… cuando se ha eliminado lo imposible, quede lo que quede, por improbable que sea, debe ser la verdad.
SHERLOCK HOLMES
Un trabajo sencillo - Ángeles, arcángeles, un querubín, poderes, tronos, dominios y lo otro - Mareo - Me preparan en historia y costumbres victorianas - Equipaje - La inspiradora historia del alférez Klepperman - Más equipaje - Dificultad para distinguir sonidos - Tenedores de pescado - Sirenas, sílfides, ninfas, dríadas y lo otro - Una llegada - Los perros no son los mejores amigos del hombre - Otra llegada - Una brusca partida
—¿Cree que es buena idea? —preguntó Finch—. Ya sufre de vértigo transtemporal avanzado. ¿Un salto tan grande no le…?
—No necesariamente —respondió el señor Dunworthy—. Y después de completar su misión, puede quedarse todo el tiempo necesario para recuperarse. Ya lo ha oído, son unas vacaciones perfectas.
—Pero en su estado, ¿cree que podrá…? —dijo Finch ansioso.
—Es un trabajo perfectamente sencillo —contestó el señor Dunworthy—. Un niño podría hacerlo. Lo importante es que se haga antes de que regrese lady Schrapnell, y Ned es el único historiador de Oxford que no está en alguna parte buscando reliquias. Llévelo a la red y luego llame a Viajes Temporales y dígale a Chiswick que se reúna allí conmigo.
El teléfono trinó y Finch lo atendió. Estuvo a la escucha durante un rato considerable.
—No, estaba en ese hospital —dijo por fin—, pero decidieron hacerle un TWR, así que tuvieron que trasladarlo al St. Thomas. Sí, en Lambeth Place.
Escuchó otra vez, manteniendo el receptor apartado de su oreja.
—No, esta vez estoy seguro.
Colgó.
—Lady Schrapnell —informó, innecesariamente—. Me temo que pueda regresar muy pronto.
—¿Qué es un TWR? —preguntó el señor Dunworthy.
—Me lo he inventado. Creo que será mejor que el señor Henry vaya a la red a prepararse.
Finch me acompañó al laboratorio, cosa que le agradecí, más que nada porque me parecía que íbamos en dirección contraria, aunque cuando llegamos la puerta parecía la misma y fuera estaba el mismo grupo de manifestantes de SPCC de siempre.
Llevaban pancartas eléctricas que decían: «¿Qué tiene de malo la que ya tenemos?», «Dejad Coventry en Coventry», y «¡Es nuestra!». Uno de ellos me tendió un panfleto que empezaba: «La restauración de la catedral de Coventry costará cinco mil millones de libras. Por la misma cantidad de dinero, la actual catedral de Coventry no sólo podría ser comprada de nuevo y restaurada, sino que se podría construir un centro comercial nuevo y más grande para sustituirla».
Finch me quitó el panfleto de la mano, se lo devolvió al manifestante y abrió la puerta.
La red parecía también la misma por dentro, aunque no reconocí a la joven regordeta de la consola. Llevaba una bata blanca de laboratorio, y su halo de pelo rubio cortito la hacía parecer más un querubín que un técnico.
Finch cerró la puerta detrás de nosotros y ella se volvió.
—¿Qué quieren? —inquirió.
—Necesitamos preparar un salto —dijo Finch—. A la Inglaterra victoriana.
—Ni hablar —replicó ella.
Decididamente, un arcángel. Como el que expulsó a Adán y Eva del paraíso.
—El señor Dunworthy nos ha autorizado, señorita…
—Warder —replicó ella.
—Señorita Warder. Es un salto prioritario.
—Todos los saltos lo son. Lady Schrapnell no los autoriza de otra clase. —Cogió una carpeta y la agitó ante nosotros como si fuera una espada de fuego—. Diecinueve saltos, catorce de ellos con uniforme de bombero y militar, que guardarropía ha agotado por completo. Aquí están todas las coordenadas. Voy con tres horas de retraso en las recogidas, y quién sabe cuántos otros saltos prioritarios se le ocurrirán a lady Schrapnell antes de que acabe el día. —Cerró la carpeta—. No tengo tiempo para esto. ¡La Inglaterra victoriana! Dígale al señor Dunworthy que queda completamente descartado.
Se volvió hacia la consola y empezó a pulsar teclas.
Finch, impertérrito, intentó otra táctica.
—¿Dónde está el señor Chaudhuri?
—Exactamente —dijo ella, girándose de nuevo—. ¿Dónde está Badri, y por qué no está aquí operando la red? Bien, se lo diré. —Cogió de nuevo la carpeta, amenazante—. Lady Schrapnell…
—No lo habrá enviado a 1940, ¿verdad? —pregunté yo. Badri era de ascendencia paquistaní. Lo arrestarían como espía japonés.
—No —dijo ella—. Hizo que la acompañara a Londres a buscar a un historiador desaparecido. Lo que me deja a mí como encargada de guardarropía y de la red y para tratar con gente que me hace perder el tiempo preguntándome tonterías. —Cerró la carpeta—. Ahora, si ya no les queda más que preguntar, tengo un cálculo prioritario que hacer.
Se volvió de nuevo hacia la consola y empezó a golpear ferozmente las teclas.
O tal vez un archiarcángel, uno de esos seres con alas enormes y centenares de ojos, que «eran terribles de ver». ¿Cómo se llamaban? ¿Sarabandas?
—Creo que será mejor que traiga al señor Dunworthy —me susurró Finch—. Quédese aquí.
Me alegré enormemente de hacerlo. Empezaba a sentir el mareo por el que me había preguntado la enfermera, y todo cuanto quería era sentarme y descansar. Encontré una silla al otro lado de la red, quité un puñado de máscaras antigás y bombas de mano de otra para apoyar los pies encima y me tendí a esperar a Finch. Traté de recordar el nombre de los archiarcángeles, los que «tenían ojos todo alrededor». Empezaban con «s». ¿Samuráis? No, eso lo era lady Schrapnell. ¿Sílfides? No, ésos eran espíritus celestiales que volaban por los aires. Los espíritus acuáticos empezaban con otra letra. Una «n». ¿Némesis? No, eso era lady Schrapnell.
¿Cómo se llamaban? Hilas se había encontrado con ellas mientras cogía agua de un estanque, y se lo llevaron al agua, enroscado entre sus blancos brazos, envuelto en su pelo rojizo, para ahogarlo en las aguas oscuras y profundas…
Debí quedarme dormido, porque cuando abrí los ojos el señor Dunworthy estaba allí. La técnica le amenazaba con su carpeta.
—Está fuera de la cuestión —decía—. Tengo cuatro cálculos que hacer, ocho recogidas. Además, tengo que sustituir el vestido que uno de sus historiadores mojó y estropeó. —Pasó violentamente las hojas de la carpeta—. Lo más pronto que puedo atenderle es el viernes siete a las tres y media.
—¿El siete? —se atragantó Finch—. ¡Eso es la semana que viene!
—Tiene que ser hoy —insistió el señor Dunworthy.
—¿Hoy? —la mujer alzó la libreta como si fuera un arma—. ¿Hoy, dice?
Serafín.
—Lleno de ojos alrededor y por dentro, y fuego, y del fuego brotaban rayos.
—No hará falta calcular nuevas coordenadas temporales —dijo el señor Dunworthy—. Usaremos las que utilizó Kindle. Y aprovecharemos el salto que emplazó usted en Muchings End. —Miró alrededor—. ¿Dónde está el técnico encargado de guardarropía?
—En 1932. Haciendo bocetos de las túnicas del coro. En un salto prioritario de lady Schrapnell, para ver si sus sobrepellizas eran de lino o de algodón. Lo que significa que está a cargo de guardarropía la que viste y calza. Y de la red. Y de todo lo demás.
Devolvió las páginas de la carpeta a su posición inicial y depositó ésta sobre la consola.
—Todo el asunto está descartado. Aunque consiguiera hacerles un hueco, no podrá ir así vestido. Además, habrá que prepararlo en costumbres e historia victoriana.
—Ned no va a tomar el té con la reina —puntualizó el señor Dunworthy—. Su misión sólo le hará entrar en contacto limitado con los contemporáneos, si es que ese contacto se produce. No necesitará un cursillo.
El serafín cogió la carpeta.
Finch se agachó.
—Es del siglo veinte —dijo ella—. Lo que significa que está fuera de su área. No puedo autorizar su marcha sin preparación.
—Bien. —El señor Dunworthy se volvió hacia mí—. Darwin, Disraeli, la cuestión india, Alicia en el país de las maravillas, la pequeña Nell, Turner, Tennyson, Tres hombres en una barca, miriñaques, croquet…
—Limpiaplumas —dije yo.
—Limpiaplumas, tenacillas para el pelo, tapetes de ganchillo, el príncipe Alberto, chaqués, represión sexual, Ruskin, Fagin, Elizabeth Barrett Browning, Dante Gabriel Rosetti, George Bernard Shaw, Gladstone, Galsworthy, el renacer gótico, Gilbert y Sullivan, tenis sobre hierba y sombrillas. Ya está —le dijo al serafín—. Está preparado.
—El título exigido sobre el siglo diecinueve consiste en tres semestres de historia política, dos…
—Finch. —La ignoró el señor Dunworthy—. Acérquese al Jesús y traiga un casco y cintas. Ned puede hacer subliminales a alta velocidad mientras usted —se volvió hacia el serafín— lo viste y prepara el salto. Necesitará ropa de verano: pantalones de franela blanca, camisa de lino, chaqueta cruzada. De equipaje, necesitará…
—¡Equipaje! —al serafín se le salían los ojos de las órbitas—. ¡No tengo tiempo para equipajes! Tengo programados diecinueve saltos…
—Bien —convino el señor Dunworthy—. Nosotros nos encargaremos del equipaje. Finch, acérquese al Jesús y traiga equipaje Victoriano. ¿Se ha puesto en contacto con Chiswick?
—No, señor. No estaba allí, señor. He dejado un mensaje.
Se marchó y, al salir, chocó con un joven negro, alto y delgado.
El negro traía un fajo de papeles. No parecía mayor de dieciocho años. Supuse que era uno de los manifestantes del exterior y extendí la mano para recoger el panfleto, pero él se dirigió al señor Dunworthy y dijo con nerviosismo:
—¿Señor Dunworthy? Soy T. J. Lewis. De Viajes Temporales. ¿Buscaba usted al señor Chiswick?
—Sí. ¿Dónde está?
—En Cambridge, señor.
—¿En Cambridge? ¿Qué demonios hace allí?
—So-solicitando un puesto de trabajo, señor —tartamudeó—. Ha dimitido, señor.
—¿Cuándo?
—Hace un momento. Ha dicho que no soporta trabajar ni un segundo más para lady Schrapnell, señor.
—Bien. —El señor Dunworthy se quitó las gafas y las miró—. Bien. De acuerdo, pues. Señor Lewis, ¿no es así?
—T. J., señor.
—T. J., ¿querría decirle al ayudante en jefe… cómo se llama, Ranniford… que necesito hablar con él? Es urgente.
T. J. se entristeció.
—No me diga que ha dimitido también.
—No, señor. Está en 1655, estudiando tejas.
—Por supuesto. —El señor Dunworthy parecía disgustado—. Bueno, pues entonces quien esté al mando.
T. J. pareció entristecerse aún más.
—Uh, debo ser yo, señor.
—¿Usted? —dijo sorprendido el señor Dunworthy—. Pero es usted sólo un estudiante. No va a decirme que es la única persona que queda.
—Sí, señor —dijo T. J.—. Lady Schrapnell vino y se los llevó a todos. Me habría llevado a mí, pero los dos primeros tercios del siglo veinte y todo el siglo diecinueve son un diez para los negros, y por tanto están fuera de los límites.
—Me sorprende que eso la haya detenido —dijo el señor Dunworthy.
—No lo hizo. Quiso que me disfrazara de moro y enviarme a 1395 para supervisar la construcción de la torre. Tenía la idea de que darían por supuesto que era un prisionero de las Cruzadas.
—Las Cruzadas terminaron en 1271.
—Lo sé, señor. Se lo señalé, y también el hecho de que todo el pasado es un diez para los negros. —Sonrió—. Es la primera vez que tener la piel negra me ha sido ventajoso.
—Sí, bueno, ya veremos —dijo el señor Dunworthy—. ¿Ha oído hablar alguna vez del alférez John Klepperman?
—No, señor.
—Segunda Guerra Mundial. Batalla de Midway. En el puente de su barco todos murieron y tuvo que ocupar el puesto de capitán. Eso es lo que hacen la guerra y los desastres, poner al mando a gente que nunca lo estaría en otras circunstancias. Como sucede con los Viajes Temporales. En otras palabras, ésta es su gran oportunidad, Lewis. Supongo que se está doctorando en física temporal.
—No, señor. Informática, señor.
El señor Dunworthy suspiró.
—Ah, bien, el alférez Klepperman tampoco había disparado jamás un torpedo. Hundió dos destructores y un crucero. Su primera misión es decirme qué pasaría si hubiera una incongruencia paracrónica, qué indicativos tendríamos de ella. Y no me diga que no podría suceder.
—In-con-gru-en-cia pa-ra-cró-ni-ca —dijo T. J., escribiendo en los papeles que llevaba—. ¿Cuándo lo necesita, señor?
—Ayer —respondió el señor Dunworthy, tendiéndole la bibliografía del Bodleian.
T. J. parecía aturdido.
—¿Quiere que retroceda en el tiempo y…?
—No voy a efectuar ningún otro salto —interrumpió Warder.
Dunworthy sacudió la cabeza, cansado.
—Me refería a que necesito la información lo antes posible.
—Oh. Sí, señor. Ahora mismo, señor. —T. J. se encaminó a la puerta. A medio camino, se detuvo y preguntó—: ¿Qué le sucedió al alférez Klepperman?
—Murió en acto de servicio.
El chico asintió.
—Me lo suponía.
Salió y entró Finch con unos auriculares y una maleta floreada.
—Llame a Ernst Hasselmeyer en Berlín y pregúntele si sabe algo de incongruencias paracrónicas, y si no, pregúntele quién sabe de eso —dijo el señor Dunworthy—. Luego quiero que vaya a la catedral.
—¿La catedral? —Finch estaba alarmado—. ¿Y si lady Schrapnell está allí?
—Escóndase en la capilla de los Pañeros —le aconsejó el señor Dunworthy—. Mire a ver si queda alguien que trabaje en Viajes Temporales. Quien sea. Tiene que haber alguien con más experiencia que un estudiante.
—Ahora mismo, señor —respondió Finch, y se acercó a mí. Me puso el auricular en la oreja—. Las cintas subliminales, señor.
Empecé a subirme la manga para la sesión hipnótica.
—Creo que no es buena idea que use drogas en su estado —me sugirió—. Tendrá que escucharlas a velocidad normal.
—Finch —el señor Dunworthy se acercó—. ¿Dónde está Kindle?
—La envió usted a sus habitaciones, señor.
Tocó el auricular.
—La reina Victoria gobernó Inglaterra desde 1877 hasta 1901 —dijo la cinta en mi oído.
—Vaya y pregúntele cuánto deslizamiento hubo en el salto —le pidió Dunworthy a Finch—. El que…
—… aportó una paz y una prosperidad sin precedentes en Inglaterra.
—Sí —dijo el señor Dunworthy—. Y averigüe cuánto deslizamiento ha habido en los otros…
—… recordada como una sociedad tranquila y decorosa…
—… y telefonee a St. Thomas. Dígales que no dejen marchar a lady Schrapnell bajo ningún concepto.
—Sí, señor —Finch salió.
—¿Así que Lizzie Bittner sigue viviendo en Coventry? —me preguntó el señor Dunworthy.
—Sí. Se trasladó desde Salisbury después de la muerte de su marido. —Ya que parecía esperar algo más, añadí—: Me habló de la nueva catedral y de cómo el obispo Bittner trató de salvarla. Reintrodujo las obras morales de Coventry en un intento de sacudir a la audiencia y montó exposiciones del Blitz en las ruinas. Me llevó a dar un paseo por lo que habían sido las ruinas y por la nueva catedral. Ahora es un centro comercial, ¿sabe?
—Sí —dijo él—. Siempre me pareció que era mejor como centro comercial que como catedral. La arquitectura de mediados del siglo veinte era casi tan mala como la victoriana. Pero fue un gesto bonito. Y a Bitty le gustaba. Originalmente la vendieron a la Iglesia del Más Allá o algo así, ¿no? Supongo que habrá comprobado que no lo tienen.
Asentí, y él debió marcharse, aunque no lo recuerdo. Un sonido como el de la sirena que anuncia el final de un bombardeo aéreo había empezado a tronar en uno de mis oídos, y las cintas me hablaban al otro sobre el papel sometido de la mujer.
—Las mujeres tenían poco o ningún poder en la sociedad victoriana —dijo el auricular.
«Excepto la reina Victoria», pensé. Vi que Warder se me acercaba con un paño húmedo. Me frotó rudamente la cara y las manos y luego me roció el labio superior con una loción blanca.
—El papel de la mujer victoriana era el de enfermera y asistenta del «ángel de la casa» —dijo el auricular.
—No se toque el labio —dijo Warder, quitándose del cuello la cinta métrica—. El pelo tendrá que valer. No hay tiempo suficiente para fenoxidilos. —Me midió la cabeza con la cinta—. Hágase la raya en medio. Le he dicho que no se toque el labio.
—Se pensaba que las mujeres eran demasiado sensibles para la educación formal —dijo la subliminal—. Su instrucción se reducía a dibujo, música y deporte.
—Todo esto es ridículo. —Me rodeó el cuello con la cinta—. Nunca tendría que haber venido a Oxford. Cambridge tiene una buena licenciatura en diseño teatral. Ahora mismo podría estar haciendo disfraces para La fierecilla domada en vez de preparando tres saltos a la vez.
Metí un dedo entre la cinta métrica y mi nuez de Adán para impedir que me estrangulara.
—Las mujeres victorianas eran dulces, suaves y sumisas.
—Sabe de quién es la culpa, ¿no? —me preguntó ella, haciendo chasquear la cinta mientras la soltaba—. De lady Schrapnell. ¿Por qué demonios quiere reconstruir la catedral de Coventry? Ni siquiera es inglesa. ¡Es americana! Que se casara con un par no significa que tenga derecho a venir a nuestro país a reconstruir nuestras iglesias. Ni siquiera estuvieron casados mucho tiempo.
Me levantó el brazo y metió la cinta bajo mi sobaco.
—Y si iba a reconstruir algo, ¿por qué no algo que merezca la pena, como el Covent Garden? ¿O por qué no subvenciona la Royal Shakespeare o algo por el estilo? Sólo pudieron montar dos producciones la temporada pasada, y una era una de esas anticuadas representaciones nudistas de Ricardo II de los años noventa. ¡Naturalmente, supongo que sería demasiado pedir que alguien de Hollywood aprecie el arte! ¡Vids! ¡Interactivas!
Tomó rápidas y descuidadas mediciones de mi pecho, manga y sisa, y desapareció. Volví a mis sillas, apoyé la cabeza contra la pared y pensé en lo agradable que sería ahogarse.
Lo siguiente es un poco confuso. El auricular trató sobre la disposición de los cubiertos en la mesa victoriana, la sirena de todo en orden se convirtió en una de advertencia y el serafín me trajo un puñado de pantalones doblados para que me los probara; no recuerdo nada de eso con claridad.
Finch llegó arrastrando un montón de equipaje Victoriano: un portamanteo, una maleta grande, una mochila pequeña, una bolsa Gladstone y dos cajas de cartón atadas con una cuerda. Pensé que me darían a elegir, como con los pantalones, pero resultó que tenía que llevármelo todo.
—Traeré el resto —anunció Finch, y salió. El serafín me entregó un par de pantalones de franela blancos y se marchó a buscar unos tirantes.
—El tenedor de las ostras se coloca sobre la cuchara de la sopa, los dientes en ángulo hacia el plato —dijo el auricular—. La pala de las ostras se sitúa a su izquierda. La concha se sujeta firmemente con la mano izquierda y la ostra se saca entera de la concha, soltándola, si es necesario, con la pala.
Me quedé dormido varias veces y el serafín me despertó para que me probara varias prendas de vestir y me quitara la loción blanca.
Me toqué con torpeza el bigote nuevo.
—¿Qué tal ha quedado? —pregunté.
—Ladeado —dijo el serafín—, pero no tiene remedio. ¿Le han traído una navaja?
—Sí —respondió Finch, que entraba con una gran cesta de mimbre—. Un par de navajas de mango de marfil, una brocha y jabón. Aquí está el dinero. —Me tendió un monedero casi del tamaño del portamanteo—. Son principalmente monedas, me temo. Los billetes de banco de esa época se han deteriorado enormemente. Llevará un petate. He llenado la cesta de provisiones y hay latas en las cajas —salió de nuevo.
—El tenedor de pescado se sitúa a la izquierda de los tenedores de carne y ensalada —zumbó el auricular—. Es reconocible por sus dientes afilados.
El serafín me tendió una camisa para que me la probara. Llevaba un vestido blanco húmedo sobre el brazo. Le colgaban las mangas. Me acordé de la ninfa acuática escurriendo el suyo en la alfombra: la viva imagen de la belleza. Me pregunté si las ninfas acuáticas usaban tenedores de pescado y si les gustaban los hombres con bigote. ¿Llevaba Hilas bigote en el cuadro de Waterhouse? Se llamaba Hilas y la… ¿qué? ¿Cómo se llamaban? Empezaba por «n».
Más cosas confusas. Recuerdo a Finch entrando con más equipaje, una cesta de mimbre cubierta, y al serafín metiéndome algo en el bolsillo del chaleco, y a Finch sacudiéndome por el hombro, preguntándome dónde estaba el señor Dunworthy.
—No está aquí —dije, pero me equivocaba. Estaba junto a la cesta de mimbre, preguntándole a Finch dónde la había encontrado.
—¿Cuánto deslizamiento hubo en el salto? —preguntó el señor Dunworthy.
—Nueve minutos —respondió Finch.
—¿Nueve minutos? —frunció el ceño—. ¿Y los otros saltos?
—Mínimo. De dos minutos a media hora. El salto se realiza a una parte aislada de la campiña, así que no hay muchas posibilidades de ser visto.
—Excepto cuando lo realizas —dijo el señor Dunworthy, todavía con el ceño fruncido—. ¿Qué hay de la vuelta?
—¿La vuelta? No hay deslizamiento en los saltos de regreso.
—Soy consciente de eso, pero nos encontramos en una situación inusitada.
—Sí, señor. —Finch se acercó, consultó con Warder un momento y regresó—. Ningún deslizamiento en el salto de regreso.
El señor Dunworthy pareció aliviado.
—¿Qué hay de Hasselmeyer? —preguntó.
—Le he enviado un mensaje.
La puerta se abrió y T. J. Lewis entró con un fino bloque de papeles.
—He leído la bibliografía disponible —dijo—. No hay mucho. Emplazar el equipo necesario para probar las incongruencias es extremadamente caro. Viajes Temporales planeaba construirlo con el dinero del proyecto de la catedral. La mayoría de los físicos temporales no creen que las incongruencias sean posibles. A excepción de Fujisaki.
—¿Fujisaki las considera posibles? ¿Cuál es su teoría?
—Tiene dos. Una es que no son incongruencias, sino que son objetos y eventos en el continuum que no resultan significativos.
—¿Cómo es posible? En un sistema caótico, cada evento está relacionado con los demás.
—Sí, pero el sistema es no-lineal —dijo T. J., mirando los papeles—, con bucles de realimentación y avance, redundancias e interferencias. El efecto de algunos objetos y acontecimientos se multiplica por tanto enormemente, mientras que el de otros se anula.
—¿Y una incongruencia paracrónica es un objeto cuya eliminación no tiene efecto?
T. J. sonrió.
—Eso es. Como el aire que los historiadores traen en los pulmones, o —me miró— el hollín. Su eliminación no tiene ninguna repercusión sobre el sistema.
—En tal caso, ¿los objetos no deberían ser devueltos a su emplazamiento temporal? —preguntó el señor Dunworthy.
—En este caso probablemente el objeto no pueda ser devuelto —dijo T. J.—. El continuum no lo permitiría. A menos que no fuera tampoco significativo una vez devuelto. Por desgracia, este tipo de incongruencia queda limitada al aire y el hollín. Cualquier cosa mayor tiene un efecto significativo.
Incluso los limpiaplumas, pensé, apoyando la cabeza contra la pared. Había comprado uno naranja en forma de calabaza en el Festival del Coro de Otoño y la Venta de Salvamento. Lo olvidé, y cuando traté de volver la red no quiso abrirse. Me pregunté aturdido cómo se había abierto para el abanico.
—¿Qué hay de los seres vivos? —preguntó el señor Dunworthy.
—Bacterias inofensivas, posiblemente, pero nada más. El efecto de las formas de vida en el continuum es exponencialmente mayor que para los objetos inanimados, y mucho mayor para las formas de vida inteligente a causa de la complejidad de las interacciones de que son capaces. Y por supuesto nada que tuviera efecto sobre el presente o el futuro. Ningún virus ni ningún microbio.
El señor Dunworthy lo interrumpió.
—¿Cuál es la otra teoría de Fujisaki?
—Su segunda teoría es que hay incongruencias, pero que el continuum tiene defensas que las contrarrestan.
—El deslizamiento —apuntó el señor Dunworthy.
T. J. asintió.
—El mecanismo del deslizamiento impide casi todas las incongruencias potenciales eliminando al viajero temporal de la zona de peligro potencial. La teoría de Fujisaki es que la cantidad de deslizamiento es limitada, y que se produce una incongruencia cuando el deslizamiento no puede aumentarse radicalmente lo bastante para impedir el paracronismo.
—¿Qué ocurre entonces?
—Teóricamente llegaría a alterar el curso de la historia o, si fuera lo bastante severo, a destruir el universo. Pero hay protecciones en la red moderna para impedirlo. En cuanto se advirtió el peligro de las incongruencias, la red se modificó para cerrarse automáticamente cuando el deslizamiento alcanza niveles peligrosos. Fujisaki afirma que si sucediera efectivamente una incongruencia, cosa que no puede ser, hay otras líneas de defensa que la corregirían. Se manifestarían como —leyó— «deslizamiento radicalmente aumentado en una zona alrededor de la incongruencia, un aumento en acontecimientos coincidentes…».
Dunworthy se volvió hacia mí.
—¿Experimentaste alguna coincidencia en Coventry?
—No.
—¿Qué hay de los rastrillos?
—No —dije, pensando en lo bonito que habría sido si hubiera experimentado una, si paseando entre el concurso de cocos y la rifa de bizcochos me hubiera topado con el tocón del pájaro del obispo.
El señor Dunworthy se volvió de nuevo hacia T. J.
—¿Qué más?
—Deslizamiento aumentado en las zonas temporales periféricas.
—¿En un área de qué tamaño?
Se mordió los labios.
—Según Fujisaki, la mayoría de las incongruencias se corrigen en cincuenta años. Pero todo esto es teórico.
—¿Qué más?
—Si fuera realmente seria, una ruptura en la red.
—¿Qué tipo de ruptura?
T. J. frunció el ceño.
—Fallo de la red para abrirse. Error en el destino. Pero Fujisaki dice que eso es estadísticamente improbable, y que el continuum es esencialmente estable o ya habría sido destruido.
—¿Y si no hubiera ningún aumento radical en el deslizamiento, pero fuera decididamente una incongruencia? —dijo el señor Dunworthy—. ¿Significaría eso que se había corregido antes de tener ningún efecto sobre el continuum?
—Sí —dijo él—. De lo contrario tendría que haber deslizamiento.
—Bien. Un trabajo excelente, alférez Klepperman —lo felicitó el señor Dunworthy. Se acercó al serafín, que pulsaba violentamente las teclas de la consola—. Warden, quiero una lista de todos los saltos que se han hecho a la época comprendida entre 1880 y fin de siglo, con la cantidad registrada de deslizamiento y los parámetros normales.
—Es Warder —puntualizó el serafín—. Y no puedo hacerlo ahora. Tengo una recogida.
—La recogida puede esperar —se dirigió a T. J.—. Lewis, quiero que busque zapatillas inusitadas.
O al menos eso es lo que me pareció que decía. La sirena de todo despejado había vuelto a sonar, y ahora estaba acompañada por un latido firme, como ametralladoras.
—Y cagadas de pollo.
—Sí, señor —dijo T. J., y se marchó.
—Finch, ¿dónde está el sombrero? —preguntó el señor Dunworthy.
—Aquí —contestó Finch, pero eso tampoco podía ser. Sostenía unos pantalones de franela blanca y un chaleco, pero ningún sombrero. Y los victorianos siempre llevaban sombrero, ¿no? Sombreros de copa y esos pequeñitos y redondos, ¿cómo se llamaban? Empezaba por «h».
El serafín se inclinaba sobre mí, lo que significaba que debía haberme sentado otra vez. Me hizo levantarme para que me probara la chaqueta.
—Meta el brazo aquí —dijo, lanzándome una de franjas marrones—. No, el brazo derecho.
—Las mangas son demasiado cortas —dije, mirándome las muñecas desnudas.
—¿Cómo se llama?
—¿Mi nombre? —me preguntaba qué tenía eso que ver con que las mangas fueran demasiado cortas.
—¡Su nombre! —insistió ella quitándome la chaqueta de franjas marrones y tirándome una roja.
—Ned Henry —contesté. Esta vez las mangas me colgaban.
—Bien —dijo ella, quitándomela y entregándome una blanca y azul marino—. Al menos no tendré que inventar un nombre contemporáneo para usted. —Tiró de las mangas—. Esta tendrá que valer. Y no se le ocurra ponerse a bucear en el Támesis. No tengo tiempo de hacer más trajes. —Me puso en la cabeza un sombrero de paja.
—El sombrero estaba aquí. Tenía usted razón, señor Dunworthy —dije, pero él no estaba. Ni Finch tampoco, y el serafín había vuelto a la consola y golpeaba las teclas.
—No puedo creer que Badri no haya vuelto todavía —dijo—. Dejándome con todo esto. Fijar las coordenadas. Buscar un traje. Y mientras tanto, tengo a un historiador esperando tres cuartos de hora. Bueno, su salto prioritario bien puede esperar, porque las muchachas solteras iban acompañadas constantemente por una carabina, normalmente alguna tía o prima solterona, y nunca se les permitía estar a solas con un hombre hasta después de su compromiso. Ned, preste atención.
—Ya lo hago —dije—. Las muchachas solteras iban acompañadas siempre por una carabina.
—Ya le he advertido que esto no me parecía una buena idea —dijo Finch, que estaba allí también.
—No hay nadie más a quien enviar —dijo el señor Dunworthy—. Ned, escucha con atención. Esto es lo que quiero que hagas. Llegarás el siete de junio de 1899, a las diez de la mañana. El río está a la izquierda del tenedor de postre, que se usaba para pasteles y pudines. Para postres como Pommes au Nice, el cuchillo de postre se usa con…
Cuchillo. Niza. Náyades. Así se llamaban. Hilas y las náyades. Fue a llenar su cantimplora y lo arrastraron al agua consigo, al fondo, envuelto en sus cabellos y sus mangas mojadas.
—En cuanto lo devuelvas, puedes hacer lo que quieras. El resto de las dos semanas son tuyas. Puedes pasarlas recorriendo en barca el río o a la derecha del plato de postre, con la punta señalando hacia dentro. —Me dio una palmada en el hombro—. ¿Entendido?
—¿Qué? —dije yo, pero el señor Dunworthy no estaba escuchando. Contemplaba la red. Un fuerte zumbido amenazó con ahogar las ametralladoras; los velos de la red empezaron a bajar.
—¿Qué es eso? —le preguntó el señor Dunworthy al serafín.
—La recogida —bufó ella pulsando teclas—. No podía dejarlo allí eternamente. Me ocuparé de su salto en cuanto lo traiga de vuelta.
—Bien. —El señor Dunworthy me palmeó el hombro—. Cuento contigo, Ned —gritó por encima del zumbido.
Los velos tocaron el suelo, colgando suavemente. El zumbido aumentó de tono hasta que acabó por parecerse a la sirena de todo en orden, el aire titiló con la condensación y Carruthers apareció dentro de la red. Empezó a luchar con los velos para salir.
—Quédese quieto y espere a que los velos se alcen —ordenó el serafín, pulsando teclas. Los velos se alzaron palmo y medio y se detuvieron.
—¿Esperar? —Carruthers pasó por debajo—. ¿Esperar? ¡Llevo esperando dos puñeteras horas! —agitó el tejido de los velos—. ¿Dónde demonios estaban?
Se liberó y cojeó hacia la consola. Iba cubierto de barro. Había perdido una bota y en la parte delantera de su falso uniforme de bombero llevaba un desgarrón que le llegaba hasta el dorso de una pierna.
—¿Por qué demonios no me recogió en cuanto hizo los cálculos y vio dónde había aterrizado?
—Me han interrumpido —se defendió la chica, mirando con mala cara al señor Dunworthy. Cruzó los brazos, belicosa—. ¿Dónde está su bota?
—¡En la boca de un maldito mastín enorme! ¡He tenido suerte de conservar el pie!
—Era una Wellington SAB auténtica —dijo ella—. ¿Y qué le ha hecho al uniforme?
—¿Que qué le he hecho al uniforme? Acabo de pasar dos horas corriendo por mi vida. Aterricé en el mismo maldito campo de guisantes, más tarde esta vez, por lo visto, porque la esposa del granjero me estaba esperando. Con perros. Había reclutado una maldita jauría para ayudarle en el esfuerzo bélico. Debió pedirlos por todo Warwickshire.
Me vio.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —Se acercó cojeando—. Te suponía en el hospital.
—Voy a ir a 1889.
—Le dije a ese médico que no le dijera a lady Schrapnell que habías vuelto —se lamentó—. ¿Por qué te envía al siglo diecinueve? ¿Tiene algo que ver con la tatarabuela?
—Tatara-tatara-tatara —puntualicé yo—. No. El médico me ha prescrito dos semanas de descanso ininterrumpido en cama, y el señor Dunworthy me va a enviar allí para que lo disfrute.
—No puede —dijo Carruthers—. No puedes. Tienes que volver a Coventry y buscar el tocón del pájaro del obispo.
—Eso hacía precisamente cuando me sacaste de allí. ¿Recuerdas?
—Tuve que hacerlo. Te comportabas como un lunático. Hablabas del perro, el más noble aliado del hombre en la guerra y en la paz, su amigo más fiel en las desdichas y las alegrías. ¡Bah! ¡Mira esto! —alzó la larga tira de mono desgarrado—. ¡Los más fieles amigos del hombre hicieron esto! —me mostró el pie, cubierto sólo por el calcetín—. ¡El más noble aliado del hombre casi me arranca el pie! ¿Cuándo estarás preparado para ir?
—El médico dice que nada de saltos durante dos semanas. ¿Por qué me enviaste al hospital si querías que volviera?
—Pensaba que te pondrían una inyección o te darían una píldora o algo, no que te prohibirían hacer saltos. Ahora, ¿cómo vamos a encontrar el tocón del pájaro del obispo?
—¿No lo encontraste después de mi partida?
—Ni siquiera encuentro la catedral. Llevo intentándolo toda la tarde, y el campo de guisantes ha sido lo más cerca que he llegado. El maldito deslizamiento…
—¿Deslizamiento? —preguntó el señor Dunworthy, repentinamente atento. Se acercó a nosotros—. ¿Ha notado más deslizamiento que de costumbre?
—Ya se lo conté —dije yo—. El campo de guisantes.
—¿Qué campo de guisantes?
—El que está a medio camino de Birmingham, el de los perros.
—Tengo problemas para volver a la catedral de Coventry el día quince, señor —explicó Carruthers—. Hoy lo he intentado cuatro veces, y lo más que puedo acercarme es al ocho de diciembre. Ned ha llegado más cerca que nadie, por eso necesito que vuelva y termine la búsqueda del tocón del pájaro del obispo entre los escombros.
El señor Dunworthy parecía desconcertado.
—¿No sería más sencillo buscar el tocón del pájaro del obispo antes del bombardeo, el catorce?
—Eso es lo que hemos intentado hacer durante las dos últimas semanas —dijo Carruthers—. Lady Schrapnell quería saber si estaba en la catedral en el momento del bombardeo, así que preparamos un salto a las ocho menos cuarto, justo antes de su inicio. Pero no podemos acercarnos. O bien lo hacemos en la fecha equivocada o, si llegamos en el momento del bombardeo, estamos a sesenta millas de distancia en mitad de un campo de guisantes. —Indicó su uniforme lleno de barro.
—¿Llegamos? —preguntó el señor Dunworthy, con el ceño fruncido—. ¿Cuántos historiadores lo han intentado?
—Seis. No, siete. Todos los que no estaban por ahí haciendo otra cosa.
—Carruthers dijo que lo había probado todo el mundo —intervine yo—. Por eso me quitaron de los rastrillos.
—¿Rastrillos?
—Sí, ya sabe, donde venden cosas de las que quieren deshacerse, cosas que compraron en el último rastrillo, en su mayoría, y cosas que hacen para vender. Juegos de té y cajitas de agujas bordadas y limpiaplumas y…
—Sé perfectamente lo que es un rastrillo. ¿Hubo algún deslizamiento en esos saltos?
Sacudí la cabeza.
—Lo habitual. Principalmente espaciales, para que nadie pudiera verme. Tras la rectoría o detrás de la tienda de té.
Se volvió bruscamente hacia Carruthers.
—¿En cuánto se desviaban los saltos a Coventry? Los que realmente le llevaron a Coventry, me refiero.
—Varía. Paulson llegó el veintiocho de noviembre. —Se detuvo y calculó—. La media es de unas veinticuatro horas, diría yo. Lo más cerca que hemos podido llegar del objetivo es en la tarde del quince, y ahora ni siquiera llego a la catedral. Por eso Ned tiene que volver. El nuevo recluta sigue allí, y dudo que sepa cómo volver. Y quién sabe en qué líos se habrá metido.
—Líos —murmuró el señor Dunworthy. Se volvió hacia la técnico—. ¿Ha habido un aumento del deslizamiento en todos los saltos, o sólo en los de Coventry?
—No lo sé —dijo ella—. Soy especialista en vestuario. Sólo sustituyo a Badri. Él es el técnico de red.
—Badri, sí —dijo él, sonriendo—. Bien. Badri. ¿Dónde está?
—Con lady Schrapnell, señor —informó Finch—. Y me temo que puedan estar ya de regreso.
Pero el señor Dunworthy no pareció oírlo.
—Mientras ha estado usted sustituyéndole —le dijo a Warder—, ¿ha hecho algún salto que no fuera a la catedral el catorce de noviembre de 1940?
—Uno. A Londres.
—¿Cuánto deslizamiento hubo? —insistió él.
Pareció a punto de responder:
«No tengo tiempo para esto»; luego, al parecer, se lo pensó mejor y empezó a pulsar teclas.
—Situacional: ningún deslizamiento. Temporal: ocho minutos.
—Así que es Coventry —dijo para sí el señor Dunworthy—. ¿Ocho minutos en qué sentido? ¿De adelanto o retraso?
—De adelanto.
Se volvió hacia Carruthers.
—¿Trataron de enviar ustedes a alguien a Coventry antes del bombardeo para que se guardara hasta después?
—Sí, señor —dijo Carruthers—. Y apareció después del tiempo pretendido.
El señor Dunworthy se quitó las gafas, las examinó y se las volvió a poner.
—¿La cantidad de deslizamiento parece aleatoria o empeora progresivamente?
—Empeora.
—Finch, vaya a preguntarle a Kindle si advirtió alguna coincidencia o discrepancia mientras estuvo en Muchings End. Ned, quédate aquí. Tengo que hablar con Lewis.
El señor Dunworthy se marchó.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Carruthers.
—Del abanico de lady Windermere —dije yo, y me senté.
—Levántese —me ordenó el serafín—. El salto está preparado. Póngase en posición.
—¿No deberíamos esperar al señor Dunworthy?
—Tengo diecinueve saltos previstos, por no mencionar ese otro prioritario para el señor Dunworthy, y…
—Muy bien, muy bien —dije. Recogí la mochila, el portamanteo, la Gladstone y la cesta de mimbre; me acerqué a la red. Los velos seguían a palmo y medio del pavimento. Apoyé un brazo en el suelo, los alcé, pasé por debajo y empecé a recoger las maletas.
—La era victoriana fue una época de rápidos cambios tecnológicos y científicos —dijo el auricular—. El invento del telégrafo, la luz de gas y la teoría de la evolución de Darwin alteraron significativamente el tejido social.
—Recoja su equipaje y sitúese sobre la cruz.
—Los viajes en particular cambiaron rápidamente. El invento de la locomotora de vapor y, en 1863, del primer ferrocarril subterráneo hicieron posible que los victorianos se trasladaran más velozmente que nadie.
—¿Preparado? —preguntó ella, la mano sobre el teclado.
—Eso creo. —Comprobé que todo estuviera dentro de los velos para asegurarme. Una esquina de la cesta de mimbre asomaba todavía—. Espere. —La arrastré al interior con el pie.
—Repito. ¿Preparado?
—Los viajes fáciles y baratos ampliaron los horizontes Victorianos y quebraron las rígidas barreras de clase que…
El serafín alzó los velos, me quitó el auricular de la oreja y volvió a la consola.
—¿Preparado ahora?
—Sí.
El serafín empezó a golpear teclas.
—¡Espere! —dije—. No sé adónde voy.
—Siete de junio, 1889 —dijo ella, y continuó tecleando.
—Me refiero a después de eso —contesté, tratando de encontrar una abertura en los velos—. No he entendido todas las instrucciones del señor Dunworthy. A causa del vértigo transtemporal. —Me señalé el oído—. Dificultad para Distinguir Sonidos.
—Dificultad para Mostrar Inteligencia —dijo ella—. No tengo tiempo para esto. —Y salió de la habitación dando un portazo.
—¿Dónde está el señor Dunworthy? —la oí decir en el pasillo, probablemente a Finch.
El señor Dunworthy había dicho algo sobre Muchings End, y sobre una barca, ¿o fue el auricular? «Es un trabajo más que sencillo», había dicho.
—¿Dónde está? —oí que preguntaba otra vez el serafín… pero su voz me pareció incómodamente parecida a la de lady Schrapnell.
—¿Dónde está quién? —La pregunta venía de Finch.
—Sabe perfectamente bien quién —tronó ella—. Y no me venga con que está hospitalizado. Ya estoy harta de jugar al escondite. Está aquí, ¿no?
«Oh, Señor».
—Apártese de esa puerta y déjeme pasar —rugió lady Schrapnell—. Está aquí, lo sé.
Solté el equipaje de golpe y busqué desesperadamente algún lugar donde esconderme.
—No, no está —negó Finch con valentía—. Está en el Hospital de Radcliffe.
No había ningún sitio donde esconderse, al menos en este siglo. Pasé por debajo de los velos y corrí hacia la consola, rezando para que el serafín hubiera hecho de verdad todos los preparativos necesarios.
—He dicho que me deje pasar. Badri, haga que se aparte de esa puerta —exigió lady Schrapnell—. El señor Henry está aquí, y quiero asegurarme de que vaya a buscar mi tocón del pájaro del obispo en vez de vaguear por el presente fingiendo tener vértigo transtemporal.
—Pero si tiene vértigo transtemporal —le aseguró Finch—. Un caso muy serio. Su visión es borrosa, tiene Dificultad para Distinguir Sonidos y sus facultades de razonamiento están severamente dañadas.
La pantalla de la consola dijo: «Preparado. Fije destino». Medí la distancia a la red.
—No está en condiciones de realizar saltos —dijo Finch.
—Tonterías —replicó lady Schrapnell—. Apártese ahora mismo de esa puerta.
Inspiré profundamente, pulsé la tecla de envío y me lancé de cabeza a la red.
—Por favor, créame —dijo Finch desesperadamente. No está aquí. Está en Christ Church.
—¡Apártese de mi camino! —dijo ella, y oí sonidos de refriega.
Aterricé de bruces sobre la cruz. Los velos me cayeron sobre un pie. Lo metí dentro.
—¡Señor Henry, sé que está ahí dentro! —vociferó lady Schrapnell. La puerta se abrió de golpe.
—Ya se lo he dicho —repitió Finch—. No está.
Y no estaba.