Si todo el mundo se ocupara de sus propios asuntos —dijo la duquesa con un ronco gruñido—, el mundo giraría mucho más rápido.

LEWIS CARROLL

C A P Í T U L O D O S

La Inquisición - Oxford, ciudad de torres de ensueño - Escape - Enredo - Salida - Explicación - Los campos de juego de Merton - De oídas - Diferencia entre literatura y vida real - Una especie de ninfa - Una pista importante - El abanico de lady Windermere - Una buena idea

Su compañero asegura que padece usted vértigo transtemporal avanzado, señor Henry —dijo la enfermera, abrochándose un sensor a la muñeca.

—Escuche —dije yo—, soy consciente de que tal vez me dejé llevar un poco por el asunto del perro, pero debo regresar a Coventry inmediatamente.

Como si no fuera desgracia suficiente haber aterrizado con quince horas de retraso respecto a lo previsto, también había dejado la catedral a medio registrar, lo que era tan malo como no haberla registrado en absoluto. Y, aunque pudiera volver al momento aproximado de mi marcha, eso no evitaría los instantes perdidos durante los cuales el sacristán, dirigido por el gato, tal vez habría encontrado el tocón del pájaro del obispo y se lo habría dado a su cuñado para que lo cuidara; entonces sí que desaparecería para siempre de la historia.

—Es esencial que regrese a las ruinas —dije—. El tocón del pájaro del obispo…

—Preocupación por cosas irrelevantes —dictó la enfermera a su libreta—. Aspecto sucio y desaliñado.

—Estaba trabajando en una catedral incendiada. Es preciso que regrese. El…

Me metió un termómetro en la boca y adhirió un monitor a mi muñeca.

—¿Cuántos saltos ha dado en las dos últimas semanas?

La miré introducir las lecturas en su libreta mientras trataba de recordar cuál era el límite legal de saltos. ¿Ocho? ¿Cinco?

—Cuatro —dije—. Es a Carruthers a quien debería examinar. Va aún más sucio que yo, y tendría que haberlo oído hablar sobre las estrellas y el «futuro que aún no se vislumbra».

—¿Qué síntomas experimenta usted? ¿Desorientación?

—No.

—¿Cansancio?

Eso estaba menos claro. Todo el mundo que trabajaba bajo las órdenes de lady Schrapnell iba falto de sueño, pero dudaba de que la enfermera lo tuviera en cuenta. En cualquier caso, el síntoma no era cansancio sino más bien una especie de aturdimiento, como el que sufría la gente que era bombardeada noche tras noche durante el Blitz.

—No —dije por fin.

—Lentitud en la respuesta —le dijo ella a la libreta—. ¿Cuándo durmió por última vez?

—En 1940 —dije al instante, lo que interpretó como rapidez en la respuesta.

Tecleó algo más.

—¿Ha experimentado alguna Dificultad para Distinguir Sonidos?

—No —dije, sonriéndole. Las enfermeras suelen parecer miembros de la Inquisición, pero ésta tenía una cara casi amable, de torturador auxiliar, el que te ata a la estaca o te abre la puerta de la dama de hierro.

—¿Visión borrosa? —preguntó.

—No —respondí, tratando de no entornar los ojos.

—¿Cuántos dedos le estoy mostrando?

Lentitud en la respuesta o no, esta pregunta requería pensar un poco. Dos era el número más probable, puesto que se confunde fácilmente con el tres y el uno, pero ella podría haber elegido cinco para pillarme. Si ése era el caso, ¿debería responder cuatro, ya que el pulgar no es técnicamente un dedo? ¿y si estaba escondiendo la mano detrás de la espalda?

—Cinco —dije por fin.

—¿Cómo es posible que, según usted, sólo haya realizado cuatro saltos?

No importaba cuánto hubiera diferido mi respuesta del número real de dedos extendidos: era sin duda una respuesta inadecuada. Pensé en pedirle que repitiera la pregunta, pero decidí que teclearía «Dificultad para Distinguir Sonidos». Opté por un ataque frontal.

—Creo que no entiende usted lo delicado de la situación —dije—. La consagración de la catedral tendrá lugar dentro de diecisiete días, y lady Schrapnell…

La enfermera me tendió una tarjeta y volvió a hacer observaciones incriminatorias a su libreta. Miré la tarjeta, esperando que no fuera algo que tuviera que leer como nueva prueba de visión borrosa. Sobre todo ya que parecía estar en blanco.

—Es esencial que el tocón del pájaro del obispo… —empecé.

La enfermera volvió la tarjeta.

—Dígame qué ve.

Parecía una postal de Oxford. La ciudad vista desde Headington: sus viejas y queridas torres de ensueño, la piedra mohosa, los silenciosos patios a la sombra de los olmos donde persisten los últimos ecos de la Edad Media, murmullos de antiguos conocimientos y de la tradición erudita, de…

—Ya es suficiente —me arrebató la tarjeta de la mano—. Es usted un caso avanzado de vértigo transtemporal, señor Henry. Voy a prescribirle dos semanas de descanso en cama. Nada de viajes en el tiempo.

—¿Dos semanas? Pero la consagración será dentro de diecisiete días…

—Que sean otros los que se preocupen por la consagración. Necesita usted concentrarse en el descanso.

—No comprende…

Se cruzó de brazos.

—Desde luego que no. Supongo que su devoción al deber es admirable, pero no soy capaz de entender por qué quiere arriesgar su salud por reconstruir un símbolo arcaico de una religión pasada de moda.

«Yo no quiero —pensé—. Lady Schrapnell quiere, y lo que lady Schrapnell quiere, lo consigue». Ya se había impuesto a la Iglesia anglicana, la Universidad de Oxford, un equipo de construcción de cuatro mil miembros que la informaban diariamente de lo imposible que era construir una catedral en seis meses. Había vencido también las objeciones de todo el mundo, desde el Parlamento al Ayuntamiento de Coventry, a la reconstrucción de su «símbolo arcaico». Yo no tenía ninguna oportunidad.

—¿Sabe lo que cincuenta mil millones de dólares harían por la medicina? —dijo la enfermera, tecleando cosas en su libreta—. Podríamos encontrar una cura para el Ebola II, vacunar contra el VIH a los niños de todo el mundo, comprar un poco de equipo decente. Sólo con lo que lady Schrapnell se está gastando en vidrieras, el Hospital de Radcliffe podría construir unas instalaciones nuevas con lo último en equipo.

La libreta escupió una tira de papel.

—No es devoción al deber, es…

—Es descuido criminal, señor Henry —arrancó el papel y me lo entregó—. Quiero que siga estas instrucciones al pie de la letra.

Miré sombrío la lista. La primera línea decía: «Catorce días ininterrumpidos de reposo en cama».

No había ningún lugar en Oxford donde yo pudiera pasar catorce días ininterrumpidos de reposo en cama; ni en toda Inglaterra, para el caso. Cuando lady Schrapnell descubriera que había regresado, me localizaría e interrumpiría mi descanso con una venganza. Me la imaginaba acudiendo en tromba, apartando las sábanas y llevándome de la oreja hasta la red.

—Quiero que tome una dieta rica en proteínas y que beba al menos ocho vasos de líquido al día —me ordenó la enfermera—. Nada de cafeína, ni alcohol, ni estimulantes.

Me asaltó una idea.

—¿Podrían admitirme en el hospital? —dije, esperanzado. Si había alguien capaz de mantener a raya a lady Schrapnell eran aquellos grandes inquisidores, las enfermeras—. ¿Ponerme en aislamiento o algo?

—¿Aislamiento? ¡Por supuesto que no! El vértigo transtemporal no es una enfermedad, señor Henry. Es un desequilibrio bioquímico provocado por la disrupción del reloj interno y el oído interno. No necesita usted tratamiento médico. Todo lo que necesita es descanso y el presente.

—Pero no podré dormir…

Su libreta empezó a trinar. Di un brinco.

—Nerviosismo exagerado —tecleó en la libreta—. Quiero hacerle unas cuantas pruebas. Quítese la ropa y póngase esto —dijo, sacando una bata de papel de un cajón y echándomela sobre las piernas—. Ahora mismo vuelvo. Los broches van a la espalda. Y lávese. Está cubierto de hollín.

Salió y cerró la puerta. Me levanté de la camilla; al hacerlo dejé una mancha negra alargada allí donde había estado sentado. Me acerqué a la puerta.

—El peor caso de vértigo transtemporal que he visto jamás —le decía la enfermera a alguien. Esperé que no fuera lady Schrapnell—. Escribiría rimas a las margaritas.

Fuera quien fuese no era lady Schrapnell. Lo supe porque no oí la respuesta.

—Muestra ansiedad indebida —dijo la enfermera—, lo cual no es un síntoma inusitado. Quiero hacerle un escáner para ver si encuentro la fuente de la ansiedad.

Yo le habría dicho en aquel mismo momento cuál era la fuente de mi ansiedad, en ningún modo inusitada, de haber querido prestarme atención, cosa poco probable. Y, por feroz que fuera, no era nada en comparación con lady Schrapnell.

No podía quedarme. Cuando te hacen un escáner, te atan a un largo tubo cerrado durante una hora y se comunican contigo a través de un micrófono. Ya oía la voz de lady Schrapnell resonando en los auriculares:

—¡Ahí estás! ¡Sal de ese artilugio inmediatamente!

No podía quedarme, ni tampoco volver a mis habitaciones. Eran el primer sitio donde miraría. Tal vez encontrara algún lugar allí mismo, en la enfermería, donde dormir lo suficiente para pensar con claridad en qué hacer.

El señor Dunworthy. Se me ocurrió que si había alguien capaz de encontrarme un sitio tranquilo donde esconderme, ése era el señor Dunworthy. Devolví la bata de papel, algo manchada de hollín, al cajón; me calcé las botas y salí por la ventana.

Balliol estaba justo bajando la calle Woodstock, pero no me atreví. Me dirigí hacia la entrada de ambulancias, subí hasta Adelaide y atravesé un patio hasta la calle Walton. Si Somerville estaba abierto, cruzaría su patio hasta Little Clarendon, bajaría por Worcester hasta Broad y me plantaría en la puerta trasera de Balliol.

Somerville estaba abierto, pero el viaje me llevó mucho más de lo que esperaba y, cuando llegué a la cancela, le había pasado algo. Estaba retorcida sobre sí misma y las espirales de hierro se habían convertido en púas, ganchos y puntas que se me enganchaban en el mono.

Al principio lo achaqué a daños producidos por las bombas. Pero no podía ser: se suponía que la Luftwaffe atacaría Londres esa noche. Y la cancela, puntas y púas incluidas, estaba pintada de verde brillante.

Traté de entrar de lado, pero la charretera de mi falso uniforme de bombero se enganchó en una de las púas y, cuando traté de dar marcha atrás, me enmarañé aún más. Agité los brazos desesperado, tratando de liberarme.

—Déjeme que le ayude, señor —dijo una voz amable. Me volví cuanto pude y vi al secretario del señor Dunworthy.

—Finch. Gracias a Dios que está usted aquí. Venía a ver al señor Dunworthy.

Él desenganchó la charretera y me cogió de la manga.

—Por aquí, señor —dijo—. No, no, por ahí no, por aquí, eso es. No, no, por aquí. —Y me guió, finalmente, hacia la libertad.

Sin embargo, estábamos al mismo lado de la cancela que al principio.

—Esto no sirve de nada, Finch —dije—. Todavía tenemos que atravesar la cancela para entrar en Balliol.

—Eso es Merton, señor. Se encuentra usted en sus terrenos de juego.

Me volví y miré hacia el lugar que señalaba. Finch tenía razón. Allí estaba el campo de fútbol, y más allá el de croquet, y aún más lejos, en Christ Church Meadow, la torre cubierta de andamios y plásticos azules de la catedral de Coventry.

—¿Cómo ha llegado aquí la cancela de Balliol? —pregunté.

—Es la puerta peatonal de Merton.

Miré la puerta con ojos entornados. Cierto otra vez. Era una cancela estilo torniquete, diseñada para que no entraran las bicicletas.

—La enfermera dijo que sufría usted vértigo transtemporal, pero no tenía ni idea… No, por aquí. —Me cogió del brazo y me empujó hacia el camino.

—¿La enfermera?

—El señor Dunworthy me envió a buscarle al hospital, pero usted ya se había marchado —contestó, guiándome entre los edificios—. Quiere verle, aunque no comprendo de qué puede servirle en su actual estado.

—¿Él quiere verme? ¿A mí? —Desconcertante. Creía que era yo quien quería verlo a él. Se me ocurrió otra cosa—. ¿Cómo sabía que estaba en el hospital?

—Lady Schrapnell le ha telefoneado —dijo él.

Yo me puse a cubierto.

—No pasa nada —me aseguró Finch, siguiéndome hasta la puerta de la tienda en la que me había metido—. El señor Dunworthy le ha dicho que le habían llevado a un hospital de Londres. Tardará al menos media hora en llegar allí. —Me sacó a la fuerza por la puerta y nos encaminamos por High arriba—. Personalmente, creo que debería haberle dicho que lo habían ingresado a usted en el General de Manhattan. ¿Cómo la soporta?

«Con mucha paciencia», pensé mientras seguía a Finch hasta el paso de peatones situado junto a St. Mary the Virgin y pegándome a la pared.

—No tiene sentido de la corrección —se lamentó Finch—. No sigue los canales adecuados, no rellena los impresos necesarios. Simplemente lo saquea todo: clips, bolígrafos, libretas.

«E historiadores», pensé.

—No sabría qué suministros pedir, si tuviera tiempo de pedir algo. Me paso todo el tiempo tratando de sacarla del despacho del señor Dunworthy. Está allí constantemente, trayendo cosas. Albardillas y utensilios de metal y leccionarios. La semana pasada fue una lasca de la tumba de Wade. ¿Cómo se lascó el trozo y cuándo, antes del bombardeo o durante, y qué clase de bordes tiene, lisos o irregulares? Debe ser completamente auténtico, según dice. Dios está…

—… en los detalles —dije yo.

—Incluso trató de reclutarme. Quería que volviera al Blitz y buscara el follón del obispo.

—Tocón —corregí.

—Es lo que he dicho —contestó él, mirándome con intensidad—. Tiene Dificultad para Distinguir Sonidos, ¿no? Es lo que dijo la enfermera. Y obviamente está desorientado. —Sacudió la cabeza—. No va a ser de ninguna ayuda.

—¿Para qué quiere verme el señor Dunworthy?

—Ha habido un incidente.

«Incidente» era el eufemismo que los bomberos empleaban para referirse a una bomba explosiva, casas reducidas a escombros, cadáveres enterrados bajo ellos, incendios generalizados. Pero sin duda Finch no se refería a ese tipo de incidente. O tal vez yo todavía tenía dificultad para distinguir sonidos.

—¿Un incidente? —dije.

—Una calamidad, en realidad. Uno de sus historiadores. Siglo diecinueve. Pellizcó una rata.

Oh, era una dificultad, sin duda alguna… aunque había ratas en la época victoriana. Pero nadie pellizcaría una. Te devolvería el pellizco, o peor.

—¿Qué ha dicho? —pregunté con cautela.

—He dicho que la puerta se atasca —respondió Finch, y así era. Allí estaba la puerta de Balliol; no la lateral: la verja delantera y la caseta del portero y el patio.

Atravesé el patio y subí las escaleras hasta la habitación del señor Dunworthy. Al parecer seguía desorientado, sin embargo, porque Finch volvió a cogerme por el brazo y me condujo hasta Beard cruzando el jardín.

—El señor Dunworthy ha tenido que convertir la Sala de Veteranos en un despacho. Esa mujer no siente ningún respeto por los muebles de roble o la idea de llamar, así que el señor Dunworthy ha tenido que disponer una oficina externa y otra interna. Personalmente opino que un foso habría sido más efectivo.

Abrió la puerta que daba a la antigua despensa. Ahora parecía la sala de espera de un médico, con una fila de sillones tapizados contra la pared y un puñado de faxrevistas en una mesita lateral. El escritorio de Finch se hallaba prácticamente delante de la puerta interior, sin duda para que el hombre pudiera interponerse entre la puerta y lady Schrapnell.

—Veré si está —dijo Finch, y sorteó el escritorio.

—¡Por supuesto que no! —tronó desde dentro la voz del señor Dunworthy—. ¡No hay nada que discutir!

Oh, Señor, ella estaba ahí. Me encogí contra la pared, buscando desesperadamente un lugar donde esconderme.

Finch me agarró por la manga y susurró:

—No es ella.

Pero yo lo había deducido ya.

—No veo por qué no… —respondió una voz femenina más dulce que estentórea; no era la de lady Schrapnell, porque no distinguí lo que dijo después de «por qué no».

—¿Quién es? —susurré, relajándome en brazos de Finch.

—La calamidad —respondió él.

—¿Qué demonios le hizo pensar que podría traer algo así a través de la red? —gritó el señor Dunworthy—. ¡Ha estudiado teoría temporal!

Finch dio un respingo.

—¿Le digo al señor Dunworthy que está usted aquí? —preguntó, vacilante.

—No, tranquilo. —Me hundí en uno de los sillones tapizados—. Esperaré.

—¿Por qué demonios se le ocurrió traer eso a través de la red? —gritó el señor Dunworthy.

Finch cogió una de las faxrevistas atrasadas y me la tendió.

—No necesito leer nada —dije yo—. Sólo me quedaré aquí sentado, escuchando con usted.

—Considero mejor que se siente sobre la revista —respondió él—. Es muy difícil quitar el hollín de la tapicería.

Me levanté, dejé que pusiera la revista abierta sobre el asiento y luego volví a ocuparlo.

—Si iba a hacer algo tan completamente irresponsable —dijo el señor Dunworthy—, ¿por qué no esperó hasta después de la consagración?

Me apoyé contra la pared y cerré los ojos. Era bastante agradable escuchar cómo echaban la bronca a otra persona para variar, y lo hacía alguien que no era lady Schrapnell. Aunque no estaba claro de qué era exactamente culpable la calamidad. Sobre todo cuando el señor Dunworthy gritó:

—Eso no es ninguna excusa. ¿Por qué no sacó el taxi del agua y lo dejó en la orilla? ¿Por qué tuvo que traerlo a través de la red?

Remolcar taxis era aún menos probable que pellizcar ratas, y ninguna de las dos cosas parecía tener que ser sacada del agua. Sobre todo las ratas. Siempre eran las primeras en escapar de los barcos que se hundían, ¿no? ¿Y había ya taxis en el siglo diecinueve? Sí, carruajes tirados por caballos, pero eran difíciles de cargar aunque entraran en la red.

En los libros y vids, los que están siendo espiados siempre reflexionan sobre lo que dicen y lo argumentan para beneficio de quien los escucha. El espiado dice: «Naturalmente, como todos sabemos, el carruaje al que me refiero es el landó de Sherlock Holmes, que accidentalmente se cayó por un puente en la densa niebla mientras perseguía al perro de Baskerville y que me pareció necesario robar por las siguientes razones». En ese punto dicho robo quedaba completamente explicado para la persona agazapada detrás de la puerta. A veces hay un plano o mapa en la primera página.

Ninguna de esas consideraciones se dan al que escucha en la vida real. En vez de aclarar la situación, la calamidad dijo:

—Porque bein volvió para asegurarse —lo cual sólo sirvió para confundirme más—. Monstruo despiadado. —No quedó claro si se refería al bein que había vuelto o al señor Dunworthy—. Habría vuelto a la casa y lo habría intentado otra vez. No quería que me viera porque sabría que no era contemporánea y no había ningún lugar donde esconderse excepto la red. Me había visto en el mirador. No pensé…

—Exactamente, señorita Kindle —dijo el señor Dunworthy—. No pensó.

—¿Qué va a hacer usted? —preguntó la calamidad—. ¿Va a enviarla de vuelta? Va a ahogarla, ¿no?

—No tengo intención de hacer nada hasta que haya considerado todas las posibilidades.

—Completamente despiadado —sentenció ella.

—Siento mucho cariño por los taxistas, pero hay mucho en juego. Debo considerar todas y cada una de las consecuencias antes de actuar. Me doy cuenta de que es una noción extraña para usted.

¿Taxistas? Me pregunté por qué sería tan aficionado a ellos. Siempre me han parecido demasiado charlatanes, sobre todo los de la época del Blitz, que al parecer no prestaban ninguna atención al dicho: «En boca cerrada no entran moscas». Siempre me contaban cómo alguien había sido enterrado vivo en los escombros y lo habían volado en pedazos… «La cabeza apareció en un escaparate, al otro lado de la calle, en Milliner. Iba en taxi, igual que usted ahora».

—¿Me va a enviar de vuelta? —quiso saber ella—. Les dije que me iba a dibujar. Si no regreso, creerán que me he ahogado.

—No lo sé. Hasta que lo decida, quiero que se quede en sus habitaciones.

—¿Puedo llevármela?

—No.

Siguió un silencio incómodo. Luego la puerta se abrió y apareció la criatura más hermosa que hubiese visto jamás.

Finch había mencionado el siglo diecinueve y yo esperaba falditas con pololos, pero ella llevaba una larga bata verdosa que se le pegaba al cuerpo como si estuviera mojada. La melena, de un castaño rojizo, le caía sobre los hombros y la espalda como flores acuáticas. El efecto era en conjunto el de una ninfa de Waterhouse alzándose como una furia de las aguas oscuras.

Me levanté, boquiabierto y atontolinado como el nuevo recluta, y me quité el casco de bombero deseando haberme lavado cuando la enfermera me lo dijo.

Ella cogió una larga manga colgante y la escurrió en la alfombra. Finch abrió una faxrevista para protegerla.

—Oh, bien, Ned, estás aquí —me llamó el señor Dunworthy desde la puerta—. Justo la persona que quería ver.

La ninfa me miró. Tenía los ojos de un marrón verdoso claro, el color de una laguna del bosque. Los entornó.

—No irá a enviar a ése, ¿no? —le dijo al señor Dunworthy.

—No voy a enviar a nadie hasta haberlo pensado.

Ella se recogió la falda goteante con una mano y se marchó. Se volvió en la puerta, con los labios rosados abiertos para impartir una bendición final, una última palabra quizás de amor y devoción hacia mí.

—No le dé de comer. Ya se ha tomado un ryunkin entero —dijo, y salió por la puerta.

Me encaminé tras ella, hechizado, pero el señor Dunworthy me agarró por el brazo.

—Así que Finch te encontró —dijo, haciéndome dar la vuelta al escritorio y entrar en el despacho—. Temía que estuvieras en 1940, en uno de esos rastrillos de iglesia a los que te envía lady Schrapnell.

Por la ventana la vi cruzar el patio, goteando graciosamente sobre el pavimento, una hermosa… ¿Cómo se llamaban? ¿Dríadas? No, ésas vivían en los árboles. ¿Sirenas?

El señor Dunworthy se acercó a la ventana.

—Todo esto es culpa de lady Schrapnell. Kindle es una de mis mejores historiadoras. ¡Seis meses con lady Schrapnell, y mírala! —agitó la mano ante mí—. Mírate a ti, por cierto. ¡Esa mujer es como una bomba de relojería!

La sirena desapareció de mi visión y se sumergió en la niebla de la que había surgido. Sólo que no era eso. Las sirenas vivían en rocas y harían que los barcos naufragaran. Y era una palabra parecida a dríadas. ¿Pitonisas? No, ésas eran las que iban por la vida prediciendo desastres.

—… no tenía derecho a enviarla en primer lugar —decía el señor Dunworthy—. Traté de decírselo, pero ¿me escuchó? Por supuesto que no. «Ninguna piedra sin remover», dice. La envía a la época victoriana. ¡Te envía a ti a rastrillos a comprar cojines y servilletas para el té!

—Y jalea de pezuña de ternera —dije yo.

—¿Jalea de pezuña de ternera? —me miró con curiosidad.

—Para los enfermos. Sólo que no creo que los enfermos se la coman. Yo no me la comería. Creo que la donaban al siguiente rastrillo. Va pasando de año en año. Como los pasteles de frutas.

—Sí, bueno —dijo él, frunciendo el ceño—. Ahora una piedra se ha removido y ha creado un problema serio, que es por lo que quería verte. Siéntate, siéntate —dijo, indicándome un sillón de cuero.

Finch llegó antes con una faxrevista, murmurando:

—Es tan difícil eliminar el hollín del cuero…

—Y quítate el casco. Santo Dios —comentó el señor Dunworthy, ajustándose las gafas—, tienes un aspecto terrible. ¿Dónde has estado?

—En el campo de fútbol.

—Supongo que ha sido un juego bastante duro.

—Me lo he encontrado en la puerta de peatones, junto a los campos de juego de Merton —explicó Finch.

—Creía que estaba en el hospital.

—Se ha escapado por la ventana.

—Ah —dijo el señor Dunworthy—. Pero ¿cómo se encuentra en este estado?

—Buscaba el tocón del pájaro del obispo —expliqué.

—¿En el campo de deportes de Merton?

—En las ruinas de la catedral, antes de que lo llevaran al hospital —aclaró Finch.

—¿Lo has encontrado? —dijo el señor Dunworthy.

—No —respondí—, y ése es el motivo por el que he venido a verlo. No pude terminar de registrar las ruinas y lady Schrapnell…

—… es la menor de nuestras preocupaciones. Lo cual es algo que nunca pensé que diría. Supongo que el señor Finch te habrá explicado la situación.

—Sí. No —rectifiqué—. Será mejor que me ponga al día.

—Se ha presentado una crisis referida a la red. He informado a Viajes Temporales y… Finch, ¿dijo Chiswick cuándo llegaría?

—Lo comprobaré, señor. —Salió de inmediato.

—Una situación muy seria —continuó el señor Dunworthy—. Una de nuestras historiadoras…

Finch regresó.

—Viene de camino —informó.

—Bien —dijo Dunworthy—. Antes de que llegue, la situación es ésta: una de nuestras historiadoras robó un abanico y lo trajo consigo a través de la red.

Un abanico. Bueno, eso tenía mucho más sentido que una rata. O un taxi. Y explicaba lo del pellizco.

—Como la madre de lady Windermere —dije.

—¿La madre de lady Windermere? —el señor Dunworthy miró bruscamente a Finch.

—Vértigo transtemporal avanzado, señor —dijo Finch—. Desorientación, Dificultad para Distinguir Sonidos, Tendencia a la Sensiblería, Incapacidad de Razonar con Lógica —explicó, poniendo énfasis en las tres últimas palabras.

—¿Avanzado? —dijo Dunworthy—. ¿Cuántos saltos has realizado?

—Catorce esta semana. Diez rastrillos y seis esposas de obispos. No, trece. Siempre se me olvida la señora Bittner. Estaba en Coventry. No el Coventry del que acabo de venir: el Coventry de hoy.

—Bittner —dijo el señor Dunworthy—. No será Elizabeth Bittner, ¿no?

—Sí, señor —le confirmé—. La viuda del último obispo de la catedral de Coventry.

—¡Santo Dios! Hace años que no la veo. La conocí en los primeros días en que experimentábamos con la red. Una chica maravillosa. La primera vez que la vi pensé que era la criatura más hermosa del mundo. Lástima que tuviera que enamorarse de Bitty Bittner. Estaba absolutamente dedicada a él. ¿Qué aspecto tenía?

«Pues no era precisamente una chica», pensé. Era una frágil viejecita de pelo blanco que pareció incómoda durante toda la entrevista. Probablemente temía que lady Schrapnell fuera a reclutarla y enviarla a la Edad Media.

—Muy buen aspecto —dije—. Comentó que tenía algunos problemas de artritis.

—Artritis —sacudió la cabeza—. Es difícil imaginar a Lizzie Bittner con artritis. ¿Para qué fuiste a verla? Ni siquiera había nacido cuando se quemó la antigua catedral de Coventry.

—Lady Schrapnell pensaba que el tocón del pájaro del obispo podría haber sido guardado en la cripta de la catedral nueva, y ya que la señora Bittner estaba allí cuando la catedral fue vendida, tal vez hubiese supervisado la limpieza de la cripta y lo hubiese visto.

—¿Y lo vio?

—No, señor. Dijo que se había destruido en el incendio.

—Recuerdo cuando tuvieron que vender la catedral de Coventry —dijo él—. La gente había perdido el interés en la religión, la asistencia a misa había bajado… Lizzie Bittner —dijo amorosamente—. Artritis. Supongo que su pelo ya no será rojo, ¿no?

—Preocupación por cosas irrelevantes —dijo Finch en voz alta—. La señorita Jenkins aseguró que el señor Henry sufría un severo ataque de vértigo transtemporal.

—¿La señorita Jenkins? —preguntó el señor Dunworthy.

—La enfermera que examinó al señor Henry en el hospital.

—Hermosa criatura —dije yo—. Un ángel compasivo cuyas amables manos han consolado muchas frentes enfebrecidas.

Finch y el señor Dunworthy intercambiaron una mirada.

—Dijo que era el peor caso de vértigo transtemporal que había visto jamás —informó Finch.

—Por eso he venido a verle —dije yo—. Me ha prescrito dos semanas de descanso en cama, sin interrupción, y lady Schrapnell…

—Nunca lo permitirá —concluyó por mí el señor Dunworthy—. La consagración de la catedral será dentro de diecisiete días solamente.

—Traté de decírselo a la enfermera, señor, pero no quiso escucharme. Me ordenó que me fuera a mis habitaciones y me metiera en la cama.

—No, no, es el primer sitio donde buscaría lady Schrapnell. Finch, ¿dónde está en este momento?

—En Londres. Acaba de telefonear desde el hospital.

Salté de la silla.

—Le he asegurado que había habido un error en la comunicación —dijo Finch—, y que habían llevado al señor Henry a otro centro.

—Bien. Llame a ese otro centro y dígales que la entretengan allí.

—Ya lo he hecho.

—Excelente. Siéntate, Ned. ¿Dónde estaba?

—En el abanico de lady Windermere —dijo Finch.

—Sólo que no fue un abanico lo que la historiadora trajo a través de la red —dijo el señor Dunworthy—. Fue…

—¿Ha dicho que lo trajo a través de la red? —dije yo—. No se puede traer nada del pasado a través de la red. Es imposible, ¿no?

—Al parecer, no.

Escuchamos un ruido en la oficina exterior.

—Creí que había dicho que estaba en Londres —le dijo el señor Dunworthy a Finch. Un hombre bajito de aspecto apurado entró en tromba. Llevaba una bata de laboratorio y una libreta parpadeante. Lo reconocí como el jefe de Viajes Temporales.

—Oh, bien, está usted aquí, señor Chiswick —lo recibió el señor Dunworthy—. Quiero hablar con usted sobre un incidente referido…

—Y yo quiero hablar con usted sobre lady Schrapnell —lo cortó Chiswick—. Esa mujer está completamente fuera de control. Me llama día y noche exigiendo saber por qué no enviamos a la gente más de una vez al mismo tiempo y lugar, por qué no podemos procesar más saltos por hora a pesar de haberme privado sistemáticamente de mi personal investigador y de red para enviarlo por todo el pasado buscando cepillos y analizando contrafuertes. —Agitó la libreta parpadeante—. Es ella. ¡Me ha llamado seis veces desde hace una hora exigiendo saber dónde está uno de sus historiadores perdidos! Viajes Temporales accedió a este proyecto por la oportunidad que representaba el dinero para avanzar nuestra investigación en teoría temporal, pero esa investigación se ha detenido por completo. Se ha apropiado de la mitad de mis laboratorios para sus artesanos y de todos los ordenadores del área de ciencia.

Se detuvo para pulsar las teclas de la libreta parpadeante y el señor Dunworthy aprovechó la oportunidad para decir:

—Precisamente la teoría del viaje temporal es lo que quería discutir con usted. Una de mis historiadoras…

Chiswick no le prestaba atención. La libreta había dejado de sonar y ahora escupía centímetros y centímetros de papel.

—¡Mire esto! —dijo, arrancando un palmo y agitándolo ante el señor Dunworthy—. Quiere que un miembro de mi personal telefonee a todos los hospitales de Londres y encuentre a su historiador perdido. Henry, se llama, Ned Henry. Un miembro de mi personal. ¡Yo ya no tengo personal! ¡Se los ha llevado a todos menos a Lewis, y bien que lo intentó! Por suerte, él…

El señor Dunworthy lo interrumpió.

—¿Qué pasaría si un historiador trajera algo del pasado a través de la red?

—¿Le preguntó ella eso? Claro que sí. Se le ha metido en la cabeza hacerse con ese tocón del pájaro del obispo con el que está tan obsesionada, aunque tenga que viajar al pasado y robarlo. Se lo he dicho una y otra vez: traer algo del pasado al presente violaría las leyes del continuum espacio-temporal. ¿Sabe lo que me dijo? «Las leyes están hechas para ser vulneradas».

Siguió hablando, imparable, y el señor Dunworthy se acomodó en su silla, se quitó las gafas y las examinó pensativo.

—He tratado de explicarle —dijo Chiswick—, que las leyes de la física no son meras reglas o regulaciones, que son leyes, y que quebrantarlas provocaría consecuencias desastrosas.

—¿Qué tipo de consecuencias desastrosas? —quiso saber Dunworthy.

—Eso es imposible de predecir. El continuum espacio-temporal es un sistema caótico: cada evento está conectado con los demás de forma complicada y no-lineal. Es imposible predecir nada. Adelantar un objeto en el tiempo crearía una incongruencia paracrónica. En el mejor de los casos, la incongruencia provocaría un deslizamiento aumentado. En el peor, impediría los viajes en el tiempo. O alteraría el curso de la historia. O destruiría el universo. ¡Y por eso tal incongruencia no es posible, como traté insistentemente de explicarle a lady Schrapnell!

—Deslizamiento ampliado —repitió el señor Dunworthy—. ¿Una incongruencia causaría un deslizamiento aumentado?

—Teóricamente. Las incongruencias eran una de las áreas que iba a permitirnos estudiar el dinero de lady Schrapnell. ¡Una investigación que ahora ha saltado por la borda en favor de esa estúpida catedral! ¡Esa mujer es imposible! La semana pasada me ordenó que redujera la cantidad de deslizamiento por salto. ¡Me lo ordenó! Tampoco entiende lo que es el deslizamiento.

El señor Dunworthy se inclinó hacia delante y se puso las gafas.

—¿Ha habido un aumento de deslizamiento?

—No. Simplemente lady Schrapnell no tiene ni idea de cómo funciona el viaje temporal. Ella…

—El campo de guisos —dije yo.

—¿Qué? —el señor Chiswick se volvió y me miró con mala cara.

—La esposa del granjero lo tomó por un paracaidista alemán.

—¿Paracaidista? —Chiswick entornó los ojos—. No será usted el historiador perdido, ¿no? ¿Cómo se llama?

—John Bartholomew —terció el señor Dunworthy.

—A quien lady Schrapnell ha reclutado, lo veo por su aspecto. Hay que detenerla, Dunworthy. —La libreta empezó a trinar y a escupir de nuevo. Leyó en voz alta—: «Ninguna información todavía sobre el paradero de Henry. ¿Por qué no? Envíe localización de inmediato. Necesito dos personas más para que vayan a la Gran Exposición de 1850, a comprobar los posibles orígenes del tocón del pájaro del obispo».

Arrugó el papel y lo arrojó sobre la mesa del señor Dunworthy.

—¡Hay que hacer algo ahora mismo! ¡Antes de que esa mujer destruya la universidad! —dijo, y se marchó.

—O el universo conocido —murmuró el señor Dunworthy.

—¿Voy tras él? —preguntó Finch.

—No. Trate de ponerse en contacto con Andrew, y consulte los archivos bodelianos sobre incongruencias paracrónicas.

Finch salió. El señor Dunworthy se quitó las gafas y miró a través de ellas, frunciendo el ceño.

—Sé que es un mal momento —dije—, pero me preguntaba si tendría usted alguna idea de dónde podría ir a recuperarme. Lejos de Oxford.

—El entremetimiento —dijo el señor Dunworthy—. El entremetimiento nos metió en esto, y más entremetimiento sólo empeorará las cosas. —Volvió a ponerse las gafas y se levantó—. Lo mejor que podemos hacer es esperar a ver qué pasa, eso es evidente —dijo, caminando de un lado a otro—. Las posibilidades de que su desaparición influya sobre la historia son estadísticamente insignificantes, sobre todo de esa época. Los lanzaban por costumbre a los ríos para reducir su número.

«¿Los abanicos?», pensé.

—Y el hecho de que atravesara la red es en sí mismo prueba de que no creó una incongruencia, o la red no se habría abierto. —Se limpió las gafas en el forro de la chaqueta y las miró a contraluz—. Han pasado más de ciento cincuenta años. Si fuera a destruir el universo, probablemente ya lo habría hecho.

Exhaló sobre las gafas y volvió a limpiarlas.

—Y me niego a creer que hay dos cursos de la historia en los que existen lady Schrapnell y su proyecto de reconstruir la catedral de Coventry.

Lady Schrapnell. Volvería del hospital en cualquier momento. Me incliné hacia delante.

—Señor Dunworthy —insistí—, esperaba que se le ocurriera a usted algún sitio donde pueda recuperarme del vértigo transtemporal.

—Por otro lado, es muy posible que el hecho de que no se diera una incongruencia se deba a que fue devuelto antes de que hubiera consecuencias, desastrosas o de otro estilo.

—La enfermera dijo dos semanas de descanso en cama, pero me las apañaría con tres o cuatro días…

—Pero aunque ése sea el caso —se levantó y empezó a caminar—, no hay motivo para esperar. Ésa es la belleza del viaje temporal. Uno puede esperar tres o cuatro días, o dos semanas, o un año, y regresar inmediatamente.

—Si lady Schrapnell me encuentra…

El dejó de caminar y me miró.

—No había pensado en eso. Oh, Señor, si lady Schrapnell lo descubre…

—Si tuviera usted la amabilidad de proponer un sitio tranquilo y apartado…

—¡Finch! —gritó Dunworthy, y Finch entró con un papel en la mano.

—Aquí está la bibliografía de las incongruencias paracrónicas —dijo—. No había mucho. El señor Andrews está en 1560. Lady Schrapnell lo envió a examinar los arcos de las ventanas. ¿Debo intentar traerlo de vuelta?

—Lo primero es lo primero —le respondió el señor Dunworthy—. Necesitamos encontrarle a Ned un sitio para que descanse y se recupere sin que lo interrumpan del vértigo transtemporal.

—Lady Schrapnell… —dije yo.

—Exactamente —me apoyó el señor Dunworthy—. No puede ser en este siglo. Ni el siglo veinte. Y tiene que ser en algún lugar pacífico y apartado: una casa de campo, tal vez, junto a un río; el Támesis.

—No estará usted pensando… —dijo Finch.

—Tiene que marcharse inmediatamente. Antes de que lady Schrapnell dé con usted.

—¡Oh! —Finch se quedó boquiabierto—. Sí, ya veo. Pero el señor Henry no se encuentra en condiciones de…

El señor Dunworthy lo interrumpió.

—Ned, ¿le gustaría ir a la época victoriana?

La época victoriana. Largas tardes de ensueño recorriendo el Támesis y jugando al croquet sobre el verde césped con muchachas de faldas blancas y elegantes lazos para el pelo. Y, más tarde, el té bajo los sauces, servido en delicadas tazas de porcelana por exquisitos mayordomos deseosos de satisfacer cada capricho. Y esas mismas muchachas leyendo en voz alta un libro de poesía, sus voces flotando como pétalos de rosa en el aire perfumado.

—Todo en la dorada tarde, donde los sueños de la infancia se entremezclan en la mística banda de la memoria…

Finch sacudió la cabeza.

—No creo que sea una buena idea, señor Dunworthy.

—Tonterías —contradijo el señor Dunworthy—. Escúchele. Encajará perfectamente.