siempre es buena para una corona o dos. Lástima que Cyril no esté aquí. Le gusta Cyril. —Volvió a encasquetarse el sombrero y entró en la estación.
Y se acabó que fuera mi contacto, decidí. ¡Pardiez!
El tren siguiente no llegaba hasta las 12.36. Si tenía que haberme encontrado con mi contacto en el lugar donde aparecí, sería mejor que recogiera mi equipaje y volviera a ese punto de la vía. Si podía encontrarlo. Tendría que haber marcado el sitio con un pañuelo.
¿O se suponía que tenía que reunirme con él junto al río? ¿O ir en barca a alguna parte para encontrarlo? Cerré los ojos con fuerza. El señor Dunworthy había dicho algo sobre Jesús College. No, estaba hablando con Finch para que trajera las provisiones. Había dicho: «Éstas son tus instrucciones» y luego algo sobre el río y sobre el croquet y Disraeli y… Cerré los ojos con más fuerza todavía, tratando de recordar.
—Disculpe —me llamó una voz—. Lamento molestarlo.
Abrí los ojos. Era el joven que no encontraba a las enlutadas entradas en años.
—Disculpe —repitió—, no irá usted al río, ¿verdad? Bueno, es evidente que sí. Me refiero a que lleva sombrero de paja y pantalones de franela blancos. Dudo que vaya a una ejecución, y no hay nada más en Oxford en esta época del año. La Navaja de Occam, como diría el profesor Peddick. Lo que quería preguntarle es si ha hecho planes para ir con amigos a una fiesta privada o algo, o si va a ir por su cuenta.
—Yo… —dije preguntándome si sería mi contacto después de todo, y aquello era una especie de código, desde luego rebuscado.
—Disculpe —dijo él—. Lo estoy confundiendo todo. Ni siquiera nos hemos presentado adecuadamente. —Se pasó el sombrero a la mano izquierda y me tendió la derecha—. Terence St. Trewes.
Se la estreché.
—Ned Henry.
—¿A qué college pertenece?
Traté de recordar si el señor Dunworthy había mencionado a alguien llamado Terence St. Trewes, y la pregunta, expresada de forma tan casual, me pilló desprevenido.
—Balliol —contesté, y esperé que él fuera a Brasenose o Keble.
—Lo sabía. —Se congratuló—. Un hombre de Balliol es inconfundible. Es a causa de la influencia de Jowett. ¿Quién es su tutor?
¿Quién estaba en Balliol en 1889? Jowett, pero no habría tenido ningún alumno. ¿Ruskin? No, pertenecía a Christ Church. ¿Ellis?
—He estado enfermo este año —dije, decidiéndome por la cautela—. Me reincorporaré en otoño.
—Y mientras tanto su tutor le recomendó un viaje por el río para recuperarse. Aire fresco, ejercicio, tranquilidad y todas esas pamplinas. Y un descanso que repare la desgarrada manga de las penas.
—Sí, exactamente —dije, preguntándome cómo sabía eso. Tal vez era mi contacto después de todo—. Mi doctor me envió esta mañana —dije, por si lo era y estaba esperando alguna señal por mi parte—. Desde Coventry.
—¿Coventry? Ahí es donde está enterrado Thomas Becket, ¿no es cierto? «¿Quién me librará de este turbulento sacerdote?».
—No —contesté—. Eso es Canterbury.
—¿Entonces quién es de Coventry? —sonrió—. Lady Godiva —dijo—. ¿Y Tom el Mirón?
Bueno, así que no era mi contacto. De todas formas, era agradable estar en una época en la cual ésas eran las asociaciones con Coventry, y no catedrales destruidas y lady Schrapnell.
—Ésta es la cuestión —empezó Terence, sentándose junto a mí en el banco—. Cyril y yo planeábamos ir al río esta mañana. Habíamos apalabrado la barca, entregado un adelanto y empaquetado todas nuestras cosas, cuando el profesor me pregunta si puedo recoger a esas ancianas de su familia porque tiene que escribir sobre la batalla de Salamina. Bueno, uno no le dice que no a su tutor, aunque se lo coman los demonios de la prisa, sobre todo cuando se portó tan extraordinariamente en el asunto del Memorial de los Mártires sin decírselo a mi padre y todo eso. Así que dejé a Cyril en el puente Folly para que vigilara nuestras cosas y me aseguré de que Jabez no alquilara la barca ante nuestras narices, con depósito o sin él, como ya ha hecho en más de una ocasión, incluida aquella vez que vino la hermana de Rushforth y la embarrancó en St. Aldate. Comprendía que llegaría tarde, así que cuando he llegado a Pembroke, he alquilado un cabriolé. Apenas tenía para la barca, pero contaba con que las ancianas enlutadas se ofrecieran. Sólo que él se equivocó de tren y no puedo seguir tirando de mi próxima asignación porque lo aposté todo a Beefsteak en el Derby, y por algún motivo Jabez se niega a dar crédito a los estudiantes. Así que aquí estoy, abandonado como Mariana en el Sur, y allí está Cyril, «como la paciencia en un monumento, sonriendo de pesar».
Me miró expectante.
Curiosamente, aunque esto era mucho peor que los rastrillos y yo sólo había entendido una palabra de cada tres y ninguna de las alusiones literarias, capté el fondo de lo que estaba diciendo: no tenía dinero suficiente para la barca.
Y de lo que eso significaba: definitivamente, no era mi contacto. Era sólo un estudiante sin blanca. O uno de los «rufianes» que según la tía deambulaban por las estaciones entablando conversación con la gente y tratando de sacarle dinero. O peor.
—¿No tiene dinero ese tal Cyril? —pregunté.
—Cielos, no —dijo, estirando las piernas—. Nunca tiene un chelín. Así que me preguntaba, ya que planeaba usted ir al río y nosotros también, si no podríamos combinar nuestros recursos, como Speke y Burton, sólo que por supuesto las fuentes del Támesis ya han sido descubiertas, y no navegaríamos río arriba, además. No habrá nativos salvajes ni moscas tsé-tsé ni esas cosas. Cyril y yo nos preguntábamos si le gustaría venir al río con nosotros.
—Tres hombres en una barca —murmuré, deseando que fuera mi contacto. Tres hombres en una barca ha sido siempre uno de mis libros favoritos, sobre todo el capítulo en que Harris se pierde en el laberinto de Hampton Court.
—Cyril y yo vamos río abajo —decía Terence—. Pensábamos en realizar un viaje de placer hasta Muchings End, pero podríamos detenernos en donde a usted le plazca. Hay algunas ruinas hermosas en Abingdon. A Cyril le encantan las ruinas. Está también la abadía de Bisham, donde Anna de Cleves esperó el divorcio. O, si tenía usted en mente seguir río abajo, disfrutando de «la corriente que se desliza con suave murmullo», podríamos simplemente ir a la deriva.
Yo no le estaba escuchando. Muchings End, había dicho, y supe en cuanto lo oí que era el nombre que había estado intentando recordar. «Contacta con alguien», me habían dicho, y éste era claramente ese alguien. Sus referencias al río y las órdenes de mi médico, su bigote torcido y su chaqueta idéntica, no podían ser coincidencia.
Me pregunté por qué no me decía simplemente quién era. No había nadie más en el andén. Miré hacia la ventana, tratando de ver si el encargado de la estación nos estaría escuchando, pero no conseguí ver nada. Quizá se comportaba de forma cautelosa por si yo no era la persona adecuada.
—Yo… —dije, y la puerta de la estación se abrió. Apareció un hombre grueso de mediana edad con sombrero hongo y bigote retorcido. Se llevó la mano al sombrero, murmuró algo ininteligible y se acercó al tablón de anuncios.
—Me gustaría muchísimo ir a Muchings End —dije, recalcando las dos últimas palabras—. Un viaje por el río será una pacífica alternativa a Coventry.
Rebusqué en el bolsillo de mi pantalón, tratando de recordar qué había hecho Finch con el monedero lleno.
—¿Cuánto necesita para alquilar la barca?
—Treinta y seis —dijo—. Es el alquiler de una semana. Ya he puesto media corona.
El monedero estaba en el bolsillo de mi chaqueta.
—No estoy seguro de haber traído suficiente —dije, sopesando las monedas.
—Hay suficiente incluso para comprar la barca —dijo Terence—. O un vapor. ¿Sus pertenencias? —preguntó, señalando mi equipaje.
—Sí —contesté y cuando extendí la mano hacia el portamanteo él ya lo había cogido con una mano, junto con una de las cajas, y agarraba la mochila y el cesto con la otra. Yo cogí la caja restante, la bolsa y la cesta cubierta y lo seguí.
—Le he dicho al conductor del cabriolé que esperara —dijo, empezando a bajar los escalones. No se veía más que un perro feo: se rascaba perezosamente la oreja con una pata trasera. No le presté atención mientras Terence pasaba de largo, y sentí otro arrebato de júbilo por estar a años y años de los perros con mala idea y los terribles pilotos de la Luftwaffe, en una época más tranquila, de ritmo más lento, más decorosa.
—Garrulo incivilizado —dijo Terence—. Le dije que esperara. Tendremos que tomar un coche en Cornmarket.
El perro cambió de postura y empezó a lamerse sus partes privadas. De acuerdo. No del todo decorosa.
Y no tan lenta.
—Vamos pues —dijo Terence—. No hay tiempo que perder.
Y se dirigió hacia la calle Hythe Bridge casi al galope.
Lo seguí lo más rápido que pude, teniendo en cuenta el equipaje y que la calle Hythe Bridge estaba sin pavimentar y llena de hoyos. Necesité toda mi atención para no perder pie y hacer malabarismos con el equipaje.
—Vamos —dijo Terence, deteniéndose en lo alto de la colina—. Casi es mediodía.
—Ya voy —contesté, tirando de la cesta cubierta, que me resbalaba, y me esforcé en llegar a la cima.
Cuando la coroné me detuve, boquiabierto igual que el nuevo recluta cuando vio al gato. Estaba en Cornmarket, en la encrucijada de St. Aldate y High, bajo la torre medieval.
Había estado allí cientos de veces, esperando una pausa en el tráfico. Pero eso era en el Oxford del siglo veintiuno, con sus centros comerciales para turistas y sus estaciones de Metro.
Éste, éste era el Oxford real «con el sol en las torres», el Oxford de Newman y Lewis Carroll y Tom Brown. Allá estaba el High, curvándose hasta Queen’s y Magdalen, y el viejo Bodleian, con sus ventanales y sus libros y al lado la cámara Radcliffe y el teatro Sheldonian. Y allá, en la esquina del Broad, estaba Balliol con toda su gloria. El Balliol de Matthew Arnold y Gerard Manley Hopkins y Asquith. Dentro de aquellas paredes estaba el gran Jowett, con su tupido pelo blanco y su voz de trueno, diciendo a los estudiantes: «Nunca den explicaciones. Nunca pidan disculpas».
El reloj de la torre de Cornmarket dio las once, y todas las campanas de Oxford empezaron a sonar. St. Mary the Virgin y el Great Tom de Christchurch y el plateado repique de Magdalen, High abajo.
Oxford, y yo estaba aquí. En «la ciudad de las causas perdidas» donde resonaban «los últimos ecos de la Edad Media».
—«Esa dulce ciudad con sus torres de ensueño» —dije, y casi me atropella un coche sin caballos.
—¡Salte! —Terence se abalanzó hacia mi brazo para quitarme de en medio—. Esas cosas son una amenaza absoluta —dijo, mirándolo con ansiedad—. Nunca encontraremos un cabriolé con este jaleo. Será mejor que sigamos caminando.
Y se internó entre un puñado de mujeres de aspecto apurado con delantales y cestas de mercado, murmurando disculpas y llevándose al sombrero la mano de la cesta.
Le seguí por Cornmarket abajo, entre la multitud y las tiendas y los puestos de verdura. Miré a la gente reflejada en el escaparate de un sombrerero y me quedé de piedra. Una mujer con una cesta llena de coles chocó conmigo y luego me sorteó, murmurando, pero yo apenas me di cuenta.
No había espejos en el laboratorio y sólo era medio consciente de las prendas que Warden me iba poniendo. No tenía ni idea de qué aspecto tenía. Contemplé la mismísima imagen de un caballero Victoriano que sale a dar un paseo por el río. El cuello duro, la chaqueta cruzada y los pantalones de franela blancos. Como colofón, el sombrero de paja. Hay algunas cosas que uno ha nacido para llevar, y obviamente mi destino era llevar ese sombrero. Era de paja ligera con una banda azul, y me daba un aspecto atrevido y distinguido que, combinado con el bigote, resultaba completamente devastador. No era extraño que la tía hubiera querido alejar de mí a Maud.
De cerca, se me veía el bigote un poquito ladeado y tenía en los ojos esa expresión vidriosa del vértigo transtemporal, pero eso se podía remediar dentro de poco, y el efecto general seguía siendo extremadamente agradable, dicho francamente…
—¿Qué está haciendo ahí, de pie como un pasmarote? —me preguntó Terence, agarrándome del brazo—. ¡Vamos!
Me hizo cruzar Carfax y bajar por St. Aldate.
Terence no cesaba en su agradable parloteo mientras caminaba.
—Cuidado con las vías del tren. Tropecé con una la semana pasada. Es peor con los carruajes: tienen las ruedas del tamaño exacto para quedarse atrapadas. Bueno, suerte tuve de que lo único que vino fue un carro con una mula tan vieja como Matusalén, o habría ido a ver a mi Hacedor. ¿Cree usted en la suerte?
Cruzó la calle y se internó en St. Aldate. Y allá estaba The Bulldog con su cartel pintado de tutores furiosos persiguiendo a un estudiante, y las paredes doradas de Christ Church, y Tom Tower. Y el jardín amurallado del decano, del que llegaban los sonidos de niños riendo. ¿Alice Liddell y sus hermanas? Contuve la respiración, tratando de recordar cuándo escribió Charles Dodgson Alicia en el país de las maravillas. No, lo escribió antes, cerca de 1860. Pero al otro lado de la calle estaba la tienda donde Alicia compró dulces para una oveja.
—Anteayer mismo le habría dicho que no creo en la suerte —dijo Terence, cruzando al trote el camino de Christ Church Meadow—. Pero después de ayer por la tarde, soy un verdadero creyente. Han sucedido tantas cosas… El profesor Peddick se equivoca de tren y luego aparece usted allí. Quiero decir, podría usted haber ido a cualquier otra parte, o no tener el dinero para la barca, o no haber estado allí siquiera, y entonces ¿dónde estaríamos Cyril y yo? «El destino sujeta las riendas, y los hombres se mueven como niños hacia donde los guían. El éxito viene de arriba».
Un cabriolé se detuvo junto a nosotros.
—¿Sus llevolgunapar, aballerus? —dijo el conductor con acento completamente ininteligible.
Terence sacudió la cabeza.
—Con lo que tardaremos en cargar el equipaje, será más rápido caminar. Y ya casi estamos.
Así era. Allí estaba el puente Folly y una taberna, y el río, con un puñado de barcas atadas en la ribera.
—«Destino, muestra tu fuerza. Lo que se ha decretado debe ser, y es esto» —declamó Terence, cruzando el puente—. Vamos a encontrarnos con nuestro destino. —Empezó a bajar los escalones hacia el embarcadero—. Jabez —llamó a un hombre que estaba de pie en la orilla—. No habrás alquilado nuestra barca, ¿verdad?
Jabez parecía salido de Oliver Twist. De barba sucia y modales decididamente desagradables, tenía los pulgares metidos en un par de tirantes imposiblemente sucios, y sus manos, si era posible, eran aún más sucias.
A sus pies descansaba un enorme bulldog marrón y blanco, con el feo hocico aplastado apoyado sobre las patas. Incluso desde la distancia que nos separaba capté su envergadura y su beligerante mandíbula. Bill Sikes en Oliver Twist tenía un bulldog, ¿no?
No vi rastro de nadie que pudiera ser el tal Cyril, el amigo de Terence, y me pregunté si Jabez y su perro lo habrían asesinado y arrojado al río.
Terence, por supuesto sin dejar de parlotear, recorrió el embarcadero hacia la barca y el monstruo. Lo seguí con cautela, manteniéndome en retaguardia y esperando que el perro nos ignorara como el de la estación; pero en cuanto nos vio, se levantó, alerta.
—Aquí estamos —dijo Terence alegremente, y el bulldog echó a correr hacia nosotros.
Solté de golpe la maleta y la caja, me llevé al pecho la cesta cubierta a modo de escudo y busqué desesperadamente un palo a mi alrededor.
La bocaza del bulldog se abrió mientras corría, revelando unos caninos de un palmo de longitud y fila tras fila de dientes de tiburón. En el siglo diecinueve los bulldogs se usaban para pelear, ¿no? Peleaban con toros, de ahí proviene su nombre, ¿verdad? ¿Saltaban a la yugular del toro y se agarraban? Por eso habían desarrollado la nariz aplastada y aquellas enormes quijadas, ¿no? Tenían el hocico plano para poder respirar sin soltar su presa.
—¡Cyril! —exclamó Terence, pero nadie apareció para salvarnos. El bulldog pasó de largo ante él y enfiló hacia mí.
Solté la cesta, que rodó hacia el río. Terence saltó hacia ella. El bulldog se detuvo y luego volvió a abalanzarse hacia mí.
Nunca había comprendido qué hipnotizaba a los conejos para que se quedaran allí mirando mientras la serpiente se acercaba, pero ahora caía en la cuenta de que debía ser por el movimiento inusual de la serpiente.
El bulldog enfilaba derecho hacia mí, pero rodaba más que corría, y en su movimiento había además un componente lateral. Así que, aunque apuntaba claramente a mi garganta, escoraba a la izquierda, de forma que pensé que iba a pasar de largo. Para cuando me di cuenta de que no iba a hacerlo, ya era demasiado tarde para correr.
El bulldog se abalanzó contra mí y caí, tratando de protegerme la yugular con ambas manos y deseando haber sido más compasivo con Carruthers.
El bulldog puso sus patas delanteras sobre mis hombros y su boca enorme a centímetros de la mía.
—¡Cyril! —llamó Terence, pero no me atreví a volver la cabeza para ver dónde estaba. Esperaba que, estuviera donde estuviese, tuviera un arma.
—Buen chico —le dije al bulldog, con poca convicción.
—Esta cesta suya casi se da un baño —dijo Terence, apareciendo en mi campo de visión—. La mejor parada que he hecho desde el partido contra Harroe en el 84.
Depositó la cesta en el suelo a mi lado.
—¿Podría usted…? —dije, apartando cautelosamente una mano de mi cuello para señalar al bulldog.
—Oh, por supuesto, qué desconsiderado por mi parte —se disculpó Terence—. No han sido ustedes adecuadamente presentados.
Se agachó junto a nosotros.
—Este es el señor Henry —le dijo al bulldog—, el nuevo miembro de nuestra alegre banda y nuestro salvador financiero.
El bulldog abrió su bocaza en una amplia y babosa mueca.
—Ned —prosiguió Terence—, permítame presentarle a Cyril.